Gustavo Bueno / Discurso como Hijo Adoptivo de Oviedo (original) (raw)

Bibliografía cronológica

Discurso pronunciado durante la ceremonia de su proclamación como Hijo Adoptivo de la Ciudad de Oviedo

21 de diciembre de 1995


I. Mi agradecimiento

1. Dejadme pronunciar, ante todo, mis palabras de gratitud personal al Sr. Alcalde, Don Gabino de Lorenzo, que me propuso para este insuperable honor, y a los Señores Concejales del Partido Popular y a los del Partido Socialista que apoyaron su propuesta (por lo que se refiere a los concejales de Izquierda Unida, aquí ausentes, diré algo enseguida); palabras de gratitud para la generosidad de mi panegirista, Teodoro López-Cuesta, amigo antes de ser Rector, siendo Rector y después de serlo, es decir, amigo de siempre; palabras de gratitud para vosotros, que estáis presentes en esta ceremonia de naturaleza estrictamente política (como ceremonia de la polis, de la ciudad: ¿o es que vamos a resignarnos a que el nombre de «política» haya de reservarse para la llamada «clase política», cerrada y bloqueada?) corroborando mi nombramiento.

Todos vosotros, aquí y ahora, sois quienes estáis operando mi transformación o, si queréis, mi metamorfosis, desde mi condición de meteco, procedente del borde oriental del Reino de Alfonso II el Casto, hasta mi condición de hijo, por adopción, de su civitas regia, de la Ciudad imperial que él fundó, de Oviedo. Gracias a todos, gracias.

2. Y ahora mis prometidas palabras que dicen relación a aquellos Señores Concejales que, por abstención, no apoyaron mi nombramiento, y que fueron, como acabamos de escuchar de boca del Sr. Secretario, los concejales de Izquierda Unida, que, por otra parte, son amigos míos. Pero debo aplicar aquí la sentencia de Aristóteles: «Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad.» ¿Y cual puede ser la verdad en este caso? ¿Que, absteniéndose, no se han opuesto o no han dejado de apoyar mi nombramiento, porque esa abstención podría ser explicada circunscribiéndose al terreno del mero procedimiento? Es decir, que la verdad de esa abstención tendría un signo neutro, y sin mayor alcance. Sin embargo no creo en semejante interpretación de su abstención.

Puedo deciros que, en general, algunos, por no decir todos, los sucesos públicos de los que he sido sujeto paciente han estado vinculados a «estados del mundo» de carácter público también. Y no porque yo tenga capacidad suficiente para suscitar esos «estados del mundo», al que estoy ligado, como todos, por relaciones de continuidad, sino porque estoy envuelto por ese mundo y no tanto a escala individual (relacionada con mi cuerpo) sino a escala de las Ideas en las que habito. Hace veinticinco años justos, un «comando» que vino a Oviedo desde Cataluña, arrojó sobre mi cabeza un bote de pintura, que estuvo a punto de dejarme ciego. ¿Cómo explicarlo? ¿Por qué se dirigieron aquellos individuos precisamente contra mi cuerpo? Sin duda caben respuestas desde perspectivas muy distintas: eran estudiantes que buscaban un escándalo y elegían al azar un sujeto paciente, como mi cuerpo, para decorarlo, que buena falta le hacía. Sin embargo no fue por eso, y la prueba es que traían un cartel parlante, de significado inequívoco. La verdad era, voy a descubrirosla, la siguiente: el bote de pintura que cayó sobre mi cabeza no fue sino una salpicadura del conflicto chino-soviético que, en Oviedo, se estaba haciendo presente –allí estaban Juan Cueto y Vidal Peña, junto a otros miembros del «Grupo de Oviedo», como se nos conoce– en la forma de un conflicto entre el Departamento de Antropología y el Departamento de Filosofía de la Universidad de Oviedo. No se trataba, por tanto, de que yo tuviera causalidad alguna en ese proceso, ni siquiera de que hubiera pensado, por hipótesis delirante, al modo de Rousseau, que, «acaso al oprimir con la mano mi mesa de escritorio estaba matando a un mandarín en China»; se trataba de que esos acontecimientos mundiales, como los terremotos, podían repercutir sobre las circunstancias más particulares, siempre que estas se encontrasen emitiendo en su misma «longitud de onda».

¿Por qué los concejales de Izquierda Unida del Ayuntamiento de Oviedo, aquí ausentes, no apoyaron la propuesta de mi nombramiento como Hijo Adoptivo de la Ciudad (como tampoco apoyaron la de Emilio Alarcos y la de Graciano García)? Muchas causas actuaron sin duda, pero me parece que todas ellas actuaron en el marco de una «estructura envolvente», mejor dicho, de un «proyecto de esta estructura envolvente», a saber, el proyecto de reforma de la Constitución Española de 1978 en el sentido de la transformación del Estado de las Autonomías en un Estado Federal de Comunidades Autónomas y, en el límite, en una Federación de Estados Autónomos, Asturias uno de ellos. Y para que Asturias sea uno de los Estados de la Federación se supone que habría de ser una Nación, que para ello, ya en el siglo XII, en la época de Alfonso VII el Emperador, el llamado Poema de Almería, describiendo a los pueblos que concurrieron a su conquista, habla de cómo la «nación [asturiana] abandona cabalgando la región de las hinchadas olas y se une a otras compañeras con las alas extendidas». Y se presupondrá, desde luego, que para que una nación lo sea de verdad habrá de tener una lengua propia, la «llingua» (no bastan las diversas lenguas, los bables, que se hablan en los valles). Aquí pongo yo la verdad de este asunto, la razón por la cual, en el año antes de unas elecciones en las que, al parecer, el programa electoral de Izquierda Unida va a proponer probablemente el Estado Federal, a los Señores Concejales de Izquierda Unida no les pareció que encajaba del todo apoyar a quienes, como Emilio Alarcos o Graciano García y yo mismo no sólo dudamos de que la «llingua» sea la lengua de una nación «realmente existente», sino que dudamos de que la «llingua» sea una lengua y, lo que es más, que la nación que supuestamente habla esa «llingua» sea una nación realmente existente, en el sentido político de este término. Pues hay que saber que el término «nación» –que, sin duda, se usaba en los siglos medievales– sólo a partir del siglo XVIII comenzó a tener un significado estrictamente político (en los Estatutos del Colegio de San Bartolomé, de la Universidad de Salamanca, en el que viví hace más de cuarenta años, había también referencias a los colegiales de «nación asturiana», pero en el mismo sentido en el que podían figurar las referencias a la nación burgalesa o a la nación soriana, como si dijeran: a las familias o a las gentes a las que pertenecen esos colegiales; es el mismo sentido de nación que leemos todavía en las ordenanzas de Carlos III; incluso cuando Luis XIV dice, con ocasión de la coronación de Felipe V: «qué gozo, ya no hay Pirineos, nos hemos unido y no formamos sino una nación», está utilizando el término, en un contexto que puede parecer político, pero que no lo es formalmente, porque más bien lo que quiere decir es esto: «qué gozo, los reyes de Francia y los de España formamos una sola familia, una sola nación, a saber, la de los Borbones.» El término nación, en sentido político, es moderno, y, diré más, republicano: como escenario de su presentación en público podemos tomar a Valmy, en 1792, cuando los soldados franceses de la Revolución, que iban a aplastar a los prusianos, en lugar de gritar «¡Viva el Rey!» gritaron «¡Viva la Nación!». Todavía más: su derivado «nacionalidad» (que figura ambigua y confusamente en nuestra Constitución de 1978) era tan nuevo que los alemanes sólo comenzaron a traducirlo (por Nationalität) después de las guerras napoleónicas; Jahn rechazó naturalmente este término, pues no parecía bien que la palabra que había de expresar lo más genuino de la patria alemana sonase con nombre francés o latino, e inventó la palabra Volkstum, que se derivaba de la palabra alemana Volk. Lo que no tuvo en cuenta Jahn –ironías (o imposiciones) de la historia– es que, a su vez, la palabra alemana Volk derivaba de la latina Vulgus, de ese vulgo o pueblo que, tanto sea de izquierdas como de derechas, suele estar lleno de errores y supersticiones, de ese vulgo o pueblo al que iban dirigidos los Discursos del Teatro Crítico Universal que el padre Feijoo escribía desde Oviedo, dirigiéndose a toda España.

3. Me estáis haciendo Hijo Adoptivo de Oviedo y estoy, en este momento de la ceremonia, expresando mis sentimientos de orgullo y de agradecimiento. Pero tengo que demostraros que mi orgullo no es vulgar, ni mi agradecimiento es meramente retórico, porque sólo así podré manifestar la medida de mi gratitud y de mi orgullo por vuestro nombramiento. Tengo que manifestaros lo que significa para mi este nombramiento, que es lo mismo que decir lo que significa Oviedo, la Ciudad de Oviedo, para alguien como yo, de nación riojana, está comenzando a ser, por adopción, su hijo.

II. Qué es Oviedo

1. Es evidente que podemos contestar a la pregunta «¿qué es Oviedo?» desde sistemas de coordenadas muy distintos, aunque todos ellos puedan servir para determinarla la respuesta en el espacio geográfico o histórico. La dificultad estriba en decidir cual de estos sistemas de coordenadas es el más significativo cuando se trata, no sólo de determinar a Oviedo en el conjunto de otras realidades, sino también de determinarlo y definirlo de suerte que abarquemos sus rasgos constitutivos más profundos, y no sólo los rasgos coordinativos.

2. Podríamos decir, por ejemplo, y principalmente, que Oviedo es, no sólo la capital de Asturias, sino el nombre oficial de la provincia definida en el contexto de la división administrativa de España en 49 provincias por Decreto Ley de 1833, siendo ministro Javier de Burgos. Determinación que, como todos sabemos, duró más de un siglo, y aun sigue vigente a muchos efectos (sin más que tener en cuenta en desdoblamiento en dos, en 1927, de la antigua «provincia de Canarias»).

Diríamos, por tanto, en suma, que Oviedo es una de las cincuenta capitales de provincia, perteneciente al grupo medio, aunque por su «calidad de vida» –que está a la vista y que nadie, que no esté cegado por el fanatismo, puede dejar de ver– pertenezca al grupo de cabeza. En resumen, viendo a Oviedo desde esta perspectiva, la ceremonia en curso significaría (y ya sería bastante) el proceso mediante el cual, en «una de tantas, entre las cincuenta, capitales de provincia» está teniendo lugar el trámite de concesión del título de hijo adoptivo a un viejo vecino que, casi cuarenta años hace, llegó a establecerse en ella como funcionario.

3. Todo esto es verdad, pero una verdad abstracta, seca, rebajada a la perspectiva más vulgar, reducida a la prosa del espacio geográfico burocrático administrativo. Una verdad que no recoge, por mi parte, por ejemplo, una característica esencial, a saber, que las razones de haberme establecido en Oviedo, aunque siguiendo los cauces institucionales, no podrían circunscribirse a esos cauces, puesto que los desbordaban; porque la razón principal por la cual yo vine a Oviedo, y, sobre todo, la razón principal por la que me quedé en él, es que yo tenía a mano, por parte de mi abuelo, los tomos de la edición primera del Teatro Crítico Universal del padre Feijoo, que había sido escrito en Oviedo. Por decirlo de otro modo (el modo de los gnósticos del siglo II): yo llegué a Oviedo por el espíritu más que por la carne, aunque a través de la carne. Yo no llegué a Oviedo «en virtud de haber ganado unas oposiciones», que me hubieran proporcionado la ocasión, una vez aquí, de enterarme que muy cerca del aula en la que yo explicaba, el padre Feijoo había escrito en Oviedo el Teatro Crítico Universal. No, yo llegué a Oviedo porque, siendo lector, desde mi adolescencia, del Teatro Crítico de Feijoo, me pareció que el carril de unas oposiciones era un modo como otro cualquiera de llegar a Oviedo para intentar repetir, dos siglos después, desde la Cátedra de Filosofía de Oviedo, su proyecto.

4. Pero la reducción de esta ceremonia a la condición de un acto burocrático que tiene lugar en «una de las cincuenta capitales de provincia», menos aún sería verdad por parte de Oviedo y de Asturias. La realidad de Oviedo desborda por completo la retícula geográfico administrativa, burocrática, y sólo puede ser recogida en un sistema de coordenadas históricas cuyo centro sea precisamente Oviedo mismo.

Una posición central en el tiempo histórico que, por serlo, no es reducible a un acontecimiento pretérito, a un hecho de hace un milenio, porque este acontecimiento es también presente. Porque presentes y actuales son sus resultados, sus efectos, los que configuran nuestro espacio práctico actual (incluyendo en él a las mismas figuras de los Reyes asturianos que decoran este Salón de Plenos) y, más aún, las que nos ofrecen, en su anamnesis, los criterios firmes para nuestros proyectos futuros, para nuestra prolepsis.

Recíprocamente, y este es un momento central en mi argumentación: sólo en la medida en que estas realidades presentes sean apreciadas por nosotros (sólo en la medida en que estas figuras de Reyes asturianos que nos rodean sean tomadas en serio), sólo en la medida en que tomemos partido por ellas, el propio pretérito significará algo, y algo muy distinto de lo que significaría si nos declarásemos distanciados de ese pretérito, o si lo mirásemos con desafecto o frialdad, o simplemente con neutralidad, sin tomar partido, más aún, aborreciéndolo. ¿Y en relación a qué presente me refiero cuando hablo del lugar histórico central que por respecto de él ocupa Oviedo? Al presente de España, en cuanto es un presente universal en el mundo, a través de América. A una España cuya importancia universal sólo se explica como resultado de una evolución secular de un Imperio que comenzó en Oviedo y que llegó a rodear la Tierra, el Imperio español. El resultado de este pretérito en el presente es, principalmente, el que 400 millones de hombres hablen hoy el español. ¿Por qué se habla hoy el español en todo el mundo? Porque él fue, como dijo Nebrija, la «lengua del Imperio». No por una razón distinta a la que explica que hoy se hable en todo el mundo el inglés, o antes aún, el latín. Quienes tratan de ocultar pudorosamente los lazos del español, reconocido como idioma oficial de la Constitución democrática y base de nuestras especiales relaciones con otros continentes, con el Imperio, me recuerdan a la esposa de aquel aristócrata inglés de los días de Darwin cuando decía: «Será verdad que descendemos del mono pero, por lo menos, que no se entere la servidumbre.» Asimismo, quienes atacan al español universal como fruto del Imperio, y ven en él la pars pudenda de nuestra realidad en el Estado de las autonomías, son como quienes se avergüenzan de la morfología de nuestro arco dentario porque deriva del dryopitheco. ¿Es que insinúan que ha de tenerse como vergonzoso, por vicio de origen, el hecho de que el español sea hablado por 400 millones de hombres, oponiendo este hecho a la supuesta pureza de origen del euskera, que no es hablado por más de 100.000 personas, y a la pureza virginal de la «llingua», que no es hablada por más de 500?

Pero el centro de coordenadas históricas de esta sociedad universal del presente fue precisamente la ciudad que fundó (o refundó) Alfonso II como ciudad Imperial, como ciudad católico romana frente al arrianismo islamizante de Elipando de Toledo, como una nueva Toledo que, a su vez, había sido fundada por los visigodos como la nueva Roma. Pero es evidente que si el proyecto político de Alfonso II no se hubiera cumplido de hecho sobradamente, entonces no podría ser llamado proyecto verdadero, sino uno de tantos sueños megalómanos que figuran en la historia como simples anécdotas, y que sólo podemos citar con una cierta sonrisa. ¿Os dais cuenta que todas estas efigies de los Reyes de Oviedo que cuelgan de las paredes de este hermoso Salón de Plenos, envolviéndonos, carecerían de significado, o incluso lo tendrían ridículo, como recuerdo de delirios megalómanos infantiles de unos proyectos incumplidos? Sólo porque los damos por cumplidos las efigies de los reyes asturianos pueden comenzar a ser vistas como respetables y gloriosas. Es evidente que si es verdad que Oviedo fue Ciudad Imperial, calculada como origen de un Imperio, es porque el Imperio llegó efectivamente a existir, y en cuyo proceso de evolución histórica estamos nosotros inmersos. Y quien aborrece, no ya sólo al Imperio español, sino a sus resultados, al español, incluso a España, estará incapacitado para sentirse orgulloso de ser de Oviedo, o su orgullo será vulgar.

Es la inserción de la España actual, en un mapamundi no sólo geográfico sino histórico, la que nos permite decantar lo que verdaderamente es hoy España en el concierto de los demás Estados y, en particular, de los que conforman la Unión Europea. No es un territorio «autárquico» que haya que defender a toda costa, ni Cataluña, por ejemplo, un Estado feudal territorial dentro de cuyas fronteras puedan ser obligados sus habitantes a hablar catalán, aunque en su composición más de la mitad proceda de fuera. Nuestro verdadero territorio es el idioma español. Es un territorio que se caracteriza porque en él se habla en español y, si bien no se trata de prohibir a nadie que hable catalán o euskera, tampoco debe obligarse a nadie que lo hable por razón de territorio.

III. Los nacionalistas asturianos quieren que Oviedo se convierta en Uvieu

1. Lo que hay que evitar es que en España en general, y en Asturias en particular, el español deje de hablarse de forma que el idioma tradicional llegue a ser considerado en muchas partes como una «lengua auxiliar» y postiza por respecto de una lengua inexistente. Porque esta pretensión solamente puede derivar de un aborrecimiento, incluso por un odio, hacia el español. Pues ¿qué otros simbolismo puede tener el tenaz empeño, digno de mejor causa, de tachar una y otra vez los letreros de las carreteras y autopistas en donde pone Oviedo para poner en su lugar Uvieu? Es el mismo empeño de quienes no hace mucho irrumpieron en el Paraninfo de nuestra Universidad gritando, ante el asombro del profesor Cosseriu, patriarca de la filología románica: «Españoles fuera.» Pero Oviedo es el nombre universalmente reconocido, y si algunos, muy pocos, desde dentro, pronuncian familiarmente Uvieu, que lo sigan pronunciando en su momento y lugar oportuno, como nombre familiar, de puertas adentro, que perdería el encanto que pueda tener haciéndolo público. ¿No comprenden quienes emborronan letreros en las carreteras que al escribir en grandes carteles el nombre de Uvieu, al ofrecerle al forastero el sonido interno y cóncavo, se lo transforma en externo, en convexo, y se le desvirtúa? Y sin embargo estos carteles se toleran, y no ya los letreros emborronados con Uvieu, sino grandes letreros, que he visto en Llanes, por ejemplo, en los que leemos a la vez Oviedo / Uvieu, como si no nos hubiéramos enterado. ¿Quién pago estos letreros con fondos públicos? ¿Quien tolera su presencia?

2. Lo importante, lo grave, no es que a algunos les guste decir Uvieu; lo importante, lo grave, lo que necesita explicación, es por qué aborrecen el nombre de Oviedo, hasta el punto de querer tacharlo donde quiera que lo encuentren. y no solamente el nombre de Oviedo, sino todos los nombres, adjetivos y verbos y proposiciones que suenan a español. Es este un hecho tan sorprendente que sólo podemos entenderlo en función de un proyecto de transformación de Asturias en una «nación» que buscaría darse a sí misma, en su día, la forma de un Estado, en principio, en el contexto de los Estados federados ibéricos, o, mejor aún, en el contexto de las Regiones federadas de la Unión Europea. Tenemos aquí que acordarnos del manual de Mancini, aquel curso que explicó en la Universidad de Turín en 1851. La importancia y la santidad de las nacionalidades –decía el ideólogo romántico– aun no se ha comprendido: ella es el producto de algunos factores decisivos y principalmente de estos cuatro: (1) la geografía, que le señala sus limites naturales, (2) la raza, (3) la lengua, (4) las costumbres, la cultura (hoy los «antropólogos» juntarán raza y cultura y hablarán de etnia).

Pero todo esto no basta, añadía Mancini: todos estos factores por sí serían inertes, y necesitan ser vivificados por un soplo de vida. Este soplo es la conciencia de la nacionalidad, o, como se traducirá hoy, la conciencia de la propia identidad.

Sabemos cómo van aplicando estas normas los nacionalistas vascos y catalanes, por no citar otras autonomías. Sabemos como se busca conseguir, en algunos lugares, la «conciencia de la identidad», por medio de tiros en la nuca a quien no tiene esa conciencia. Pero veamos cómo se aplican, algo más suavemente, las normas de Mancini en Asturias por quienes escriben en su bandera: «Asturias es nación».

(1) Ante todo, por su geografía. ¿No está limitada al sur por la cordillera que la separa de la meseta, al norte por Inglaterra y al este y al oeste por dos «límites naturales», los ríos Deva y Eo?

(2) En segundo lugar porque en este recinto delimitado al parecer desde la eternidad (o por lo menos desde la prehistoria) por fronteras naturales habita una raza también intemporal, la raza de los celtas.

(3) Los hombres de esta raza hablan una lengua singular, la «llingua» (precisamente la «llingua» que se está inventando frente al Campo de San Francisco).

(4) Además de la lengua, los hombres que habitan estas tierras tienen una cultura genuina, un hecho diferencial.

Sólo falta el soplo vivificador, la conciencia de la nacionalidad, la conciencia de la identidad. Esta parece que está consistiendo en hablar asturiano, como expresión del ser asturiano, entendido de un modo sustantivo, como si fuera el atributo de una nación, de estirpe celta, dotada de una lengua y cultura propia y diferenciada. Sólo falta, por tanto, que la nación asturiana se dé a sí misma su propio Estado, cuya capital sea Uvieu.

3. Es preciso romper estos errores vulgares, es decir, propios del vulgo, de un vulgo ignaro, aunque muchas veces se llame de izquierdas, para encubrir intereses inconfesados:

(1) No son límites naturales, sino históricos, los que limitan hoy geográficamente Asturias. Sólo por motivos históricos, y no naturales, Asturias aparece delimitada por los Montes cantábricos y por los ríos Deva y Eo. ¿Acaso no tuvo su centro geográfico en la meseta, en Asturica, un centro del que partían como dos radios que corrían por el Navia y por el Sella? Será por esto por lo que se procede como si no se quisiera abrir la vía este a oeste y la vía norte a sur, en cuya cruz está Oviedo, a fin de eternizar unos límites que son evidentemente históricos.

(2) Qué decir de la celtomanía. En Asturias es donde menos vestigios celtas encuentran hoy los arqueólogos. La celtomanía vino a Asturias como reflejo de Galicia, que a su vez la había captado de Francia a través de personas como Murguía, el esposo de Rosalía de Castro. Pero en el supuesto de que en Asturias hubiera habido celtas, en las proporciones que se postulan, la celtomanía tendría un significado mucho más grave, por no decir indecente. ¿No sería aun mucho más grave celebrar esa supuesta sangre común o esa cultura bárbara? ¿No es precisamente Asturias en general, y Oviedo en particular, el resultado de mezclas de los pueblos más diversos que la cruzaron, desde los pueblos paleolíticos o neolíticos hasta las repoblaciones de mozárabes o de andaluces más recientes? Me permito proponer al señor Alcalde que además de patrocinar las «noches celtas» patrocine otras noches, tales como las «noches hititas» o las «noches fenicias» o incluso las «noches sirias» (en recuerdo de aquellos que adoraron a Mitra en La Isla).

(3) ¿Y la «llingua»? ¿Qué tiene que ver esa «llingua» uniformadora con los bables que suenan en cada valle de Asturias con hermosas tonalidades musicales diferentes, con esos bables que pretenden ser «pasteurizados y normalizados» por una gramática académica impuesta desde fuera? ¿Es que el español es una lengua postiza, como resulta del hecho de llamar «asturiano» a lo que no sea español? ¿Se olvida que la lengua de los asturianos, la lengua en que los asturianos se entienden entre siglos entre sí, el asturiano por tanto, es el español hablado en Asturias, un español que además se distingue por su elegancia y limpidez, dentro de las otras tonalidades del español?

(4) ¿Y la cultura? ¿Cual es la cultura diferencial? ¿Es que hay algo que no sea diferente? «No hay dos yerbas iguales», decía Cicerón. La cultura de Asturias es una parte indivisible de la cultura ibérica y no es posible entenderla o cultivarla aisladamente sin recaer en la más pueblerina ingenuidad.

Por eso, la conciencia de la nacionalidad es una falsa conciencia, si se entiende como conciencia de una identidad que sólo puede mantenerse por medio de una ficción, de un engaño voluntarista y sistemático que consiste principalmente en lograr que quienes viven en Asturias llamen «asturiano» a las diversas hablas o bables y, por tanto, consideren al español, que es el asturiano común, como postizo, presentando como si fuera la lengua real hablada por todos a la ficción de una «llingua» en proyecto. Y entonces, vienen las encuestas: ¿qué prefiere usted hablar, asturiano o español? Y lógicamente, el 90% responde: «el asturiano». Ahora bien, la cuestión está en interpretar la respuesta. ¿Por qué interpretar la respuesta como un plebiscito a favor de la llingua? ¿Acaso el asturiano no es el español realmente hablado en Asturias como lengua común? La responsabilidad mayor la tienen los políticos que interpretan las encuestas inspirados por una falsa conciencia, es decir, por la ignorancia.

IV. El porvenir de Asturias y el de Oviedo

1. Pero la identidad de Asturias consiste en ser una parte de España, la parte de un organismo, su cabeza histórica incluso, pero no una sustancia, un organismo en sí misma. Desgajada de España, Asturias languidecería y se convertiría en una especie de reserva animada por danzas folklóricas, por espectáculos en las cuevas, o por el anuncio de un paraíso natural al que acudirían los turistas a la manera como van a ver a las tribus amazónicas de los yanomamos, o a comprobar las señas de identidad de los botocudos.

2. Desde esta perspectiva, la política de Asturias y de Oviedo ha de verse de un modo nuevo. Sigan marcándose los programas de izquierda o de derecha; pero para que el barco, la nave, tome su rumbo, sea a la derecha, sea a la izquierda, sea por el centro, es imprescindible que el barco subsista; ni la izquierda, ni la derecha ni el centro pueden construir una nave que ya existe, que es España, aunque Asturias pueda reivindicar su voluntad de ser la proa.

Todas las características históricas, antropológicas, culturales, lingüísticas, son constitutivas de Asturias, pero alcanzan su importancia siempre que se reabsorban en una visión universal a la que Asturias sólo tiene acceso a través de España. Subrayo este punto porque es muy frecuente, entre nosotros, encarecer la «vocación universal del asturiano», poniendo entre paréntesis el cauce a través del cual esta universalidad ha sido realmente alcanzada: este cauce es España, fue el cauce de Jovellanos, de Feijoo o de Clarín. Sólo si Oviedo es consciente, y Asturias por tanto, de que esta es su identidad, de que aquí está el centro de coordenadas históricas, entonces Asturias podrá decir algo a España y a todos a quienes hablan español.

3. Entiéndaseme bien: no es que yo sea tan ingenuo que crea que los problemas gravísimos de Asturias encontrarán su solución acogiéndonos simplemente a este centro de coordenadas del que estoy hablando. Lo que estoy diciendo es que los graves problemas de Asturias, sólo si son abordados desde ese centro de coordenadas (y no desde la reducción «nacional celtista») podrán ser al menos planteados adecuadamente en el contexto de la Unión Europea en la que estamos ya inmersos.

4. Creo haber demostrado las razones por las cuales me siento orgulloso, con orgullo no vulgar, al haber sido nombrado hijo adoptivo de Oviedo. Para un meteco que vino a esta ciudad hace casi cuarenta años, atraído por su prestigio histórico, terminar siendo reconocido como hijo suyo por ella, no puede haber orgullo mayor ni, por tanto, mayor gratitud a quienes han sido causantes de este orgullo, a vosotros. He dicho.

Oviedo, 21 de diciembre de 1995

Gustavo Bueno


Texto tomado del pliego Nombramiento de Hijo Adoptivo de Oviedo de D. Gustavo Bueno Martínez (Oviedo, 21 de Diciembre de 1995). (Pliegos Ovetenses, nº 45, Ayuntamiento de Oviedo 1995, págs. 13-22.)