Carmen Baños, La confesión, canon de la literatura autobiográfica, El Catoblepas 137:1, 2013 (original) (raw)

El Catoblepas, número 137, julio 2013
El Catoblepasnúmero 137 • julio 2013 • página 1
Artículos

Carmen Baños

Tratamos de establecer un modelo canónico de escritos en primera persona que nos permita alejarnos de las concepciones mentalistas{1}

Carlos V recibe la Confessio Augustana el 25 de junio de 1530

Hablar de literatura autobiográfica, se haga desde el aspecto connotativo o denotativo del concepto, nos sitúa ante referencias muy confusas. La connotación, apoyada en la etimología del término como «escritura de la propia vida» (del griego αυτός, lo «propio», βίος, «vida» y γράφειν, «escritura») remite a una tarea imposible pues nadie, por mucho que haya vivido, puede ofrecernos el relato completo de una vida aún inconclusa. Y si atendemos a la denotación, ésta no es menos imprecisa pues queda dispersa en multitud de ejemplares autobiográficos, tan diferentes como numerosos.

La autobiografía es siempre parcial. Esta estructura la diferencia de la biografía. Pero a las obras literarias que genéricamente llevan el título de «autobiografía», como las de personalidades con vidas tan distintas entre sí como pudieron ser las del barón Edward de Cherbury, Giambattista Vico, Mark Twain, Benjamín Franklin, Chesterton o James Stuart Mill, se añaden otras más específicas que tratan asuntos íntimos narrados al hilo mismo de los acontecimientos, o relatan episodios públicos, sociales o políticos, que han envuelto la vida del autor, o cuentan viajes, o simplemente anotan una serie de reflexiones, ocurrencias o comentarios sobre asuntos vistos o leídos. Cuadernos de uso personal, como los antiguos hypomnemata, libros de viajes, memorias o diarios contienen, cada uno a su modo, pedazos de la vida de un sujeto contada por él mismo. Por eso la literatura autobiográfica no sólo es heterogénea en sus contenidos sino que además se reparte entre especies tan diferentes como las que corresponden a los «diarios», «memorias», «epistolarios», «libros de viajes», «autorretratos», »testamentos» o «confesiones».

Desde las teorías de los géneros literarios no hay acuerdo sobre cómo clasificar ese gran cúmulo de producciones autobiográficas. Dos tendencias al uso se nos muestran irreconciliables: la de quienes, desde un proceder «combinatorio» o «plotiniano» consideran que «autobiografías», «diarios», «memorias» o «epistolarios» son especies contiguas del denominado «género autobiográfico», y la de quienes, al modo «porfiriano», los ven como géneros literarios escritos en primera persona pero completamente independientes entre sí.

Las connotaciones literarias, más atentas a las cuestiones de estilo que a los contenidos de la escritura, se acogen a la forma de la «autognosis», en virtud de la cual lo característico de los escritos autobiográficos es que el autor, reflexionando sobre sí mismo, deja en ellos la huella de sus mecanismos más íntimos. Es la reducción psicológica, que influenciada por teorías psicoanalíticas como la de Jacques Lacan, ponen todo el peso de la autobiografía en la relación que el «yo» mantiene con el «otro». Tales perspectivas, tanto en las versiones estructuralistas, deconstruccionistas o las que subscriben, al estilo de Philippe Lejeune, un «pacto entre autor y lector» se limitan a cuestiones subjetivas sobre el grado de credibilidad que la autobiografía ofrece al lector, sin advertir que la propia reconstrucción literaria que cada autor hace de los episodios de su vida (perspectiva «emic») puede ser confrontada desde las múltiples perspectivas «etic» que la pluralidad de lectores puedan asumir y que han de ser determinadas en cada caso.

No parece que las diversas teorías, no sólo las literarias, sino también las psicológicas, sociológicas y antropológicas que pretenden explicar el concepto de autobiografía a través de la motivación del autor, o de la complicidad entre éste con el lector puedan ir más allá de una simple reducción subjetiva. Por eso es preciso buscar otra perspectiva que tomando distancias tanto de los reduccionismos psicológicos o sociales, como de lo estrictamente literario, sea capaz de regresar a los materiales esenciales del proceder autobiográfico.

Como quiera que son muchas las determinaciones, bien específicas o generales de la denotación constituida por los escritos autobiográficos, es necesario buscar un tipo de formato lógico, para desde él intentar la organización de las notas recogidas en ese concepto. No se trata de encontrar un denominador común de todos los escritos en los que autor, protagonista y narrador coinciden. La gran diversidad de especies de escritura que se acogen al relato en primera persona imposibilita una connotación común. Más cuando autobiografías, diarios, o memorias cubren, a su vez, conceptos muy distintos: hay diarios de campo, diarios de navegación, diarios de operaciones militares, autobiografías intelectuales, personales, memorias científicas, históricas, testimoniales, &c.

Trataremos por tanto de establecer un modelo canónico de escritos en primera persona que nos permita alejarnos de las concepciones mentalistas que se complacen en explicarlos como manifestaciones «interiores» del autor. Porque las autobiografías no brotan de un «yo» metafísico que quiere entenderse o que habla de sí mismo mientras «descubre» la individualidad. Mucho menos obedecen a planes, fines, intenciones o estrategias pensadas para que podamos explorar su intimidad, algunos dirán para «penetrar en su interior». Antes que atender a los supuestos fines que llevan a un autor a escribir en primera persona o a desvelar (acaso también ocultándolos cuidadosamente) episodios de su vida pasada, debemos precisar que ese autor, lejos de una mente mística que reflexiona sobre sí, es un «sujeto operatorio». Su narración, tenga la forma de diario, memoria o autobiografía es producto de unas operaciones que remiten a situaciones objetivas en las que también se hallan intercalados otros sujetos racionales en virtud de los cuales tiene sentido la propia «autobiografía».

El canon que pretendemos será la función operatoria esencial que le podamos atribuir a un sujeto que se decanta por la escritura autobiográfica. Y en la medida en que en ésta se articulan declaraciones, revelaciones, confidencias o testimonios expresados en singular y en primera persona, parece que la función que andamos buscando se adecua bastante al mecanismo de la «confesión» como manifestación voluntaria, de hechos o ideas, que suele ir acompañada del reconocimiento que alguien hace ante otros de lo que pudieran ser errores, faltas, o cualquier acción que merece ser justificada públicamente. Así pues, una determinación fundamental para nuestro modelo canónico nos la ofrece la confesión en sus funciones de institución antropológica.

Efectivamente parece que no es una extravagancia probar que el modelo canónico de los escritos en primera persona se ajusta al de la confesión. No es casualidad que las autobiografías medievales de San Agustín, y Algazel e incluso la moderna de Rousseau lleven por título Confesiones. Ahora bien, con ello no queremos decir que sigan un determinado modelo de confesión circunscrito a una institución social, ya sea jurídica o religiosa. La confesión la entendemos aquí en un sentido mucho más amplio, como institución moral que permite o facilita la «corrección» de lo que pudiera ser un error. En este sentido antropológico (atributivo), concerniente a las actuaciones humanas, la «confesión» es un modelo repetible que podemos identificar porque habilita siempre un esquema recurrente cuya función es el restablecimiento de una identidad que la falta cometida por un sujeto o grupo de sujetos ha interrumpido. La pérdida de la dignidad personal o la degradación personal que el cristianismo identifica con el pecado, y que aleja al sujeto que la padece del grupo o sociedad de personas que comparten un sistema de valores, puede recuperarse si el sujeto en cuestión rectifica su conducta confesando los errores cometidos no ante su individual subjetividad psicológica, sino ante la sociedad de personas de su entorno, ante el medio social del que la falta o error cometido lo ha separado.

Las teorías literarias que se han ocupado de estudiar el género autobiográfico ponen de relieve el nexo que la autobiografía mantiene con el sacramento de la confesión. En este sentido destacan cómo las vidas de santos y las epístolas fueron géneros muy comunes de la literatura medieval. A éstos se incorporarán las producciones autobiográficas precisamente cuando la confesión anual se convierte en obligatoria, después de que se adoptara esta medida en el año 1215, durante la celebración del Cuarto Concilio de Letrán. Mucho después, tras el Concilio de Trento, tuvieron especial interés las biografías edificantes. La práctica del «examen de conciencia», previo a la confesión practicada por las comunidades cristianas ya desde el siglo I, ha facilitado el ejercicio de la memoria personal como reflexión sobre la propia vida. La relación entre confesión y autobiografía se hace más patente aún al constatar el gran número de diarios y otros textos autobiográficos que en el ámbito protestante han sustituido a la confesión auricular católica.

Pero no es un modelo institucional de confesión (distributivo) el que ha servido de patrón para escribir en primera persona. Más bien parece que han sido las ideas morales asociadas a la práctica cultural de la confesión, como ejercicio de catarsis purificadora, y las secuencias operatorias de recuerdos y reconstrucciones de hechos pasados en las que esta ceremonia se resuelve, las que han influido decisivamente como acicate para impulsar el género literario autobiográfico. Por eso, con una finalidad únicamente expositiva, y en modo alguno demostrativa, intentaremos abordar los escritos en primera persona desde la institución cultural de la «confesión».

La confesión como institución antropológica (moral)

Las pautas que organizan la ceremonia de la confesión siguen modelos que repiten los de otras instituciones sociales como la confessio, que aparece en las primeras leyes del Derecho Romano, o la confesión auricular del sacramento cristiano de la penitencia, cuya versión secularizada encontramos mucho más tarde en alegatos autojustificativos del estilo de las Confesiones de Rousseau. Episodios ceremoniales muy parecidos apreciamos también en las confesiones practicadas en comunidades cenobíticas, hermandades, sectas, escuelas, sociedades secretas, heterías, &c. Ahora bien, la confesión en cuanto institución moral, en el sentido antropológico en el que la estamos tratando, presenta un conjunto de notas distintivas que son precisamente características constitutivas de toda institución de este tipo.

En primer lugar, la institución cultural de la confesión organiza una materia en tanto la hace objeto de una declaración pública que implica, además, el reconocimiento y admisión de unos hechos por parte de quien los confiesa. El propio hecho de declarar abiertamente algo, inherente a la acción misma de confesar, establece un orden a una materia dada. Sin embargo, ésta no tiene porqué someterse a ese orden. Al contrario, los propios contenidos de la confesión rebasan en cada caso a la forma institucional. Unas veces éstos tendrán que ver con episodios psicológicos, con exhibiciones del «yo», o con prácticas psicoanalíticas; otras serán justificaciones históricas, sociales o políticas; en unos casos tendrán que ver con acusaciones civiles o penales, en otros con la conciencia religiosa; unos materiales confesados reconstruirán la propia autobiografía en forma de experiencia vivida, otros, por el contrario, la fabricarán. La pluralidad de situaciones materiales susceptibles de ser confesadas están ellas mismas vinculadas a otras instituciones, tienen, por tanto, sus propios mecanismos y por eso desbordan continuamente a una determinada estructura de confesión.

Este carácter «hilemórfico» de la práctica cultural de la confesión queda reflejado en los diferentes ejemplares que forman parte del género autobiográfico, según los propios materiales tratados. La forma de confesión ofrece muchas versiones autobiográficas que aunque no se ajustan a un modelo estilístico, por ejemplo el inaugurado por San Agustín, si se conforman según un mismo canon. Pero el modelo canónico de escritura autobiográfica no tiene porqué identificarse con un formato narrativo. Al contrario, en función del ajuste entre los diferentes materiales, según los componentes ideológicos que en cada caso los envuelven, la forma de los escritos autobiográficos que siguen el modelo canónico de una confesión ofrecen variedades muy distintas. Por ejemplo, entre las clasificadas con el título de «autobiografías espirituales» se hace evidente cómo el mismo canon distribuye experiencias religiosas que varían en función de los contextos sociales de referencia. La confesión que hace públicas vivencias privadas de carácter ascético ha dado productos literarios muy diferentes. Así, el relato de las excéntricas aventuras de The Book of Margery Kempe (1430), que pasa por ser la primera autobiografía escrita en lengua inglesa nada tiene que ver con las trayectorias «interiores» descritas en la mística española de San Juan de la Cruz o Santa Teresa de Jesús, muy distintas, a su vez, de otros moldes religiosos, como los que por ejemplo se aprecian en las visionarias experiencias pietistas que John Bunyan nos descubre en su autobiografía, Grace Abounding in the Chief of Sinners (1666). Por otra parte, los contenidos materiales que constituyen los escritos autobiográficos no se agotan en la condición recurrente de ser «confesados»: unas veces toman la apariencia de elementos dispuestos para exaltar el arte de la memoria, como ocurre en las autobiografías renacentistas del tipo de la de Gerolamo Cardano, o para enaltecer las artes manuales, como en la Vita de Benvenuto Cellini, otras, se disponen hacia la introspección individualista eligiendo la forma de los diarios íntimos, y frente a éstos una larga serie de revelaciones autobiográficas pondrán cuidado en desvincularse de lo privado explicando circunstancias históricas o sociales, tal es el caso de las Memoirs of My Life de Edward Gibbon.

Otra nota característica de la confesión es su coexistencia con otras instituciones culturales que la incluyen como mecanismo efectivo con capacidad para corregir errores. La concatenación entre instituciones religiosas, civiles y jurídicas en las que aparece inmersa la confesión concede a ésta una valoración positiva en tanto actúa como dispositivo correctivo asociado a unos determinados códigos de conducta que han demostrado su utilidad social. El prestigio que así adquiere la ceremonia de la confesión explica su influencia en el ámbito literario. Su presencia en el género autobiográfico se hace patente en la recurrencia de un personaje, real o inventado, que lleva a cabo su narración mediante el reconocimiento o el análisis más o menos pormenorizado de episodios sucedidos que son ahora confesados a fin de orientar, reconstruir o justificar su propia vida.

En tercer lugar, la confesión, que suponemos inspira la elección de escribir «en primera persona», es una institución eminentemente pragmática, cuyo desarrollo ceremonial reitera un proceso en el que podemos diferenciar tres momentos que encadenados episódicamente la dotan de una unidad secuencial sistática. Nos referimos a un primer trámite de reconocimiento de unos hechos ya pretéritos que identificamos con un momento «autológico» que aplica técnicas de «anamnesis» y «prolepsis», seguido del momento «dialógico» en el cual el sujeto operatorio que confiesa interactúa con otros sujetos presentando ante ellos su autobiografía como necesaria, lo cual supone la incorporación de un trámite de «personalización» en el que se ha integrado el momento «normativo», en tanto las «prolepsis» de ese sujeto operatorio se han practicado como «normas».

El primer episodio decimos que tiene la forma de «anamnesis». El sujeto confiesa, en un proceso de reducción subjetiva que en términos psicológicos suele denominarse «conciencia individual», los pormenores de lo que ha sido el decurso de su vida, reconstruyendo los recuerdos (autologismos).

El proceso de «anamnesis» muchas veces adopta la forma puramente subjetiva en la que el sujeto que recuerda pretende desvelar desde lo más íntimo unos hechos que lo han llevado a su «destino». Lo confesado corresponde a contenidos que un sujeto singular ha vivido o experimentado, en el sentido de sus propios engramas cerebrales. La confesión se ajusta a lo estrictamente individual y queda supeditada al ámbito privado del propio sujeto-narrador que muchas veces jugará, sino con la mentira, si con la ficción, omitiendo y tergiversando unos determinados episodios, acentuando, en cambio, aquellos de los que se puedan sacar consecuencias mucho más adecuadas para ganarse la aprobación, o al menos, la simpatía de quienes lo escuchan o leen.

Otras veces la «anamnesis» reconstruye recuerdos personales relacionados con la vida pública del sujeto que los rememora. La cadena secuencial de recuerdos se teje con episodios de otras personas y hechos que han influido en la vida social del autor. La individualidad de éste queda envuelta en procesos objetivos que pueden ser contrastados por los recuerdos que las personas implicadas tienen sobre los mismos hechos.

De esta manera, según el modo en que se reconstruyen los recuerdos cabe distinguir dos tipos diferentes de confesión: la individual, que permanece en la subjetividad, y la personal, que se puede reconceptualizar a través del medio social.

La confesión individual es el modelo canónico que sirve de soporte a las autobiografías que se atienen a recuerdos privados y familiares. Los «diarios íntimos» donde se revelan secretos que pertenecen al marco de la vida privada son el prototipo de confesión individual ceñida a recuerdos subjetivos tales como anécdotas cotidianas, trivialidades domésticas o estados psicológicos que describen los más variopintos sentimientos. La «anamnesis» psicológica practicada en este tipo de escritura no sólo recrea el «yo literario», además, se ejercita como una especie de purificación o válvula de escape contra obsesiones, depresiones, angustias, melancolías o aburrimiento. Independientemente del estilo y las modas literarias de cada época, la gran mayoría de los diarios íntimos contienen confesiones que se mantienen en lo estrictamente individual y en las que las referencias a otras personas y lugares también se mantienen individualizadas, unas veces con sus nombres propios, otras ocultándolos cuidadosamente bajo iniciales o asteriscos significativos. Buena prueba de ello nos la ofrecen piezas clásicas de la literatura como los Diarios íntimos de Kafka, el Diario de Boswell, el Diario íntimo de Amiel, el Journal de Stendhal, los Diarios de Lord Byron o memorias subjetivas, como la peculiar recreación autobiográfica que Gustave Flaubert hace en Memorias de un loco. También autobiografías reales que dejan al descubierto vicios y contradicciones de la vida privada ocultando, adrede, cualidades y virtudes, como ocurre en la del español Diego Torres de Villarroel, Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor don Diego Torres y Villarroel (1743), se ajustan al canon de confesión individual como estrategia ingeniosa para ganarse la simpatía y admiración de los lectores: «Yo soy un mal hombre, pero mis diabluras, o por comunes o por frecuentes, ni me han hecho abominable, ni exquisitamente reprensible», confiesa Torres de sí mismo, seguro del buen golpe de efecto con el que conseguir la complacencia de los lectores. Luis de Losada, su implacable adversario, la utilizará, sin embargo, como motivo de mofa y escarnio contra él.

Las ficciones literarias que adoptan la forma autobiográfica son otro tipo de ejemplos en el que las andanzas de sus protagonistas se desgranan al hilo de sucesivas confesiones individuales. Son habituales en las célebres novelas de la picaresca española, El Lazarillo de Tormes, la de Francisco Quevedo, Historia de la vida del Buscón, llamado Don Pablos Cimorras, ejemplo de vagabundos y espejo de tacaños, o la de Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache.

En cambio, autobiografías de tipo «intelectual» como la Historia calamitatum de Pedro Abelardo, reflexiones autobiográficas como Las Meditaciones de Marco Aurelio, o memorias que representan la vida del autor desde una envoltura política o social, como sucede en las Memorias de Saint-Simon, en las Memorias políticas de Felice Orsini, en las Memorias de ultratumba de Fran�ois-René de Chateaubriand, o en las Memorias que el Cardenal de Retz, Jean-Fran�ois-Paul de Gondi escribió en 1717, contienen, todas ellas, confesiones personales. Los fragmentos que de la vida del memorialista se reconstruyen en estas autobiografías ya no se refieren tanto al «ego» del autor, sino a los contextos sociales y políticos que lo han recubierto. La confesión cumple en ellas una función implícita de justificación o explicación de hechos, intrigas y circunstancias políticas con las que el autor ha estado comprometido. Por eso, muchas de ellas se han convertido en importantes documentos históricos.

La conducta operatoria autológica que observamos en el proceso de la confesión además de «anamnesis», incluye «prolepsis». Con éstas nos referimos a la reconstrucción de los episodios vividos que, a partir de la «anamnesis», hace el sujeto que confiesa. Tal reconstrucción opera siempre seleccionando unos elementos y segregando otros, de manera que el relato confesado va modificando, a medida que se hace, los recuerdos en los que se ha basado. La «anamnesis» se transforma así en una «prolepsis» que ha omitido aquellos detalles autobiográficos que no conjugan bien con los que se ha elegido resaltar, de manera que el «plan» o «programa» del autor quedaría definido precisamente por esas omisiones y selecciones que actúan como «normas» que guían la reconstrucción del discurso autobiográfico.

Los procesos de «anamnesis» y «prolepsis» que caracterizan el «momento autológico» de la confesión están siempre orientados a la interacción con otras personas, es decir, al «diálogo» con aquellos que de alguna manera asumen el papel de «confesor».

En la confesión individual el momento dialógico es un trámite de subjetividad, de toma de conciencia de la individualidad a través del apoyo o de la conformidad (del perdón, en términos cristianos) de otras subjetividades. El sujeto que confiesa presenta sus recuerdos ante los otros ordenados según secuencias que los doten del sentido necesario para que a través de ellos se logre el reconocimiento de su «yo singular». Los dialogismos construidos a través de este tipo de confesión buscan la recuperación de una individualidad entendida en un sentido muy parecido a lo que Antonio Gramsci, al tratar precisamente de la justificación de las autobiografías, llamaba «acto de orgullo» que exalta la propia originalidad, en la creencia de que «la vida propia es digna de ser narrada por original, distinta de las otras, porque la propia personalidad es original, distinta de las otras» («Justificación de las autobiografías», en Cuadernos de la cárcel).

La literatura autobiográfica exhibe la vida privada reconstruyéndola de tal manera que los lectores la presupongan efectivamente como «destino» del individuo, por eso el mecanismo de la «anamnesis» subjetiva recreada por el autor presenta el relato de los hechos que jalonan la autobiografía de manera que éstos aparecen siempre ante los lectores como necesarios, no como episodios debidos al azar. Los recuerdos biográficos que han sido reconstruidos como autologismos según operaciones prolépticas desempeñan, en el momento dialógico, el papel de objetivos derivados de determinados comportamientos o hechos concretos de la vida del autor, que éste presenta ahora entretejidos de tal manera que se vea en ellos un sentido. Los dialogismos de la confesión individual tienen como función primordial lograr una forma de catarsis o limpieza a través de la «reinserción» o restablecimiento de la identidad subjetiva y singular que los lectores u oyentes pudieran concederle al autor, en tanto reconocerían un «destino» en esa cadena de hechos sacados a la luz.

El «destino» que la autobiografía subjetiva presenta valiéndose del mecanismo de confesión individual está trazado desde la retrospectiva de un sujeto tomado como término a quo y proyectado desde la perspectiva de los fines subjetivos del memorialista. Desde ellos, los objetos de las prolepsis son descubiertos como objetivos de esas actuaciones del pasado que ahora se confiesan y que reciben su razón de ser, su sentido o «destino» de esas prolepsis.

Son muchas las obras literarias en las que el recurso de la confesión eleva la autobiografía a destino del individuo. Se repite en confesiones autobiográficas reales, como en las Confesiones de Rousseau, cuando éste idealiza su individualidad sentimental hacia un «destino» romántico que confluye en su doctrina naturalista, o en las de Goethe, hábilmente dispuestas para confluir en la idealización de un «yo heroico». Pero también lo apreciamos en ficciones autobiográficas como las desarrolladas en las novelas picarescas en las que los episodios de la vida del pícaro no son narrados al azar, sino que se desenvuelven uno de otro para erigirse en destino de ese antihéroe que durante el siglo XVI fue contrapunto del caballero.

En la confesión personal el momento dialógico es un trámite de personalización, porque lo que se pretende es conseguir el reconocimiento de unos contenidos biográficos a través de la confluencia con otras personas e instituciones sociales. El sujeto que confiesa ante los demás organiza sus recuerdos de tal manera que sobre ellos pueda presentar las consiguientes prolepsis como planes normativos, por ejemplo, los de un determinado proyecto político o científico.

Si la confesión individual es una especie de «regressus» a la subjetividad, la confesión personal tiene, en cambio, la pretensión de un «progressus» hacia contenidos objetivos del entorno social, como los que las Memorias de Saint-Simon describen a propósito de la política de la Corte de Versalles. Por eso el «destino» o sentido de la vida del memorialista aparece inmerso en el contexto de otras personas. El «destino» personal está ahora trazado desde la retrospectiva de un sujeto ad quem según proyectos objetivos de tipo cultural, social, político, científico, filosófico o religioso.

Autobiografías intelectuales y memorias históricas o políticas dan sobrada evidencia de cómo la subjetividad del autor queda moldeada por el grupo social. La facticidad subjetiva de los recuerdos aparece en ellas intercalada en episodios sociales que dispuestos a modo de programas, planes o prolepsis se presentan ante los demás como compromisos, justificaciones o proyectos de vida. En este sentido muchas autobiografías narradas a través de confesiones personales son ellas mismas la realización de un deber con el que el propio autor se ha involucrado. En otras, el canon de confesión personal es el recurso utilizado para justificarse o congraciarse a fin de obtener algún tipo de compensación o privilegio, lo encontramos en las llamadas «autobiografías de soldados» del Siglo de Oro español como la Vida de Jerónimo de Pasamonte o la Vida de Alonso Contreras, que exenta de detalles íntimos y privados, narra hechos y hazañas dirigidas a la protección del Conde de Monterrey.

El momento dialógico sitúa a la confesión en la perspectiva de la dialéctica «emic/etic»: estamos ante una ceremonia «etic», que se observa, escucha, o lee, que contiene incorporados, a la vez, los componentes «emic» mantenidos por el sujeto en su confesión.

La doble perspectiva emic/etic, es decir, la perspectiva del autor, y la perspectiva de los lectores, cobra especial importancia en las autobiografías. Las teorías literarias que se han ocupado del género autobiográfico también plantean la dicotomía autor-lector, pero su hermeneútica suele explorar esta relación desde el punto de vista de la individualidad de ambos. En distintas versiones recurren a conceptos como el «ego» del autor, los motivos que lo han llevado a escribir su autobiografía, los planes que se propone con la complicidad del lector, cómo éste descubre la intimidad del otro, o cómo el propio autor, mediante la narración autobiográfica, se descubre a sí mismo. Teorías como la de Mijaíl Bajtin, que entiende la autobiografía como la construcción ficticia de un «yo» o la de E. Lévinas que pone de relieve que «sujeto» y «yo» son «comienzo y fin» de un recorrido que pasa por el «otro» se mantienen en consideraciones subjetivas que interpretadas y llevadas al límite por otros hermeneutas disuelven la «veracidad» de lo narrado en pura retórica. El canon que hemos tomado como función operatoria esencial de las narraciones hechas en primera persona permite contemplar la literatura autobiográfica desde otro aspecto, capaz de superar los mentalismos anteriores. En efecto, a través del análisis de la estructura «dialógica» de la ceremonia de la confesión, se pueden reconocer las partes reconstruidas en la obra autobiográfica, en tanto éstas no tienen por qué reproducir la memoria empírica de la vida del autor. Es fundamental pues, incorporar el punto de vista «etic» de los lectores que tienen a la vista los resultados objetivos en el propio relato literario, ya sea en forma de memoria, diario o autobiografía. Esta perspectiva «etic» ha de poder conjugarse con el punto de vista «emic», la perspectiva misma del autor (sujeto operatorio) en tanto sus contenidos no pueden identificarse con aquellos.

La introducción del sujeto operatorio «emic» (es decir, situado entre planes que él pudiera representarse) nos sitúa ante un sujeto individual, pero fenoménico. El sujeto que ha escrito su autobiografía es, evidentemente, un sujeto individual. Sólo en cuanto individuo corpóreo, sin perjuicio de su coordinación cooperativa con otros individuos corpóreos puede ser pensado el sujeto operatorio. Pero además, este sujeto operatorio que reconstruye en la confesión unos hechos pasados, es sujeto fenoménico. En efecto, en la narración autobiográfica son los propios sujetos-autores quienes nos conducen a unos «hechos» producto de sus operaciones, es decir, la autobiografía mantiene siempre un elemento de subjetividad (se mantiene, diremos, en un plano β-operatorio) en el que el escritor que re-produce un fragmento de su propia vida se nos presenta como una individualidad fenoménica.

El autor, en tanto sujeto operatorio no se nos puede manifestar como un interior al que podamos entrar para conocer o comprender sus intenciones (sus fines, sus planes, sus estrategias). Se suele decir, que el autor se propone fines, o que planifica «representándose» lo que quiere confesar. Sin embargo esta manera de hablar mentalista es totalmente incorrecta. Si podemos hablar de los planes de alguien en su sentido operatorio, como autor de unos hechos que confiesa, es en función de sus resultados efectivos, de los cuales partimos. Este sujeto operatorio es determinado retrospectivamente como el centro planificador de sus propias operaciones, de unos hechos que confiesa le han llevado a una determinada situación, es decir, tenemos que reaplicarle a él desde la distancia que ofrecen los contenidos de su composición autobiográfica (es decir, «apotéticamente»), los mismos hechos que consideramos efectos suyos.

El sujeto operatorio podrá ser tratado como un operador que «transforma» unos hechos en otros (en la medida en que éstos efectivamente deban pasar por su operación o cooperación). Aún restringiendo la función del sujeto operatorio individual a los planes que puedan atribuírsele dentro de su marco «emic», lo cierto es que, en la medida en que presente su autobiografía siguiendo el canon de «confesión individual» y no se presenten sus propios planes como resultados de otros factores es porque podemos pensarlo como si pudiera haber operado de otro modo, aún dentro de su marco. Pues si ello no fuera así, su operación no sería tal, sino un resultado ella misma (sería efecto y no causa). Incluso cuando su operación se le considere determinada por las de otros sujetos, como sucede en la «confesión personal», es evidente que podría haber elegido otra alternativa. Si atribuimos o valoramos los hechos relatados por un autor es porque pensamos que éstos podían haberse combinado de otro modo. Y esto es tanto como introducir un elemento «subjetivo».

En conclusión, el autor que narra desde su «yo», en primera persona, es un individuo operatorio que declara o confiesa unos episodios de su vida pretérita introduciendo ese elemento «subjetivo», aleatorio en virtud del cual el curso efectivo posterior aparece como un hecho empírico, e introduciendo otras alternativas posibles, pues sólo entonces puede aparecer como operatoria la trayectoria efectiva.

El autor es un sujeto situado ante alternativas (planes, medios), un sujeto operatorio. Esta individualidad operatoria (desarrollada en el plano β-operatorio) es fenoménica, puesto que las estrategias, planes o fines, se nos dan en su estricta perspectiva «émic». A su vez, éstos, inaccesibles desde luego por métodos introspectivos, pueden redefinirse desde la perspectiva «etic» del lector si nos basamos en el método objetivo de las relaciones de distancia o lejanía (apotéticas) que los lectores mantienen con los contenidos de la obra autobiográfica, de ahí el sentido teleológico que está presente en las «confesiones» y que se reproduce en los diferentes tipos de escritura en primera persona.

Racionalidad, normatividad y carácter axiológico de la confesión

En la práctica ceremonial de la confesión, advertimos, además, otras tres notas esenciales de las instituciones antropológicas: normatividad, racionalidad y condición axiológica.

La institución de la confesión presenta como componente fundamental la norma del arrepentimiento, real o fingido, de quienes deciden hacer públicos ciertos contenidos de su vida subjetiva que pudieran ser desventajosos o le hicieran objeto de culpa. El concepto de arrepentimiento es inmanente a la institución de la confesión, de ahí que el propio término, del latín paenitere, mantenga relaciones de afinidad analógica con los términos «penitencia», «confesión auricular», «expiación», «reconciliación», «examen de conciencia», «absolución», «perdón». Si la confesión representa un principio de corrección, reinserción o incorporación del individuo a la sociedad es precisamente porque debe revelar, o al menos mostrar indicios, de arrepentimiento. El reconocimiento de las faltas en el marco social impone el arrepentimiento como norma con capacidad de obligar. Por eso el hecho de arrepentirse, que en la confesión auricular representa un ejercicio de humildad, no es mera voluntad psicológica del individuo que confiesa, sino una norma vinculada a la propia finalidad de la ceremonia de la confesión. El «arrepentimiento» sobre el que recae la normatividad de la institución de la confesión no es tanto intención subjetiva, cuanto resultado de un sujeto operatorio que lo ha realizado desde un presente actual, contemporáneo al de los oyentes o lectores ante los cuales hace público el relato de unos hechos concernientes al pasado.

Desde esa perspectiva retrospectiva, la confesión sigue un determinado orden y organización de los acontecimientos según criterios de carácter cronológico que confieren a la institución de la confesión unas normas estratégicas según las cuales se reconstruyen los acontecimientos narrados, bien desde un presente aún inacabado, pero último respecto a un pasado ya realizado, bien desde un presente perfecto, anterior respecto a un futuro ya realizado, o bien desde un presente actual que se plantea como sin futuro, en el sentido de que el sujeto que confiesa procede como si supiera ya de antemano lo que le queda por vivir en un futuro infecto.

La literatura autobiográfica ofrece abundantísimos ejemplos de cómo esta normatividad de la confesión es regla según la cual se rehacen aquellos episodios de lo que ha sido o de lo que se ha visto y que la ficción literaria reproduce desde el presente y proyecta hacia el futuro. Diarios, como el que el naturalista inglés Barbellion comenzó a la edad de trece años, publicado tras su muerte con el título The Journal of a Disappointed Man, están escritos día a día desde un presente vivo, aún por hacer, pero con un porvenir definido. Autobiografías, como la de Vico, escrita a petición del conde veneciano Giovanartico di Porcia, que intentaba compilar las vidas de los italianos más ilustres de la época, o la de John Stuart Mill, redactada veinte años antes de su muerte, muestran trayectorias intelectuales hechas desde la restrospectiva de un presente perfecto que ha sido sucedido ya de un porvenir realizado, de un futuro perfecto en el que sus obras ya han sido merecidamente reconocidas. Otras, en cambio, están reconstruidas desde un presente en el que el autor parece tener ya la «pre-visión» de un futuro aún infecto. Es, por ejemplo, el caso de la Autobiography de Herbert Spencer, terminada en 1894 y publicada en 1904, un año después de su muerte, que describe su propia evolución biográfica como una muestra del ciclo natural coherente con el de la misma Naturaleza.

Además, la confesión autobiográfica incorpora otros componentes normativos próximos al del arrepentimiento como la justificación, la explicación, los atenuantes que debieran tenerse en cuenta, el compromiso moral de revelar hechos pasados o el deber de ponerlos de manifiesto. También éstos son normas que orientan las tácticas que dan sentido a la reconstrucción autobiográfica, disponiendo los elementos del relato en un determinado orden. Así, el canon de la confesión hace posible que los datos desconectados del diario o la memoria autobiográfica se engranen en la recreación literaria a través de un proceso normativo institucionalizado.

Las operaciones que la ceremonia de la confesión realiza a fin de recomponer los episodios vividos en forma de destino individual o personal son, por supuesto, racionales. La institución de la confesión opera con una racionalidad que tiene que ver con los diferentes esquemas de identidad mantenidos en las transformaciones operadas en la dimensión dialógica que hemos analizado. En primer lugar, las normas racionales de la confesión autobiográfica han de tener en cuenta las posibles composiciones alternativas que están operando simultáneamente con omisiones, tergiversaciones, énfasis de unos episodios sobre otros que son eliminados del relato, y en virtud de los cuales la reconstrucción de lo vivido puede desviarse, interrumpirse o modificarse. Por eso no pueden ajustarse, por abstracción, a una única línea de concatenación, sino que siguen un esquema de identidad compleja. En segundo lugar, la confesión no tiene asignado el control previo de todas las variables que intervienen en la reconstrucción del relato. Depende en gran medida de las otras variables que puedan ser asumidas desde la perspectiva del confesor. Desarrolla, por tanto, un esquema de identidad abierta. El contexto de las operaciones dialógicas que tienen lugar en la institución de la confesión nos remite así a una racionalidad ordinaria que opera transformaciones según esquemas de identidad complejos y abiertos.

La literatura autobiográfica que repite el canon de la confesión también se ajusta a esas mismas normas racionales, según las cuales los planes y programas determinados por las «anamnesis» y «prolepsis» de un autor que escribe sobre su vida pasada, conducen casi siempre a resultados más o menos inesperados. Dada la concatenación secuencial entre series de hechos autobiográficos cabe decir que, tomando in medias res el conjunto de hechos biográficos entretejidos, la verdad y significado de esos acontecimientos confesados en primera persona no son en modo alguno la adecuación del relato con lo que verdaderamente sucedió. Por eso, la «verdad», «sentido» o «significado racional» de las narraciones autobiográficas habrá que ponerla en esas concatenaciones causales de hechos de referencia, y sobre todo, en sus consecuentes ya cumplidos. Las autobiografías se adscriben al tipo de racionalidad ordinaria (compleja y abierta), que ha de contar con los desajustes propios entre el finis operis que se le muestra a los lectores y el finis operantis del autor.

La misma racionalidad que hemos puesto en función de las transformaciones operatorias llevadas a cabo en los episodios autológicos y dialógicos de la confesión, conduce a una normatividad interna. A la vez, son las propias normas las que organizan y articulan el discurso de la confesión, aún cuando ésta se guíe por el propósito de engañar al confesor u ocultar ante los demás determinados episodios autobiográficos. La normatividad que hemos identificado con el «arrepentimiento», sea éste sincero o simulado, dota a la confesión de una valoración positiva, que otorga el perdón, la comprensión, aprobación o simpatía de quienes asumen el papel de «confesores» escuchando, viendo o leyendo la revelación autobiográfica.

Por último, la ceremonia de la confesión se reitera en virtud de la valoración moral que se le otorga. Su condición axiológica deriva de la misma coexistencia con otras instituciones de referencia, civiles o religiosas, en las que se ha podido comprobar su funcionalidad. La valoración positiva de la que goza la ceremonia de la confesión viene impuesta por otras instituciones específicas con las que es compatible.

Racionalidad, normatividad y valoración moral están recíprocamente implicadas. Su entretejimiento determina y asegura la recurrencia de la ceremonia de la confesión. Es en virtud de su estructura racional cómo la confesión alcanza el carácter normativo que la ha institucionalizado haciéndola repetible. De ahí deriva su finalidad, adscrita a la condición axiológica que el hecho de confesar algo ante alguien o de escribir una «autobiografía» presenta como valor moral o social digno de reproducirse.

Literatura autobiográfica y autorreflexión

La confesión, individual o personal, que desvela contenidos de la memoria subjetiva es una institución que ha contribuido a poner de relevancia la figura del «yo». La literatura autobiográfica que la incorpora como modelo canónico reitera aún más esta figura con el uso del pronombre personal en primera persona del singular. Es, por tanto, afín al conjunto de instituciones del «yo» o instituciones «egoiformes» que han coadyuvado a la implantación o consolidación de conceptos tales como «personalidad», «intimidad», «conciencia», «subjetividad», «sentimiento», «privacidad». Términos que gozan hoy de gran predicamento en su significado de repliegue del individuo hacia su «interioridad» psicológica. De ahí la principal connotación de la autobiografía como «autognosis», según la cual la función de este tipo de literatura es la «autorreflexión» o reconocimiento de uno mismo que supuestamente permite que los demás «penetren en el interior» del autor. El elemento subjetivo de la autobiografía queda caracterizado así únicamente desde mecanismos psicológicos que son interpretados como construcción de un «yo» al que, al parecer, se llega desde la propia intimidad.

Pero los mecanismos operatorios de la confesión utilizados en la recreación literaria autobiográfica, aún desvelando u ocultando contenidos de la memoria individual o personal, están dados ellos mismos en un marco institucional que desbloquea la «interioridad» o «intimidad» porque, como hemos visto, la perspectiva dialógica en la que se inscriben tiene que ver más con lo público que con lo privado. Así, conceptos tan repetidos al tratar de literatura autobiográfica como «conciencia individual» o «personalidad» pueden reconceptualizarse a través de la institución de la confesión, que tiene lugar precisamente en el grupo social. La «conciencia individual» o la «personalidad» que parece reflejarse en las autobiografías no se alcanza por la autorreflexión introspectiva o psicológica, sino que es el resultado de la secuencia de operaciones pautadas y normadas en una institución social y cultural como es la de la confesión, cuyo modelo se reitera de un modo ya institucionalizado en los recursos literarios empleados en las composiciones autobiográficas.

Además, la confesión utilizada en la literatura autobiográfica lejos de remitir a la «interioridad» del autor lo que hace es «exteriorizar» unos hechos vividos que hasta entonces eran contenidos «íntimos». Las operaciones que se llevan a cabo a través de la confesión autobiográfica son inversas a las que han constituido la memoria íntima, porque los contenidos privados de ésta se transforman en públicos, se «sacan fuera» en una especie de catarsis muy similar a la de la función purificadora de los pecados o expiación de la culpa de la confesión auricular católica.

Los propios moldes de la confesión, repetidos en las narraciones autobiográficas y memorialistas, institucionalizan la «autorreflexión» al hacerla pública. Quien escribe su autobiografía o sus memorias seguramente se propone, desde el finis operantis, unos objetivos que tienen que ver con lo que se suele llamar «toma de conciencia», pero según una reflexividad que está ya institucionalizada. Hablar sobre uno mismo, contra el de nobis ipsis silemus, confesando episodios de la vida privada es un ejercicio de análisis o juicio sobre todos los elementos exteriores que han conformado, orientado y determinado la propia biografía. La operación reflexiva que se lleva a cabo en diarios, autobiografías o memorias no comienza en el propio «yo», sino que es resultado de todo el conjunto de relaciones previas en virtud de las cuales se ha podido llegar al «ego» autobiográfico. Por eso la reflexión autobiográfica no parte como una «autorreflexión» previa e inmediata, sino como posterior a todas las relaciones que el autor ha mantenido a lo largo de su decurso biográfico con una serie de objetos, personas y seres del mundo entorno que han constituido ese «tiempo vivido» que las «anámnesis» y «prolepsis» de la confesión transforman en «tiempo narrado» organizado a modo de «destino», individual o personal. Si remitimos esas relaciones a las propias del «espacio antropológico» organizado en torno a los ejes «circular», «radial» y «angular» podemos clasificar grosso modo la literatura autobiográfica según el peso que los autores otorguen a cada uno de los ejes. Porque aunque la gran mayoría de autobiografías estén salpicadas de componentes de los tres ejes, cabe, sin embargo, organizar muchas de ellas según la mayor relevancia que los episodios de la vida subjetiva enlazados hacia un «destino» tengan en cada uno de dichos ejes. Cuando la confesión presenta los hechos biográficos como destino que prioritariamente alcanza el horizonte de otros sujetos humanos, individuos concretos o grupos sociales, estamos ante un tipo de «autobiografía circular»; si, en cambio, la recomposición muestra un destino que atenúa los componentes circulares para resaltar otros hechos que tienen que ver no ya con la «vocación» del autor o con las vicisitudes que lo han llevado a la consagración de una tarea artística, científica, filosófica o de cualquier otro tipo, sino con la descripción pormenorizada de esos logros profesionales alcanzados, tendremos una «autobiografía radial», y si ese destino está inscrito en una dimensión estrictamente religiosa cabría hablar de «autobiografía angular». Las Memorias de Godoy, o las que el emperador Carlos V dictó a su ayuda de cámara, Guillermo van Male durante un viaje por el Rin en junio de 1550, son autobiografías circulares. Las Memorias de química de Lavoisier, las de James Prescott Joule, que describen pormenorizadamente los experimentos del autor para determinar el equivalente mecánico de calor o las Mémoires scientifiques de Paul Tannery se mantienen, en cambio, en la más estricta perspectiva radial. Las Confesiones de San Agustín o el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús son, cada una a su modo, ejemplos de literatura autobiográfica angular.

Noviembre, 2011

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{1} En este trabajo se siguen las líneas trazadas por la antropología materialista del filósofo español Gustavo Bueno Martínez. A él y a la memoria de mi marido, Secundino Fernández García, va dedicado.

El Catoblepas
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