AYUDANTE DE VILNIUS | "Vila-matas. That you just have to give yourself up to it because you’re in the hands of a master. PAUL AUSTER (original) (raw)
viaje a los límites de la ciencia
Café Perec 12 NOV 2024 Vila-Matas
Como ignoro si al autor de Cuatro cuentos cuánticos, al escritor chileno pero argentino, y argentino pero chileno, Javier Argüello, puedo calificarlo de “escritor cuántico”, le envío un Whatsapp al puerto de Valparaíso y se lo pregunto. Responde: “Se llama superposición de estados, y nunca mejor dicho”
Ah, claro. Lo sabía y no lo sabía: la superposición cuántica es un principio fundamental de cierta mecánica cuántica. Me digo esto y poco después abordo el cuaderno Los límites de la Ciencia (Debate) que acaba de publicar el escritor cuántico Argüello y donde, más allá del ensayo en cuestión, lo más fascinante del mismo se encuentra en el viaje interior, pero exterior, que se nos narra: el desplazamiento al Centro Europeo para la Investigación Nuclear, al mayor laboratorio de física de partículas de todo el mundo.
El laboratorio impresiona. Es un anillo de veintisiete kilómetros de longitud que se extiende bajo tierra a ambos lados de la frontera entre Francia y Suiza. En ese lugar vivió Argüello una experiencia literaria pero científica, y científica pero literaria. Narrador con duende (seguramente más escritor que cuántico) y a la vez expertísimo navegante, insistente explorador de los abismos del Polo Norte, o de lo que queda de éstos, le preguntaron una vez por el límite entre la realidad y la ficción y, como sabio navegante que siempre ha sido, no dudó en la respuesta: “Muy sencillo: si tiene sentido es ficción, porque la realidad no lo tiene”
En_Los límites de la Ciencia_, el sentido del cuaderno llega a su punto más alto cuando el viajero, tras sus encuentros con los científicos del lugar, comprende que los tan celebrados hallazgos del Centro –el “bosón de Higgs” ha sido el más paradigmático– conducen a la alegría por lo hallado, pero revelan una alegría parcial y la necesidad de seguir, ya que el mundo, visto como un gran artefacto material, acaba chocando contra un límite, lo que probablemente obliga a otras formas de mirarlo.
Lo que conmueve del trabajo en el gran acelerador de partículas, dice Argüello, no es el mecanismo. El mecanismo es una verdadera maravilla. Pero lo que verdaderamente conmueve es ver a un grupo de personas venidas de todas partes del mundo, de diferentes países y diferentes culturas, investigando codo a codo con un entusiasmo y con una voluntad colaborativa pocas veces vistas, en una tarea absolutamente incierta y que no saben hacia dónde les conducirá. Y concluye: es esa búsqueda la que emociona, no lo que puedan encontrar.
De acuerdo. Me fascinan los físicos optimistas, pero también la otra cara de éstos, la que percibo en los escritores que me interesan, que son los que buscan ir más allá de lo que se ha escrito sabiendo que nunca llegarán a nada, del mismo modo que el misterio y la penumbra que a todos nos envuelve nunca se esclarecerá. A éstos los espío en su evolución inmóvil: parecen estar acostumbrándose a repetir lo que un día en la bahía de Nápoles oí que gritaba un loco: ¡Nos basta con el crepúsculo!
Geneva, Switzerland – December 02, 2019: CERN – European Organization for Nuclear Research – Globe of Science and Innovation – Geneva, Switzerland
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Zona de resonancia. Cristian Crusat. Editorial KRK. Lecturas de Vila-Matas, Cohen y Bolaño.
Lecturas de Vila-Matas, Cohen y Bolaño
Editorial KRK
Zona de resonancia configura un tríptico crítico en torno a tres provincias únicas en la literatura en español entre los siglos XX y XXI: las obras de Enrique Vila-Matas, Marcelo Cohen y Roberto Bolaño. Concebida como un viaje mental, como un diálogo en busca de intimidad con la literatura, la actividad crítica que galvaniza estos textos no se define tanto por una forma de ser del autor cuanto por la forma en que este se integra en un flujo de relaciones y sentidos. En efecto, he aquí tres lecturas palimpsestuosas, según dijo Gérard Genette que había dicho Philippe Lejeune. La literatura como infinita zona de resonancias.
Análogamente a la cara de una moneda raspada por el lápiz sobre una hoja de papel, estos ejercicios críticos perfilan unas obras capaces de suscitar insospechados vaivenes estéticos. A partir del concepto de transtextualidad, estas lecturas no excluyen que la crítica también pueda ser, como afirmó Oscar Wilde, la única forma civilizada de la autobiografía. Los textos siempre hablan de otros textos. La literatura es un descontrolado artilugio para traslapar significados. A veces, el lector se convierte en un momento de la obra, mientras se lanza a la busca de sentido.
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SOSPECHOSOS NO HABITUALES [Café Perec]
En fin, que volví a verme en París con Gennaro Serio (Nápoles, 1980), que en su novela Notturno di Gibilterra me convirtió en un asesino. En los encuentros con Gennaro nunca vislumbro el momento para preguntarle –lo doy por sabido– por qué me eligió como asesino y por qué me situó en Barcelona, en el Gran Hotel Rodoreda de la calle Pau Claris, enfrascado en una discusión con un entrevistador al que acabo aplastando la cabeza.
Sé que no llegará el momento de preguntarle, porque con Gennaro, además, converso con interminable diversión sin fisuras, y ya no digamos con asombro y admiración por su escritura. Conversamos con alegría, como si quisiéramos mostrarle a tanto personaje bronco de hoy ese camino más “civilizado” y actualmente casi utópico que es el diálogo, la charla inquieta que buscaría lo que se llamó “el bienestar común”.
Pero sobran señales de que lo civilizado, en el sentido estricto de la palabra, está descalabrado, como un sueño occidental roto. Sobran señales, aunque todas parezcan mínimas, como la que percibí la semana pasada en la iglesia de Saint-Germain al espiar los movimientos de un zumbado grupo de turistas asiáticos que se detenía en todas partes de la abadía para escuchar del guía minuciosas explicaciones sobre cualquier nimio detalle del lugar, pero que, al desfilar por delante de la tumba de René Descartes, pasaron de largo.
Horas después, en el café Jussieu y tras despedirme de Gennaro, que fue el primero a quien conté el “momento Descartes”, iniciaba un largo paseo junto al Sena, compraba un periódico, me sentaba en el Café_dela_Mairie, leía noticias verídicas y encontraba el artículo, Suspects inhabituels, en el que Tiphaine Samoyault hablaba de la novela en la que Pauline Toulet había convertido al antropólogo Claude Lévi-Strauss en un recalcitrante asesino.
No voy a negar que me complació tan inesperada compañía en la lista de los sospechosos no habituales. Fui a la librería Tschann y compré la novela, Anatole Bernolu a disparu. Al héroe, Anatole, le obsesionaba tanto desaparecer que terminaba desapareciendo. O le obligaban a desaparecer, por haber abierto una investigación sobre la incómoda historia de la escalada profesional de Levi-Strauss, al que Anatole veía implicado en las extrañas muertes de sus rivales más directos: el súbito desplome mortal de Franz Boas en aquel banquete de Columbia en 1942 (cayó encima mismo de donde estaba sentado Levi-Strauss), el final del gran Alfred Kroeber en 1960, y el largo silencio en vida al que se vio abocado en 1969 Émile Benveniste.
La novela de Toulet, con su registro tan perecquiano(Anatole no pisa una sola calle de Paris que lleve en el nombre la letra e), parece una alegoría de cómo tantas reputaciones en ciertos mundillos se construyen por la vía del asesinato de algunos antepasados y la eliminación de ciertos contemporáneos. ¿O acaso, salvo excepciones, hay alguien en todo ese ámbito que no defienda su territorio, busque su reconocimiento, defina a sus aliados, proyecte liquidar a sus adversarios?
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SIRI HUSTVEDT: Cuando nos conocimos, Paul estaba trabajando en la segunda parte de ‘La invención de la soledad’.
Quiero daros las gracias.
Y deciros que Paul habría estado muy contento al veros a todos aquí . Paul solía decir que en las páginas de un libro se tocan dos estados conscientes. Incidía en la intimidad creada entre el lector y el escritor y el hecho de que cada lector es un coinventor del texto. Los libros son, vistos así, una tecnología de fantasmas: los muertos hablándoles a los vivos. Es raro cuando te paras a pensarlo, que todas esas Puede que el escritor o la escritora hayan muerto pero sus palabras les reviven en el lector. Tras la muerte de Paul, un buen número de personas me dijeron –con la mejor de las intenciones– que el seguía vivo en su obra. Y es verdad y me consuela, pero no cambia el duelo ni un ápice para aquellos que amamos a Paul, porque sus libros no son un sustituto de la persona viva.
Hace muchos años, le dije a Paul que no quería ser una viuda literaria. Para mí, ese término evocaba la figura levemente ridícula de una mujer entregada en vaga servidumbre al legado del gran hombre. Por entonces la muerte de Paul era una abstracción, un viaje imaginario a un posible futuro. A principios de abril, cuando Paul y yo ya sabíamos que se estaba muriendo, también sabíamos que yo sería la albacea de su legado literario también sabíamos que defendería su obra. Como viuda de Paul, su albacea y compañera escritora; antes y por mucho tiempo su editora doméstica, como él era el mío; y su ‘Lebensmensch’, una palabra alemana que significa ‘persona de vida’, una palabra que no es común ni siquiera en alemán, como he descubierto. y que llegó a mí vía una carta de condolencia que me mandó una doctora, Julia, a la que conocí en Tubingen. Es una palabra hermosa y dado que ‘persona de vida’ no tiene un significado per se en inglés, la he adoptado. Yo era su ‘Lebensmensch’ y Paul era el mío.
Casi todos sus libros en prosa se escribieron durante los 43 años que vivimos juntos. Cuando nos conocimos, Paul estaba trabajando en la segunda parte de ‘La invención de la soledad’. Y después de que nos fuésemos a vivir juntos en Brooklyn, se embarcó en su ‘Trilogía de Nueva York’. 18 editores rechazaron ‘Ciudad de cristal’ [el primer volumen de la trilogía], publicado al final por un pequeño sello en California en 1985. Como todos los presentes saben, la trilogía hizo famoso a Paul, no famoso nivel Taylor Swift, pero bastante famoso para un escritor. Tanto que, en vida, le pusieron su nombre a una calle en algún lugar en las afueras de París, y a un sandwich en un restaurante en Los Ángeles. Lo bastante famoso para embelesar a sus adorables pero pavorosamente insistentes fans en Buenos Aires o París. Para tener una Piedra de Paul Auster en le camino de los famosos del Botánico de Brooklyn. Y lo bastante famoso para quejárseme, y esto únicamente el pasado año: “Al menos tus fans han leído de verdad tus libros”.
La idolatría es una cosa, la escritura es otra. Aunque en el mundo angloparlante, Paul Auster se convirtió en sinónimo de posmodernismo –un cajón de sastre que nunca me gustó–, sus obras se tradujeron a más de 40 idiomas y son celebradas en todo el mundo porque sus historias se sienten muy dentro y penetran el misterio de lo que llamamos vivir. Aunque el lector resida en los Estados Unidos, en Alemania, en México, en España, en Turquía, en Egipto o en Japón, la necesidad de encajonar a la gente en categorías y tratarles como cosas estáticas parece que nunca desaparece del todo. El género, la raza, la clase social son cajones familiares y a menudo crueles en nuestra sociedad. Pero el encasillamiento también sucede en las artes. Y por las mismas razones, la ambigüedad, los matices y la complejidad se perciben como amenazas para el orden y las convenciones.
El trabajo de Paul inspiraba adoración, pero también furia, sobre todo en nuestro país. Todavía me asombra hasta qué punto puede enfadarse alguien por una novela. Un crítico estadounidense escribió una vez: “Paul Auster no cree en los valores literarios tradicionales”. Si nos fijamos en la historia moderna de la Literaturas, desde los mitos y cuentos de hadas hasta el Dadá y el Fan Fiction, una se pregunta qué narices pueden ser esos “valores tradicionales”. Le dije a Paul que los ataques pueden verse como halagos, que es mejor eso que ignorarlos y que a menudo son una señal de la pequeñez, envidia, falta de curiosidad y lo intimidado que se siente el crítico. Le dije: “No te gustaría que todo el mundo amase tus libros, ¿verdad, Paul?”. Y él me dijo: “Sí, me gustaría”.
La obra de Paul, dependiendo de cómo la enumeres, abarca más de 30 libros que no pueden ser etiquetados como posmodernismo o con ninguna otra etiqueta. Un escritor con quién tuve un diálogo intenso y constante durante 43 años, un toma y daca que nos influyó y nos cambió a ambos, y cuyos libros leía tan atentamente como hacía él con los míos. Era profundamente ético, astuto en lo político, de una enorme amabilidad y una genuina buena persona y, como pasa con la mayor parte de los grandes escritores, gran parte de sus trabajo se generaba en lugares subconscientes. Cuando estaba escribiendo su última novela, ‘Baumgartner’, me leía el libro en voz alta capítulo a capítulo y antes y después de cada una de esas lecturas, repetía una y otra vez: “no tengo ni idea de qué estoy haciendo. Ninguna”. A veces los libros saben más que el propio escritor. Le dije que no importaba, que debería seguir. Es una hermosa novela y aunque se lee fácilmente, de forma inevitable, su estructura es, de hecho, enormemente complicada. Ya estaba enfermo cuando la terminó.
Y el final del libro es ambiguo: ¿está nuestro héroe vivo o muerto? Además de las insinuaciones sobre su propia mortalidad, Paul escribió mi duelo por adelantado. Creo que sabía sin saberlo, que yo me convertiría en Baumgartner. Paul estaba satisfecho con su obra vital tras ‘4 3 2 1’ y ‘La llama inmortal de Stephen Crane’, esos grandes y extraordinarios logros de sus últimos años. Seguidos con su ensayo sobre la violencia armada, una colaboración con nuestro yerno, Spencer Ostrander [también presente en el homenaje], y ‘Baumgartner’. A Paul nunca le costó escribir otro libro durante la mayor parte de nuestro tiempo juntos. Mientras escribía un libro, siempre tenía otro más, a veces otros dos más. Siempre estaba imaginando activamente el futuro. Y eso se acabó. Al final, terminó por venirle una idea y me dijo que se había dado cuenta de que ya había escrito ese libro.
Paul no quería morir, pero creo que esa sensación de plenitud le ayudó a morir. Bueno, rechazó los cuidados paliativos para su cáncer. Escogió la biblioteca de nuestra casa como la habitación en la que quería morir. Sophie, Spencer, nuestro nieto de por entonces cuatro meses, Miles, mis tres hermanas, nuestra asistenta durante muchos años, Andria, la enfermera del hospital y yo estuvimos junto a él. Durante las semanas y los días previos a su muerte, recibió a los amigos que vinieron a despedirse. Lo eligió, les contó historias. Se aseguró de que cada persona entendiese lo mucho que su amistad había significado para él. Su calma, su claridad, su valor ante la muerte me pasmó entonces y lo sigue haciendo. Y no, esto no es sentimentalismo. No soy una persona sentimental.
Creo que el sentimentalismo, tal y como se usa hoy día esa palabra, le resta valor a la vida y a la muerte. Camufla en debilidades falsas las verdades que más miedo nos dan. Mucho antes de saber que iba a morir, a Paul le gustaba citar una frase de los cuadernos de notas de Joseph Joubert (había traducido a Joubert al inglés por muy poco dinero). Cita: uno debería morir querido por la gente (si se puede). Fin de la cita. Paul pudo morir querido por la gente, y lo hizo. Fue su último regalo a los que le sobrevivimos. En sus últimos meses de vida, empezó a escribir lo que esperaba que pudiese ser un pequeño librito para la personita que está ahí en la esquina: cartas a Miles. Estoy metiendo las 35 páginas que pudo terminar en unas memorias que estoy escribiendo, Ghost Stories. Es algo que le habría alegrado.
Soy incapaz de contar cuantos periodistas me han preguntado a lo largo de los años, “¿cómo es estar casada con Paul Auster?”. No era una pregunta seria. Su funciona habitual solía ser aegurar que la mujer escritora supiese cuál era su lugar. Y los que la hacían también esperaban detectar señales de envidia, de competición, o de un inminente divorcio por mi parte. Paul y yo les defraudamos, pero tengo que responder a esa pregunta. Es algo que me vino en la última hora de vida de Paul. Él ya no podía hablar, pero aún podía oírme. Y lo que me parecía más importante justo antes de que él muriese fue la diversión. “Oh, dios mío”, le dije, “lo hemos pasado bien, ¿verdad?”. Nos divertíamos tanto juntos.
¿Que cómo era estar casada con Paul Auster?
Era divertido.
Gracias.
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MONTEVIDEO, en Il Manifesto (Francesca Borrelli)
Un atto di resistenza alla invasione del panorama narrativo odierno da parte della realtà (quotidiana, politica, sociale) quando non del proprio romanzo familiare: è una interpretazione possibile della scrittura romanzesca di Enrique-Vila Matas. Oppure: un cedimento del proprio Io di fonte alla libidica tentazione di reminiscenze letterarie, che premono per intromettersi fra la penna e la carta. O anche: un atto di pudore che vela la trasparenza del proprio mondo psichico alterandone il riflesso, non appena tocca la pagina. O ancora: la vendetta della propria vena saggistica, schiacciata, ma non del tutto, dalla vittoria del serpente narratore, nel giardino dell’Eden – il romanzo – dove tutto è possibile. O forse: il gioco narrativo di una creatività infantile, che in precario equilibrio salta da una casella all’altra della propria biblioteca ideale, raccogliendo e poi depositando e dunque reincrociando tra loro le pietre miliari della propria ragnatela esistenziale. L’ultimo libro di Vila-Matas, nell’ipotesi della sua voce narrante, è una «biografia» del proprio «stile», una sommatoria di appunti per una «prosa intempestiva», un romanzo fatto di associazioni di idee alla fin fine consequenziali, fra la caduta di un fulmine e un altro sulla testa del protagonista, durante un temporale a Parigi: al lettore decidere se questi strali dal cielo siano casuali o causali, ovvero mandati per bruciare sul nascere pensieri inconcludenti.
In Montevideo (traduzione di Elena Liverani, Feltrinelli, in uscita martedì, pp. 224, € 20,00) ogni riferimento a persone e fatti realmente accaduti è del tutto intenzionale, e funziona da anti-bussola per disorientarsi in letture note e in altre mai fatte, guidati per contrasto da una prosa limpidamente seducente, nonché manifestamente sprezzante di ogni formalità post-sperimentalista.
Tutto, o quasi, verte sulla rivisitazione di amatissimi cliché, a partire dall’incipit che restituisce carne e sangue alla silhouette del giovane transfugo a Parigi, desideroso di trasformarsi in uno scrittore della generazione perduta, ideatore di poesie che ruotano intorno al tema della solitudine e delle turbolenze dell’anima. Poesie purtroppo mai scritte per mancanza di energie da sottrarre al più proficuo spaccio di droghe. La voce narrante si presenta dunque come uno scrittore che ha smesso di scrivere, non avendo peraltro mai cominciato, e questa sua poetica dell’abbandono dell’opera, prima che l’opera ci sia mai stata, lo rende un esperto di sbandamenti nel circolo delle cinque tendenze narrative (che forse sono persino sei) diversissime tra loro, tutte confluenti nel personale approdo a un risultato uguale a zero.
Lasciato alle spalle il racconto di questo frammento parigino, intervallato da passaggi repentini di palo in frasca, e autoinflitta la diagnosi di «collasso Valéry», ovvero la famosa sindrome di soccombenza della propria attitudine narrativa di fronte alle pressioni dell’intelligenza analitica, il narratore si avvia senz’altro sulla strada della «disperazione controllata». E qui converrà staccarsi dalla sua ombra e saltare a quella dell’autore, per indugiare negli equilibri punteggiati di quell’illecito godimento che si prospetta al lettore sotto forma di…trama!
Invitato per una conferenza a Montevideo, il narratore accetta con entusiasmo quella destinazione a lungo sognata, perché proprio nella città uruguayana Cortázar aveva ambientato un racconto intitolato La porta condannata, che Béatriz Sarlo ha indicato come «il luogo esatto in cui il fantastico irrompe nella narrazione» dello scrittore argentino. Come non andare a verificare di persona? Tanto più che non si sa se il caso o un processo stocastico o il disegno di Dio fece sì che anche Bioy Casares avesse scritto, più o meno negli stessi giorni, un racconto molto simile, Il mago immortale. È giù ad analizzare le coincidenze…. Fatto sta che, sebbene non proprio in quattro e quattr’otto, alla fin fine il narratore arriva alla stanza 205 dell’Hotel Cervantes, che nel frattempo ha cambiato nome in Esplendor, e alla ricerca della porta cieca la trova effettivamente nascosta dietro un armadio, per giunta socchiusa. È buio e ha sonno, dunque rimanda l’esplorazione della stanza che si apre dietro quella soglia alla mattina dopo; ma quando con rinnovato vigore torna alla sua intenzione originaria, si accorge non solo che la camera contigua è scomparsa ma che la porta dietro all’armadio è stata chiusa dall’altro lato. La condanna inferta da Cortázar alla porta si ritrova duplicata, nonché ornata da due dettagli – un ragno e una valigia rossa – che, come in tutti i romanzi che si rispettano, torneranno a infittire l’enigma.
Alla prima occasione, il povero narratore racconta all’amica Madelaine Moore – una performer che a suo tempo gli aveva già segnalato la retta via, invitandolo a prendere le distanze da quanto ci succede piuttosto che morire per idee, stili e teorie – l’affaire della stanza scomparsa e della relativa porta. E viene così a scoprire che ancora una volta Madeleine ha in serbo per lui una lezione di vita, per il momento nascosta dietro una solitaria stanza unica (contrassegnata con il numero 19, in riferimento a un film di Terence Fisher, So Long at the Fair, che guarda caso rimanda a quanto Sebald aveva indicato come la scintilla visibile dietro il tessuto logoro, eccetera eccetera eccetera), una stanza allestita al centro della retrospettiva dedicata a se stessa, che l’artista sta per l’appunto montando al Beaubourg.
Dopo le consuete associazioni, reminiscenze, digressioni incrociate, e non prima di avere scomodato alcuni astri del creato letterario, il narratore in questione penetra nella stanza confezionata per lui, la scopre del tutto buia, e ipotizza che questa sia la punizione escogitata dall’artista a causa del suo esplicitato disprezzo per i «mondi interiori». Naturalmente si sbaglia. Dunque, attraversata la foresta di altre numerose citazioni, evocazioni, rimandi letterari, il lettore perverrà al vero colpo di genio del romanzo, che Vila-Matas mette in bocca all’artista per spiegare allo stolto narratore come la camera buia allestita per lui sia la versione maschile della stanza tutta per sé di Virginia Woolf, pensata da Madeleine come l’inferno degli uomini condannati a ascoltare la registrazione delle «loro pagine immortali», e dunque le relative sciocchezze accumulate, allo scopo di favorire la svolta verso una nuova fase, che nel narratore potrebbe coincidere con lo sblocco della sua scrittura.
Fedele alla massima per cui «il visibile non è che è un residuo dell’invisibile«, da una fessura nella famosa porta Vila-Matas aveva intanto insinuato nel romanzo il suo evidente alter-ego, ovvero lo scrittore Cuadrelli, da tempo impegnato in un libro il cui intento è stroncare una volta per tutte il famoso «I would prefer not to» pronunciato dallo scrivano Bartleby: frase infinitamente ripresa, non ultimo dal narratore stesso nella stesura di un libro – Virtuosi della sospensione – in cui, oltre vent’anni prima aveva analizzato i casi di scrittori affetti dalla nota «sindrome di Rimbaud», ovvero quella attrazione per il nulla, che rischia di coinvolgere lui stesso nel non scrivere più niente.
A Cuadrelli, l’autore di Montevideo – che nel frattempo si sarà chiarito essere «uno stato d’animo» più che una città – mette in bocca qualcosa che suona come uno sfogo contro le molte interviste subìte, ovvero una filippica sul fatto che non c’è altro da dire su un libro se non quanto detto nel libro stesso. Affermazione del tutto compatibile con il primo posto assegnato nella graduatoria della stupidità allo scrittore secondo il quale la parte più interessante della sua storia non si può spiegare perché raccontandola la si rovinerebbe.
Nel caso non fosse chiaro, Cuadrelli è la coscienza critica del romanzo così come Morelli (il narratore confonde i nomi) lo è di Rayuela, il capolavoro di Cortázar… Ma ora basta, perché un bel gioco dura poco.
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El héroe de nuestro tiempo.
El caso es que me atraen las chimeneas. Esta mañana he visto en foto la que Robert Louis Stevenson hizo construir para darle color escocés a su casa de la isla de Samoa. No me lo esperaba. Cada día me divierto más descubriendo cosas que no esperaba. ¡Cómo son los escritores! En la Polinesia, en pleno Pacifico Sur, Stevenson necesitaba que una chimenea le recordara el hostil clima de Edimburgo.
Una vez fui a Bournemouth, al sur de Inglaterra. Y vi las dos chimeneas de la casa de Skerryvore en la que Stevenson, en estado febril, escribiera El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. Enterarme de que, sesenta años después de publicarse el libro, la aviación nazi arrasó por completo Skerryvore, lo interpreté como una forma muy bestia por parte de míster Hyde de regresar a la casa de las dos chimeneas. Muy bestia y nada sutil, aunque estimula saber que Hyde Hitler borró la casa, pero no el libro escrito en ella. Me recuerda esto a una amiga a la que no importaba que lo que escribía pudiera ser demolido, pues lo que permanecería –decía– sería la sensación de que un día, en algún lugar, se construyó algo.
De niño, cuando comencé a saber qué significaba construir algo por el solo placer de construirlo, dibujaba casas, todas con chimeneas humeantes, que era mi modo de expresar que el ambiente familiar era el adecuado y que estaba a gusto en casa. La puerta principal y las ventanas indicaban el interés por relacionarme con los demás. Y, aunque no podía saberlo, el camino que desde la puerta iba a las afueras del dibujo, llevaba a la escritura. Y ésta a la libertad.
Con los días, a veces todavía, la imagen de la libertad la identifico con la chimenea pintada de blanco del barco al que en 1939 subió Nabokov con su familia en dirección a Nueva York. En el relato que éste escribió sobre su huida de la atormentada Europa, contaba que en Saint-Nazaire, a medida que se acercaban al puerto, iban distinguiendo, “entre los confusos ángulos de techos y paredes, una blanca y espléndida chimenea de barco que asomaba por detrás del alambre de ropa tendida, a la manera de ese elemento único que, una vez localizado dentro de la compleja ilustración, ya no podrás dejar de verlo”
Cuando, años después, The New Yorker le iba a publicar el relato de su huida de Europa (relato que después cerraría sus memorias), la revista, que era famosa por su manía de modificar las narraciones de sus colaboradores, quiso cambiarle el color de la chimenea. Nabokov se negó alegando que no pensaba renunciar a ser absolutamente fiel a la visión que tenía de su pasado personal. Esa negativa del escritor siempre libre que fue Nabokov es la misma del heroico granjero que en el relato Yo y mi chimenea, de Hermann Melville, se opone a que remodelen su casa y derriben la inmensa chimenea, alegando que destruirían –es la misma encrucijada en la que se encuentra actualmente la literatura– lo más esencial de su finca. Le preguntaban que entendía por lo más esencial. “Sin ese gran fuego la casa perdería su espíritu”, decía el granjero, el héroe de nuestro tiempo.
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Vila-Matas, par Ariane Singer LE MONDE. 14 agosto 2024
Enrique Vila-Matas : « Avec l’amour, l’écriture est ce qui donne sens à ma vie »
« Un écrivain parle travail » (5/5). Les livres pleins d’humour de l’Espagnol se nourrissent de références à ses auteurs fétiches, dans une forme de dialogue avec la littérature, qu’il considère comme une œuvre collective. En passionné, il se confie avec joie.
Par Ariane Singer
L’écrivain espagnol Enrique Vila-Matas, à Barcelone, en 2022. EUROPA PRESS NEWS / EUROPA PRESS VIA GETTY IMAGES
Retrouvez tous les épisodes de la série « Des écrivains parlent travail » ici.
Ouvrir un livre d’Enrique Vila-Matas, c’est s’embarquer dans un voyage vertigineux au cœur des mystères de la création littéraire et en sortir sans autre certitude qu’une sensation de joie pure. Essayiste, romancier et nouvelliste, mêlant à loisir les genres sans distinction, l’écrivain, né à Barcelone en 1948, construit une œuvre débordante d’humour, nourrie d’échos avec celles de Laurence Sterne, Robert Musil, Franz Kafka ou Jorge Luis Borges.
Depuis ses débuts, ses livres dialoguent, surtout, avec leurs lecteurs, les plongeant dans une forme de jeu où s’imbriquent le vrai et le faux, à l’instar d’Abrégé d_’_histoire de la littérature portative (1985 ; éd. Christian Bourgois, 1990), son premier vrai succès. Ses écrits disent aussi la phobie du silence et du néant (Bartleby et compagnie, Le Mal de Montano, Docteur Pasavento, éd. Christian Bourgois, 2002, 2003 et 2006), et interrogent la frontière fragile entre vie et littérature, comme dans Montevideo, son dernier livre en date (Actes Sud, 2023).
On le rencontre, par visioconférence, installé dans le bureau de son agent à Barcelone, où il vit toujours. Il parle vite, très vite, se lance dans de savoureuses digressions. Entre ses quatre textes en cours et un déjeuner professionnel, il prend toutefois le temps de lever le voile sur sa « salle des machines ».
Vous avez écrit votre premier livre, « Mujer en el espejo contemplando el paisaje » (« Femme au miroir contemplant le paysage », non traduit), en 1971. En quoi annonce-t-il votre œuvre future ?
Je ne me reconnais pas vraiment dans ce texte, contrairement à mon deuxième livre, La Lecture assassine [1977 ; Passage du Nord-Ouest, 2002]. Je l’ai écrit pour ne pas trop perdre mon temps pendant mon service militaire à Melilla [enclave espagnole au nord-est du Maroc], sans penser qu’il allait être édité. J’avais auparavant publié dans la presse espagnole des entretiens totalement inventés avec des célébrités – Marlon Brando, Rudolf Noureev, Patricia Highsmith… C’est par le monde du journalisme que je suis entré dans la fiction.
Vous vouliez au départ être réalisateur de cinéma. Qu’est-ce qui vous a conduit à opter pour l’écriture ?
J’écris depuis toujours. J’ai rédigé mon premier livre à 5 ans : des histoires et des dessins. Ma famille l’a conservé. J’en ai écrit un autre à 14 ans, un roman policier. Si j’ai été ébloui par le cinéma, c’est que j’appartiens à une génération d’Espagnols qui a grandi avec cet art. Le genre qui me plaisait était le « nouveau cinéma » de Philippe Garrel, pas la Nouvelle Vague. Mais les films que je voulais faire étaient impensables dans l’Espagne de l’époque.
Après avoir tourné deux courts-métrages à Cadaqués, je les ai présentés à Barcelone. Mon producteur était mon père. A la fin de la projection, il m’a demandé si le sujet était bien la fin de la famille bourgeoise. C’était le cas, bien sûr. Il a rétorqué que, dans ces conditions, il ne pourrait plus produire mon travail. Ma carrière s’est achevée là.
Vous avez dit de « La Lecture assassine », écrit pendant votre séjour à Paris, entre 1974 et 1976, que c’était un texte « capable de tuer qui le lirait »…
L’idée du livre, c’était en fait d’imiter Miles Davis, qui avait fait scandale au Liceu de Barcelone, sous le franquisme, parce qu’il avait joué de la trompette, lors d’une session de jazz, en tournant le dos au public. C’est ainsi que je concevais mon écriture : toujours écrire le dos tourné à ce que demande le public. C’était par pur désir de provocation.
Ensuite, cela a changé. On se rend compte qu’il faut d’abord écrire ce qui nous plaît et, si l’on a des lecteurs, cela vaut le coup de tenir compte de leurs goûts. Quant à l’idée de « tuer le lecteur », je me suis rendu compte qu’elle avait déjà été traitée par Agatha Christie et par Ignacio de Luzan, un poète espagnol du XVIIIe siècle. Comme quoi, on pense être très original et on ne l’est pas.
Dans « Paris ne finit jamais » (éd. Christian Bourgois, 2004), vous avez raconté ce séjour en France, où vous étiez logé dans une chambre de bonne appartenant à Marguerite Duras. Que vous a-t-elle enseigné ?
A l’époque, je ne faisais pas très attention à ce qu’elle écrivait, même si j’aimais beaucoup son film India Song [1975], que je trouvais très littéraire. C’est plus tard, quand j’ai lu ses livres, que je me suis rendu compte à quel point elle était une romancière importante.
Elle m’a appris qu’un écrivain n’est pas obligé de porter une cravate, comme les hommes politiques, qu’il n’a pas besoin d’être un modèle. Un jour, pour un article qu’elle devait écrire, elle m’a demandé de l’emmener au bois de Boulogne afin de vérifier s’il y avait bien des prostituées en habit de communiantes : c’est là qu’a eu lieu notre vraie rencontre. A la fin, elle m’a demandé pourquoi ma voiture n’avait qu’un phare, comme si c’était la raison pour laquelle nous n’avions rien trouvé… Mais je n’ai jamais pensé faire d’elle un personnage de roman. Au lieu de cela, je l’ai incorporée à la partie autobiographique de Paris ne finit jamais. C’est, de fait, le seul livre où je raconte des histoires vraies sans les modifier.
Dans ce livre, vous moquez « les écrivains réalistes qui dupliquent la réalité en l’appauvrissant ». Rejetez-vous toujours cette façon d’écrire ?
Oui. Cela remonte au premier voyage que j’ai effectué à Madrid avec l’école. Au musée du Prado, j’ai découvert avec surprise qu’il existait des copistes qui reproduisaient les peintures qu’ils avaient sous les yeux. J’ai trouvé cela très étrange. Un an plus tard, au musée Picasso de Barcelone, j’ai vu Les Ménines [1957 ; d’après Velasquez, 1656]. Je me suis alors rendu compte que l’art, ce n’était pas copier, mais recréer : travailler sur l’existant et le modifier. Je suis resté fidèle à cette règle.
Vous multipliez, dans votre œuvre, les références à des auteurs canoniques. Faut-il y voir une marque d’humilité, la volonté de vous inscrire dans leur sillage, ou une façon de vous dissimuler ?
C’est tout cela à la fois. J’ai commencé avec Abrégé d’histoire de la littérature portative, où j’inventais des citations d’auteurs qui n’étaient pas à eux, mais que j’avais prises ailleurs – ce qui a d’ailleurs rendu le travail de traduction en français très difficile.
Avec le temps, ce jeu avec les références littéraires a changé. Il est devenu nécessaire au cours des dernières années, car on oublie même les auteurs les plus remarquables de notre temps, puisqu’ils ne sont pas réédités. Je m’emploie donc à ressusciter la mémoire des grands auteurs que j’ai eu le plaisir de lire et auxquels beaucoup de gens n’ont plus accès. C’est devenu un travail pédagogique.
Mais on peut aussi comprendre cette démarche dans le sens que lui donnait Borges : la littérature est un travail collectif, anonyme. Au bout du compte, il ne restera que ce qui a été écrit au nom de tous. J’ai conscience de faire partie d’un patrimoine et de le transmettre à mon tour à d’autres. Ce rôle de passeur, je me résigne à le jouer.
Comment maintenez-vous ce dialogue avec les auteurs qui vous accompagnent ?
Je relis régulièrement des passages de leurs livres. Je suis conscient de construire une bibliothèque constituée d’extraits. Pour moi, les fragments ne sont pas juste des parties d’un tout, mais des parties très importantes du tout. C’est pour cela qu’ils doivent être assez puissants pour que l’on puisse ouvrir un livre à n’importe quelle page sans avoir besoin de savoir ce qui s’est passé avant et ce qui se produira ensuite.
En revanche, ces dernières années, j’ai lu toute l’œuvre de Kafka en profondeur. On dit qu’il ne savait pas qu’il serait Kafka. Mais je me suis rendu compte du contraire : il le savait parfaitement. C’est la même chose avec Don Quichotte, qui dit : « Je sais qui je suis. »
Vous parlez de « dialogue ». Précisément, dans un documentaire que j’ai regardé hier sur Roger Federer, on disait que son style « dialoguait avec l’histoire du tennis ». Les citations, ma quête de grands auteurs à moitié oubliés me semblent liées à cette phrase. Mon style, c’est peut-être cela : un dialogue avec la littérature, à une époque où les nouveaux auteurs sont nombreux à sembler ne pas la connaître.
Vous citez souvent l’écrivain suisse de langue allemande Robert Walser (1878-1956), notamment dans « Docteur Pasavento ». Il fuyait la gloire littéraire et a fini par disparaître totalement de la scène publique. Pourquoi vous sentez-vous si proche de lui ?
Cela m’a beaucoup étonné moi-même, car nous ne sommes pas proches, d’un point de vue géographique. Le cas de Walser me rappelle ce qu’écrivait Elias Canetti [1905-1994] : « Tout écrivain qui s’est fait un nom et a réussi à l’imposer sait très bien que pour cette raison même il cesse d’être écrivain, car il doit gérer sa carrière comme un simple bourgeois. » Il y a les vrais écrivains d’un côté et les imposteurs de l’autre.
Et vous, que pensez-vous être ?
[Rires.] Un vrai écrivain. Mais les imposteurs naissent continuellement…
Vous êtes très prolifique. Est-ce parce que vous avez la phobie de la page blanche, comme le personnage du « Mal de Montano » ?
Oui. L’écriture est ce qui me sauve la vie. Sans elle, je m’ennuierais énormément. Elle est essentielle, car elle s’apparente au travail de construction d’une maison : un défi qu’on se lance à soi-même et qui impose d’aller plus loin que ce que l’on a bâti. Avec l’amour, elle est ce qui donne sens à ma vie. J’écris sans arrêt. C’est ma passion. Je me reconnais dans ce que disait Ricardo Piglia [écrivain argentin, 1941-2017] : qu’importe ce que l’on écrit, l’important est la personne qui écrit, celui qui a une passion, une obsession. C’est mon cas.
Quelles sont vos habitudes d’écriture ?
Après le petit déjeuner, je choisis à l’aveuglette le premier livre que je trouve dans la bibliothèque de la pièce obscure où j’ai rassemblé mes ouvrages préférés. Je l’approche de la lumière, près de la fenêtre qui donne sur la rue, et, en le lisant, je me mets à y chercher ce moment qui finit toujours par arriver, où ma pulsion d’écriture se réveille.
Cette pulsion me mène naturellement à mon bureau. Je travaille avec un ordinateur – depuis 2001 –, une imprimante, des feuilles, des stylos. En dehors de chez moi, dans les avions, par exemple, je relis le PDF du roman que j’ai en cours (je me le suis envoyé à moi-même par courriel) et je note dans un carnet les modifications que j’apporterai quand je serai de nouveau devant l’ordinateur.
Ces derniers temps, et cela m’a beaucoup surpris, moi qui étais adepte du papier, je me mets à me corriger de plus en plus souvent sur mon téléphone portable. Je regarde où sont les allitérations, les répétitions, les erreurs, j’élimine des phrases et des transitions. Il y a parfois des passages que j’aime beaucoup, mais que je dois supprimer parce qu’ils rompent le rythme de la lecture. C’est parfois douloureux, mais il faut bien le faire. Jamais je ne m’étais autant corrigé. Je crois que c’est Macedonio Fernandez [écrivain et philosophe argentin, 1874-1952], le maître de Borges, qui disait : « Ecrire, c’est corriger, corriger, corriger. »
Vous êtes un écrivain joueur : citations inventées, mises en abyme, thème du double… D’où vient ce goût et jusqu’où peut-il vous mener ?
Le risque, c’est que l’on ne comprenne pas mon écriture. Mais Michel Leiris [1901-1990] disait qu’il faut écrire comme on torée : avec le risque de se faire encorner. Sans ce risque, l’écriture n’a pas d’intérêt. Quand j’écrivais de fausses interviews de vrais personnages, je jouais de cette façon, en attendant de voir ce qui pouvait arriver. J’ai toujours voulu m’amuser. Cela vient sans doute de l’enfance.
Dans une chronique publiée dans le quotidien « El Pais », vous opposez Flaubert, qui ne se mettait pas au travail tant qu’il n’avait pas en tête la structure complète de son roman, et Kafka, qui se laissait guider par l’inspiration. De quel côté vous situez-vous ?
Je crois beaucoup en l’inspiration. Mais, comme le disait Picasso, et c’est un cliché, elle arrive en travaillant. C’est souvent au bout d’une heure, une heure trente, après un long moment d’écriture, que surgit une pensée que je n’avais jamais eue, ou un mot que je n’avais jamais employé. J’ai alors l’impression que cela provient d’un souffle extérieur, mais il n’y a personne qui souffle : tout vient de l’intérieur, du travail mental.
Dans Montevideo, par exemple, le narrateur est devant une porte à Bogota. C’est en découvrant les fonctionnalités de la caméra de mon téléphone portable que j’ai eu l’idée de trouver, derrière cette porte, une autre porte, invisible, qui n’apparaîtrait dans la réalité que la semaine suivante. Ce dispositif permet au narrateur d’être dans plusieurs lieux à la fois : à Bogota mais aussi en Suisse alémanique et à Paris. Ce téléphone, qui permettra de montrer ce qu’il y aura le lendemain, existera un jour, j’en suis sûr. Nos yeux sont faibles. Le vide est plein de choses ; le problème, c’est qu’on ne les voit pas.
Outre « Cette brume insensée » (Actes Sud, 2020), où vous évoquez les troubles indépendantistes en Catalogne, et « Montevideo », où vous mentionnez l’attentat du Bataclan, à Paris, vous abordez très peu l’actualité. Pourquoi vous maintenez-vous à l’écart de cette réalité ?
Comme citoyen, je suis l’actualité politique de très près. Mais celle-ci est un frein à la narration. Face à la vague de livres qui confondent la politique et ce qui relève de la conjoncture, mon travail rappelle ce que Nietzsche criait avant de tomber dans la folie à Turin : pour être vraiment contemporain, il faut être intempestif, légèrement en décalage. C’est ainsi que j’envisage la distance critique qui me permet de définir une divergence politique face au présent.
« Montevideo » est le premier de vos livres à avoir une dimension fantastique. Allez-vous continuer à explorer ce territoire ?
Effectivement, dans le roman sur lequel je suis en train de travailler, et que j’espère achever avant la fin de l’année, cette exploration continue et, pour le moment, je constate qu’elle a des conséquences que je n’aurais jamais soupçonnées. Ce roman traverse les genres et je ne sais pas ce qui va arriver dans les pages qui viennent. Peut-être raconte-t-il l’histoire d’un étranger qui, dans la bibliothèque d’une chambre obscure, constitue un canon littéraire dissident des canons officiels.
Comment savez-vous qu’un livre est terminé ?
Il y a un moment, dans l’écriture, où je vois cette fin, même lointaine, et où je perçois, grâce à elle, le sens du livre dans sa totalité. Mais, même ainsi, je peux mettre des mois à la rédiger. Une fois que j’y parviens, je rends le livre à mon éditeur.
Il m’est arrivé une fois, une seule, quelque chose d’étrange ; c’était avec Montevideo. Après avoir rendu le livre, j’ai remarqué que je continuais à l’écrire. J’ai fini par rassembler dans une annexe de mon blog tous ces textes « posthumes » qui me semblaient indissociables du livre. J’ai vraiment eu l’impression que Montevideo était lié à tout ce qui existait dans le monde. J’ai donc continué à l’écrire.
Vous avez un site Internet, un blog, un compte X et une page Facebook. Pourquoi avez-vous besoin de tous ces supports ?
J’ai uniquement besoin du site Web ; il est énorme parce qu’il s’agit du fonds archicomplet de mon œuvre. Il comporte aussi de nombreux articles sur chacun de mes livres, et compte une section « La vie des autres », où j’ai rassemblé les contributions libres de nombreux écrivains contemporains. Il y en a pour cent mille heures de lecture. Quant à X et à mon blog, je n’y consacre que cinq minutes par jour : autant que ce que je passais avant à allumer et à fumer une cigarette.
Quel regard portez-vous sur le chemin parcouru jusqu’ici ?
Dans cette aventure qu’est l’écriture, il y a des moments d’épiphanie extraordinairement marquants. J’ai ainsi été très ému, à la fin de Montevideo, lorsque j’ai écrit que la littérature est une élévation de l’esprit. Rien que pour ces moments où elle apparaît comme quelque chose de sacré, où l’écrivain et l’écriture se confondent au-delà de ce que l’on peut imaginer, cette carrière vaut la peine d’être vécue.
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LOS HIJOS SIN HIJOS DE KAFKA. [Vila-Matas en Letras Libres, junio 2024]
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Dejo atrás un fragmento de la novela que voy construyendo y confirmo que en ella están configurándose como centrales unas palabras de Reiner Stach, biógrafo de Kafka: “ Nada que no sea _completamente_verdad, puede ser verdad, y todo lo que llamamos verdad a medias es necesariamente ficción”.
Son palabras que Stach comenta a propósito del aforismo del 14 de enero de 1918 en el que Kafka escribió: “Solo hay dos cosas: la verdad y la mentira. La verdad es indivisible, y por lo tanto no puede conocerse a sí misma; quien quiere conocerla, tiene que ser mentira”
Lo que dice Stach es una verdad a medias, lo que al narrador de mi novela –un solitario que escribe y construye en la oscuridad de su casa un canon literario disidente de los oficiales– le tranquiliza tanto que, sabiendo que no tendría por qué ser una verdad entera, acaba preguntándose si el conjunto de unos “recuerdos implantados” (que sospecha que desde que naciera lleva inscritos en su mente) podría ser algo idéntico al conjunto de su literatura marcadamente autobiográfica.
De ser cierto que tiene almacenados en su mente un grupo de posibles recuerdos implantados, no se encontraría en ese conjunto fisura alguna. Y lo mismo podría decirse del otro conjunto: el de la compacta literatura autobiográfica en la que trabaja el narrador desde hace décadas. Autobiográfica, sí, pues está configurada enteramente alrededor de la personalidad de su padre, al que ha convertido –como personaje, causa de preocupación, y representación del poder– en el núcleo simbólico y alma de su maquinaria literaria.
Dicho de otra forma, lo más probable es que el conjunto de recuerdos implantados ocupe una gran parte del conjunto de su obra literaria, si no la ocupa toda
No se me escapa –faltaría más– que, al girar la obra entera en torno al padre, no pueda ser más kafkiano el discurso artístico del narrador. Como tampoco se me escapa que poco importa que sea o no consciente de todo esto el narrador. Pensándolo bien, en realidad es mejor para él que no lo sepa, del mismo modo que también es mejor que ignore que jamás llegará a conocer al autor y por tanto nunca sabrá que yo, de adolescente, sin saberlo, comencé a pertenecer a la estirpe kafkiana cuando, al leer la Carta al padre, tuve la impresión de que, de tener el talento de Kafka, aquella carta podría haber sido perfectamente escrita por mí. Porque acaso en ella, ¿no se decía exactamente lo que yo le habría escrito sin duda a mi padre de darse la circunstancia –que aún no se daba– de que ya supiera qué diablos era una frase literaria y, además, cómo enlazarla con otra frase que tuviera también su debido touch literario.
La verdad (siempre indivisible) es que aquel adolescente que fui no se preguntaba mucho quién era aquel Kafka que firmaba la carta, porque más bien le interesaba lo que allí había dejado escrito aquel Kafka, aquel joven de una ciudad lejana llamada Praga que había tenido un padre asombrosamente idéntico al suyo.
Sin duda, al adolescente que entonces yo era aún le faltaba conocer –tardaría treinta años en descubrirla– esta perfecta declaración de Wallace Stevens acerca de lo que dicen otros y que nos sorprende descubrir que es exactamente lo mismo que habríamos dicho nosotros sobre la cuestión: “Uno es incapaz de citar algo que no sean sus propias palabras, quienquiera que las haya escrito”.
Aquel artista incipiente no podía ni intuir que, aparte de la Carta al Padre, estaba esperándole, en el camino de la vida, la obra entera de Kafka –entera es un decir, porque no se acaba nunca–, un escritor que le acompañaría, con mayor o menor intensidad, según las épocas, el resto de sus días.
Una vez, me preguntaron qué le diría al adolescente que fui, a ese kafkiano incipiente, si me lo hubiera encontrado en aquellos días y hubiera visto que estaba mirándome con extrañeza, quizás con estupor, al detectar en mi forma de ser un cierto aire de familia.
Simplemente le preguntaría, dije, si sabía que yo era él, pero treinta años después.
Hoy pienso que, de haberse producido el milagro de que hubiera sabido quién podía ser yo, dejando aparte la sorpresa de que conociera mi porvenir (Kafka, por cierto, a veces parece salido del futuro, como cuando nos dice “Nuestra salvación es la muerte, pero no ésta”), me habría hecho un favor, aunque no sé si muy de agradecer, ya que quizás lo peor que pueda ocurrirle a alguien es conocerse a sí mismo, llegar a ver la clase de piltrafa que uno es.
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[…]
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Mi padre reaccionó de forma simétrica a cómo sabemos que reaccionó el de Kafka cuando su hijo le entregó la carta: “Déjala en mi mesita de noche, y ya la leeré”.
En aquella mesita de mi padre se quedó por unos días la carta que nunca leyó mi padre o, al menos, no dio jamás signo alguno de haberla leído. A veces me acuerdo de ella, pienso en ella, pienso en la mesita paterna donde quedó abandonada mi carta. Y doy mil vueltas a ella, como si aún existiera la mesita, lo que es bien improbable, porque la perdí de vista cuando murió mi padre y vendimos la casa con todos los muebles, lo que no impide que recuerde algo que es obvio, pero que me divierte resaltar: que algo que no está físicamente en el mundo (me consta que la mesita fue descuartizada) pueda estar ahí en mi cabeza todavía, al igual que también la frase “Déjala en mi mesita de noche, y ya la leeré”.
¿Qué puede haber que no esté en mi cabeza? No sé si, como sospecho, la pregunta es de Wittgenstein. El caso es que la pregunta está en mi cabeza, como lo está también la retirada completa de aquella ira que me produjo la reacción paterna ante la carta que le di escrita por otro.
Ya hace tiempo que me pregunto por qué mi padre habría tenido que leer aquella carta que un hijo, que no era yo, le había enviado a un padre, que no era él. Creo que, con su instintivo gesto de relativa indiferencia, mi padre –maravillosa paradoja– me abrió el camino para que me esforzara a la hora de convertirme en escritor, lo que iba a reportarme a la larga la ventaja de, tras un largo camino, saber que solo hay una verdad dividida y que, por tanto, nada que no fuera completamente verdad, podía ser verdad.
¿Qué puede haber que no esté en mi cabeza? Lo que seguro que está en ella es que voy construyendo, en paralelo a esa kafkiana autobiografía que va escribiendo mi narrador, una verdad dividida que va contando la breve historia de mis primeros escarceos con la obra de Kafka; contactos, sin los cuales, mi narrador no habría podido crear la obra kafkiana que le atribuyo.
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En los días en los que me tuteló a distancia la sombra de la Carta al padre, ni tan siquiera entraba en mi cabeza preguntarme quien había sido aquel escritor llamado Kafka y en consecuencia aún menos intuir que, detrás de aquel apellido, podía estar vibrando la totalidad (tan inalcanzable, por otra parte) de una obra de gran profundidad.
Por el diario que llevaba a los 17 años y que abandoné a los 20, el concepto de “Totalidad” llamó mi atención el día en que un amigo me pasó dos libros, que aún conservo: El desierto de los tártaros(narración absolutamente kafkiana de Dino Buzatti) y Textos póstumos, de Kafka.
En esos Póstumos, estaba el magma textual que conformó el ciclo Descripción de una lucha. Y en uno de los textos que lo componían, uno que, años después sabría que era de 1907, encontré estas líneas: “¡Cuente de una vez esas historias! Ya no quiero oír fragmentos. Cuéntemelo todo, del principio al fin. Menos no pienso escuchar, se lo digo desde ahora. Es el conjunto lo que me fascina”
Lo que choca no es lo monstruoso, sino su evidencia. Y la Totalidad es monstruosa, de dinosaurio puro. Y la prueba es que, un día, desperté de un sueño y descubrí que seguía teniendo a mi lado, a modo de enigmática continuidad sigilosa, una gigantesca sombra herbívora de cuello tan largo que parecía acercarme a una hasta entonces para mí lejana idea de “Totalidad total” (ese adjetivo “total” es bien naif, pero hay que entender que fue con ese término que califiqué, en mi diario, a la Totalidad. Como puede observarse, nunca dejó de haber mucho humor en el pre-kafkianismo.
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“La narración salió de mí como un verdadero parto, cubierta de suciedad y de mucosidades” (Kafka, 11 de febrero de 1913).
Sustituyamos “narración” por “investigación” y, sin carga alguna, nos haremos cargo de que la investigación sobre la vida y obra de Kafka, la viví como si se tratara de un verdadero parto, con la suciedad y las mucosidades propias del caos y enredo que ha significado siempre ir lentamente acercándose a una escritura que, a partir de un momento, intuimos que va a cambiarnos la vida, aunque no tardamos en ver que ese cambio nos llevará a un viaje muy largo, inmenso, “por fortuna, verdaderamente inmenso”, como leemos al final de su extraordinario cuento de Kafka La partida, aquel en el que describe cómo un caballerocoloca él mismo una silla a su caballo y lo monta para disponerse a salir al exterior y, en el momento en el que va a partir, su sirviente le pregunta adónde va. No lo sé, dice, simplemente lejos de aquí, siempre lejos de aquí, sólo así podré llegar a mi meta. ¿Así que sabe usted cuál es su meta?, pregunta el sirviente. Sí, responde, acabo de decirlo, Lejos-de-aquí”, esa es mi meta.
Hoy sabemos –invito al lector a averiguarlo por su cuenta– que Weg-von-hier (Lejos-de-aquí) es un lugar que respira la máxima extrañeza que puede darse en cualquier lejanía, por cerca que se encuentre esta.
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El caos y el enredo en el acercamiento al único habitante de Weg-von-hier fue para mí bien especial, pues cuanto más me acercaba, más me sucedía lo que le ocurre al caminante de El castillo, al que “la calle principal de la aldea, no conducía hacia el cerro del castillo; tan sólo se acercaba a él; y luego, como si lo hiciese adrede doblaba, y si bien no se alejaba del castillo, tampoco llegaba a aproximársele”
Es la clase de movimiento –se transparenta, sin ir más lejos, en La partida precisamente– que ayuda a sintetizar lo que es imposible resumir: la obra de alguien que parece complacerse en perseguir la meta teniendo noticia al mismo tiempo de su total inaccesibilidad.
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Hasta que un día, en esa complicada aproximación, todo cambió cuando di con un libro sobre Kafka de carácter divulgativo. Lo había escrito un poeta que era literalmente un maestro de literatura, un maestro de verdad, Luis Izquierdo (Barcelona, 1936-2016), que publicó Conocer Kafka y su obra en una colección divulgativa de cultura de las que surgieron con la democracia. Aquel librito, que hoy forma parte de mi breve colección de libros destrozados (de tanto haberlos leído y estudiado), cambió especialmente el ritmo de mi acercamiento a la obra de Kafka.
Fue en ese libro donde encontré, entre otros muchos, un atajo que contenía una perla que, ante los estériles debates de hoy en día sobre la autoficción, la no ficción y la necesaria (sic) sinceridad en un relato autentico (sic), me veo impulsado a transcribir, por si las palabras de Izquierdo mejoran el panorama: “Atento al corazón de los hombres, y al suyo propio en primer lugar como campo de experimentación, el don extraordinario de Kafka es la capacidad de sintonizar con el proceso colectivo a través de una subjetividad llevada al extremo”
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Ayer verbena.
Franz Kafka. [9 diciembre 1917]
También esencial es Jordi Llovet en la microhistoria de mi pre-kafkianismo. Pero me rueda la cabeza después de la noche de verbena de ayer y he ido a la cocina en busca de un vaso de agua, confiando en que, a lo largo del breve trayecto casero, surja alguna imagen desde la que arrancar el relato infinito de la influencia de Llovet en todo lo que he ido leyendo de Kafka.
Arrancar, tal es ahora mismo mi meta. Pero me doy cuenta de que Llovet y su sabiduría sobre la obra no se acaban nunca, por lo que no voy a poder abarcar el relato de su influencia en mis primeros pasos literarios. Había pensado adentrarme en un terreno ignoto que iba a llamar La Parte de Llovet, como la podría haber llamado Roberto Bolaño. A los dos, a Llovet y Bolaño, los recuerdo en la terraza de un bar de Blanes hablando entre ellos. La conversación giraba en torno al origen del nombre Lautaro, que viene del araucano, de un ave andina que se caracteriza por su gran velocidad y que es de origen mapuche y se ha utilizado tradicionalmente en los pueblos nativos de Chile y Argentina.
Sigo sin saber por dónde empezar la Parte de Llovet cuando, como tengo por costumbre por las mañanas cuando quiero sentir una repentina pulsión de escritura, abro al azar un libro –Por qué hacen eso?, de Francisco González– en el que encuentro unas palabras de Thomas de Quincey en las que afirma que “todos los grandes misterios, suelen entrañar doble, triple, y hasta cuádruple interpretación; cada una encierra crípticamente otra”.
En el caso de Los pájaros, de Hitchcock, que es el misterio del que se ocupa González, no sería de extrañar, escribe éste, que el enigma que Hitchcock ofreció a los espectadores admitiera también varias interpretaciones, encajadas unas en otras, como muñecas rusas, tal vez guardando asimismo el origen secreto de su sentido…
Ahí está, me digo, el interés que me movió siempre (al principio de una forma muy instintiva) hacia la obra de Kafka: el origen secreto del kafkianismo. Me veo siempre en una sala de espera aguardando a ver, leer, algo más de él.
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Pienso en la noche en la que me atreví a involucrar a Kafka en un libro mío que titulé previamente _Hijos sin hijos._Y también en el origen de ese libro, encontrado casualmente ayer. El origen, los preparativos de Hijos sin hijos –entre ellos un conmovedor recorte de periódico en el que se veía, de niñas, a las tres hermanas de Kafka– estaban guardados en un libro comprado el 10 de junio de 1992: Padres e hijos, de Franz Kafka, edición de Jordi Llovet en Anagrama.
De pronto, vi con claridad el origen –que había olvidado– de Hijos sin hijos, el conjunto de relatos que escribí a finales del 92 y publiqué en el 93. En ese libro pretendí contar “una muy singular y heterodoxa breve Historia de España de los últimos 41 años”, es decir, historias que habían ocurrido de 1951 al 1992 (desde la huelga de tranvías antifranquistas del 51 en Barcelona al año de las Olimpiadas, el 82 en esa misma ciudad).
Hijos sin hijos tenía de personajes centrales a personas que no deseaban descendencia alguna, seres a los que su propia naturaleza alejaba de la sociedad y que, en contra de lo que pueda pensarse, no necesitaban ninguna ayuda, pues si querían seguir siendo de verdad sólo podían alimentarse de sí mismos: personas que se habían inventado una especie de indiferencia distante que les permitía no estar ligadas a la realidad, sino por un hilo invisible como el de la araña, pues todas parecían sintonizar con Kafka en su búsqueda de un refugio que en la mayoría de los casos localizaban en la escritura, habitualmente en un lugar con perspectiva de sótano.
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“La actividad literaria de Kafka entendida como liberación y redención personal ante los acosos de la vida familiar y el aburrimiento de su actividad como abogado. La Carta al Padre una vez más resulta muy explícita al respecto: ‘En cierto modo, me sentía a salvo escribiendo, podía respirar; la repulsión que, como es natural, sentías también hacia mis escritos, me resultaba excepcionalmente bienvenida’. Mi vanidad, mi orgullo, se resentían…”
Sin este fragmento de Llovet subrayado en rojo en mi ejemplar de su edición de Padres e hijos, no existiría Hijos sin hijos. Hoy puedo decir que fue fundamental en mi vida, lo que es decir poco, porque en realidad me salvó la vida. A las pruebas me remito: uno de los cuentos de mi libro, El paseo repentino, es una desviación de la Carta al padre de Kafka, pero desde un punto de vista no kafkiano. Quería ahí tan sólo explicar que en toda mi vida jamás he dejado de ser un estudiante eterno, perpetuo, siempre en vela. Un estudiante que no descansa, que desconoce la fatiga que da el estudio en un país como España que aparece en Hijos sin hijos, en aquel hoy ya lejano libro, como una tierra baldía y desheredada, sin demasiado (ningún) futuro, casi yerma (de hecho estéril por completo), muerta para la gracia de la vida, hasta el punto de que se veía aparecer en el libro la sombra de eso que Jorge Guillén, en carta a Pedro Salinas, llamó “la realidad modesta de España”
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Lo que después pasó, lo que ocurrió, tras la superación del estado hipnótico de mis primeros contactos con Kafka, ya es otra historia, otra etapa, la de la posterior y lenta profundización en su obra. Y en esa nueva etapa del camino kafkiano, como diría el propio Kafka, no hay nada que acortar, es ya un camino interminable, y en él cada uno aplica su propia vara de medir infantil: “Cierto, todavía tienes que recorrer esta vara del camino, se te tendrá en cuenta y no serás olvidado”. Este aforismo de Zürau procede de un consejo simplón que le dio a Felice Bauer, a la que recomendó evitar la costumbre de masticar terrones de azúcar, porque “el camino hacia las alturas es infinito”.
En carta a Milena, tras los aforismos de Zürau, el motivo había ganado claramente en profundidad: “Es ciertamente un atisbo, pero sólo un atisbo a lo largo del camino, y el camino es interminable”
Camino, atisbos. Kafka nos recuerda que el instante decisivo del desarrollo humano es interminable, perpetuo. Y por eso, nos dice, tienen razón los movimientos revolucionarios del espíritu que declaran nulo lo todo lo anterior, “puesto que todavía no ha pasado nada”
Pero ¿qué podría o debería pasar para que pasara algo? Hay momentos de la vida de Kafka –esa vida en la que, salvo que él indirectamente la relatara, parecía que no pasaba nada– en los que, después de leerlos tantas y tantas veces, uno cree que los ha vivido. Es el caso de los últimos cinco segundos de la vida de Kafka en este mundo. Sanatorio de Kierling. Habiéndose apartado el médico de la cama para limpiar una jeringa, Kafka le pidió que no se fuera. El médico le dijo: “No, no me voy” Entonces, él replicó: “Yo me voy”
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Porque ella no lo pidió (el relato de Vila-Matas en obra radiofónica, con la colaboración de Sophie Calle)
E
Dans Léviathan, l’écrivain Paul Auster a emprunté des épisodes de ma vie. Je lui ai proposé d’inverser le processus, de créer un personnage de fiction que je tenterais d’incarner en obéissant au livre à la lettre. Paul a préféré m’envoyer des Instructions personnelles pour Sophie Calle afin d’améliorer la vie à New York. J’ai suivi ces directives. Mais je voulais devenir une héroïne de roman. Après avoir essuyé le refus de cinq autres écrivains, j’ai lu Bartleby et compagnie, d’Enrique Vila-Matas. Il est question, dans cet ouvrage, d’un livre de Marcel Schwob, Vies imaginaires, et du personnage de Pétrone qui conçoit le projet de faire passer du parchemin à la réalité les aventures qu’il a inventées. Je n’y croyais plus, mais j’ai tout de même contacté l’auteur. «Vous écrivez une histoire, et je la vis», ai-je résumé. Miracle, quinze jours plus tard, j’ai reçu Le Voyage de Rita Malú. Seulement ma mère agonisait, il ne lui restait que trois mois à vivre, et je venais d’être choisie pour occuper, l’année suivante, le pavillon français de la Biennale de Venise. Rita Malú ne pouvait pas enterrer ma mère, ni représenter la France ; ça n’était pas écrit. J’avais cherché un complice pendant des années, je l’avais enfin trouvé, et je devais reculer. Vila-Matas n’a pas souhaité repousser aussi loin le voyage de Rita. Dans son livre Explorateurs de l’abîme, publié en 2007, un chapitre intitulé « Parce qu’elle ne l’a pas demandé » est consacré à ma forfaiture.» Sophie Calle
Réalisation Christophe Hocké
Avec Sophie Calle, Audrey Bonnet, Jérôme Kircher
Nouvelle extraite du recueil Explorateurs de l’abîme, traduite de l’espagnol par André Gabastou et publiée chez Christian Bourgois
Adaptation Marion Stoufflet
Assistante à la réalisation : Justine Dibling
Equipe de réalisation : Pierric Charles, Etienne Colin, Julie Garraud
En présence d’Enrique Vila-Matas, invité par France Culture avec le Festival d’AvignonPublicité
Audrey Bonnet, Jerome Kircher, Sophie Calle en la lectura de ‘Porque ella no lo pidió’ (Radio France Culture ante el público de Avignon)
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Para que no se pare el invento.
En la ceremonia de apertura olímpica deslizaron los bárbaros sus cámaras atléticas y analfabetas por los anaqueles de la Biblioteca Nacional de Francia. Fue un visto y no visto. En cualquier caso, pudimos percibir un amontonamiento de libros, “los demasiados libros”, de los que hablaba Gabriel Zaid en 1972. Intenté con el mando frenar la ceremonia, parar el tiempo y, con la imagen inmóvil, al menos tratar de reconocer algún autor o libro de aquellos que nos mostraban. Por suerte, me acordé a tiempo del gran Manuel Vicent: “Qué más da si todos vamos hacia el anonimato”
A propósito de los “demasiados libros”, oigo decir con frecuencia que parece publicarse en España el doble o triple que antes de la pandemia. No es que lo parezca, sino que hay una especie de tsunami permanente, un no parar de sacar novedades que desborda a los lectores de toda la vida. “Una producción libresca, que algunos juzgan excesiva y otros no tanto”, escribió Sergio C. Fanjul el año pasado en este periódico cuando indagó sobre el hecho de que anualmente aparezcan en España unas 90.000 obras nuevas que afectan, de diferentes maneras, a editores, libreros y lectores.
En su informe, Fanjul incluía tanto la afortunada comparación que Daniel Fernández, presidente de Gremio de Editores, establecía entre el sistema editorial español y una bicicleta (“Se publican novedades constantemente para que no se pare el invento y nos caigamos de la bici”) como la sugerencia de Fernández de que “los muchos libros” también podían verse como una riqueza cultural, puesto que hay muchas tipologías y tipos de lectores, y muchos intereses distintos.
Hablando de intereses distintos, quien ha clasificado mejor los de los escritores ha sido precisamente el mexicano Gabriel Zaid cuando en 2009 actualizó su famoso Los demasiados libros (1972), clásico de nuestras letras y pionero en el tema. Para Zaid –y hablo ahora de memoria– predominan los autores que no publican para los que leen, sino para el currículo académico, y en el otro extremo estarían los que escriben para el mercado y, por ejemplo, novelan con ojo y medio puesto en ganar dinero. Aparte quedarían los libros que nos acompañan, los dignos de ser releídos (los clásicos) y los contemporáneos inspirados con talento en esa tradición.
Nombrar a los conectados con la historia de la literatura, me ha hecho pensar en cuando Xavier Nueno, en su prodigioso El arte del saber ligero (2023), nos recuerda que Montaigne decía pasar el mínimo tiempo posible en su biblioteca y, sin embargo, escribió una de las síntesis más formidables de la literatura clásica. De esa gran reducción de biblioteca que fueron sus Ensayos, dice Xavier Nueno, se puede llegar a la conclusión de que un libro es siempre un intento de reducir una biblioteca, de hacer innecesarios todos los libros que uno ha leído para llevarlo a cabo. No puedo estar más de acuerdo con esto, porque nos permite llegar a la paradoja de que la única razón legitima por la que escribimos es porque hay demasiados libros.
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DIAS ENTEROS EN AVIÑÓN
Blandine Masson, Angélica Liddell, Sophie Calle.
Museo Calvet, Avignon.
(photo Vila-Matas)
Había estado antes ya dos veces en Aviñón. Una en el verano del 64, la primera salida de mi vida al extranjero. Todo un mes de julio con otros escolares, en una residencia de los jesuitas y que fui incapaz de encontrar cuando volví a Aviñón hace ocho años y la búsqueda de un simple claustro y de una capilla acabó convirtiéndose en un hecho frustrante.
¿Hubo verano del 64? El pasado martes, en el marco del festival de teatro de la ciudad, durante mi conversación en público con la gran Laure Adler en el centro del jardín del claustro de Saint Louis, me fui dando cuenta, con el natural y grandísimo asombro, de que me encontraba nada menos que en aquel –central en mi vida– recinto jesuítico que tanto había buscado.
Tantas vueltas para acabar llegando al centro mismo del jardín del pasado. Se cierra un círculo, dijo Sophie Calle cuando le comenté lo que había reencontrado en el tiempo y en el espacio. Estábamos los dos en ese momento en otro círculo, el que se había formado en torno a Angélica Liddell, que venía de declarar en comisaria por una denuncia de “injurias públicas” tras su intensa, dura, imponente representación, ante el Palacio de los Papas, de la obra Dämon. El funeral de Bergman (en Barcelona, en el Lliure, del 19 al 21 de este mes).
Y me pareció ver que la actual Sophie Calle, admiradora de la “nueva escritura dramática” de Liddell –tan visible en Vudú (La Uña Rota, 2024)–, encaja cada día más en la concepción bergmaniana del Arte, la que le exige a este ser libre, desvergonzado e irresponsable. Encaja, sí, aunque ya solo sea porque asombra verla a Sophie días enteros reírse continuamente de todo lo que sucede, de todo lo que pasa, escucha, o llega a ver, del mismo modo que asombra que proyecte reunir en una exposición los 42 proyectos artísticos que comenzó, pero nunca acabó.
Me acuerdo de que para María Negroni el asombro “nos comunica con los descubrimientos felices, los únicos que cuentan”. Y también de que siempre dije que muchos de mis viajes comienzan cuando regreso, cuando empiezo a leer sobre el lugar donde he estado y descubro que no he visto nada. En el caso de estos días enteros de Aviñón, no he visto mucho, pero ha habido “descubrimientos felices”, todos esos asombros ante la fuerza de Liddell, o ante el veloz nuevo mundo de Sophie Calle, artistas a las que fui a ver a Aviñón y las vi, pero que me han dejado pasmado de lo mucho que ahora de ellas me queda por ver.
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Una inyección de humildad.
Texto publicado durante la pandemia y traducido en
Los Ángeles Review of Books
https://lareviewofbooks.org/short-takes/an-injection-of-humility/
El lector de ficciones policiales, el detectivesco, tan frecuente en nuestros días, está habituado a leer con incredulidad, con una suspicacia a veces tan especial que incluso desconfía de Cervantes –¿será el asesino?– cuando dice no querer acordarse del lugar de la Mancha donde sitúa la acción. Y es que el lector detectivesco es capaz de todo, hasta de abordar las primeras líneas de Los detectives salvajes (“He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación”) y sospechar que Roberto Bolaño está en realidad ahí diciéndonos que en las calles del Imperio Romano –donde, según Philip K. Dick, seguimos viviendo– basta con pronunciar la clave secreta (“realismo visceral”) para que enseguida conecten entre ellos los poetas de las catacumbas, los que conspiran contra el Imperio.
Ahora bien, en las últimas semanas el lector detectivesco está cediendo el paso al lector pandémico. Aunque el detectivesco sigue ahí –desconfía cada vez más de la narrativa oficial sobre el virus: tan aséptica y burocrática, tan llena de curvas, picos y porcentajes–, está viendo cómo le come terreno el pandémico; un tipo de lector con el que me identifico, porque últimamente no paro de leerlo todo abrumado por el stress mediático de la crisis sanitaria. Ayer mismo, por ejemplo, estaba leyendo a David Foster Wallace (“Para los jóvenes de hoy los Toyota y los atascos de tráfico forman parte de la realidad y literalmente no podemos imaginar la vida sin ellos”) y me sobresaltó por un momento que DFW afirmara que no podíamos imaginar la vida sin atascos de tráfico cuando hacía semanas que se estaba demostrando lo contrario.
Y hoy, sin ir más lejos, he entrado en el ensayo que Jordi Soler dedica a los “microviajes” dentro de su literariamente invencible Mapa secreto del bosque (Debate) y como lector pandémico me he encontrado de inmediato a gusto. Porque hablaba ahí Soler de la pulsión atávica que sobrevive como un náufrago en nuestro disco duro, esa pulsión que llevaba a nuestros antepasados, hace noventa mil años, a explorar los alrededores de sus cuevas y asegurarse de que su familia tendría una noche tranquila. Y lo que proponía era que, como antídoto frente al gran desplazamiento que en teoría podría volvernos más ilustrados, nos dedicáramos a hacernos con un mapa, cuyo centro fuera nuestra casa, y empezáramos a caminar por las calles que la rodeaban, a cosechar experiencias de nuestro propio entorno, a ver lugares que nunca vimos con el necesario detenimiento. Proponía Soler en definitiva que fundáramos la cartografía de ese mínimo universo, cuyo centro es nuestro hogar. Una tarea, he pensado, para la que de momento, hallándonos en pleno confinamiento, quizás con la salida semanal para la compra sea suficiente para nosotros. ¿Por qué no? Una inyección de humildad. Un breve y razonablemente humilde viaje. Y al fin y al cabo un paseo que podría devolvernos a un ritmo de vida mejor del que llevábamos cuando íbamos en avión todo el rato a la Cochinchina.
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ANGELICA LIDELL en Avignon.
CON ELLA LLEGÓ EL ESCÁNDALO.
El arte debe ser libre, desvergonzado e irresponsable. No necesitamos a personas que quieran construir un mundo mejor a través del arte. No lo soporto. No soporto ese narcisismo de los creadores que creen que contribuyen a mejorar la sociedad con sus obras
Angélica Lidell
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LOS ARQUITECTOS TAMBIÉN LLORAN / Café Perec
Me hago con un ejemplar de Saltos mortales, de la belga Charlotte Van den Broeck, porque me atrae el mundo que intuyo que aparece ahí. Quizás por eso, lo veo como una lectura para hoy, no para un día cualquiera, sino para hoy mismo. No tardo en abrir el libro al llegar a casa y en el epígrafe de Ingeborg Bachmann leo que “hoy” es una palabra que sólo deberían utilizar los suicidas, pues para todos los demás no tiene el menor sentido, designa simplemente “un día cualquiera”.
Parece una réplica a lo que he pensado cuando iba casa. Pero no me detengo en esa posible casualidad y me adentro en el libro, confirmando que en él se narran los colapsos artísticos y al mismo tiempo vitales de trece arquitectos de diferentes épocas, colapsos sobre los que planea tanto la sombra del suicidio como esa cuestión que nunca acabamos de resolver del todo: ¿Es necesario que vida y obra hayan de ir tan unidas? Aun no sé qué contestar y ni siquiera si hay un problema ahí a resolver cuando viene a mi memoria algo que oí ayer en un documental deportivo: “El tenis de Roger Federer dialogaba con la historia del tenis”.
De inmediato, divido en dos las actitudes de los narradores de las nuevas generaciones: los que dialogan con la historia de la literatura, y los que no. En el primer grupo, vida y obra van a veces peligrosamente unidas, y en el otro más bien la obra sería como “un día cualquiera”.
En el libro de Van den Broecklos arquitectos afectados por el fracaso de su obra –siempre que hay un creador genial es incomprendido, deberíamos hacérnoslo mirar– relacionan esa derrota con la de su vida, y ya sabemos cómo pueden acabar estas cosas.
El fantasma del suicidio recorre las trece historias de los trece arquitectos del libro. En la historia, por ejemplo, de Start Gideon Kempf (1917-1995), arquitecto y creador de esculturas en un jardín de Colorado Springs, alguien pregunta para qué demonios quiere un escultor una pistola. Y alguien ahí responde que nadie recuerda a un artista que muere en la cama.
¿Tendrá solución algún día que vida y obra vayan tan peligrosamente unidas? Si fuera por Duchamp, no la tendría: “No hay solución porque no hay problema”. Y si fuera por Pau Luque, quizás tampoco, pues basta ver cómo en su último libro,Ñu, va contra las soluciones mientras transita entre géneros, un tránsito parecido al que se da en Saltos mortales. Trece narraciones con el mito del suicidio literario de fondo. Para mí que ese mito en la era contemporánea procede en parte de Aurelia, esa impresionante narración en la que Nerval, en 1855, habló de ese doble fracaso que, poco después de terminar su libro, le llevaría a colgarse de noche de la verja de un sombrío palacio que estaba junto al Sena. En Aurelia vida y obra se fundieron sin discusión. Hoy, donde estaba el oscuro palacio, está el Théâtre de la Ville, el mismo en el que, una nochebuena, con la familia, vi a Woody Allen tocar el clarinete con su banda de jazz neoyorquina.
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Carta a Sergio Pitol desde Lisboa
El amigo Enrique Diaz Álvarez con el que rodara ‘Café con Shandy’ y autor del libro ‘La palabra que aparece’ (Premio Anagrama de ensayo 2021) visitó el fondo Pitol de Princeton y encontró la carta que le dirigiera al amigo y Maestro desde la ciudad de Funchal, Madeira, donde comencé a pensar en la novela El viaje vertical.
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Olga Merino: EL OFICIO (Notas sueltas, 1)
https://www.epe.es/es/abril/20240625/oficio-escritura-olga-merino-articulo-suplemento-abril-103950262
Hay días viscosos como el engrudo, en que servidumbres e imprevistos se confabulan para dinamitar el ritmo. Días sin cadencia. Días chiclosos en que se adhieren a la piel un sinfín de menudencias menos la principal: la silla. Deberías clavetearte el culo en el asiento de la escritura y encañonarte la sien con una pistola (imaginaria). Y aun así, amarrado al duro banco, las horas transcurren yermas.
Días tontos en que conviene tener a mano las cartas de Gustave Flaubert a su amiga y amante Louise Colet, pues aporta cierto linimento saber que también lloraba el padre de Madame Bovary. Una coma aquí. Otra corrección sobre la recorrección. «Estoy triste, fúnebre, agobiado, asqueado». «Ahora todas las palabras me parecen alejadas del pensamiento, y todas las frases disonantes».
Días perrunos de los que también se sale a flote. Aquí algunos asideros:
1) Fragmentar el caos. Cuenta Anne Lamott una historia en que su hermano mayor, que entonces contaba 10 años, intentaba redactar un trabajo escolar sobre pájaros que había tenido tres meses para hacer y que debía entregar al día siguiente. Abrumado, con un montón de libros pajariles abiertos sobre la mesa, entre cuadernos y lápices de colores, paralizado por la enormidad de la tarea, casi al borde del llanto. Hasta que su padre se sentó a su lado, le pasó el brazo sobre los hombros y le dijo: «Pájaro a pájaro, colega. Ve pájaro a pájaro».
2) Entomología. En el segundo tomo de sus diarios, Rafael Chirbes compara el oficio con el de esos cazadores de mariposas de tebeo que corretean de un sitio para otro, dando saltitos ridículos, con el fin de atrapar algo en la red para meterlo en el libro. También Annie Dillard se fija en el vuelo de los insectos. «Para encontrar el árbol de la miel, primero caza una abeja» con las patas bien impregnadas de polen. Suéltala luego en un lugar elevado y observa hacia dónde emprende el vuelo sin perderla de vista. Si sucede, si se extravía, atrapa otra. Al final, la última abeja te llevará al panal. Confiar en lo pequeño.
3) Sin mapa. E. L. Doctorow dijo que escribir una novela se parece a conducir de noche: «Solo ves lo que alumbran los faros, pero puedes hacer el viaje entero de esa forma». El descubrimiento de la ruta a medida que se avanza, doblando las curvas de la carretera. El añorado Paul Auster no arrancaba de una estructura, sino que se sentaba al volante y dejaba que el libro lo encontrara a él durante el periplo. «Es más, si entendiera exactamente lo que escribo, no escribiría». Confesó que cuando terminó el manuscrito de El Palacio de la Luna estuvo deshecho durante tres meses, devastado por haber perdido la convivencia con sus personajes.
4) Ensayo y error. Enrique Vila-Matas vuelca una idea magnífica en Impón tu suerte (Círculo de Tiza). Esto es, compilar las pequeñas derrotas íntimas de los escritores cuando aspiran a una cima pero se quedan en el camino. Un catálogo de tropiezos. Si todo el mundo jugase limpio, si los «cuervos de turno» no hiciesen un uso mezquino de esas confesiones, el material constituiría una joya valiosísima para los propios creadores. «Un valiente libro coral con una amplia cartografía del fracaso».
5) Golpes en el yunque. Antonio Muñoz Molina publicó en 2007 Días de diario (Seix Barral), un libro breve pero grande en su sinceridad y despojamiento, un dietario de escritura sobre la gestación de su novela El viento de la Luna. A pesar del cansancio, del tiempo que roban los trabajos alimenticios, a pesar del abatimiento, hay que saltar la zanja. No hay más medicina que la paciencia y el trabajo. «Lo asombroso es que uno avance, a pesar del miedo, de la incertidumbre y del desánimo, que los libros se vayan escribiendo, una palabra tras otra, una página tras otra».
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VAMPIRE IN LOVE, de Vila-Matas, comentada por Mark Haber en The Rumpus.
Vampire in Love en librería Strand, New York. junio 2024
Para cualquiera que esté familiarizado con las novelas del maestro español Enrique Vila-Matas, su primera colección de cuentos en inglés VAMPIRE IN LOVE es un acontecimiento.
Estas historias que abarcan toda su carrera, cuidadosamente seleccionadas y traducidas por la reconocida traductora Margaret Jull Costa, no dejan ninguna duda de que el genio particular de Vila-Matas es fusionar lo observable de lo cotidiano con la posibilidad de invención.
Como en sus novelas, la línea entre narrador y autor se fusiona hasta que el lector no sabe (o no le importa) de quién es la voz que habla. Estas historias están repletas de crisis existenciales, que con frecuencia conducen a la autorrealización o, con la misma frecuencia, a una confusión total.
En La hora de los cansados, un hombre decide seguir a un extraño que despertó su interés en el metro. El hombre rápidamente se da cuenta de que el extraño al que ha elegido seguir está siguiendo a otro extraño, e imagina lo sorprendido que estaría el primer extraño si «descubriera la procesión espontánea que se ha formado detrás de él».
Llamadas telefónicas de extraños visitan al protagonista de Torre del Mirador quien, como muchos de los personajes de estas historias, está dispuesto a jugar, feliz de interrumpir el tedio y la futilidad de la vida para experimentar una epifanía o un golpe en la cabeza. En la vida, parece decir el autor, una elección es tan buena como cualquier otra, pero aún así tenemos que elegir. En Mar de fondo, el narrador, drogado con anfetaminas, visita a un amigo en París que lo lleva a la residencia de Marguerite Duras, donde hablan sobre el alquiler de su ático. Se hacen las presentaciones. Se abre el vino. El amigo del narrador, Andrés, comienza a hablar de su sospecha de que él procede de la Atlántida. “Leí en alguna parte que cuando bebes un poco, la realidad se vuelve más simple, puedes saltar los espacios entre las cosas, todo parece encajar y puedes decir: sí, eso es todo. Bueno, eso es lo que me ha pasado esta noche”. El narrador, horrorizado pero paralizado por los barbitúricos, no tiene más remedio que permitir que Andrés delire sobre sus supuestos orígenes en este mundo submarino. La velada termina bastante bien, y Duras incluso acepta al narrador como inquilino. Sin embargo, la conclusión de la historia es un episodio surrealista que, una vez desarrollado, parece extrañamente inevitable. A pesar del evidente placer de estas historias, los tonos más oscuros flotan en todas partes. Los primeros años de su carrera de Vila-Matas transcurrieron bajo Franco, y a veces emergen las realidades de la vida bajo una dictadura.
Te manda saludos Dante, escrita en 1975, es una joya de horror y vitriolo. Una madre angustiada no puede entender por qué su hijo de 10 años se niega a hablar, no ha dicho una palabra en su vida. Franco finalmente muere y, mientras la madre mira el funeral televisado del dictador, su hijo finalmente habla. Al escuchar sus primeras palabras, el lector se enfrenta de repente a una historia que mezcla horror, historia y posiblemente posesión. Los escenarios de estas historias son en gran medida ciudades europeas, desde Lisboa hasta Barcelona y París. Como en las novelas de Vila-Matas, hay una sensación de vida metropolitana. Las escenas tienen lugar en calles de la ciudad, cafés y edificios de apartamentos. Otro cuento destacado es Dicen que diga quien soy, que tiene lugar en 1917 y está narrado por el mismísimo diablo. Frente a un artista conocido, el diablo cuestiona la autenticidad de las pinturas del artista, alegando que su obra es infiel a sus sujetos. La conversación –más cercana a una discusión o una investigación– y las dogmáticas afirmaciones del diablo sobre la fidelidad a la vida real podrían fácilmente verse como quejas contra los escritos de Vila-Matas. La verdad en el arte es un tema abordado desde múltiples ángulos, y el autor afirma claramente que la verdad de la ficción es tan válida como cualquier realidad, por tenues que sean ambas. Vila-Matas cree en la trascendencia de la literatura; un mundo donde los libros (y la escritura) ofrecen la única solución posible en un mundo que contiene demasiadas multitudes para una sola vida. Vila-Matas ha escrito sobre sociedades literarias secretas (A Brief History of Portable Literature), escritores de “rechazo” (Bartleby & Co.), sus años como joven autor en apuros (Never Any End To Paris) y sus propias experiencias metaficcionales. (Kassel no invita a la lógica).
Pertenece a ese clan que cree que la literatura está en constante conversación consigo misma, invocando así a autores desaparecidos hace mucho tiempo como Melville y Joyce y contemporáneos como Paul Auster, siempre cuidadoso de no excluirse. Es un escritor “literario” en el sentido de que está absorto en la literatura; Los escritores y la escritura son las principales preocupaciones de su obra. En “Memorias inventadas”, dice lo mismo: La literatura es como un mensaje en una botella porque la literatura también necesita un destinatario, y así como sabemos que alguien, algún desconocido, leerá el mensaje de nuestro náufrago, también sabemos que alguien leerá nuestros escritos literarios, alguien que será no tanto el destinatario sino un cómplice, en la medida en que será él quien dé sentido a nuestro escrito. Esto es lo que permite que cada mensaje se agregue, adquiera nuevos significados, crezca.
https://therumpus.net/2016/09/01/vampire-in-love-by-enrique-vila-matas/
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El esencial joven díscolo. / Café Perec
Es tal la desfiguración de lo que en su día fuera la literatura que a veces hasta parece que todo el mundo esté en promoción continua y sean pocos los concentrados en sus casas reflexionando, escribiendo pausadamente su nueva obra. Pensar en los concentrados estos días en su escritura puede conducirnos a la célebre ensoñación de Kafka: su deseo de recluirse con una lámpara y lo necesario para escribir en el recinto más profundo de un amplio sótano cerrado.
Esas “perspectivas de sótano” de antaño, de cuando no había una multitud de gente promocionándose sin tregua, las asocio –vaya uno a saber por qué– con Kazuo Ishiguro, al que una vez le preguntaron si la parte pública de la vida de un escritor –giras, entrevistas– terminaba afectando a la obra y respondió que sí, que afectaba porque ocupaba una tercera parte de tu vida laboral y porque tenías que responder a preguntas de personas inteligentes que querían saber por qué siempre había un gato de tres patas en tus libros.
Gran parte de lo que asociamos es inconsciente, y no tenemos por qué analizarlo. Sin embargo, dice Ishiguro, “es difícil que esas cosas no te cambien cuando haces una gira promocional”, porque no sales indemne y en el siguiente libro, cuando vuelves al escritorio, te sientes jodido de repente si ves reaparecer al gato de tres patas, y te acuerdas de los que, con su talento, te hicieron sentir más vulnerable, todos esos formidables rastreadores de tus puntos débiles.
Cuando se insertan en el público de un acto literario, los rastreadores toman el nombre de “fruncidores de ceño”. Son los que en cualquier presentación de cualquier microlibro en promoción, pueden pasar de una actitud visiblemente escéptica a una altanería que emite, sin palabras, una enojosa suficiencia.
Esos fruncidores de ceño lideran secretamente, según Alejandro Zambra, una especie de tribu urbana dedicada a minar la seguridad de los oradores. Los hemos visto: se muestran serios a rabiar, y eso les distingue del público corriente, que ya de por sí tiende a ser adusto, pero no exhibe rabia.
Nada seriamos sin ellos, sin el espíritu sublevado de los malditos fruncidores de ceño que crean en nosotros el esencial espíritu autocrítico. Son más imprescindibles de lo que creemos. Pienso, por ejemplo, en el “fruncidor” que aparece en Syllabus, extraordinario cuento de Juan Benet en el que un insigne catedrático se despide de sus incondicionales con cuatro conferencias y desde el primer momento se siente desafiado por un indolente joven de la última fila, que, decepcionado, siempre se va antes de que el insigne termine sus charlas.
Es un relato enigmático, abierto a interpretaciones. Ahora mismo, las circunstancias me llevan a leerlo así: el catedrático envidia el lugar al que se dirige en su fuga el joven díscolo fruncidor de ceño, el joven partidario de volver a su flaubertiana mesa de trabajo en la que ha comprobado que, de no encontrarse en ella, se siente vacío, se siente –como dice John Banville que a él le sucede– lo más parecido a una piel despellejada sin huesos
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Camila Cañeque, artista del punto final. [Café Perec]
La obra de Camila Cañeque, artista y filósofa, abordaba el cansancio a través de escritos, instalaciones y performances. Adoraba tanto la inmovilidad que parecía que militara en la Horizontal Oblomov. En 2013, en Madrid, en la puesta en escena de Dead end en ARCO se arrojó con traje de flamenca al suelo, quedando inmóvil, tumbada boca abajo en un pasillo y rodeada de flores y poemas del Romancero gitano, de García Lorca. A ese “boca abajo” de Cañeque le veo, por el placer de verlo, una conexión con un verso de El rey de Harlem del poeta granadino: “La sangre no tiene puertas en vuestra noche boca arriba”. Después de todo, Dead end, que representaba “la rendición de España ante el capitalismo”, acabó censurada por falta de permisos.
En febrero de este año, un mes antes de publicar el que sería su primer y último libro, La última frase, la joven Camila Cañeque fallecía en Barcelona a los 39 años, de muerte súbita, mientras dormía.
La última frase es un ensayo sobre 452 frases últimas de 452 libros. Por una de esas conexiones extrañas entre vida y literatura, se ha convertido de alguna forma en la última frase de Camila Cañeque. Es un libro verdaderamente admirable que, por su extrema conexión con la verdad final, desmiente, sin pretenderlo, aquello que decía Chejov de que a toda narración habría que cortarle el principio y el final, porque son los lugares donde más mienten los escritores.
En La última frase combina Camila Cañeque las intervenciones y las desapariciones de su voz narrativa con las 452 frases finales de 452 libros, consiguiendo un elegante, hipnótico artefacto literario, vivamente atraído por el desenlace de las cosas: una maravillosa biblioteca de frases últimas.
Imposible ignorar la belleza del método, y en especial del estilo, de Camila Cañeque, sobre todo cuando observamos el modo de enlazar con naturalidad esas frases últimas (la de Sófocles, por ejemplo, en Edipo Rey: “Así que, siendo mortal, debes pensar con la consideración puesta siempre en el último día…”) con las efímeras y agudas intervenciones y desapariciones que lleva a cabo la autora.
Será que está cambiando todo, pero no recuerdo escritora más desacomplejada que Camila Cañeque a la hora de concederle la máxima importancia a lo literario en la escritura: “Me pasa algo con la maldita literatura. Tal vez sea el único lugar en el que he experimentado el sentimiento del amor, es decir, la admiración. Y, por lo tanto, su práctica, la escritura, me parece que sólo puedo ejercerla en base a una completa y rigurosa entrega”
Llueve en muchos desenlaces de novela. ¿Son los finales, como advirtiera George Eliot, el punto débil de la mayoría de los autores, el punto en el que se complica todo? A Camila, artista del punto final, nada se le complicó. Tampoco a mí leyéndola porque, fuera o no porque sabía cómo acababa su tratado de frases últimas, en momento alguno he dejado de oír el rumor de la frase final de una novela de Victor Hugo: “La muerte le llegó sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día.
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Una tarea que aporta felicidad. / Mariana Sández. Suplemento Abril.
MARIANA SÁNDEZ
[El Periódico, suplemento literario Abril]
A pocos días de que comience la Feria del Libro de Madrid, el viernes 31 de mayo, algunos de los sellos pequeños y medianos más importantes y reconocidos de la industria española de las últimas décadas hablan de una tarea que, sobre todo, les aporta «felicidad»
Madrid 25 MAY 2024
Hace un tiempo, en una librería madrileña, una mujer se acercó a una de las mesas centrales y, mientras pasaba la mano por algunos ejemplares que tenía delante, dijo algo así como: «No sé qué nos pasa con los libros; no importa cuántas veces por semana venga a la librería, cada vez vuelvo a sentir una especie de voracidad por querer leer todo lo que hay, es como una desesperación». Si retuve el comentario fue porque, me parece, nos define esencialmente a todos los que compartimos esa devoción por la lectura. La avidez que nos produce el contacto con el libro es lo que pone en movimiento esa cadena magnética de escritores, editores, periodistas culturales, libreros, lectores. Una auténtica familia de adictos al papel y la trama.
¿De dónde viene el estímulo, qué lo produce? Así como una inmensa mayoría de los escritores afirma que es mejor no tratar de explicarse de dónde nace el deseo de escribir, pues el solo intento por responder podría arruinar el impulso creativo, quizá tampoco sea prudente –o posible– racionalizar la atracción natural hacia la lectura. «Los escritores sin editores no existirían», afirmó en cierta ocasión uno de los míticos editores de habla hispana, argentino radicado en España, Mario Muchnik (Ramos Mejía, 1931-Madrid, 2022). La fórmula funciona como un palíndromo: los editores sin escritores, tampoco. Y por más que suene a una aseveración evidente, sirve para destacar el valor de cada actor en la cadena.
Entrevistados por el suplemento Abril de cara a la Feria del Libro de Madrid, que se celebra del viernes 31 de mayo al domingo 16 de junio en el parque del Retiro, algunos de los editores más pujantes y reconocidos del escenario español actual cuentan qué los embarcó en el universo de los libros y qué era lo que más les atraía de su vocación.
Profesionales orquesta
La mayor parte de las editoriales que han surgido en las últimas décadas y que por su estructura pueden considerarse independientes, es decir, no pertenecientes a grandes grupos empresarios, funcionan gracias al capital de energía y entrega personal de un editor o editora orquesta, rodeados a veces de equipos pequeños que trabajan intensamente en todas las áreas necesarias para que el libro viaje del autor al lector. «No estoy muy seguro de que haya elegido la edición o de que esta me haya elegido a mí. Mi destino apuntaba en otra dirección y, en apenas unos meses, tuve muy claro cuál era mi eslabón en esta cadena: un lugar donde la lectura te embarga y se vuelve diálogo con quien escribe y prescripción para todo aquel que esté atento», explica Juan Casamayor (Madrid, 1968), creador de Páginas de Espuma, editorial dedicada específicamente al género del relato.
«Y en ese universo lo que más me apasiona es asistir a ese umbral creativo en el que el manuscrito se convierte en libro y nos da la medida de cómo quien escribe y quien edita pueden conversar y debatir sobre la transformación del texto. Eso es editar: la última metamorfosis de una escritura», añade con convicción. Por su parte, Santiago Tobón (Medellín, Colombia, 1975), representante de la editorial Sexto Piso en Madrid, reflexiona: «Un día leí la famosa frase de J. D. Salinger que en mi caso responde a la pregunta: ‘Si no puedes con la vida, escribe. Si no puedes escribir, edita’. Me sigue asombrando por encima de todo el prodigio de la lectura».
La editorial Tránsito se abrió paso apostando, sobre todo, por voces femeninas contemporáneas. Su creadora, Sol Salama (Madrid, 1986), comenta que siguió el camino de la edición tras desechar, de jovencita, el de arte dramático y el periodismo cultural: «También cuando me di cuenta de que todo en mi vida giraba alrededor de los libros. Lo que me fascina es la sensación de magia que siento cuando leo un manuscrito con una mirada o una voz potente, distinta, que tengo la oportunidad de llevar al público».
Como si fueran Quijotes
Sin excepciones, todos hablan de pasión, un sentimiento que no pasa desapercibido cada vez que se les invita a describir sus catálogos. «Edito porque necesito recomendar con la mayor pasión del mundo aquellos libros que me fascinan y porque quiero hacer de ello mi medio de vida. También, parafraseando a José Luis Sampedro, porque, desgraciada o afortunadamente, no tengo más remedio», dice Enrique Redel (Madrid, 1971), de Impedimenta, que conduce junto con la también escritora Pilar Adón (Madrid, 1971).
Luis Solano (Santiago de Compostela, 1972), responsable, fundador y director de Libros del Asteroide, comenta desde Barcelona: «Tengo la suerte de haber sentido siempre este oficio como algo que estaba llamado a hacer, como una vocación». Y agrega: «Soy editor porque me apasiona la buena literatura y la edición consiste, precisamente, en compartir con los demás el entusiasmo que has sentido al leer un buen libro por primera vez, en persuadir a otras personas de que se acerquen a cierto texto que les va a conmover y permitir ver el mundo de manera distinta».
«En mi caso, era un sueño que tenía desde poco antes de entrar en la universidad y, cuando ya trabajaba como abogada financiera y de mercado de capitales, decidí cursar un máster de edición», relata Bárbara Espinosa (Madrid, 1980), codirectora con Agustín Márquez (Madrid, 1979) de La Navaja Suiza. Y prosigue: «Me apasiona poder descubrir nuevos autores y/o libros a los lectores en español, y que viajen de España al otro lado del Atlántico y puedan hacer el recorrido inverso. Me conmueve tener entre mis manos un libro recién impreso y saber que hemos puesto el mayor cuidado y cariño posibles para que los lectores disfruten de manera sensorial con la lectura. Nos encanta el trato con los libreros y con nuestros lectores. Este es, sin duda, el intercambio más enriquecedor».
Salto desde la librería
El periodista Juan Cruz (Santa Cruz de Tenerife, 1948) sostiene que lo más interesante es poner el libro en la conversación de la gente. En sintonía con esto, Francisco Llorca (Alicante, 1980) dice, en nombre de su editorial, Las Afueras: «Para mí editar es compartir una conversación con el otro, invitarle a participar, poner en contacto a gente que todavía no se conoce con la esperanza de que acaben convirtiéndose en amigos». Y de cómo llegó a elegir esta profesión, explica: «Ocurrió de una manera natural. A principios de la década pasada cumplí el sueño adolescente de abrir una librería con mis mejores amigos. Cuando, por circunstancias de la vida, tuve que mudarme de ciudad, quedé como un marinero en tierra. Supongo que en la edición encontré el camino para seguir contagiando ese mismo entusiasmo por los libros e incluso de inventar libros que todavía no existían».
A cargo de editorial Nórdica, Diego Moreno (Madrid, 1976) recuerda: «Tras trabajar una temporada como librero y formarme en un máster de edición, descubrí que buscar y seleccionar textos para, después, darles la forma que me parecía más adecuada y disfrutar de su lectura era mi vocación. Lo que más me apasiona es dar a conocer obras de otras culturas y, sobre todo, que lectoras y lectores disfruten de un buen libro en un formato óptimo. Soy un ferviente defensor del libro bien editado».
Un parte de ellos se hicieron cargo o continuaron la tarea iniciada por sus familiares. Idoia Moll, directora de editorial Alba, comenta en ese sentido que «la labor editorial me viene de familia. Mis padres fundaron Alba en el año 93 y empecé haciendo prácticas en verano mientras estudiaba la carrera de Historia. Así que trabajo en el mundo editorial desde hace más de 25 años». También es muy habitual, entre estos editores, destacar el valor concerniente al cuidado de la edición en todos sus aspectos, en especial el estético, elemento primordial para acompañar el placer de la lectura. «Realmente es un trabajo apasionante porque aprendes mucho, te relacionas con personas creativas y resulta emocionante publicar libros de los que te sientes orgullosa y que el público aprecia. Especialmente cuando trabajas en una editorial como la nuestra, que valora por encima de todo la calidad y trabaja cada proyecto con mimo», añade.
Muchas de estas editoriales comienzan publicando rescates y traducciones de autores extranjeros descatalogados o desconocidos en el mundo de habla hispana, y poco a poco comienzan a incorporar también voces locales. Tal es el caso, entre otros, de Lucas Villavecchia, joven creador de Gatopardo Ediciones, que explica cómo sus abuelos fueron los promotores de fundar una editorial y él decidió tomar las riendas. «Seguí el camino de la edición porque me permitía prolongar en la vida laboral la que siempre ha sido mi afición principal. Irónicamente, a los veintipocos estuve a punto de dejarlo porque temía que el placer de la lectura se viese contaminado por consideraciones relacionadas con el sustento y el oficio. Por suerte, fue una fase pasajera».
A la pregunta de si es una tarea que a veces puede sentirse como demasiado quijotesca, responde: «No es fácil aburrirse siendo editor. Es apasionante ir resolviendo la cantidad de variables que deben concurrir para darle la mejor vida posible a un libro: la traducción o la edición del texto original, el diseño de tripa y cubierta, la impresión, la distribución, la promoción, etcétera. Cuando todos estos elementos se combinan de una manera adecuada, el placer que se siente es inmenso».
Agotador, pero divertido
En el caso de Juan Pablo Díaz Chorne (Buenos Aires, 1975), creador hace pocos años de Muñeca Infinita, una de las causas que lo llevaron al mundo de la edición «fueron los antecedentes familiares, pero luego he ido encontrando entusiasmos muy propios. Me apasiona cómo la edición te permite participar en los debates contemporáneos, y descubrirles a los lectores nuevas voces, pero también rescatar del olvido muchas antiguas que merecen ser escuchadas».
Si bien reconoce que a ratos la tarea puede resultar agotadora, admite que «el que cada nuevo libro sea un mundo, un nuevo prototipo, casi, lo hace al mismo tiempo muy dinámico y divertido, pues uno está tocando muchos instrumentos a la vez, como un hombre-orquesta». Y prosigue: «Después, con todas sus complejidades todavía no del todo muy bien explicadas a los lectores, desde los laboriosos procesos de edición y producción al proceloso mercado del libro, me sigue encantando dar a conocer y transmitir mi entusiasmo por una nueva obra que otra persona no conoce, como cuando estas deseando hablarle de un libro que te ha fascinado a un buen amigo».
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LA VIRTUOSA AMBIGÜEDAD, UNA RESPUESTA —un texto de César Mazza.
EL TEJIDO AJADO
César Mazza (*)
Desde tiempos inmemoriales el texto es concebido y comparado con un tejido, una metáfora de lo textil, en la última novela de Enrique Vila-Matas (1) encontramos una frase clave que resuena a esta perspectiva. Luminosa, “tejido ajado” es la llave de la que se sirve el autor para nombrar un episodio inenarrable. Asimismo, en forma simultánea, al explorar el universo vilamatiano, por una parte, no dejamos de encontrarnos con lo que cae, con un abismo del mundo conocido, y por otra, podemos visualizar la textura de la obra en la línea de un tejido a punto de desarmarse en múltiples retazos. Así, vemos la arquitectura de la novela construida con restos anacrónicos de diversas historias inconexas, fragmentos deshilachados en las dimensiones de tiempo-espacio, cuya imposibilidad de conectarlos paradójicamente no deja de transformarse en una potente trama que nos mantiene en un suspenso vertiginoso, sin que podamos prever la continuidad del relato. Montevideo pone en acto la ruptura del concepto de identidad, de la ideología que subyace o implica tal concepción: un sujeto idéntico a sí mismo. La novela narra el acontecimiento de la escritura misma, el protagonista es a su vez el autor, en una aventura dónde sus presupuestos identificatorios (ser-escritor-en-París) son arrasados por el devenir. Luego de ser arrasados lo que sobreviene no es ya ninguna rutina que sirva de defensa, ningún a priori que pueda encasillar la transformación que se efectúa en la experiencia. El autor es efecto de una materia maleable: el cuerpo en su acontecer. Esta operación es nombrada, en una fugaz y casi desapercibida epifanía, en una palabra: estilo. Por la gracia del estilo, el personaje no podrá permanecer en una cómoda estabilidad, se mueve en la indeterminación vertiginosa de la ambigüedad. De esta manera, el estilo barre la premisa de la identidad; corta con las imposturas que detentan un mundo unívoco y sin dobleces. Pero esta misma transformación mencionada será llevada a cabo con la potencia de la ambigüedad, una fuerza extraña, por momentos desoladora, porque no se ejerce más que contra sí mismo. Ante dos alternativas (estar en un bando u otro, estar en una ciudad o en otra, etc.), la “frontera nebulosa” de la ambigüedad suspende la falsa salida del “o bien, o bien”, entrando en otra posibilidad, la exploración de lo que no se anula en su contrario y sin embargo crece en ese suspenso.
El arte de la ambigüedad en canciones
Ante la vorágine de atentados perpetrados contra la cultura en nuestro país por parte del nuevo gobierno nacional, una de las primeras voces que reflexiona sobre la embestida autoritaria la sostiene Carlos Indio Solari, ex líder de Los redondos y actual referente deLos fundamentalistas del aire acondicionado. En una entrevista (Caja negra, por Julio Leiva, enero 2024) curiosamente desliza unas frases dónde afirma que la ambigüedad es la posibilidad de la música, del hecho artístico:
«Me manejo mucho con la ambigüedad, entonces trato que las personas de movida tengan un abanico de cosas que digo y que no digo, a veces uno toca el tambor y otras veces no, pero la gente tiene que estar acostumbrada cuando uno no toca el tambor entonces de esa manera es libre de interpretar e imaginar qué digo cuando no toco el tambor y no lo que me pasó a mi cuando la hija del fletero no sé que …me hizo … Este elogio a la ambigüedad no queda en su costado meramente estético, sino que plantea una posición política, más específicamente referida al tema de la subjetividad encarnada y reproducida por los nuevos-viejos antidemocráticos de siempre:
Deberemos aceptar que debe haber un género que vuelva a encausar un pensamiento, la música es un gran un difusor de ideas, y de ideas lo suficientemente ambiguas para que uno no se transforme en un tirano de uno mismo y de los demás, creo que sí, que a la música hay que usarla para eso, he tenido bandas de combate, no de entretenimiento»
Estas palabras resuenan en algunas líneas de Montevideo, ¿Plagio por anticipado de Vila-Matas o viceversa? O, afinidades electivas, influencia de uno en el otro sin que los propios autores tal vez se hayan enterado, ignoro la respuesta. La lectura es la clave para entrar en estas obras abiertas, llenas de hendiduras. Obras de no asimilación a los dictados del sentido común, ofrecidas a una recepción en singular, a quien se decida a leer. De esta manera, tanto en la sonoridad de las palabras en las canciones, como en la tela ajada de la novela, lo imprevisible jugará a favor del receptor, que también es un lector: pondrá su parte para habitar el mundo propuesto por una obra no idéntica a sí misma, en los juegos equívocos de la ambigüedad.
Notas para una inminente respuesta de los psicoanalistas
El tema de la ambigüedad, el arte de la lectura entre líneas, confluye con el lugar del psicoanálisis en la actualidad. Subrayamos que la experiencia analítica, puede permitir a alguien, distanciarse o deshacerse, transitoriamente, del tormento de creer que las cosas son idénticas a sí mismas.
Destaco una línea de lectura planteada por Jacques-Alain Miller cuando se refiere, en una entrevista previa al Congreso de la AMP (2), a la locura respecto de la creencia/no creencia y su relación a lo privado y lo público en un sistema político. JAM cita una líneas de Lacan: “…el mundo instituido de las Islas Británicas le indica a cada cual que tiene derecho a estar loco, a condición de que se quede su locura para él solo. Ahí empezaría la locura, si pretendiera imponer su locura privada al conjunto de sujetos…” (Jaques Lacan, Seminario 4). Una tesis sobre Inglaterra de la posguerra y sobre los fundamentos de la tolerancia, comentará Miller. De esta manera, estará “admitido soportar las creencias del otro a condición de que no se adhiera demasiado a ellas como para imponérmelas, ni tampoco para empeñarse en hacerme renunciar a las mías. La tolerancia supone que nadie pretenda comunicarse con un Otro absoluto, y amarlo hasta la locura. Por lo tanto, creer sí, pero con moderación, no totalmente. A partir de allí, la creencia es ambigua, porque no creer es un momento de la creencia.” (Op. Cit.). Renovar la apuesta por lo que puede venir, el deseo, en su indeterminación ambigua, dispuesto al acontecer, es una respuesta a la locura de los que se la creen y de los que pretenden hacernos creer su locura privada.
*Psicoanalista. Miembro de la AMP (EOL).
(1) Enrique Vila-Matas: Montevideo, Seix Barral, 2002.
(2) Jacques-Alain Miller: París, febrero de este año “Todo el mundo es loco” en https://twitter.com/EOLacaniana.
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ENCUENTRO EN EL BRONX, inédito de Fleur Jaeggy [prólogo de Enrique Vila-Matas] —- Universidad Diego Portales. Chile.
ODA
seguido de
ENCUENTRO EN EL BRONX
Fleur Jaeggy.
En este libro, inédito hasta ahora, Fleur Jaeggy recorre los parajes nevados de su juventud en un internado del cantón suizo de Appenzell y esboza, con su acostumbrada exactitud y sutileza, un fragmento de la vida de Robert Walser en sus años de internación en un manicomio en Herisau. En este ambiente cerrado y secreto, tan propio de las atmósferas de la escritora de Los hermosos años del castigo, Walser le envía una carta a su hermana Lisa en la que le avisa de que «Dios odia los tristes». A continuación, rememora un encuentro con Oliver Sacks en Nueva York. Lejos de despejar alguna incógnita, la atención se desvía hacia un pez que nada en el acuario del restaurante esperando una muerte segura. Completan este volumen un personal prólogo de Enrique Vila-Matas y dos entrevistas a la autora.
FLEUR JAEGGY nació en Zúrich en 1940. En 1968 entró a trabajar a la editorial Adelphi Edizioni, donde ha combinado su labor de traductora con su actividad como autora. Su obra narrativa, escrita en italiano, está compuesta por: Il dito in bocca (El dedo en la boca, 1968), L’angelo custode (El ángel de la guarda, 1971), Le statue d’acqua (La estatua de agua, 1980), I beati anni del castigo (Los hermosos años del castigo, 1989), La paura del cielo (El temor del cielo, 1994), Proleterka (2001), Vite congetturali (Vidas conjeturales, 2009, publicado en esta editorial en 2022) y Sono il fratello di XX (El último de la estirpe, 2014). En la actualidad reside en Milán.
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UN DÍA HAY VIDA ————- [Paul Auster]
En la hora de la tristeza, me acuerdo de la “locura de pena” desde la que nos habla Paul Auster en Baumgartner, pero también de un momento sin pena en El palacio de la luna en el que, tras una tormenta, Marco Stanley Fogg se convierte en otra persona, como si hubiera ido más allá de sus límites y fuera posible pasear y cruzar por en medio de un temporal y acceder luego a la luz de un lugar desconocido.
Los paseos por vías desconocidas puntúan la obra de Auster. Un día, en su brownstone de Brooklyn, en Park Slope, allá por octubre de hace muchos años, en un día del pasado en el que el mundo todavía parecía estar entero, Auster comentó de pronto que le fascinaba la nieve, y también el silencio que solía acompañarla. La nieve, nos dijo, le permitía ver la vida de una manera distinta, porque cambiaba el entorno y eso facilitaba que uno pudiera redescubrirlo.
De tener que redescubrir uno de sus libros, elegiría La invención de la soledad. Es un conjunto autobiográfico dividido en dos partes (Retrato de un hombre invisible y El libro de la memoria), sin aparente conexión entre ambas, aunque, al leerlas, vemos que la conexión puede que sea casual, pero es total.
Habla en la primera parte de la muerte de su padre, un texto fascinante que se inicia con palabras memorables: “Un día hay vida. Por ejemplo, un hombre de excelente salud, ni siquiera viejo (…) pasa sus días ocupándose sólo de sus asuntos y soñando con la vida que le queda por delante. Y entonces, de repente, aparece la muerte”
Es una muerte tan súbita la del padre que no hay lugar para la reflexión, la mente no tiene tiempo de hallar una palabra de consuelo (y todos sabemos que, aunque existiera, tampoco la encontraríamos). Es en esa misma primera parte donde Auster narró la historia real de cómo su abuela asesinó a su abuelo: historia, por supuesto, tremenda.
La segunda parte, El libro de la memoria, habla de cuando en París, en 1965, el jovencísimo autor descubre por primera vez las infinitas posibilidades que podía proporcionar un espacio limitado. Nunca volvió a ver una habitación tan pequeña como la de París, pero descubrió los límites desmedidos e insondables de aquel espacio en el que cabía un universo entero, una cosmología en miniatura que contenía en sí misma lo más extenso, distante y desconocido.
El libro de la memoria podría perfectamente haberse llamado La habitación de los escritores, pues de eso trata al acercarse a los cuartos mínimos de Dickinson, Hölderlin y otros genios.
La invención de la soledad fue el disparo de salida real de su obra, el catalizador que desencadenó el Auster novelista. Lo escribió con el ánimo de tratar de entender quién había sido su padre. “¿Y qué es la ficción sino el intento de entender las vidas ajenas?”, se preguntaba desde un lugar desconocido, donde iba a descubrir que, al no llevarle sus pasos a ninguna parte, le conducían hacia el interior de sí mismo.
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