Marcelino Javier Suárez Ardura, Sobre la inmanencia autogórica de las figuras literarias en el Quijote, El Catoblepas 76:10, 2008 (original) (raw)
El Catoblepas • número 76 • junio 2008 • página 10
Marcelino Javier Suárez Ardura
Se realiza un comentario del artículo de Antonio López Calle titulado «Otras interpretaciones del Quijote»
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Tengo para mí que José Antonio López Calle persigue un cierto fin interesado en hacernos aborrecible el Quijote. Un aborrecimiento, de ser así, que se manifiesta al traer al primer plano de toda interpretación de la historia del ingenioso caballero de La Mancha a los libros de caballerías. Acaso pudiera decirse que un rechazo que, colocado a la izquierda del aborrecimiento en que consistiría el Quijote con relación a los libros de caballerías, haría las suertes de una negación de la negación. Y quizás no fuera descabellada esta tesis si tomásemos en consideración la propuesta de José María Merino por la que anuncia el ocaso de la novela realista, inaugurada por Cervantes, y constata el resurgir de las novelas apoyadas en acontecimientos extraordinarios y acciones fantásticas{1}. Porque habrían sido aquellas historias, pobladas de lances, encantamientos, desafíos y toda suerte de aventuras incomparables (en las que caballeros y princesas, reyes y reinas, reinos e imperios ocupaban el máximo protagonismo), las que, tras una vuelta de tuerca irónica de la mano del narrador, acabarían cediendo el paso a la novela realista; y en esto habría consistido la modernidad del Quijote. Sin embargo, nos dirá Merino: «Cuando se asiste a la eclosión de los fenómenos universales de masas en torno a novelas enormemente superficiales, muy por debajo de la obra de los «segundones» del siglo pasado, acaso convenga considerar si el Quijote y lo que significó para el nacimiento de una forma determinada de conocimiento humano a través del género novelesco, por muy sólida y profunda que haya llegado a ser, no se encuentra en un momento crepuscular, al menos en lo que respecta a la adhesión del público masivo, y si la cada vez mayor importancia de novelas en que aparecen lances asombrosos, oscuras conspiraciones, enfrentamientos arduos entre el mal y el bien, desvelamiento de asombrosos secretos históricos, no significa un decidido renacimiento de lo que pudiera estimarse el «libro de caballerías» contemporáneo».{2} Una nueva sensibilidad estética que podría acotarse a partir de la publicación de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
Ahora bien, la argumentación de José María Merino parece hacer hincapié más en los aspectos pragmáticos –en la importancia del papel del narrador– que en los sintácticos como entendemos que hace José Antonio López Calle. Porque, si no interpretamos mal, las operaciones de López Calle en su versión del Quijote, a fuerza de estrechar las relaciones con las novelas caballerescas, sin salir de la inmanencia literaria, cierra el círculo de un formalismo tendente a escosar otro significado que no sea el de la escenografía de las figuras imaginarias del Quijote. En esto consiste su lectura de la historia del hidalgo de La Mancha como una suerte de operaciones con símbolo autogóricos. Dicho de otra manera, parece como si la evolución narrativa que constituye el Quijote estuviese dirigida por la figuras literarias de las novelas caballerescas, a la vez que éstas se convierten en el propio significado del curso narrativo de la historia de Cervantes. Se cierra así el bucle de la inmanencia de las figuras literarias. Y así se puede verificar en sus artículos anteriores.
La estructura narrativa y los personajes del Quijote{3} (El Catoblepas, nº 71) no será otra cosa que un remedo de la de los libros de caballerías («se trata de una novela de viajes o itinerante, al igual que lo habían sido los libros de caballerías), por más que se diga que el autor construye una novela abierta; don Quijote significará, negro sobre blanco, la consecuencia de los Amadises, como Dulcinea lo será de las Orianas y Sancho de los Gandalines. Es curioso que, en este sentido, se niegue hasta la evolución de los personajes. Las aventuras de don Quijote{4} (El Catoblepas, nº 72) encajarán en el esquema de las aventuras de los caballeros andantes de papel; no habrá aventura del Quijote que no pueda ser registrada a su vez en la literatura caballeresca (socorro a personas menesterosas, luchas con encantadores, duelos de caballeros, pasos de armas, peleas con gigantes, contiendas entre ejércitos, enfrentamientos con animales, ceremonias caballerescas, etc.). Pero también el curso trifásico{5} en el que se desarrollan las aventuras de nuestro héroe (El Catoblepas, nº 73) estaría pensado desde las novelas caballerescas, aunque sea en sentido paródico, porque la negación de un término supondrá dialécticamente su realización. En el mismo sentido iría el análisis del estilo y lenguaje{6} del Quijote (El Catoblepas, nº 74), en la medida en que se persigue poner de manifiesto su orientación a la consecución de los fines paródicos. Y si, por último, atendemos a la concepción del heroísmo{7} (El Catoblepas, nº 75), encontraríamos otro tanto de lo mismo, porque, en última instancia, el perfil del héroe cervantino toma la forma de la del héroe caballeresco.
Sin duda, se introducen otros elementos en el juego de la parodia caballeresca, pero son componentes pensados como dándose en la proporción de los escalares en el conjunto de las operaciones vectoriales, siendo así que quedarían engranadas en el curso global de las mismas operaciones. Por el contrario, desde nuestra perspectiva, no se trata de negar todo papel a las novelas caballerescas sino de mantener el sentido alegórico como corresponde a todo simbolizar.
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El trabajo que ofrece José Antonio López Calle en este número{8} se presenta como el esquema general de lo que, según sus palabras, se irá detallando en las próximas entregas y, a la vez, como el trámite necesario de ajuste de cuentas con aquellas «otras interpretaciones» del Quijote que son consideradas no sólo como interpretaciones falsas o erróneas sino como falsas interpretaciones. El esquema aquí presentado supondrá la confirmación de las correspondencias efectivas entre sus intenciones y la fertilidad de su análisis según los cuales se demuestra la capacidad del mismo para abarcar totalmente la totalidad de la obra de referencia, el Quijote: «sin dejar zonas oscuras o residuos enigmáticos». Una correspondencia, por otra parte, concordante con la adecuación entre las intenciones del autor del Quijote y el despliegue de la novela, es decir, el Quijote mismo.
Se tratará ahora de contrastar su propia interpretación con aquellas alternativas, analizando de paso el escenario ambiental de la novela, para mostrar la parcialidad hermenéutica constitutiva de las otras versiones empecinadas en interpretar el Quijote simbólicamente; y ello sin perjuicio de que a su vez estas puedan arrojar ciertos conocimientos de mayor o menor profundidad sobre el Quijote. Se dirá que, acaso, una vez despojados de las redes ideológicas del alegorismo, puedan tener contenidos positivos neutros.
Con este fin, López Calle procede a estructurar su último ensayo en tres partes: en una primera, atiende a las interpretaciones sobre don Quijote; luego, establece los criterios hermenéuticos a partir de los cuales acomete su clasificación (teniendo siempre en cuenta la referencia de la obra como un todo); por último, analiza críticamente la distinción entre interpretaciones autogóricas y alegóricas (un excurso al que dedica aproximadamente el cuarenta por ciento de la extensión de todo el artículo). No se perderá de vista, por tanto, la tesis de la intención crítica de Cervantes con relación a los libros de caballerías, argumento que constituye su punto nuclear.
En la línea de su tesis nuclear, se articula la crítica a varias concepciones de don Quijote, según las cuales el hidalgo manchego aparecería en todo momento como un héroe, bien que coloreado de distinta manera según la versión. Sin embargo, frente a esto habría que ver a Cervantes persiguiendo la parodia de un falso y exagerado heroísmo. De manera que don Quijote no podría ser interpretado como un héroe pintado de lo que habría sido el Cid Campeador, sobre todo porque el drama del manchego consistiría efectivamente tan sólo en no poder ser el émulo de otra pintura, es decir, de Amadís de Gaula. Afirmar lo contrario supondría no distinguir entre el ideal del heroísmo que traza el personaje y la realidad de sus acciones. Ni don Quijote podrá ser interpretado como un pacifista benefactor sino como un pacificador que empleará incluso las armas, como habría quedado de manifiesto en la reexposición de sus aventuras (circulares, radiales, angulares). Tampoco podrá verse en el Caballero de la Triste Figura a un revolucionario (ni liberal, ni marxista) de izquierdas, porque las acciones de don Quijote estarían en la línea acaso de un reaccionario; se equivocarían aquí los hermeneutas del liberalismo y del marxismo, como se equivocan así mismo al interpretar a don Quijote a la manera de un paladín defensor de pobres y explotados. Pero también habría que negar las versiones que dibujan a don Quijote como a un santo cristiano o un modelo de perfección. Alonso Quijano, a lo sumo, representaría un heroísmo mundano; y si, por una parte, se suelen resaltar virtudes como su amabilidad, generosidad, cortesía, honradez, etc., por otra, también habría que contraponer defectos como la flaqueza, la maledicencia, la vanidad o la fanfarronería. Así pues, ni modelo de virtud ni imagen de Cristo.
Seguidamente, acomete la clasificación de las interpretaciones del Quijote. Se tratará ahora de considerar a la obra, en su globalidad, como objeto de análisis a partir del criterio según el cual habría que ver el Quijote exclusivamente como una novela cómica y humorística. En este contexto se parte del criterio de la «dualidad narrativa del Quijote» consistente en suponer una perspectiva seria frente a una perspectiva cómico-realista, dos extremos de una línea en cuyo centro se situarían las interpretaciones relativistas. Así, cuando enfocamos la perspectiva llamada seria, la perspectiva cómico-realista se difuminaría quedando reducida a ella. Pero si enfocásemos la perspectiva cómica (paródica), la reducción sería ahora de la perspectiva seria. El término medio (relativista) supondría la equipolencia de ambas perspectivas. La versión paródica nos conduciría a las interpretaciones directas o literales; la seria nos llevaría a las interpretaciones alegóricas o simbólicas. El interés de José Antonio López Calle se dirige principalmente contra las versiones simbólicas cuya característica fundamental vendría dada por el hecho de buscar un sentido oculto o secreto a las palabras de Cervantes, es decir, al Quijote. Pero las interpretaciones simbólicas se dirán de muchas maneras según cual sea la categoría simbolizada por lo que habría que hablar de varios géneros alegóricos (biográficos, históricos, políticos, sociales, psicológicos, religiosos, filosóficos). Más difícil sería hablar de lecturas científico-técnicas. En todo caso, según se asignen uno o varios sentidos alegóricos al Quijote, también habría que hablar de interpretaciones monistas o pluralistas.
Finalmente, López Calle intenta marcar distancias con relación a la distinción entre interpretaciones autogóricas e interpretaciones alegóricas propuesta por Gustavo Bueno (distinción que nosotros hemos utilizado en nuestro comentario{9} sobre el planteamiento hermenéutico de López Calle). Nada tendría que ver la distinción introducida por Gustavo Bueno con la noción de alegoría que el mismo Calle propone. Se dirá que, en todo caso, marchan en paralelo pero sin cruzarse en ningún momento: «Nuestra noción de alegoría y con ella de las interpretaciones alegóricas es la que proviene de la preceptiva o teoría literaria clásica, en la cual se definiría como una figura literaria del lenguaje en que un conjunto de elementos figurativos o imágenes se usan con valor translaticio según que guarden paralelismo o algún tipo de semejanza con un sistema de conceptos o realidades lo que invita a distinguir en toda alegoría entre un sentido directo o aparente o literal y otro indirecto o profundo o figurado que es el sentido alegórico»{10}. En el caso del género novelístico no habría lugar, salvo en contadas excepciones, para alegorías. Por tanto, buscar alegorías en el Quijote sería trabajo fatuo y vano, una sinrazón que nos conduciría, como al mismo don Quijote, a la indeterminación, ambigüedad e imprecisión.
López Calle vuelve a exponer la distinción de Gustavo Bueno entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos, apresurándose, acto seguido, a llevar a cabo su crítica. La noción de símbolos alegóricos sería «demasiado estrecha en un sentido y demasiado amplia en otro»{11}; porque, por un lado, no tendría en cuenta las alegorías intraliterarias («alegorismo de segundo orden») y, por otro, incluiría en su seno simbolismos no alegóricos desde la preceptiva clásica. Por tanto, el criterio de Gustavo Bueno –y, por ende, nuestra argumentación– adolecería de la falta de tensión y del vigor exigibles a un concepto claro y distinto. El Quijote –dirá López Calle– ni es totalmente autogórico ni totalmente alegórico por lo que no encaja en una distinción ad hoc: «la distinción de Gustavo Bueno entre símbolos autogóricos y alegóricos, está diseñada en función de las figuras literarias, como si una obra literaria, cual una novela, se compusiese sólo de figuras personales y no también de elementos impersonales, o como si la referencia de una obra la marcase la de sus figuras personales y no sus elementos no personales»{12}.
Así pues, en este nuevo artículo verificamos su orientación a demoler la posibilidad, por mínima que sea, de una interpretación en el sentido de los símbolos alegóricos y a barrer los escombros sobre los que acaso pudiera edificarse la tesis de una filosofía en el Quijote.
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Y, en efecto, este era el interés de nuestro comentario a aquella primera entrega de su trabajo titulada Sobre la interpretación del Quijote.{13} En última instancia, no se perseguía otra cosa que demostrar la pertinencia de un análisis del Quijote en términos de los símbolos alegóricos. Por ello, creímos conveniente poner de manifiesto las líneas ideológicas que envolvían el mismo planteamiento literalista de López Calle porque considerábamos que, en virtud de aquella malla ideológica, se ocultaban aspectos objetivos que no debían pasarse por alto.
A raíz de lo publicado en este nuevo artículo, no podemos más que reafirmarnos en el análisis realizado. Decididamente su hermenéutica desconsidera el engranaje objetivo dado a la escala de los finis operis y persevera en la importancia de los autologismos. Pero de unos autologismos que no están vistos como la concatenación objetiva de los términos reales sino como el despliegue voluntarista de las intenciones del autor, obviando determinadas instituciones histórico-culturales que sin duda están canalizando el que en el Quijote aparezcan determinadas escenas, y no otras, sin perjuicio de que tales lo hagan a través de los términos característicos de la novela caballeresca. Lo importante aquí no serían los términos sino los referentes (extraliterarios) de los que tales términos son significantes. A lo sumo, los únicos autologismos que cabría reconocer, si siguiésemos la argumentación de López Calle, serían los exigidos en la crítica dialógica frente a los libros de caballerías impuestos (desde la inmanencia literaria) por la naciente preceptiva realista que estaría cristalizando en el Quijote. Pero desde nuestro punto de vista esto amputaría la textura ontológica del Quijote al reducirla a un juego formal (un juego de lenguaje) que sólo pondría en marcha los componentes sintácticos y pragmáticos.
Los presupuestos positivistas, por no decir descripcionistas, se siguen manteniendo desafiantemente («no basta, como suele hacer la inmensa mayoría de los intérpretes alegóricos de la novela cervantina con proponer un ensayo de interpretación alegórica programática; es menester respaldarlo comprobando su fertilidad para afrontar el estudio sistemático de los episodios de la obra»{14}). Pero hay hechos que no están ni pueden estar en el Quijote porque están, por ejemplo, en Avellaneda, con quien hay que contar para entender el Quijote. Se dirá, replicando, que se tienen en cuenta elementos del escenario real remitente a la España coetánea del Quijote, sin reparar en que este escenario tal como está siendo ejercido sigue formando parte del juego autogórico desde el que se lee la obra maestra de Cervantes.
En tercer lugar, se insiste en la negación de cualquier interpretación alegórica casi queriendo significar con ello visión arbitraria. Pero si se está sugiriendo que de alguna manera los análisis en términos simbólicos (alegóricos) son interpretaciones arbitrarias como queriendo sugerir acausales o sin fundamento en las cosas es porque esta idea está envuelta por sus presupuestos descripcionistas y por la consideración del autor como sujeto autológico exento. Pero, cuando pensamos en que el sujeto operatorio del Quijote (sin perjuicio de Cervantes ni de Avellaneda, e incluso de los autores de las extraordinarias novelas de caballerías) son múltiples sujetos, las acciones del simbolizar ya no podrán ser asociadas a la arbitrariedad, ni se podrá exigir del sujeto Cervantes la causa última de este simbolizar.
De alguna manera, José Antonio López Calle entrevé las dificultades que se derivan de su argumentación. De hecho en este último artículo intenta deslindar su distinción entre literal y simbólico de la distinción propuesta por Gustavo Bueno en España no es un mito{15} (que nosotros hemos utilizado –repetimos– en nuestro comentario) entre símbolos autogóricos y alegóricos. Precisamente, esta reafirmación de sus presupuestos nos ha inclinado a intentar profundizar en nuestros argumentos en la medida en que, en este artículo, López Calle perfila el esbozo que había pergeñado en su primera entrega; y, si bien no nos contestaba directamente, plantea sus argumentos como una controversia objetiva dada en las cosas mismas, sin falta de que tengamos que interpretar sus palabras en los términos del famoso dicho «a ti te lo digo hijuela entiéndelo tú mi nuera».
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Es necesario, pues, atender, porque también se sustenta en la concepción literalista del significado del Quijote, en tanto que crítica a las novelas caballerescas, a la crítica que López Calle dirige a las concepciones de don Quijote que se han venido formulando desde un primer momento. Aunque, como reconoce el autor, las concepciones de don Quijote están estrechamente relacionadas con las teorías simbólicas del Quijote, no deja pasar la ocasión para abordar su crítica. Básicamente, el procedimiento consistirá en refutar las diferentes imágenes que los distintos autores se habrían ido formando sobre don Quijote al no comprender la verdadera relación del héroe con la realidad (refiriéndose a la realidad de la novela); el heroísmo de don Quijote sería un falso heroísmo que no pretendería sino exagerar aquel otro de las novelas de caballerías atendiendo a su versión paródica.
Es preciso reparar en su argumentación y en cada uno de los tipos que niega (el Cid Campeador, don Quijote pacifista, don Quijote como revolucionario, como paladín de pobres y explotados, como santo cristiano, como modelo de perfección, como imagen de Cristo) porque cada una de las negaciones está orientada a presentarnos a don Quijote como un signo autogórico. Acaso se entienda mejor lo que queremos decir introduciendo la conocida fórmula de Ortega: «Lejos, sola en la abierta llanada manchega, la larga figura de Don Quijote se encorva como un signo de interrogación;»{16}. Interesa esta fórmula por dos razones; en primer lugar, porque nos permite ver que lo que López Calle busca es borrar la ambigüedad relativa al interrogante, que interpretamos en el sentido abierto de un símbolo alegórico. Según esto, cada una de las críticas a la concepción de don Quijote estaría orientada a deshacer el carácter funcional de este interrogante que siempre planteará la necesidad del símbolo. El interrogante que ve Ortega verifica el sentido simbólico de don Quijote, dicho esto sin que tengamos que asumir la tesis de Ortega. En todo caso, las invectivas de López Calle harán que leamos la fórmula desde otro punto de vista: «Lejos, sola en la abierta llanada manchega, la larga figura de Don Quijote se encorva como la imagen de Amadís de Gaula»{17}. Habrá desaparecido entonces el carácter abierto, alegórico, de la figura del héroe manchego y toda su riqueza semántica quedará negada en el calmoso mar de la inmanencia literaria. En segundo lugar, porque cabría decir que la crítica que intenta llevar a cabo López Calle está ella misma siendo constreñida o canalizada por las concepciones monistas de las figuras del Quijote: «lejos, sola en la abierta llanada manchega…»; y, en efecto, lo mismo que en la fórmula ortegiana las alegaciones que plantea José Antonio López Calle están ejerciendo una concepción monádica impugnable desde nuestra perspectiva. Y aunque quepa reconocer que su planteamiento hermenéutico va dirigido contra ciertas interpretaciones que son las que consideran monádicamente la figura de don Quijote siempre cabrá argumentar que la contrafigura también se perfila larga y «_sola_» en la abierta llanura manchega. A nuestro juicio la concepción del Quijote en términos de triadas no habrá de verse como un argumento ad hoc, destinado a una nueva lectura del mismo, porque ella supone importantes compromisos ontológicos ligados al principio de symploké: «la concepción de la realidad o de sus region= es en cuanto organizadas según esquemas ternarios son tan antiguas como las concepciones organizadas según los esquemas binarios o dualistas»{18}. Habría, pues, que interpretar el Quijote en los términos de la trilogía don Quijote, Sancho, Dulcinea, llevando el argumento incluso a la crítica de las concepciones monistas. Esta utilización implícita de la trilogía, por otra parte, tampoco es algo que se pueda atribuir exclusivamente a Cervantes pues también aparece en Avellaneda o en Galdós; y, como indicaremos más abajo, acaso ello esté relacionado con el carácter autogórico de los personajes de Avellaneda en relación con los de Cervantes.
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Sin embargo, el principal criterio clasificatorio orientado a las «otras interpretaciones» del Quijote se centra en la distinción entre una perspectiva seria y una perspectiva cómico-realista. Se hablará así de la doble perspectiva narrativa de la novela. Si no entendemos mal, esto significará que hay, por un lado, un plano en el que se dibujan las acciones de don Quijote –aunque en algún momento también la de Sancho– según el cual el mundo es lo que ven los ojos del héroe («la de su mundo de ilusión caballeresca») y, por otro lado, tendríamos el plano de la realidad que es el mundo del resto de los personajes y el del mismo autor; una perspectiva que necesitará a la vez de la perspectiva ideal caballeresca para su construcción.
De la consideración de estas dos perspectivas o planos obtendríamos las diferentes teorías o hermenéuticas del Quijote: interpretaciones directas o literales que pondrían el acento en lo cómico y lo paródico e interpretaciones alegóricas o simbólicas; habrá un tercer tipo de versiones relativistas a las que no se les dará mayor beligerancia. Pero la distinción de estas dos líneas (la seria y la cómica) fuerza enormemente la estructura objetiva del Quijote. La operación vendría a ser la misma que intentó desarrollar Alonso Fernández de Avellaneda, obteniendo el resultado que ya sabemos: unos personajes trazados con los rasgos héticos y acartonados de una torpe pluma.
En efecto, las operaciones de Avellaneda pusieron el acento en la vis cómica dirigida a producir la carcajada con relación al Quijote mismo; pero desorientó completamente el sentido de la construcción cervantina porque en Avellaneda los personajes no bebían del manantial exterior a la escenografía caballeresca como sí lo hacían los del propio Cervantes. No habría más que comparar el Álvaro Tarfe de Cervantes con el de Avellaneda para verificar la distancia entre uno y otro. Podríamos decir que Fernández de Avellaneda construyó su Quijote desde la inmanencia literaria autogórica. Así, habría visto a Alonso Quijano como significando los héroes de las novelas de caballerías e imitando aquellos quiso representar a este. De ahí que su Quijote no sea más que el trazo negro de un signo. Pero Avellaneda, además, habría separado la urdimbre de las sutiles líneas irónicas cervantinas, aplicando un escalpelo impropio de las texturas que había confeccionado Cervantes y secando los referentes semánticos que pujan por asomar constantemente en la obra del hidalgo de la Mancha. Y podrá decirse esto sin perjuicio de que, a la vez, haya tenido que incorporar, inconscientemente pero de modo objetivo, determinados aspectos del Quijote sin los cuales la novela no habría funcionado.
Así pues, la separación entre, por un lado, un plano serio, y, por otro, un plano cómico (aunque se le llame cómico-realista) fuerza la estructura del Quijote por varias razones. En primer lugar, porque ni siquiera encaja con todas las acciones de don Quijote, pues éste no puede ser reducido en toda la evolución de la novela al plano ideal-caballeresco. Cuando se lleva adelante esta argumentación hay que ponerla en conexión inmediata con la locura del hidalgo. Pues sería precisamente la locura la que ayuda a entender el comportamiento de don Alonso convirtiéndose en el gozne que nos permite pasar, por decirlo así, del lado serio al lado cómico. Pero tampoco la locura en don Quijote es tan fácil de aprehender para los intereses de una argumentación literalista. Sin duda, la pérdida de juicio de Alonso Quijano hay que referirla a su propósito o programa de irse por el mundo con sus viejas armas a buscar aventuras y ejercitarse en todo aquello que hacían los caballeros andantes. Estos fines inscritos en su mundo ideal, necesario, por otra parte, para entender por qué habría que hablar de vis cómica constituyen la argumentación de Calle. Y esta faceta cómica vendría dada por el choque según el cual en el tiempo de don Quijote ni hay caballeros andantes ni el mundo está hecho a la medida de estos guerreros. Ahora bien –y aquí atendemos a un aspecto que no se tiene en cuenta al separar el plano serio del plano realista–, lo interesante y decisivo, a nuestro juicio, es que las intenciones de don Quijote, sus hechos y sus palabras, comienzan a caracterizarse principalmente en tanto no guardan equilibrio con la sociedad política de referencia; dicho con las palabras de Gustavo Bueno, en don Quijote habrá que ver una suerte de revulsivo. Y, sin perjuicio de su comicidad, su figura sería una figura crítica (la crítica ejercida de don Quijote supone tanto la crítica dialógica como la crítica ontológica; otra cosa es la adecuación de los instrumentos para llevar a cabo la crítica ontológica). La sociedad de referencia no asimila el programa de don Quijote pero tampoco las operaciones para llevarlo a cabo. Esto, conocido por el narrador, le hace decir que vino a dar en un pensamiento extraño. Así, que, a lo largo de la obra, asistiremos a una continua tensión entre equilibrio y asimilación conducente por momentos unas veces al humor y otras a la ironía pero también a situaciones sin salida. La locura será una situación extraña de despegamiento de los demás como dirá Covarrubias; y es tanto o más interesante la locura de don Quijote en la medida en que Cervantes la confronta con otras locuras. (por eso no serían tan ajenas al Quijote las novelas afluentes o intercaladas). Alrededor del tema de la locura giraría la equivocación de Alonso de Avellaneda. La locura de don Quijote con ser una locura subjetual está vinculada, como revulsivo, a la locura objetiva por sus propósitos y fines: el extraño pensamiento de hacerse caballero para ponerse al servicio de su república. Esa enajenación suya es la que le llevará a la asunción de un papel que no podrá ser reducido a la sequedad y calentura de un cerebro poblado de imágenes literarias, porque habrá otros contenidos envolventes (las armas, los discursos, Sancho, Dulcinea, las incursiones de sarracenos, Sevilla, Barcelona, la Santa Inquisición…) que, diremos, se objetiva en su propia empresa. Lo cómico aquí sería interno a lo serio, aquello que nos enfrenta a la comprensión de su programa como un programa discordante. Sin duda si separamos estos dos aspectos no es posible ver el carácter revulsivo de don Quijote frente a una locura objetiva: el ensueño acomodaticio de quienes disfrutan las mieles de un nuevo orden. No hará falta, pues, deslindar la faceta seria de la cómica para entender el Quijote.
Pero, acaso, en segundo lugar, insistir en la faceta paródica para salvar la argumentación de una hermenéutica en la línea del inmanentismo autogórico no esté tan carente de problemas como pueda parecer. En efecto, serían las mismas palabras de Cervantes sobre el carácter paródico del Quijote las que refrendarían esta opinión. Pero ella misma, de manos del artista, está emitida igualmente en un contexto irónico lo que nos llevaría a preguntarnos por la apariencia y verdad de los propósitos de Cervantes. En todo caso, no seremos nosotros quienes nos acojamos a las intenciones del autor, oscureciendo la estructura objetiva de su propia obra, porque, supuesto algún propósito oculto, algún secreto, éste no hay que verlo en el sentido de los secretos personales sino en el sentido de los secretos impersonales u objetivos que caminan ya en el contexto de los finis operis.
Concluimos, lo cómico y lo serio en el Quijote se entrevera como la razón y la locura del hidalgo, por lo que cabría colegir que la división en los tipos de interpretaciones del quijote, según nos tomemos el plano cómico-realista o el plano serio en consideración, resulta más que nada un artificio destinado a justificar la existencia de dos tipos de versiones del Quijote según se lo interprete en tanto que símbolo autogórico o alegórico. En suma, no sería la existencia de un plano serio o de un plano cómico los fulcros inmanentes de enganche de una distinción dicotómica sobre la que se alza una clasificación de las interpretaciones del Quijote, porque lo serio o lo cómico (o la ironía y el humor) necesitan ellos mismos en cuanto tales una serie de dispositivos objetivos normados cuya dialéctica es la que nos conduce a la seriedad o al humor. Pero tales dispositivos normados en los que se han de sustentar los nexos cómicos-realistas o los nexos irónicos han de comenzar a ser pensados como referencias constitutivas del significado del Quijote. Y aquí nos topamos de lleno con el simbolizar, incluso con anterioridad a la dicotomía de la que pensamos derivarlos.
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La distinción entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos no es un artificio construido con el exclusivo fin de acoplarse al dibujo de las figuras literarias, pues concita compromisos ontológicos involucrados en la naturaleza operatoria del simbolizar. Los símbolos son entes del mundo que tienen una constitución semántica, pero lo característico del simbolizar supone una relación con los objetos a los que simbolizan a través de las operaciones. Ahora bien, los símbolos autogóricos son los que se representan a sí mismos –podríamos decir, si no entendemos mal, que realizan una suerte de bucle entre el significante y el significado–. Cuando se analiza el Quijote, en el contexto de los libros de caballerías –como una exclusiva parodia de aquellas novelas extraordinarias–, la inmanencia del campo literario a la que se dirige el significar de las figuras literarias comienza a ser asumida como el campo de su verdad. Es decir, la verdad del Quijote se reduciría a la sola operación de significar entre unos símbolos y otros. En esto consistiría la autogoría de la interpretación del Quijote que propone López Calle.
Ya hemos señalado cómo el Quijote de Avellaneda podría entenderse como una historia construida desde la inmanencia autogórica de las figuras literarias. Los personajes, las escenas y las acciones construidas por Fernández de Avellaneda tienen su significado en las figuras literarias del Quijote de Cervantes y las relaciones que se establecen están siempre referidas a éste y, a su través, a los libros de caballerías. En este sentido, tendremos que decir que la crítica (o la parodia) que lleva a cabo Avellaneda no levanta la vista del horizonte del papel, porque es en esta llanada donde se materializan sus figuras literarias. El circuito que se genera desde la obra agotaría el círculo de su juego en la condición de signo autogórico de sus componentes. Algo parecido ocurre al interpretar obras cinematográficas en términos de «guiños» o de «complicidad» (dialogismos y autologismos), con otras obras de otros o del mismo autor, sin más significado que el que soportan los materiales del celuloide. Sin duda, El orfanato{19} (J. A. Bayona, 2007) puede ser leída o vista como un juego con relación a Los otros (A. Amenábar, 2001). Pero lo que ambas películas involucran obliga a salirse del circuito de las secuencias y plantear nexos (operatorios) con la realidad, evidentemente siempre que queramos mantener una interpretación en el sentido de los símbolos alegóricos. Por eso, interpretar películas como las citadas supone un compromiso ontológico que sin duda entraña planteamientos filosóficos religiosos que desbordan la inmanencia de las figuras cinematográficas. Igualmente, si admitimos que entre Los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós y El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha existe algo más que una relación sintáctica es porque suponemos que Galdós –y en esto no parece que puede haber duda– está incorporando sus planteamientos filosófico políticos en la construcción de Los Episodios. La presencia del Quijote y de don Quijote en Los Episodios tendrá que dejar de ser una mera casualidad o el ornato de un trabajo bien hecho para empezar a ser relacionada con las referencias extraliterarias de Los Episodios Nacionales, que no serán otra cosa que la nación política cristalizada en el siglo XIX. Si interpretásemos las menciones (o los usos) del Quijote en Galdós como la belleza de una buena fórmula o como la elegancia de una demostración tendríamos que abandonar a su suerte un cúmulo de significados extraliterarios que están asomando como crestas de iceberg. Y esto es lo que diferencia el tratamiento que del Quijote hace Alonso Fernández de Avellaneda del que lleva a cabo Galdós. Porque la versión de Alonso Fernández de Avellaneda convierte la historia del ingenioso hidalgo de La Mancha en una suerte de juego de lenguaje algebraico sin más interés que las relaciones necesarias entre los signos. Pero aquí Cervantes –y sin falta de escribir su segunda parte– desborda objetivamente la propuesta autogórica de Avellaneda, aunque desde el plano de los finis operantis estuviese pensada, en la segunda parte del Quijote, como una propuesta dada en la inmanencia del campo literario. Pero Galdós, conociendo de primera mano el ambiente de la llamada visión romántica, enfoca Los Episodios Nacionales desde una perspectiva que reclama la presencia de las realidades extraliterarias pujantes, y con toda pertinencia en su planteamiento no deja de traer personajes, escenas y acciones del Quijote que se ajustan con las figuras de su propia obra pero a través de componentes extraliterarios. Y otro tanto, podrá decirse, en sus respectivos contextos, de El proceso de Kafka o El hombre sin atributos de Musil, porque sin perjuicio de su génesis los componentes extraliterarios de estas obras piden una interpretación alegórica.
No es necesario que la distinción entre símbolos autogóricos y símbolos alegóricos coincida con las concepciones de la alegoría relativas a la preceptiva clásica, porque es suficiente que la alegoría de la teoría literaria clásica pueda ser reexpuesta en el contexto de los símbolos autogóricos o alegóricos en virtud de su ejercicio. Ante todo, porque el concepto expuesto de alegoría clásica («según que guarden paralelismo o algún tipo de semejanza con un sistema de conceptos o realidades») apoyado en la noción de paralelismo o semejanza no parece formulada con claridad diferenciando entre la imagen y el símbolo; pero además se pediría el principio porque la semejanza supone el resultado de las operaciones del simbolizar y por tanto, no es previa al mismo. El Caballero de la Triste Figura, pintura o símbolo de don Quijote es el resultado de las operaciones de Sancho al «mirar» y construir determinadas figuras de su señor; unas operaciones de Sancho que manipulan términos de los que una vez cristalizado no se podrá decir que sean arbitrarios. Los símbolos no tienen un significado completamente cerrado, entre otras cosas porque, como hemos insinuado, las relaciones del simbolizar presuponen multiplicidades de signos, operaciones y objetos. En realidad, al acogerse a las llamadas alegorías literarias, López Calle no sale de los presupuestos de la inmanencia relativa al campo de lo literario porque sus ejemplos se enmarcan siempre en una tradición literaria, por definición autogórica. Las alegorías son, por tanto, resultado de las operaciones que no son cerradas y de ahí su indeterminación. Si la relación con toda referencia se reduce a la relación con su solo cuerpo en cuanto símbolo estamos en el límite del propio simbolizar toda vez que el símbolo resultaría ser la cosa misma. En el contexto del juego lingüístico autogórico del álgebra de las figuras literarias, las llamadas alegorías intraliterarias no podrán verse como la prueba de falsación del concepto de símbolos alegóricos porque su ejercicio caerá de lleno en el curso del engranaje de los símbolos autogóricos en la medida en que permanecen internos a la inmanencia del campo literario; y lo mismo habremos de decir de aquellas escenas, marcos o acciones de las que se dice que constituyen la «magia de la ficción realista» en la medida en que nos ponen ante lo verosímil, pues también quedan concatenadas en el proceso global a la manera de operadores, functores o relatores. No se trata de decir que «la realidad de don Quijote no se agota en la realidad intraliteraria» sino de ver qué ejercicio se hace con esta realidad, por mucho que se hable de un escenario literario geográfico y real por el que desfilan las figuras del espacio antropológico (porque la pertinencia del espacio antropológico no viene dada por su pertenencia al ámbito de lo literario, sino porque los materiales antropológicos están cruzando este campo), pues la interpretación en la escala de la inmanencia literaria es la que está dando la escala de sus presupuesto hermenéuticos. Y si se dijera que una interpretación ya no está dada en la proporción de los análisis autogóricos por tener en cuenta que aparecen términos relativos a la España coetánea habría que ver si tales términos, en el contexto de tales interpretaciones, no están funcionando como un elemento neutro que no los transforma pese a las operaciones.
Cuando se dice que las versiones del Quijote que lo entienden como una exclusiva parodia de los libros de caballerías se mueven en la escala de los símbolos autogóricos, se está señalando a algo más que a una distinción o «mera clasificación»; se sugiere que se están tomando las palabras por las cosas mismas y, por tanto, reduciendo los componentes semánticos a los sintácticos, desdoblando ciertos componentes sintácticos a los que se les da el valor de significado de otros. Y esto es precisamente lo que se impugna porque, consecuentemente, significantes y significado aparecerán como dados en el mismo plano. Y, en efecto, esto es lo que se ejerce: el Quijote como obra literaria irá dirigida contra otras obras literarias, lo libros de caballerías. La concepción de la inmanencia literaria autogórica es en el fondo un formalismo bidimensional que olvida el eje semántico que cruza el Quijote (otra cosa será acertar con los contenidos apropiados del eje semántico estructurados en el espacio antropológico).
No constituye ninguna invectiva crítica decir que las interpretaciones alegóricas del Quijote incurren en ambigüedad e indeterminación porque esta es la característica constitutiva del símbolo. Se podrá decir que es acertada o no en virtud de los criterios que se propongan para llevar a cabo una lectura en términos alegóricos y en razón de la potencialidad de la interpretación más solvente. Pero hay que tener en cuenta que la conceptuación del símbolo supone las operaciones con los objetos (extraliterarios) que habrá que ir determinando; lo que quiere decir que no se reduce a una cuestión de ignorancia o de falta de atención a la totalidad de los componentes{20}. Resulta una petición de principio vindicar la primacía de la totalidad de los hechos cuando esta totalidad debe ser ella el resultado de las operaciones de totalización. Por tanto, no cabe arrojar a la cara del intérprete (alegórico), a modo de contraprueba falsacionista, la supuesta intención del autor para con su obra. Ni siquiera, por ejemplo, Cervantes, cuando aún no había acabado de escribir el Quijote (la segunda parte) pudo sustraerse a la interpretación de Fernández de Avellaneda. Pero tampoco Alonso Fernández de Avellaneda habría quedado libre de la versión de Cervantes sobre la suya propia; Cervantes reclamará para sí el «verdadero don Quijote»{21} negando con esta expresión final el conjunto de la obra, apócrifa –y de paso la interpretación que de ella hace–, de Alonso Fernández de Avellaneda.
7
Finalizamos. Cuando don Quijote y Sancho, en la borrosa oscuridad{22} de la noche, se dirigen a la localidad del Toboso (pueblo de Dulcinea), se plantea una situación muy interesante que no nos resistimos a analizar aquí.{23} La entrada en el Toboso se inicia con un diálogo acerca de las características de la morada de Dulcinea, el cual oscila entre un dibujo de una casa muy pequeña (Sancho) y una pintura de un pequeño «apartamiento» de su alcázar (don Quijote). En plena discusión, señala Alonso Quijano: «–Hallemos primero una por una el alcázar –replicó don Quijote–, que entonces yo te diré, lo que será bien que hagamos. Y advierte, Sancho, o que yo veo poco o que aquel bulto grande y sombra que desde aquí se descubre la debe de hacer el palacio de Dulcinea.»{24} Como se sabe, este «bulto» y esa «sombra» eran los de la iglesia del pueblo y no la torre de algún palacio o castillo. El narrador continuará, sin embargo, con el punto de vista emic de los protagonistas y nos dirá que don Quijote «dio» con el bulto que arrojaba la sombra. Es la archiconocida frase en la que don Quijote dice «Con la iglesia hemos dado, Sancho.»{25} Esta escena, aparte de la interpretación en términos de la mofa de un caballero que no lo es, buscando un castillo que no hay, ha sido leída de muchas maneras. Se suele ver en ella una crítica de Cervantes a la Iglesia, de larga sombra, acaso emparentada con su supuesto erasmismo. Ricardo Aguilera, por ejemplo, ha sostenido la tesis de los silencios de Cervantes que mostrarían una intención crítica patente.{26}
Por nuestra parte, pensamos que se trata más bien de reparar en el concepto de bulto –usado varias veces en el Quijote–, atendiendo al conjunto del diálogo. Porque lo que se aparece ante los sujetos Sancho y don Quijote es una materia tal de la que se supone que es un cuerpo (pues de ella se dice que arroja una sombra y que es grande), pero que se presenta como indeterminado ante los sujetos, como así lo reconoce el narrador adoptando el punto de vista emic de los mismos. (Evidentemente, estamos disociando en esta materia el hecho de que, por una parte, sea corpórea (con volumen: la sombra y el tamaño) del hecho de su indeterminación en tanto que bulto, aunque el narrador no lo haga explícitamente.) Desde luego, se dirá que el narrador conoce en qué consiste el bulto; pero, sin embargo, no nos priva de las operaciones de ambos sujetos (y aquí lo de menos es la risa, porque las operaciones tienen lugar con humor o sin él). Don Quijote dice que con la iglesia ha dado queriendo decir que ha tropezado o que ha ido a desembocar al edificio de la iglesia y no con un alcázar. Mas si ha dado con el templo es porque lo buscaba –aunque el curso de sus pesquisas persiguiesen otra cosa–. Por tanto, la utilización de la expresión «dar con» pertenece al contexto de descubrimiento, pero cobra sentido a partir del momento en que las operaciones de ambos establecen (justifican) que se trata de un templo. El bulto indeterminado comienza a tener ahora determinaciones que darán cuenta de la torre o campanario de la iglesia –de ahí su tamaño– y de su sombra; y estas operaciones de los sujetos quedarán –por decirlo así– sintetizadas en las explicaciones del narrador. Sin el proceso operatorio de la controversia entre Sancho y don Quijote la síntesis final del narrador se disuelve en una sinrazón. ¿Hay que interpretar esta escena como una apariencia? ¿No están enmarcados estos objetos en un espacio institucional (torre, alcázar, «dar con», tocar, ver, sombra) que dota al conjunto de una textura racional? ¿No está siendo el bulto una configuración corpórea observada por Sancho, pero también por los lectores y por el mismo narrador (que desde luego conoce la historia)?
Cuando, al final, los protagonistas dan con la iglesia se ordenan los «errores» a favor de la interpretación verdadera, pero la dialéctica entre el contexto de descubrimiento y el contexto de justificación no se puede obviar. Y, en todo caso, no habría que fijarse sólo en la verdad del asunto sino en el asunto de la verdad; en la incorporación al discurso de un cuerpo, una serie de operaciones y unas relaciones resultantes que suponen poder decir que se trata de una iglesia, esto es, un contexto que, partiendo de la indeterminación del bulto –a pesar de que Cervantes no lo disocia–, nos permite progresar hacia las materias determinadas, las cuales tienen que estar presentes para entender el regressus hacia la indeterminación. Las operaciones son cruciales porque nos conducen a la torre de la iglesia a través del cuerpo de los sujetos (así el espacio del Toboso comienza a determinarse): «Pues guíe vuestra merced –respondió Sancho–: quizá será así; aunque yo lo veré con los ojos y lo tocaré con las manos y así lo creeré yo como creer que ahora es de día.»{27} Sancho es tan incrédulo como el apóstol, pero en su incredulidad no abandona la perspectiva operatoria que es la que les conducirá a dar con el templo. ¿Habría que discutir ahora si Cervantes quiso o no decir esto? ¿No sería suficiente ver que los materiales con los que trabaja el escritor entrañan el ejercicio de una concepción ontológica? ¿No está operando el narrador con los tipos de instituciones con que operan también arquitectos o escultores? El significado del Quijote sobrepasa las férreas hormas que constituyen la armadura de Amadís.
Laviana, 26 de junio de 2008
Notas
{1} J. M. Merino, «¿El Quijote en el crepúsculo», en Revista de libros, nº 100, abril 2005, págs. 48-49.
{2} J. M. Merino, op. cit., pág. 49.
{3} J. A. López Calle, «Estructura Narrativa y personajes principales del Quijote», en El Catoblepas, nº 71, enero 2008, pág. 9.
{4} J. A. López Calle, «Las aventuras de don Quijote», en El Catoblepas, nº 72, febrero 2008, pág. 9.
{5} J. A. López Calle, «El curso de las aventuras de don Quijote», en El Catoblepas, nº 73, marzo 2008, pág. 9.
{6} J. A. López Calle, «El estilo y el lenguaje del Quijote», en El Catoblepas, nº 74, abril 2008, pág. 9.
{7} J. A. López Calle, «Un análisis de las múltiples facetas del proyecto quijotesco del heroísmo caballeresco», en El Catoblepas, nº 75, mayo 2008, pág. 9.
{8} J. A. López Calle, «Otras interpretaciones del Quijote», en El Catoblepas, nº 76, junio 2008, pág. 9.
{9} M. J. Suárez Ardura, «Interpretar _el Quijote_», en El Catoblepas, nº 72, febrero de 2008, pág. 16.
{10} J. A. López Calle, «Otras interpretaciones del Quijote», en El Catoblepas, nº 76, junio 2008, pág. 9.
{11} Ibidem.
{12} Ibidem.
{13} J. A. López Calle, «Sobre la interpretación del Quijote», en El Catoblepas, nº 70, diciembre 2007, pág. 9
{14} J. A. López Calle, «Otras interpretaciones del Quijote», en El Catoblepas, nº 76, junio 2008, pág. 9.
{15} Gustavo Bueno, «Don Quijote, espejo de la nación española», en España no es un mito, Temas de hoy, Madrid 2005.
{16} José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Alianza, Madrid 2001, pág. 71.
{17} Con el valor asignado por López Calle (Amadís), destinado a ocupar el lugar de todo valor, la estructura funcional y simbólica de la fórmula de Ortega quedaría borrada. Pero lo que López Calle está haciendo efectivamente es sustituir el interrogante por un signo dado a la misma escala de don Quijote.
{18} Gustavo Bueno, op. cit., pág. 250.
{19} Véase Raul Franco González, «Dos ejemplos de cine religioso», en El Catoblepas, nº 71, enero 2008, pág. 10.
{20} Desde las ciencias humanas se podrá abordar el estudio del Quijote atendiendo a la globalidad sin que necesariamente se atienda totalmente a los materiales involucrados en el mismo. Porque la globalidad la dará el cierre categorial en el que se inscriba el estudio en cuestión: sociológico, histórico, lingüístico, etc. Otra cosa es que estas disciplinas no agoten la interpretación del Quijote y haya que regresar a una interpretación que comenzará a ser filosófica.
{21} Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición de Francisco Rico, Crítica, Barcelona 2001, pág. 1223.
{22} No podremos decir que la noche era completamente oscura, pues el narrador confirma que era entreclara, por que era una noche de luna. Y esto es particularmente interesante porque nos presenta una situación a la que podríamos llamar de «in media res», es decir, sin partir de la oscuridad total ni de la iluminación total; una situación acaso borrosa. Hay que tener en cuenta este escenario en lo relativo al papel de la sombra.
{23} Cervantes, Don Quijote de la Mancha, Edición de Francisco Rico, Crítica, Barcelona 2001, parte II, cap. IX, pág. 695.
{24} Cervantes, op. cit., parte II, cap. IX, pág. 696.
{25} Ibidem.
{26} R. Aguilera, Intención y silencio en el Quijote, Endymion, Madrid 1992, 171 págs.
{27} Cervantes, op. cit., parte II, cap. IX, pág. 697.