Gustavo Bueno / En torno al concepto de «izquierda política» (original) (raw)
I. Conceptos de izquierda y de derecha configurados según un formato unívoco absoluto
1. ¿Cabe hablar de un concepto (o de conceptos) de izquierda, o de derecha, que estén conformados según el formato lógico que hemos descrito bajo la denominación de «formato unívoco-sustancialista»?
Teniendo en cuenta la génesis topográfica de las denominaciones «izquierda» y «derecha» (dando por buena la opinión casi unánime de quienes ponen esta génesis en la Asamblea de 1789, cuando se puso a debate, a propuesta del diputado Mounier, el 4 de septiembre, la cuestión del veto regio: a la izquierda del presidente se situaron los jacobinos y los diputados no realistas, y a la derecha los fuldenses, que alcanzaban el número de 250) muchos sobreentenderán que el formato que originariamente habría que atribuir a estos conceptos ha de ser desde luego el formato posicional o relacional; por lo que el formato unívoco-absoluto, si existe, habría que considerarlo como resultado de una evolución (y aun de una degeneración, por sustantivación) posterior.
Sin embargo, a nuestro entender, la cuestión hay que analizarla de otro modo, porque una cosa es la denominación de las corrientes o partidos que se formaron en la Asamblea Revolucionaria y otra cosa es el concepto de esas corrientes y partidos así denominados. La denominación se tomaba de un formato relacional, propio de una relación topográfica; pero esto no autoriza a considerar como relacional a los [8] conceptos designados por ella. La connotación relacional podría haberse añadido, sin duda, a un concepto absoluto, pero de un modo secundario, incluso accidental; originariamente acaso el concepto que se utilizó en la Asamblea francesa podría haber sido concebido según el formato unívoco-absoluto (sobre todo, cuando nos referimos al concepto de «derecha»).
2. En efecto, lo que definía a quienes estaban situados topográficamente a la derecha del presidente era su identificación con el Antiguo Régimen, que en su estructura implicaba muchas instituciones, principalmente el Trono (absoluto) y el Altar (único). Pero este concepto de la sociedad política del Antiguo Régimen era, sin duda, un concepto unívoco o absoluto; un concepto que estaba constituido mucho antes de que la «oposición de izquierda» comenzase a perfilarse; aunque sin duda podrán citarse antecedentes o correlatos republicanos en la antigüedad clásica o en las ciudades italianas de la Edad Media. Solo que estos correlatos del Antiguo Régimen no tenían por qué estar presentes durante los siglos y siglos que duró el «régimen feudal» (que derivaba sus conceptos teóricos de los principios absolutos de la Teología dogmática).
Otro tanto podrá decirse del concepto de «izquierda», en el momento en el cual representaba la soberanía del pueblo (de la Asamblea) frente al poder real y al poder aristocrático (el debate sobre la votación por brazos o por cabezas). También podría apelar a las épocas anteriores al Antiguo Régimen, más o menos legendarias, para apoyar la «sustantividad de estirpe» de sus posiciones.
Más aún, las denominaciones topográficas directas de «izquierda» y de «derecha» no estaban «calculadas» en la Asamblea en el terreno de las relaciones directas entre los dos «partidos» enfrentados; estaban «calculadas» a partir de la relación topográfica de los grupos de diputados enfrentados con la presidencia, como centro topográfico de la Cámara. Lo que las denominaciones querían decir era esto: «Los que están a la derecha de la presidencia» y «los que están a la izquierda». En principio, los representantes podrían haberse situado en lugares opuestos a los ocupados de hecho; aunque es ya significativo que, en cualquier caso, los diputados que defendían la misma opción estuviesen agrupados. No hay que descartar la influencia del simbolismo tradicional de la «diestra» y la «siniestra» en el momento de la ocupación de los escaños, dada la circunstancia de que fuera práctica habitual en los templos cristianos el que los fieles de las clases más pudientes ocupasen los bancos de la derecha (respecto del Altar) y los fieles de las clases más «populares» ocupasen los bancos situados más a la izquierda del templo.
Ahora bien, en la medida en que estas relaciones topográficas de los «partidos» con la presidencia eran transitivas, se comprende que muy pronto la izquierda de la presidencia tuviese que considerarse también a la izquierda de la derecha de la presidencia y recíprocamente.
3. Muchas definiciones recientemente propuestas para expresar la «esencia» de la izquierda o de la derecha, como conceptos recortados en un campo político, están construidas de acuerdo con el formato unívoco. Suelen ser además definiciones que apelan a supuestas características intensionales que resultan ser de índole más bien etológica o psicológica que política. Características que, en todo caso, permitirían clasificar, en clases booleanas o borrosas, a los individuos según que éstos realicen o no tales características. Y como, en general, estas características se presentan como opuestas por contrariedad a otras dadas estaremos en condiciones de presenciar, por este procedimiento, la formación de pares de clases contrarias, de «díadas», como dice Bobbio (aunque de un modo más bien «empírico», porque el ilustre profesor italiano no profundiza en la estructura lógica de estas clases y, en consecuencia, no puede diferenciar entre unas «díadas unívocas» –ni entre unívocos que no tienen por qué venir emparejados en díadas– y unas díadas relacionales, como pudieran serlo las que se dibujaron en la política europea después de la «caída del Muro»).
En cualquier caso, estas clases admiten grados intermedios y extremos, como cuando formamos las clases «animales con sangre fría» y «animales con sangre caliente». Así, quien define la izquierda por la no-violencia (como hacía G. Vattimo) y a la derecha por la violencia (tomando al fascismo como prototipo) está regresando en realidad a características de índole etológica o psicológica, capaces de clasificar a los hombres (y también a los animales) en dos clases extremas: «no violentos» (ya sean hombres, ya sean palomas) y «violentos» (ya sean hombres, ya sean halcones). Las clases resultantes, aunque por su oposición puedan formar pares de clases opuestas, no se constituyen a partir de esa oposición, porque la clase de los no-violentos o pacíficos podría darse, y aún se pretende que se dé, aunque no existiera la clase de los violentos (por lo menos cuando la extensión de esta clase llegase a ser próxima a cero). Así también, quien como M. Tournier (El espejo de las Ideas), supone que un hombre es de derechas si mira al pasado como al depósito de los valores más firmes, manteniendo gran recelo ante todo lo que es nuevo; mientras que un hombre será de izquierdas cuando mira hacia el futuro pensando que de allí vendrá el progreso y el remedio a las injusticias y miserias procedentes del pasado. Pero los anarquistas españoles que describe Brennan miraban con nostalgia, como la fuente de los valores políticos, al pasado remoto en el que los hombres comían los alimentos crudos y no conocían las diferencias entre lo tuyo y lo mío.
El inconveniente de estas definiciones por características tan sencillas como abstractas, es que nos llevan a Ideas claras y distintas, sin duda, pero «cortas»; es decir, a Ideas de un alcance muy limitado. Porque tales definiciones son aplicables únicamente a aquellas corrientes de la derecha o de la izquierda que satisfagan el criterio, pero no son aplicables a otras corrientes de la izquierda o de la derecha que no lo satisfagan sin que se ofrezca justificación alguna de la exclusión (la derecha liberal y progresista, incluso el fascismo, por su reconocido «vanguardismo», mantiene actitudes literalmente opuestas a las que, según la definición de Tournier debieran corresponderle).
Se realimentará esta concepción univocista y absoluta de la izquierda y de la derecha cuando, de un modo más o menos reconocido, se otorgue un alcance, por así decir «trascendental», a tales conceptos y a la disyuntiva entre ellos; porque entonces, además de sustantivos, estos conceptos se nos mostrarán como si fuesen eternos rivales correlativos y disyuntivos. De este modo la oposición «izquierda» o «derecha» llegará a desempeñar un papel análogo, en las [9] sociedades parlamentarias, al papel que desempeñó la oposición entre el Ying y el Yang entre los chinos o la oposición entre la Luz y las Sombras entre los persas («maniqueos», suele decirse en la literatura politológica).
Izquierda y derecha se entenderán, de hecho, como dos clases en las cuales habrá que clasificar a los hombres, casi al modo como, según Calvino, los hombres se clasifican o bien en la clase de los precitos o bien en la clase de los elegidos; clasificación calvinista que tanto juego ha dado en España a través de la célebre clasificación de los españoles que Antonio Machado tuvo a bien habilitar: «una de las dos Españas ha de helarte el corazón.».
4. Ahora bien, uno de los motivos por los cuales puede tener interés la constatación del formato unívoco y absoluto de muchos conceptos de izquierda y de derecha es que ella nos permite reinterpretar algunos conceptos de izquierda o de derecha que pasan como conceptos derivados, incluso como de-generados (como si fueran el resultado de la sustantivación de alguna relación o función interpretada a título de concepto originario). De hecho, el formato unívoco del concepto de izquierda sigue vivo en nuestros días, incluso en su forma trascendental o «cósmica». Aún hoy interpretan muchos la condición de pertenecer a la izquierda como si estuviese derivada de ciertos atributos trascendentales constitutivos de la propia personalidad. Muchos de quienes aún hoy en día se definen, con convicción cuasi mística, como «de izquierdas de toda la vida» (incluyendo en esa vida a la tradición familiar), y muchos de quienes entienden su condición de «izquierdas» (no ya de «comunista» o de «anarquista») como una concepción del mundo que colorea y penetra todos los aspectos y detalles de su vida (algo similar a lo que para otros significa la condición de «cristiano viejo» o de «musulmán chiíta») están utilizando el formato absoluto. Y así fue interpretado el concepto de «izquierda», hace décadas, por hombres como Lukacs, Lefebvre, Sartre. El «ser de izquierdas» se presenta entonces como un atributo capaz incluso de conferir un sentido a la vida; un atributo que permitiría situar a los hombres en el puesto real que les corresponde en el Mundo, y ello aunque su vida transcurra en lujosos apartamentos o en la vida social de los círculos más aristocráticos: «video meliora proboque, deteriora sequor.» (¿No le ocurre otro tanto al cristiano viejo o al chiíta pecador?)
5. Se comprende también así la paradoja que, a medida en que las circunstancias históricas o la real politik arroje a los militantes de partidos de izquierda a formas de vida muy próximas, y aun de mayor calidad de vida que las de tantos y tantos militantes de la derecha, es decir, a medida que se vacíen más y más de contenido las diferencias positivas o empíricas entre los militantes de izquierda y los de derecha, se aducirá con mayor énfasis la condición de su pertenencia a una izquierda unívoca, absoluta y casi meta-política (por no decir metafísica). Esto tendrá lugar ya, por ejemplo, cuando los contenidos positivos, tradicionalmente asignados a la derecha (por ejemplo el Trono y el Altar), hayan sido asimilados también por la izquierda. La izquierda española, después de la transición del 78, votó al Trono en la forma constitucional, y apoyó inequívocamente al Altar (a través, entre otros procedimientos, del llamado «impuesto religioso»). Se explicará la legitimidad de estas asimilaciones, aun dentro del formato unívoco, subrayando que si bien el Antiguo Régimen implicaba las instituciones del Trono y el Altar, en cambio estas instituciones no implican el Antiguo Régimen, siempre que se las transforme adecuadamente. Porque en todo caso, se dirá, Trono y Altar –y ahora se acudirá al análisis marxista– son superestructuras, siendo así que la verdadera estructura del Antiguo Régimen no se define en la superficie de esas instituciones, «accidentales», del Trono y del Altar, sino en las «relaciones de clase» que subyacen a ellas. Se añadirá: la «izquierda revolucionaria», que se mantuvo en el terreno de la «izquierda burguesa», en realidad sustituyó a la clase dominante explotadora del Antiguo Régimen por la nueva clase explotadora del régimen capitalista, lo que no le impidió recuperar las «superestructuras» del Trono (de Napoleón) y del Altar (¿no estuvo el Papa Pío VII presente durante su coronación en París el día 2 de diciembre de 1804?).
En cualquier caso, la condición de «izquierda» corresponderá ahora a los herederos de las clases revolucionarias. La izquierda no se definirá en función del Trono y del Altar, sino en función de las clases explotadas y explotadoras, en función de los herederos de los sans culottes y del nuevo proletariado industrial, es decir, en función de los «pobres del mundo». Este será el «nivel de la izquierda» establecido por la I Internacional, como concepto absoluto o unívoco; concepto que, más tarde, evolucionará en la II Internacional («la izquierda es la socialdemocracia»), o en la III Internacional («la izquierda es el partido comunista de la URSS y los partidos hermanos»).
Un proceso paralelo al que ocurre en Europa, tendrá lugar en España. Después de las Cortes de Cádiz y de la «ominosa década», los liberales, en cuanto opuestos al Trono absoluto, y limitadores, aunque muy débilmente del Altar, serán considerados más tarde, retrospectivamente, por sus sucesores republicanos, como la izquierda, en cuanto opuestos al absolutismo de los «serviles». En realidad, el concepto de izquierda no aparece en España, como denominación parlamentaria formal, hasta 1871, cuando en una sesión del Congreso de los Diputados el Ministro de la Gobernación, don Francisco de Paula Candau, y a propósito precisamente de la I Internacional dijo: «Creo que en este momento no hay más que dos caminos, no hay más que dos puertas: del lado de acá, los que están con la I Internacional; del lado de allá los que están con la sociedad en peligro: escoged.» El Diario de sesiones anota: «Aplausos en la derecha, murmullos en la izquierda.»
II. Concepto de izquierda o de derecha conformado según el formato lógico posicional
1. El formato posicional, aunque no hubiera sido el originario, llegará a tener un peso decisivo en la conformación histórica de los nuevos conceptos de izquierda y de derecha. Aquel, que antes hemos citado, que acostumbra a comenzar su respuesta a quien le pregunta: «¿Qué es la izquierda?», diciendo: «Izquierda es un concepto relativo», está casi siempre inspirado por este formato posicional. Sin embargo se diría que la «presión» del formato relacional es tanto más ejercida que representada; porque quien se define como de izquierdas se nos aparecerá siempre como envolviéndose en alguna ideología, o «nebulosa ideológica» de signo univocista-trascendental, mejor o peor controlada. Pero prácticamente, lo que confiere una cierta [10] precisión positiva a las líneas de su definición será su posición frente a los adversarios políticos considerados como de derechas y, correspondientemente, a su posición junto a los militantes o jefes de su propio partido. En periodo electoral, sobre todo, rige la regla: «El que no está conmigo está contra mi.»
2. El concepto posicional de izquierda (correspondientemente, el concepto de derecha) podría considerarse derivado de un concepto unívoco absoluto. En efecto, como hemos dicho, el concepto absoluto de derecha y, en su caso, el de izquierda, sería absoluto primariamente; pero secundariamente, de cada concepto absoluto se obtendría por derivación interna (como si fuera un proprium), la relación de oposición de contrariedad al otro concepto absoluto correlativo (relación que sería la que se representa topográficamente como relación de izquierda o de derecha).
Ahora bien, la relación topográfica de izquierda y de derecha, medida a través del centro topográfico, puede considerarse como una relación transitiva, si se tiene en cuenta que el centro o presidencia estaba él mismo a la derecha de la izquierda y a la izquierda de la derecha. La izquierda de la izquierda es la izquierda, y la derecha de la derecha es la derecha; por lo que la derecha y la izquierda de la cámara podrían considerarse como posiciones directas y no como posiciones mediadas por el centro. En el momento en el que esta posición, que consideraríamos como derivativa o secundaria respecto del formato absoluto, se utilice como criterio inmediato o primario, por motivos prácticos, en este mismo momento, el concepto de izquierda y el de derecha se transformarán en conceptos posicionales. En su virtud, muchos, si no todos los contenidos de los conceptos unívocos originarios irán situándose poco a poco en un plano oblicuo, cada vez más oscuro y confuso, «nebuloso», sobre todo a medida en la que los propios contenidos, instituciones, planes, programas, vayan evolucionando y conformándose.
En muchas ocasiones, el formato posicional inspira ciertos usos del concepto de izquierda (que desbordan, desde luego, el campo de la política, aunque sin necesidad de destruirlo) en los cuales este concepto se utiliza en realidad analógicamente, según una analogía de proporción fundada en una relación de oposición entre determinadas posiciones conservadoras (a la derecha) y otras renovadoras (a la izquierda), poniendo de hecho entre paréntesis los contenidos que se pretenden conservar o renovar. Es muy frecuente considerar, incluso tratándose de contenidos religiosos, como «derechas» a las posiciones de los conservadores u «ortodoxos», y como «izquierdas» a las posiciones de los revolucionarios o «heterodoxos» (aunque estos sean, desde otros puntos de vista, mucho más «reaccionarios» e irracionales que aquellos). Así, dentro del cristianismo es frecuente considerar a los «herejes» o «radicales» como «izquierdas», frente a los ortodoxos que representarían la derecha (en la novela de Delibes, El hereje, se procede como si los «intelectuales luteranos» de la Valladolid del siglo XVI anticipasen la «izquierda progresista» española); los talibanes afganos, como los chiítas iraníes de Jomeini, suelen ser considerados como «movimientos de izquierda revolucionaria», aunque políticamente representen la reacción conservadora más fanática propia de las derechas más negras.
3. Pero, en ningún caso, la definición posicional podría considerarse como una definición autosuficiente. El formato posicional de los conceptos de izquierda y derecha no es un formato puro, pues ello implicaría que los contenidos de las corrientes de izquierda y las de derecha habrían llegado a ser los mismos, sin perjuicio de la permanencia de la oposición posicional e irreductible propia de los opuestos enantiomorfos idénticos pero incongruentes, de los que hemos hablado, pero en el terreno de la política («cristianos y marxistas podemos ir juntos hasta la muerte: allí nos separaremos, ustedes irán al cielo y nosotros al infierno»).
4. Lo cierto es que históricamente la definición posicional de la izquierda (o la de la derecha) sólo de un modo muy confuso y oscuro podría ser aplicada globalmente (a la manera como se aplica a los cuerpos enantiomorfos). Pero los contenidos (instituciones, planes, programas, &c.) englobados en los conceptos de izquierda o de derecha no se opondrán de modo global, sino, por decirlo así, analítico, es decir, desplegándose en conjuntos o series de puntos (puntos programáticos, por ejemplo) sobre los cuales se aplicará la relación oposicional.
El análisis de estos puntos puede tener lugar desde muy diversas perspectivas, principalmente desde estas dos:
(I) La perspectiva global, la que da por supuesta una posición global previa, que podría representarse gráficamente por dos líneas continuas gruesas, dotadas de [11] incurvaciones, pero exteriores entre sí, y a partir de las cuales habría que ir determinando los puntos sobre los cuales haríamos incidir la confrontación.
(II) Una perspectiva puntual, gráficamente representada por pares de puntos discretos susceptibles de ser unidos en su momento por una línea. Por lo demás y casi siempre, cada punto ha de considerarse como intersección de dos líneas; por lo que la representación desde la perspectiva global (y con arreglos pertinentes desde la puntual) podrá tomar la forma de dos líneas enfrentadas cortadas por otras líneas paralelas o convergentes, cuyas intersecciones determinasen los puntos opuestos.
Estas líneas pueden ser muy numerosas. En otro lugar («La Ética desde la izquierda», El Basilisco, nº 17, págs. 3-36) propusimos hasta treinta líneas diferentes a título de «discriminadores semánticos». Unos, con un significado formalmente político («Trono», «Altar», «Estado», «constitución democrático-parlamentaria», «tolerancia», «Nación», «poder legislativo», «iniciativa popular», «sindicato», «ejército»); otras, con una significación materialmente política («matrimonio», «sexo», «homosexualidad», «eutanasia», «aborto», «pena de muerte», «manicomio», «diálogo», «ecología», «redistribución de la riqueza»), y unas terceras con significación política oblicua (teísmo, agnosticismo, cristianismo...).
Cuando adoptamos la perspectiva global (I), la definición posicional (o cada definición posicional) de izquierda o de derecha se nos presenta como un desarrollo puntual de una oposición global presupuesta, que confiere unidad y aun coherencia a los diversos «puntos» determinados; pero cuando adoptamos la perspectiva analítica (II), la definición posicional de izquierda o de derecha se nos muestra, ante todo, como un «agregado» de pares de posiciones cuya unidad, representada por la línea que los une no puede considerarse asegurada de antemano. En la medida en la que impugnemos el significado objetivo de esa línea globalizadora, la oposición izquierda / derecha se disolverá en una multitud de oposiciones independientes (cuanto a su génesis social, su alcance, &c.). Sólo desde supuestas ideologías ad hoc podrían aparecer estas oposiciones como participantes de una misma y coherente oposición.
Ahora bien, en tanto los puntos opuestos que podamos ir determinando no estén dados simultáneamente, sino sucesivamente, la línea globalizadora representativa de la izquierda irá discurriendo sobre puntos que no tienen por qué estar situados en una recta, es decir, tomará la forma de una línea en zigzag. (A veces, la posicionalidad del partido político de izquierda resulta ser puramente verbal, aunque pueda ser muy intensa: se subrayará la oposición a las posiciones de la derecha, pero sin que las alternativas políticas ofrecidas sean eficaces, o sean alternativas más propias de una ONG que de un partido político.)
5. «Ser de izquierda es no ser de derecha.» Esta definición, que ha sido muy celebrada, contiene una ironía demasiado sutil para ser advertida por quienes no quieren saber nada de «formatos lógicos». Es una definición, que no podría ser otra cosa sino tautología evasiva (o a lo sumo «metafísica cósmica»), cuando es interpretada en el contexto del formato unívoco absoluto. Pero cuando es interpretada en el contexto del formato posicional, se transforma en una definición operatoria, práctica, y que nada tiene ya de forma tautológica o evasiva. Porque ahora la fórmula «no ser de derechas» equivale a la regla práctica que utilizan los dirigentes o los militantes de partidos de izquierda para fijar las posiciones diferenciales en zigzag respecto de la derecha: ser de izquierda como un modo de ser diferente del que es propio de la derecha, es adoptar sistemáticamente las posiciones opuestas a las que ha adoptado la derecha (dentro de un marco común presupuesto): si se trata del marco de un Plan Hidrológico Nacional y la derecha ha proyectado el trasvase del Ebro, ser de izquierda implicará oponerse a ese trasvase. Y en la medida en que las «posiciones de derecha» hayan ido evolucionando en zigzag, también tienden a evolucionar las de la izquierda. Como procedimiento más expeditivo, la «izquierda» utilizaría muchas veces el procedimiento que podría describirse por la fórmula «primero disparar, y luego apuntar». Primero se definirá posicionalmente el proyecto de izquierda por su oposición a algún proyecto propuesto por el adversario de derecha (o de centro); a continuación se buscaraá una interpretación ad hoc tratando de derivar el «proyecto de oposición» de los principios, aunque esta derivación sea gratuita porque habrá de comenzar fingiendo que se conocen ya los efectos del «proyecto de la derecha». Por ejemplo, un gobierno de centro derecha propone una reforma de la política educativa cuyo núcleo sea la eliminación de la selectividad; este proyecto podrá, en abstracto, ser reivindicado por partidos de izquierda que son opuestos a todo lo que implique «selección elitista» de los estudiantes que aspiran a una carrera universitaria. En cualquier caso, los efectos de la eliminación proyectada no son fáciles de preveer. Pero los partidos de izquierda, una vez tomada la decisión de oponerse, desde luego, al proyecto de un gobierno de derechas, buscarán una justificación teórica (ideológica) y la encontrarán enseguida: «la eliminación de la selectividad es una medida tomada por el gobierno para favorecer a los estudiantes pertenecientes a las familias burguesas». Pero esto es precisamente lo que se trata de demostrar.
La izquierda, sin embargo, en la medida en que tienda a mantener el formato unívoco de su definición, yuxtaponiéndola al formato posicional, práctico, tendrá que apelar a su comunidad de estirpe, a la genealogía de la «línea en zigzag». Cabría aplicar entonces a la izquierda la fórmula con la que Plotino explicaba la unidad de los heraclidas: «las izquierdas mantienen su unidad, no porque sean semejantes, sino porque proceden de un mismo tronco».
III. Hacia un concepto funcional de «izquierda política»
1. El concepto funcionalista de izquierda (o de derecha) se mantendrá, por lo que tiene de concepto funcionalista, en un lugar intermedio entre los conceptos unívocos y los conceptos posicionales.
Ahora bien, la construcción de un concepto funcional de izquierda (o de derecha) requiere, ante todo, determinar la característica de la función; y esta característica, por lo que tiene de invariante, al menos en un plano abstracto, será lo que asemeje el concepto funcional de izquierda a los conceptos unívocos. Sin embargo, y teniendo en [12] cuenta que la característica de la función ha de ser muy abstracta (por decirlo así, metamérica, respecto de las acepciones posicionales a las cuales, en principio, debiera poder recuperar a título de valores de la función) el concepto funcional se asemejará también a los conceptos posicionales, en la medida en que logre incorporarlos (el concepto funcional de izquierda política no ha de confundirse con la característica de la función, sino con cada uno de los valores resultantes de aplicar esta característica a las variables, dados los parámetros) y, además, dar cuenta de ello a partir de la reivindicación del campo de variables independientes. Si entre estas variables independientes, o incluso entre los parámetros, fuera posible establecer un orden histórico, el «abanico» de valores-acepciones del concepto funcional, es decir, de los conceptos funcionales de izquierda nos permitiría también establecer una ordenación de estos valores, algo más que la mera de una multiplicidad de valores distributivos.
La característica del concepto funcional que buscamos sólo puede interpretarse, en cuanto concepto político, como un «concepto incompleto» o indeterminado que necesitará, por tanto, determinarse a través de los parámetros de la función y de las variables independientes. En este sentido el concepto funcional de izquierda que buscamos sólo puede pretender, en principio, la condición de un canon o modelo heterológico-distributivo (a la manera como decimos que la fórmula del desarrollo en serie de Tylor es un canon para el análisis de polinomios). Un canon que puede servir de guía para la investigación empírica o histórica, es decir, para la determinación crítica de diversos valores de la función, así como también de las variables históricas que la determinaron. No se trata, por tanto, de un canon meramente «semántico» o «lingüístico»; se trata de un canon metodológico utilizable en la investigación de materiales empíricos, pongamos por caso, en la investigación de los diferentes valores o acepciones que la izquierda pudo alcanzar en España durante el siglo que se extiende desde 1873 hasta 1978.
2. La característica de la función que buscamos habrá de mantenerse, como decimos, en un plano de abstracción situado genéricamente muy por encima de las especificaciones positivas que pueden haber ido determinando los conceptos posicionales (especificaciones referidas al Trono, o al Altar). Mientras que las connotaciones obtenidas de estas especificaciones (tales como «republicano», «monárquico», &c.) tienen en general un significado explícitamente político, y se mantienen en una perspectiva diamérica respecto de las instituciones planes o programas políticos, en cambio, la característica de la función que buscamos se configura en un plano metamérico respecto de estos contenidos políticos.
Pero esto es tanto como decir que la «definición funcional de la izquierda» (o de la derecha), por su característica metamérica, pierde propiamente su significado político específico o material, precisamente por el regressus que tal definición se ve obligada a llevar a cabo hacia un terreno «antropológico genérico», que es sin duda esencial pero no específicamente político (aunque pueda servir de nexo de unión con las concepciones «trascendentales» sobre la «transformación de la realidad» que suelen acompañar siempre, como una nebulosa política, al concepto de izquierda). Para recuperar el significado específicamente político de la izquierda será preciso reintroducir las variables, y, sobre todo, los parámetros, no sólo los parámetros nomotéticos («Nación») sino también los idiográficos («Nación española», por ejemplo). De este modo podremos redefinir los conceptos de izquierda y de derecha sólo que ya no en la forma que nos lleva a un concepto unívoco-unitario, sino en la forma que nos lleva a diversos conceptos o valores de la izquierda (que, además, no tienen por qué ser compatibles entre sí). Y esto no constituye en principio un fracaso de la Idea de función. Los valores de una función no tienen por qué ser uniformes, si la función admite inflexiones. De hecho, la Idea de «izquierda», pensada como si tuviese un campo uniforme, es sólo un fantasma que hay que comenzar a resolver en el conjunto de «las izquierdas» (sin perjuicio de mantener el proyecto de una definición funcional común).
La característica de una definición funcional ha de ser, sin duda, abstracta; pero esto no quiere decir que la característica de la función, si ha de ser operatoria, no tenga necesidad de engranar con los materiales políticos, empíricos o históricos. Aunque no represente por sí misma sus «figuras», habrá de ser capaz de conducir a ellas, apoyándose, es cierto, en los parámetros y las variables. Tampoco la característica de la función y2=2px nos ofrece por sí misma la «figura» de la parábola, pero constituye una guía o un canon de las operaciones que, partiendo de un campo de variables x y de parámetros p, dados en un plano ordenado nos conducirán a los valores de la función. Cabría decir que la característica de la función desempeña los papeles de una esencia o estructura, mientras que cada uno de sus valores representa el papel de un fenómeno.
Por lo demás, la conveniencia del regressus hacia alguna característica abstracta (genérica y en cierto modo metapolítica), desde la cual fuera posible, en el progressus definir la izquierda (o la derecha), lejos de ser una propuesta particular nuestra podría ser confirmada por el análisis del proceder de casi todos los que han buscado una definición política de la izquierda, comenzando por los propios revolucionarios franceses que, en el momento mismo de llevar a cabo la transformación del concepto de izquierda, como concepto topográfico, en un concepto político, pusieron entre paréntesis el parámetro o plataforma desde la cual actuaban (y que nosotros identificaremos después con la Nación política) y regresaron hasta las ideas genéricas, aunque sin duda esenciales, de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ahora bien, estas Ideas, sólo genéricamente pueden considerarse como guías políticas; por sí mismas son demasiado indeterminadas a efectos de establecer planes y programas políticos. Pero pueden interpretarse (como nosotros lo haremos) como características de Ideas funcionales en el sentido dicho. Y como la libertad, la igualdad y la fraternidad no son Ideas mutuamente reducibles, puesto que gozan de una gran independencia en cuanto a la variación de sus grados (en otra ocasión hemos comparado los tres principios de la gran revolución con los tres axiomas de la Mecánica de Newton), y como estas Ideas genéricas, desde el punto de vista político, son no-paramétricas, se comprende que cada una de estas Ideas por separado haya podido ser ensayada como característica intensional para construir una definición que podríamos considerar de naturaleza funcional.
Ante todo, se ha ensayado la libertad (o bien, la libertad en una de sus expresiones políticas más comunes, [13] a saber, la del liberalismo o el neoliberalismo). Según esto, la izquierda se caracterizaría por una suerte de «liberalismo» o «libertarismo constitucional» (Philiph Pettit, en su obra Republicanismo, 1997, mantiene esta idea) que se opondría al autoritarismo tradicional, mediante el cual podría ser definida la derecha (así procede Isaiah Berlin). Louis Blanc, en su Histoire de la Révolution Française, ya interpretaba (aunque críticamente) el «principio de la libertad», enarbolado sobre todo por los Girondinos, como un principio inspirado en la tradición individualista (en la que él hace figurar a Lutero, Voltaire, D´Alembert, Helvetius... Condorcet) y orientado hacia un federalismo muy propio de una república burguesa, oligárquica o censitaria. La izquierda se definirá en esta línea, a lo sumo, por la democracia, decidida dentro del Estado de derecho. Pero esta definición, al margen de que deja fuera las izquierdas autoritarias, o incluso totalitarias (al modo de los partidos comunistas de tradición leninista, estalinista y aún maoísta) no sirve para diferenciar, dentro de un Estado de derecho democrático, tal como se define al Estado español en 1978, los partidos de izquierda y los partidos de derecha, salvo que éstos sean interpretados como «pseudo demócratas» (o, para dar parámetros idiográficos, como «cripto franquistas»). La definición de la izquierda por la libertad es, por tanto, muy indeterminada, porque el liberalismo o el libertarismo entendido frente al poder político, salvo que se vaya determinando por medio de restricciones ad hoc (y que son prácticamente meramente posicionales) recubre tanto al anarquismo radical (la «auténtica izquierda» sería la izquierda bakuninista) como al liberalismo burgués, defendido por la derecha burguesa o por los popperianos defensores de la sociedad abierta (como concepto fundamentalmente negativo, anticomunista o antifascista).
Ha sido, sin embargo, la igualdad la característica más comúnmente utilizada como definición de la izquierda. Es el criterio que propone Norberto Bobbio, si tenemos en cuenta que la igualdad, tal como él la utiliza, le sirve para cubrir tanto a la extrema izquierda como al centro izquierda (prácticamente: al comunismo y a la socialdemocracia), puesto que diferencia a la izquierda de la derecha, tanto de la extrema derecha (el fascismo) como del centro derecha. Bobbio hace intervenir también, sin duda, en sus definiciones, a la libertad (frente al autoritarismo); pero estas intervenciones tienen lugar en un rango subordinado al que ocupa la igualdad: la igualdad discriminaría izquierdas y derechas, mientras que la libertad subdividiría a la izquierda (en extrema y centro) y a la derecha (en extrema y centro). Esto demuestra el carácter artificioso de la construcción de Bobbio, y su imperfección lógica: su definición de izquierda está hecha a la medida de la socialdemocracia y, por ello, tiene que recurrir al concepto de centro, oponiéndolo a la izquierda, para evitar que en las subdivisiones hubiera que reduplicar o complicar los conceptos: «izquierda izquierda», «centro izquierda» y «derecha izquierda». En todo caso, la «igualdad» carece, en su estado de abstracción, de definición política y en ella se confunden, por tanto, no solamente posiciones como las de los «iguales» de Babeuf, sino también las posiciones de quienes entienden la igualdad política «aritmética y distributiva», ya sea como una característica subordinada a la fraternidad (en el sentido del inigualitarismo de Marx: «a cada cual, según sus necesidades»), ya sea como una «igualdad de participación», según las posibilidades de cada miembro de la sociedad política.
También la fraternidad (o su hijuela, la solidaridad) ha sido utilizada muchas veces como característica definitoria de la izquierda. Según Blanc, el «principio de fraternidad», que representaría el futuro de la Revolución (así como el «principio de libertad» representó su presente, frente al «principio de autoridad», emblema del Antiguo Régimen) habría sido el principio que inspiró a los «Hombres del terror» (Robespierre, Danton...). Se inició ya en La Montaña; algunos atribuyeron a este principio un origen evangélico (transmitido a través de Rousseau, Mably, Morelly, e incluso Necker). Los autores de la Histoire Parlamentaire de la Revolution vieron ya a los Jacobinos (y a Robespierre principalmente) como inspirados por un «catolicismo inconsciente» (Blanc pretende ver en el «principio de fraternidad de los jacobinos» una anticipación del socialismo). Pero la fraternidad es, por sí misma, un concepto metapolítico de límites indefinidos, que oscilan desde el reconocimiento de los miembros de la misma especie (homo sapiens) hasta otros reconocimientos que comprometen los límites de esta especie (la fraternidad, en su sentido zoológico habría que extenderla, según muchos etólogos, a nuestros «hermanos póngidos», en el sentido del Proyecto Gran Simio). En todo caso, la fraternidad (que puede también circunscribirse a los límites de una raza, como es el caso de la raza aria de los nazis) es una característica de cuño religioso (los «Hermanos de Cristo», o los «Hermanos musulmanes»). La fraternidad es, de hecho, un criterio utilizado por los fundamentalismos islámicos o cristianos que, de ningún modo, podrían considerarse como de izquierdas. En cualquier caso el «principio de fraternidad» aparece de hecho utilizado en muchas situaciones de nuestros [14] días que tienen que ver con la política práctica más perentoria. En Europa y en España la «izquierda» suele tomar la bandera de los inmigrantes y el dirigente de un partido político de izquierda declara en marzo de 2001: «La derecha distingue entre inmigrantes legales e ilegales; la izquierda no.» Ahora bien, en el momento en el cual alguien no hace esta distinción, en nombre de la fraternidad humana, se está situando al margen de las categorías políticas y actúa antes como miembro de una ONG, o de una Iglesia que como miembro de un partido político: porque la izquierda, si es política, tiene que saber que los inmigrantes, no por ser hombres, tienen derecho a ser ciudadanos de un Estado. De un Estado que no podría, sin hundirse, conceder su ciudadanía a los 6.000 millones de individuos que están protegidos por la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En cualquier caso, ni la fraternidad ni la solidaridad (que implica siempre unión, pero unión contra terceros) implican la igualdad: el pater familias, o el hermano mayor, pueden ser solidarios con sus hijos o con sus hermanos menores, pero dentro de un orden jerárquico que presupone la desigualdad; los obreros pueden ser solidarios contra los patronos, y los patronos pueden ser solidarios contra los obreros.
3. Ahora bien: partimos del supuesto (apoyado en motivos históricos) de que la construcción de las Ideas políticas de «izquierda» y «derecha» tuvo lugar en Asamblea de 1789. Los conceptos de izquierda y de derecha, como conceptos políticos, son propios de la «Edad Contemporánea» (cuando utilizamos como criterio de esta categoría histórica a la Revolución francesa). Esta suposición implica, a su vez, la afirmación de que en las sociedades políticas del Antiguo Régimen no es posible encontrar una oposición entre corrientes o partidos políticos estructuralmente idéntica a la que ulteriormente se constituirá por la oposición entre izquierdas y derechas. Sólo por analogía, o muy genéricamente, podríamos retrotraer estas denominaciones a las sociedades anteriores a la Edad Contemporánea.
Según esto, las denominaciones de «izquierda» y «derecha» de la época contemporánea, no serían denominaciones de tendencias divergentes, incluso de partidos políticos que, con otro nombre, podrían haber sido conceptualizados del mismo modo con el que conceptualizamos la «izquierda» y la «derecha» en la Época contemporánea. Con esta afirmación nos oponemos, obviamente, a quienes opinan lo contrario. Por ejemplo, a quienes consideran perfectamente legítimo conceptualizar (más allá del terreno de las analogías) a los conflictos entre patricios y plebeyos de la República romana, ya en los tiempos de Menenio Agripa, como conflictos entre una derecha política (patricios) y una izquierda (plebeyos); o bien, a quienes consideran legítimo ver en la política de Sila una orientación derechista (aristocrática) frente a la política de Mario (y luego de César) que habría que calificar de izquierdista (e incluso democrática). Otro tanto ocurriría en las sociedades políticas medievales: los movimientos de los albigenses o los de los apostólicos, serían de izquierda; y los movimientos a la contra, inspirados por la Iglesia romana o por el Imperio, serían de derechas. (San Roque sería de izquierdas y Santo Tomás de derechas.) La izquierda, en la época del Renacimiento, estaría representada por los comuneros de Castilla, en sus guerras contra los imperiales de Carlos I, que se harán corresponder con la derecha.
Es obvio que estas extensiones retrospectivas (de indudable valor analógico) de los términos izquierda y derecha reciben un apoyo decisivo desde las coordenadas dualistas, desde la visión de la historia, como el proceso del conflicto entre dos clases, la clase explotadora (representada por la derecha), y la clase explotada (representada por la izquierda). Pero una visión dualista semejante es tan sólo una simplificación didáctica, cuasi infantil, del materialismo histórico.
A nuestro juicio, la extensión retrospectiva de los conceptos contemporáneos (modernos según otros) de «izquierda» y «derecha» es fuente inagotable de anacronismos insostenibles (sin perjuicio de las analogías o de los rasgos genéricos, con fundamento in re, en las que estas extensiones retrospectivas puedan apoyarse). Y no es sólo esto: lo más grave es que tales extensiones retrospectivas impiden o bloquean las posibilidades de dar razón histórica de la novedad que representan precisamente los conceptos de «izquierda» y de «derecha» como conceptos surgidos precisamente en la Edad contemporánea. Son analogías que impiden reconocer el verdadero parámetro que determinará el primer valor específico del concepto funcional de izquierda. Una sociedad política implica siempre divergencias de corrientes que obran en su seno en torno a planes y programas objetivos; hasta el punto de que si estas divergencias no existieran en absoluto, no podríamos hablar siquiera de «sociedades políticas» (véase Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, pág. 173). Lo que ocurre es simplemente que las divergencias propias de las sociedades antiguas o modernas no tendrían por qué tener el alcance de las divergencias que se abrieron en la sociedad política contemporánea con el nombre de izquierdas y de derechas.
Para decirlo brevemente: en el Antiguo Régimen, el Trono y el Altar no representaron un punto de divergencia, por la sencilla razón de que constituían la esencia misma del Antiguo Régimen. Pero en la Asamblea Revolucionaria, será el mismo Antiguo Régimen (y no «corrientes» dadas en su seno), aquello que se pondrá en cuestión a través de la oposición entre izquierdas y derechas. Es ahora cuando se constituirá propiamente el concepto político que en otra ocasión hemos considerado como el concepto más revolucionario en la historia de las categorías políticas, a saber, el concepto de Nación política (España frente a Europa, pág. 108 y ss.). Porque la Nación política, en cuyo ámbito se constituiría precisamente la diferenciación entre los conceptos de derecha e izquierda, no sólo habría puesto en tela de juicio las instituciones del Antiguo Régimen o de las sociedades políticas anteriores a él. La Nación política, a lo largo de su desarrollo histórico manifestará, como virtualidad propia, la capacidad de poner en cuestión la misma Idea del Estado, ya sea a partir del proyecto de un inter-nacionalismo conducente a un Estado universal, ya sea a partir del proyecto anarquista. Y es este punto por el cual deberán pasar las fronteras entre la derecha y la izquierda en sus versiones más radicales. De donde podemos concluir que no cabe considerar por ejemplo al conflicto entre patricios y plebeyos de la Roma republicana como un conflicto entre derechas e izquierdas, porque tanto unos como otros estaban concertados para consolidar el Estado esclavista, representado por el «cuerpo viviente» del apólogo de Menenio (ni Espartaco podrá considerarse después como un «revolucionario de izquierdas», que buscaba subvertir el orden aristocrático, cuando lo que quería simplemente era escapar de ese orden). Y otro tanto diríamos de los grandes [15] conflictos entre las corrientes políticas medievales. Los conflictos planteados en el terreno político se reducían muchas veces al tablero milenarista, que introducía en sus cálculos nada menos que el fin (metapolítico) de la vida en la Tierra. Si a los comuneros de Castilla no se les puede llamar de izquierdas (aunque algunos partidos de la izquierda española del siglo XIX o XX los hayan tomado o sigan tomándolos como bandera de su propio ideario), será porque ellos tampoco pretendieron subvertir el orden político, sino frenar los abusos de los grandes, cambiar de dinastía y acaso instaurar una forma distinta de Estado; una vez fracasadas sus ideas utópicas (la construcción de unas repúblicas urbanas, a semejanza de las repúblicas italianas), estuvieron dispuestos a extender el Imperio de Carlos I por el Nuevo Mundo, antes que por Europa.
4. Como característica genérica de la «función izquierda» tomaremos aquí la Idea del «racionalismo universalista». Generalizamos así la definición de la característica de la «función izquierda» que utilizamos hace unos años (artículo citado, El Basilisco, nº 17). En aquella ocasión, y en las coordenadas «nacionales» en las cuales se mantenía el debate de entonces, nos acogimos a los conceptos de «racionalismo» y de «socialismo», como componentes más significativos de la característica que buscábamos. En la presente ocasión, mantendremos el «racionalismo», pero sustituiremos el «socialismo» por uno de los componentes más genuinos del concepto de socialismo racionalista, a saber, el «universalismo». El término «socialismo» (una vez desaparecido el «socialismo realmente existente», en la forma en que se presentó en la Unión Soviética), ha ido hoy aproximándose indisolublemente, en España y en Europa, a determinados partidos políticos (los partidos socialdemócratas) que, tras su gestión en el gobierno (que introdujo a España en la OTAN y en la Europa del «Estado del bienestar» y de la «calidad de vida») no tendrían por qué tomarse como la izquierda por antonomasia.
5. El racionalismo, como componente de la característica de la función «izquierda» implica, negativamente, la exclusión de todo principio revelado de carácter praeter racional; y positivamente, el entendimiento de la racionalidad como una característica vinculada a los sujetos corpóreos operatorios (antes que a las mentes-espíritus, o incluso a los cerebros dotados de «facultades emergentes superiores»). Es decir, al logos inherente a las estructuras mismas de las construcciones con cuerpos llevadas a cabo por los sujetos operatorios.
El racionalismo, así entendido, es una característica que puede ser asignada a las sociedades humanas desde los primeros días de su diferenciación respecto de las sociedades precursoras (sin duda con fronteras muy borrosas). Es cierto que el «racionalismo» al que nos referimos (un racionalismo que tiene lugar no sólo en el campo técnico, sino en el moral y el político) sólo podría desarrollarse y abrirse camino en el seno de las «nebulosas mitológicas» que intervienen, también desde el principio, en la construcción de la realidad.
Lo que se pretende significar con la característica del universalismo, como componente de la característica de una Idea funcional, es precisamente la misma virtualidad reconocida a la racionalidad, en el sentido dicho, de extenderse por el espacio íntegro constituido por el conjunto de los hombres.
Ahora bien: el racionalismo implica universalidad, aunque la universalidad no implica racionalismo. Ni la capacidad de universalización implica igualdad uniforme de todos los hombres, tal como la concibieron los averroístas en su doctrina del Entendimiento agente (o como la conciben algunos ideólogos del Genoma de nuestros días). La «propagación de la racionalidad» habría que entenderla antes que como una propagación de patrones uniformes, o de rutinas uniformes, como un entretejimiento de las posibilidades combinatorias que resultan de una misma condición lógica (logos = ensamblaje), la que es propia del «animal racional»; diversidades que implican la heterogeneidad y aun la inconmensurabilidad de muchas de las construcciones.
La «universalidad del logos» no se reduce, por tanto, a la uniformidad «cartesiana» del «logos geométrico», ni menos aún a la universalidad del «logos lingüístico» (del dia-logo). Desde una perspectiva materialista, es preciso contar desde el principio con la pluralidad de las categorías racionales y con su inconmensurabilidad (y, en particular, con la pluralidad misma y la inconmensurabilidad de los «propios lenguajes» en cuyo marco puede establecerse un diálogo). La racionalidad lógica es, desde una perspectiva materialista, una racionalidad dialéctica.
Y desde este punto de vista la virtualidad universalista (o social) de la racionalidad habrá que entenderla ante todo como una capacidad de incorporación de los nuevos individuos y grupos (los individuos de otras culturas, o los individuos de las nuevas generaciones que van llegando dentro de una misma cultura) a los círculos de racionalidad que hayan podido ya consolidarse, tanto en el terreno tecnológico como en el social. Por este motivo, los límites de este racionalismo universal no pueden darse como definidos a priori, circunscribiéndolos, por ejemplo, al territorio del homo sapiens; ni puede descartarse tampoco a priori que el proceso de propagación de esta racionalidad universal puede desbordar las fronteras biológicas del homo sapiens para comenzar a extenderse en el futuro por el terreno de sus «hermanos simios», con todas las consecuencias políticas que ello implicaría.
En consecuencia, la extensión universal de la racionalidad será considerada como una virtualidad de ella misma, de resultados heterogéneos, desiguales, no uniformes, y no siempre compatibles entre sí. La racionalidad no tiene necesariamente que ser considerada como una característica inicial que implique la igualdad, lo que obligaría a establecer un postulado de «igualdad originaria» (como hace Rawls). Y ello nos obligará a concluir que la característica de la universalidad es compatible con un «postulado de desigualdad originaria», que se cumpliría no sólo en la «filogenia» de la Humanidad, sino en su renovación constante en la «ontogenia» (en las nuevas crías humanas).
La característica de la «función izquierda», como constituida por los principios de la racionalidad y de la universalidad, tampoco tiene por qué determinarse sobre la naturaleza de su despliegue, sobre si el «despliegue» ha de concebirse como un proceso gradual y pacífico, o bien si ha de concebirse como teniendo lugar a través de inflexiones violentas, revolucionarias. Estas alternativas, ofrecidas en el despliegue de la característica de referencia, permitirían hablar de «bifurcaciones» de la izquierda. Y no ya episódicas, sino radicales; bifurcaciones que podríamos denominar, a partir [16] de los habituales recursos del simbolismo cromático, como «izquierda blanca» o «izquierda roja». Una bifurcación que puede también formularse por medio de la distinción entre las categorías lógico materiales de participación distributiva y de la igualdad de participación atributiva. No es lo mismo la igualdad de los individuos derivada de su condición de hombres (a los que, a su vez, se les atribuye la iniciativa del contrato social o del plebiscito cotidiano) y la igualdad de los individuos derivaba de su condición de ciudadanos, igualdad que presupone ya dada la ciudad, es decir, el Estado, y por tanto, la multiplicidad de otras ciudades o Estados (así como la presencia de los conflictos entre Estados, como canal principal a través del cual los propios conflictos de clase, dados dentro de cada Estado, se manifiestan).
Si faltase alguno de los componentes (racionalidad, universalidad) del polígono de fuerzas cuya resultante venimos considerando como la característica de la función izquierda, la función misma se desvanecería. Un partido, grupo o individuo que enarbola la bandera de la racionalidad, pero la reduce a propiedad de una elite, de una raza o de una cultura, no podría ser considerado de izquierdas. Un partido, grupo o individuo que enarbola la bandera de la universalidad o del socialismo, pero como efecto de una inspiración divina (como es el caso de algunas repúblicas islámicas de nuestros días), tampoco puede considerarse de izquierdas, según la definición de la característica de la «función izquierda» propuesta.
6. La característica de la «función derecha» quedaría correlativamente constituida por estos dos conceptos: el concepto de «intuicionismo praeterracional» y el concepto de particularismo. Por su componente intuicionista, las «derechas» se autoconcebirán como alternativas políticas prácticas cuyos principios se dicen inspirados en alguna revelación, ya sea dada a una elite, a un pueblo, o a un individuo («genialismo» de Fichte, «individuo carismático» de Weber). Por su componente particularista las derechas se autoconcebirán principalmente como alternativas políticas orientadas al fortalecimiento de un grupo, raza, pueblo o clase social (sin que sea por ello necesario que la derecha haya de considerar a los demás grupos razas o pueblos como «cantidades despreciables»). La «derecha blanca» o incluso la «amarilla», pueden guiarse también por la «regla de Ford»: «El bienestar de los trabajadores forma parte del bienestar de los empresarios.»
7. La característica de la función «izquierda» (correspondientemente, de la función derecha) que hemos creído poder determinar en nuestro regressus, es tan abstracta que propiamente carece por sí misma de significado político estricto. Su significado es más bien «antropológico», y sólo genéricamente (no específicamente) llega a ser político; lo que no quiere decir que no sea esencial.
Para cobrar o «recuperar» su significado político será preciso aplicar estas características a determinados campos de variables de significado político, dotados de pertinentes parámetros. Sólo entonces los valores de la función podrán alcanzar un significado político estricto, los conceptos contenidos en esa característica abstracta. La característica algebraica de la función de las cónicas carece por sí misma de significado geométrico; ella es un simple polinomio abstracto (respecto de las curvas geométricas de referencia) y su significado geométrico sólo podrá comenzar a manifestarse cuando, aplicando la característica a los puntos dibujados en un plano coordenado, una vez determinados los parámetros pertinentes, comiencen a aparecer gráficamente las figuras-valores de la función (las parábolas, las elipses o las hipérbolas)
8. La aplicación de la característica de la función a campos de variables que puedan ser determinados empíricamente (a la escala, por ejemplo de las «líneas» que anteriormente hemos tenido en cuenta, tales como «Trono», «Altar»...; o bien a una escala más tupida, que no deje fuera a determinaciones que tengan que ver con la sucesión dinástica, con una «encíclica social» o con una huelga sindical) nos permitirá ensayar sus virtualidades como canon para el análisis, desde su perspectiva, del significado izquierdista, derechista o neutro de tales variables. Pero es obvio que dada la heterogeneidad de las mismas, en épocas y situaciones, nos veremos obligados en cada caso a desarrollar la característica funcional según sus componentes de racionalidad y de universalidad mediante reinterpretaciones del alcance de los valores obtenidos en contextos sociales, históricos y políticos más amplios. El uso de la función, a título de canon, demuestra que su propio concepto, lejos de mantenerse como si fuese una característica previa e inmutable (unívoca), va incorporando determinaciones nuevas y «enriqueciéndose» con ellas. La heterogeneidad de las variables que pueden irse analizando y acumulando, y la diversidad de las escalas desde las cuales es posible determinar los valores, puede conducir a una exposición desordenada, caótica o «empírica» de los valores-acepciones de [17] la Idea de izquierda o de derecha. Una exposición que servirá, en todo caso, para preservarnos de una interpretación simplista de la Idea de izquierda (o de derecha), a costa, eso sí, de perder cualquier indicio de ese sistematismo en el desarrollo del concepto de izquierda (o de derecha) que parece imprescindible en cualquier exposición. Que la exposición quiera subrayar las perspectiva histórica, no excluye a priori la posibilidad de aproximarnos al análisis del proceso de desarrollo conceptual implicado en toda la clasificación «evolutiva».
9. Lo que no podemos esperar de la simple consideración de las variables podemos, sin embargo, esperarlo de la consideración de los parámetros, en la medida en que éstos no sean enteramente externos a la característica de la función que estamos utilizando. Y la razón es que, en una cierta medida, puede decirse que los componentes de la característica de la función han debido «pasar», en muchos casos, por los mismos parámetros de la función (o por una cierta familia de parámetros) para perfilarse como tales. El racionalismo universalista, con sentido político, en efecto sólo a través de la constitución de la Nación política habría podido madurar, tanto o más como él habría necesitado pasar a través del «Derecho de gentes», de la «Geometría analítica» o de la «Mecánica racional».
En la medida en que los parámetros puedan ofrecerse como «derivados» de algún modo unos de otros, entonces el «concepto funcional paramétrico» de izquierda se aproximará a un concepto plotiniano; un concepto capaz de ponernos delante de unos valores que no estarán ya enteramente desvinculados, por modo distributivo entre sí, sino determinados, según un orden, unos a otros.
10. El término «Nación» no es unívoco sino multívoco; pero esta multivocidad de acepciones no es caótica, meramente aleatoria o equívoca. Existen conexiones internas entre las múltiples acepciones del término «Nación», que permiten interpretar este término como un análogo, ante todo, de proporción simple. Más aún, estas conexiones internas entre las diversas acepciones del término «Nación» son, en gran medida (por no decir: en toda medida), conexiones genéticas, de derivación (por inflexiones, ampliaciones, cambios de parámetro, &c.) de unas acepciones dadas a partir de otras previas, que, sin embargo, pueden subsistir (al igual que ocurre en la evolución o derivación de unas especies biológicas a partir de otras). En este sentido, y aun cuando demos por supuesto que «evolución» en sentido estricto, ha de entenderse como «evolución orgánica», sin embargo, en un sentido lato, «evolución» puede entenderse también analógicamente como transformación de unas morfologías en otras y, en nuestro caso, como transformación de unas acepciones del término «Nación» en otras. Situados en esta perspectiva puede ser útil considerar a las múltiples y variadas acepciones del término «Nación» como un orden de conceptos concatenados, susceptibles de ser clasificados, en una suerte de taxonomía evolutiva, en géneros, y estos, a su vez, en especies. (Por supuesto, no habrá que exigir que la evolución de los géneros o de las especies dentro de un género, haya que entenderla linealmente; mucho más probable es una evolución «ramificada».)
Simplificando al máximo, distinguiremos, dentro de este orden de acepciones del término «Nación» tres géneros de acepciones que denominamos: I. Género de las acepciones «biológicas» del término «Nación». II. Género de las acepciones étnicas (en el sentido más amplio del término «etnia», en el que subrayamos los contenidos sociales, culturales e históricos, sobre los estrictamente raciales). III. Género de las acepciones políticas (tomando como criterio de la política al Estado). Dentro de estos Géneros, de su conjunto, podremos a su vez distinguir, con suficiente precisión, siete especies (dos, dentro del primer Género; tres, dentro del segundo; y otras dos, dentro del tercer Género).
I. El primer género de acepciones del término «Nación» tiene que ver con la generación biológica, con los nacimientos (nascor); nacimiento o «nación» que, obviamente habrá de ser conceptualizado oblicuamente desde la morfología resultante de ese mismo nacimiento. Múltiples especies, agrupables en subgéneros, podríamos distinguir. Por ejemplo, las especies del subgénero que engloba la «nación» de los organismos individuales (la «nación» de una oveja) y las especies del subgénero que englobe la «nación» de partes u órganos de esos individuos (la «nación» de sus dientes, natio dentium).
II. El segundo género de acepciones del término «Nación», el que engloba a las acepciones étnicas, puede considerarse como derivado del primero mediante la extensión (analógica) del concepto biológico de nacimiento orgánico (individual) al campo «superorgánico» de las realidades sociales constituidas por grupos de individuos; y no solamente esto, sino cuando nos refiramos a realidades sociales de carácter antropológico, puesto que si nos refiriésemos solamente al nacimiento de un rebaño de ovejas nos mantendríamos, sin perjuicio del sesgo analógico de la nueva acepción, en un terreno más biológico que étnico-antropológico.
Nación, en sentido étnico, es también un concepto originariamente oblicuo, en tanto está conformado desde una plataforma determinada que suponemos siempre de naturaleza política. Esta circunstancia permite dar cuenta de la ambigüedad constante que acompaña a los conceptos étnicos de Nación, puesto que ellos, aunque no tienen, según nuestra tesis, estructura política, están siempre «envueltos» o acompañados por alguna estructura política o, si se prefiere, se dan siempre en función de una sociedad política (aunque precisamente con la intención de mantenerse en un plano distinto de aquel en el que se constituye la propia sociedad política de referencia).
Según las relaciones que la plataforma «sociedad política» mantenga con la Nación étnica cabría distinguir tres especies principales de Nación étnicas (con sus correspondientes variables), según que la Nación mantenga con la plataforma relaciones «extra políticas» (al menos, por parte de uno de los términos de la relación, del término «Nación») o bien mantenga relaciones «intra políticas» o, por último, mantenga relaciones «inter-políticas» (lo que sólo podrá ocurrir si entra en juego no una sola sociedad política, sino varias).
(1) La primera especie del género Nación étnica englobará a las acepciones más primitivas de este género, a saber, aquellos casos en los cuales las naciones son vistas desde el Estado, como grupos sociales (étnicos) que permanecen en los bordes de la sociedad política de referencia, sin integrarse propiamente en ella, como partes formales suyas (aunque pueda suministrar efectivos, a título de soldados o de esclavos). [18] En la obra de Arnobio (época de Diocleciano) Adversus nationes, el término «Nación» podría interpretarse como una variedad de esta primera especie del género Nación étnica (natio, se corresponde aquí a gens: San Jerónimo tradujo la obra de Arnobio con el título Adversus gentes). Una variante muy significativa de esta Nación étnica se constituirá cuando se amplíe la acepción oblicua originaria a su inflexión sustantiva o refleja, lo que tiene lugar sobre todo, en un contexto geográfico (natio, genus, hominum qui non aliunde venerunt sed ibi nati sunt).
(2) La segunda especie del género Nación étnica englobará acepciones posteriores de este género, a saber, aquellos casos en los cuales las naciones, aun manteniéndose a una escala antropológica, aparecen ya como partes integradas, o en proceso de integración, de una sociedad política, que desempeña el papel de plataforma. «La nación de los godos», tal como aparece en San Isidoro, designa una parte de la Monarquía, que aparece integrada en ella, incluso como parte dirigente, pero junto con otras estirpes hispano-romanas o judías. «Varias naciones que vinieron a poblar España» [cartagineses, romanos, &c.] es unos de los títulos de la obra de Luis Alonso Carvallo, Antigüedades y cosas memorables del Principado de Asturias (1695); antes aún, la expresión, «nación asturiana», que se integra en el ejército del Alfonso VII, El emperador, en el Poema de Almería; o las naciones de estudiantes o de mercaderes de París, Salamanca o Medina del Campo.
En todas las acepciones de esta segunda especie el término «Nación» no tiene aún un significado político, sino étnico, sin perjuicio de que este significado esté actuando en el contexto de una sociedad política.
(3) La tercera especie del género «Nación étnica» es la especie más moderna. Se le podría llamar «Nación histórica». La constatamos ya a mediados del siglo XVI en España, y se mantiene viva durante los siglos XVII y XVIII. Muchos historiadores la interpretan como un término político; sin embargo, a nuestro juicio, no es un concepto político, si nos mantenemos en una perspectiva formal, aunque pueda considerarse como un concepto materialmente político, en la medida en que ahora «la Nación» no figura ya tanto como una parte integrada de la sociedad política sino como la totalidad misma de contenido de esa sociedad política. Esto explicaría que tantos historiadores afirmen que la Idea moderna de Nación política comience ya en el siglo XVI y en España. Sin embargo, a nuestro entender, se trata de una confusión de conceptos que pertenecen a géneros distintos; una confusión del mismo calibre que la que tendría lugar en Zoología si viésemos a un escualo, a un ictiosaurio (a su esqueleto), y a un delfín –dada la convergencia adaptativa de sus morfologías–, como si fuesen organismos del mismo género, cuando en realidad pertenecen no ya a géneros distintos, sino a clases distintas (peces elasmobranquios, reptiles, o mamíferos).
Pero las naciones de esta tercera especie del género nación étnica, las «Naciones históricas», aunque puedan superponerse en extensión a la que es propia de determinadas Ideas políticas, no constituyen aún un concepto político. Siguen siendo un concepto étnico, solo que referido a una sociedad que aparece circunscrita en el marco de una sociedad política (de un Reino, por ejemplo) pero sin por ello referirse a su formalidad legal, sino precisamente a lo que se mantiene con abstracción de esa formalidad. Por eso el término Nación» en su acepción de «Nación histórica», podría aproximarse a lo que en nuestros días pretende significarse con la expresión «sociedad civil», en cuanto contradistinta de la «sociedad política», en cuyo ámbito aquella se desenvuelve. La Nación histórica va asociada, por tanto, en general, a la «Patria», como lugar en el cual la Nación vive: se trata por tanto, de una acepción «geográfica» de Nación. A ella se refieren, sin duda, las palabras de Ricote a Sancho Panza: «doquiera que estamos, lloramos por España; que en fin, nacimos en ella y es nuestra patria natural.» Esta es la acepción de Nación que actúa también en la obra de Adam Smith, Riqueza de las Naciones (Wealth of Nations, 1776), cuando todavía el sintagma «economía política» tiene mucho de oximoron. Y la Nación histórica no es un concepto político porque ni siquiera sustituye al concepto de «pueblo» (por ejemplo, en los debates escolásticos del siglo XVI en torno al origen del poder político).
La tercera especie de «Naciones étnicas» se habría configurado a partir de la realidad histórico-geográfica de una sociedad evolucionada, compuesta sin duda de diversas naciones étnicas, pero cuando la unidad o koinonía social, cultural, entre ellas pueda ser percibida global y diferencialmente desde plataformas exteriores (el caso de la «Nación española» desde Europa o desde América); y alcanzará su madurez cuando el concepto oblicuo se amplíe para tomar la forma sustantiva o refleja. Dice una crónica de las jornadas de Fuenterrabía (julio-septiembre de 1738) que la victoria del Conde Duque sobre Richelieu «llenó de gloria a la nación española». Y Luis XIV en Versalles, señalando a su nieto, dice, en 1700: «Caballeros, aquí tenéis al Rey de España; su origen y linaje le llaman al Trono y el difunto Rey así lo ha testado; toda la Nación lo quiere y me lo suplica.»
La Nación histórica, la Nación española, por ejemplo, durante el siglo XVI, XVII y parte del XVIII, no es sin embargo, formalmente, un concepto político; a lo sumo, para las teorías escolásticas, será la materia de una sociedad política, cuya forma se identifica con la Autoridad (con el poder, con la soberanía). Pero esta forma queda de lado del Rey y no del lado de la nación, y ni siquiera del lado del pueblo. Incluso en las doctrinas más avanzadas (Mariana, Suárez) según las cuales «el poder viene de Dios pero a través del pueblo», no se quiere significar que la soberanía residiese en el pueblo, sino más bien que éste habría sido el instrumento de Dios para designar a los reyes que, una vez ungidos, serán los titulares de la soberanía, a la manera como el Papa, aún siendo elegido por el Espíritu Santo, no directamente, sino a través del Cónclave, asume su condición de vicario de Cristo en nombre propio y no por delegación del Cónclave o del Concilio.
(III) El tercer género de acepciones del término Nación, las acepciones de la Nación política, en sentido estricto, comprende a aquellos usos del término en los cuales este asume unas características del término formalmente políticas. La Nación política procede, sin duda, por evolución de las acepciones anteriores; pero, en este caso, por una evolución que comporta una ruptura violenta, precisamente la ruptura con el Antiguo Régimen (dentro del cual se desenvolvía el concepto de Nación histórica), una ruptura que conocemos como la Gran Revolución. Esta ruptura implica concretamente la eliminación de las dos instituciones más características del Antiguo Régimen, las instituciones que [19] expresaban la «distancia genérica» del significado de la soberanía que es propia de este régimen y del nuevo, el Trono y el Altar. Pues es preciso tener en cuenta que la Nación política brota precisamente a partir de la mutilación de estas dos instituciones constitutivas del Antiguo Régimen (mutilación que tuvo lugar además físicamente por medio de la guillotina). La Nación política es, según esto, originariamente, un concepto republicano y laico, lo que no significa que ulteriormente estas características no evolucionen a su vez de modo «regresivo», pero dentro ya del nuevo régimen, tomando la forma de Monarquías constitucionales («el Rey reina pero no gobierna») o de Naciones confesionalmente definidas.
En cualquier caso añadiremos que las dos especies principales del nuevo género de «Nación política» son las que denominamos «naciones canónicas» (que son las originarias dentro del nuevo género) y las «naciones fraccionarias» (que se forman o pretender formarse a partir de la secesión, escisión o putrefacción de la nación canónica madre). En ningún caso la nación política puede considerarse como una mera superestructura burguesa, como un contenido ideológico o un mito destinado a sustituir a las superestructuras o mitos de la soberanía divina de la monarquía propia del Antiguo Régimen. El principio de la soberanía de la Nación, tal es nuestra tesis, no es un simple mito alternativo al principio de la «soberanía del Rey». Implica la posibilidad de realización de planes y programas políticos totalmente nuevos (sin precedentes en las democracias del esclavismo antiguo o en las repúblicas aristocráticas de la época moderna); planes y programas que rebasan «el corto plazo» y requieren un plazo medio o largo para llevarse a efecto: educación universal, pleno empleo, redistribución de renta, sanidad y obras públicas, es decir, la busca de la «felicidad», o, como se dice hoy del «bienestar de los pueblos», del «Estado de bienestar»
11. La Nación política –tal es nuestra tesis– en cuanto plataforma de la Real Politik, en un momento histórico determinado, debe ser ensayada como el primer parámetro de la idea funcional de izquierda, según la característica mediante la cual la hemos definido. Al tomar como parámetro de la función izquierda a la Nación política nos encontramos con la primera inflexión de esta Idea, es decir, con la primera «generación» de valores de la izquierda que podrían considerarse como constitutivos de la primera acepción de la Idea de «izquierda» (como su «primer analogado», si utilizamos la terminología escolástica); justamente la Idea de una «izquierda política» (en tanto no se confunde enteramente con la «izquierda social», que aparecerá en las sucesivas generaciones de valores de la función). Pero la «izquierda política», la «izquierda nacional republicana» no es únicamente el primer valor de la función izquierda; es un valor que, aun siendo el primero, mantendrá su prestigio en las épocas sucesivas en las cuales las nuevas generaciones de valores de la izquierda parezcan haber desbordado y anegado el valor originario.
La Nación política, en efecto (cuando entendemos esta Idea –que lejos de poder ser reducida a una modulación más de la Nación étnica, representa en cierto modo la liquidación de este concepto–, como resultante de un complejo proceso dialéctico semejante al que hemos analizado en el capítulo IV de España frente a Europa) es una «creación» del siglo XVIII. No es una creación ex nihilo, sino un proceso que ha tenido lugar en el seno del Antiguo Régimen, y en particular, de las sociedades políticas o Estados constituidos como reinos o como grandes Imperios universales (generadores o depredadores) que «acompañados» por las pequeñas repúblicas aristocráticas u otras sociedades políticas análogas se distribuían en el «hemisferio occidental»: el Imperio español, el Imperio portugués, el Imperio inglés, el «incipiente» Imperio francés, el Sacro Imperio romano-germánico, el Imperio ruso. Estos imperios, sobre todo a raíz de la circunvalación de la Tierra, que llevaron a cabo los imperios hispánicos, establecieron las primeras redes de una universalidad efectiva (no meramente intencional), la primera «globalización» de la Humanidad (que incluía a los Imperios orientales y a las sociedades preestatales africanas, &c.), una globalización a partir de la cual podrá comenzarse a hablar de «Humanidad» o de «Género humano», no en un sentido meramente taxonómico, sino en el sentido de la totalidad atributiva, en la cual las partes comienzan a interrelacionarse a través del comercio, la evangelización, el saqueo, la explotación o de una esclavización mucho más dura de la que pudo haber tenido lugar en el mundo antiguo.
En el seno de este «mundo universalizado» de la época moderna y contemporánea es en donde se constituirá la Nación política, o el Estado nacional, como resultado de múltiples factores que aquí no es pertinente analizar; factores que, sin embargo, se ordenan hacia la racionalización más rigurosa posible que pudo ser alcanzada en la época en el terreno político.
La Nación política no es, según esto, una entidad social o étnica que, una vez «madurada» (en su riqueza, en su cultura, &c.) requiere «darse a sí misma» la forma del Estado. La Nación política, suponemos, no es algo así como el guión de un Estado, anterior por tanto a él, puesto que sale de un Estado preexistente, del Estado del Antiguo Régimen como una «refundición» anamórfica de sus partes integrantes, según los imperativos de la máxima razón práctica a la sazón alcanzable. Todos aquellos individuos, grupos, etnias, &c., que forman parte de la Nación se definirán como iguales, en cuanto son partes de ella, «ciudadanos» (no sólo «hombres»). No hace falta que hayan pactado previamente. El contrato social de Locke o de Rousseau no es más que un fantástico anacronismo, porque no son los individuos humanos, los hombres, los que configuran a la Nación sino que es la Nación política la que conforma a los hombres como ciudadanos.
La Nación política es una república de ciudadanos y en ella reside la soberanía y, por tanto, la autonomía política genuina, que ya no recibe órdenes ni instrucciones de ninguna instancia sobrenatural sino que se autogobierna según las leyes soberanas de su propia razón. Esta es la idea que se hizo presente a través de representaciones o fiestas similares a las que la Convención montó el día 8 de junio de 1794, cuando Robespierre, oficiando como Presidente de la Convención, dio cumplimiento al programa anunciado del 7 de mayo, aprobado por decreto de la Asamblea Revolucionaria: «El pueblo francés reconoce la existencia del Ser Supremo [no de sus revelaciones positivas] y de la inmortalidad del alma [lo que constituía una limitación de individualismo epicúreo, del ideal de felicidad individual de los girondinos]»; las fiestas nacionales (decía el Decreto) se instituyen «para recordar al hombre el pensamiento de la divinidad y de la dignidad de su ser». [20]
La razón, por principio, se supone que ha de ser participada por todos los individuos humanos maduros capaces de llegar a ser ciudadanos, sin quedarse en su mera condición de hombres. No llegan a la condición de ciudadanos los individuos humanos disminuidos, los que no hayan alcanzado la mayoría de edad, los niños, ante todo, y los que se les asimilan: los analfabetos, los indigentes e incluso las mujeres. Pero se trata de una situación transitoria. La Nación procurará que los ciudadanos en cuanto tales (no ya en cuanto hombres, aquellos que contemplaba la «Primera declaración europea de los derechos del Hombre», propuesta por Lafayette) sean letrados (puedan hablar y escribir, pero no en general, sino en francés), tengan empleo y renta y, por tanto, puedan romper las barreras impuestas por la república censitaria, alcanzando la igualdad política por encima de su condición de plebeyos o de aristócratas, de francos o de galos, de ricos o de pobres, de católicos o de protestantes.
La constitución de la Nación política, a raíz de la Asamblea Revolucionaria controlada por los jacobinos (que sabían que la Nación política se crea en el seno del Estado, y por ello se enfrentaban –desde un socialismo, y hasta un comunismo más o menos utópico– a los federalistas y a los individualistas de la Gironda) instaura una nueva categoría política, «redonda», cerrada y perfecta en el contexto de las categorías estrictamente político-prácticas. La Nación política no desempeña, por tanto, en la época, el papel de mera superestructura; es una plataforma efectiva, desde la cual la sociedad política puede realizar proyectos políticos «racionales».
Por eso, la nación política es ella misma republicana, por estructura (por esencia) y es laica (respecto de cualquier religión positiva): excluye el Trono y el Altar, es decir, representa la subversión total del Antiguo Régimen. Según esto, la nación política, como primer parámetro de la función «izquierda», nos permite determinar el valor (o los valores) de «primera generación» de esta función izquierda (valores que no se perderán sino que seguirán «funcionando» en los siglos sucesivos). La izquierda política, en su misma inflexión originaria, se constituye, por tanto, a la escala de nación política, y simultáneamente al proceso en que se constituyó esta nación política. Correspondientemente, la Idea de derecha política se determinará, en principio (en sus valores de primera generación), frente a la izquierda, como el mismo proyecto de conservación o de restauración del absolutismo, del Antiguo Régimen. Esto no quiere decir que la «defensa del republicanismo» implique la izquierda (aunque la defensa de la izquierda implique el republicanismo); la república de patricios de Venecia no podría llamarse de izquierda y el propio «republicanismo» de Philip Pettit es más una tentativa «tercera vía» (entre la vía liberal y la vía comunitaria o, si se prefiere, entre la I y la II Internacional) que es incluso compatible con el Trono.
12. Ahora bien: la Nación política o, si se prefiere, el Estado nacional, es una categoría tan «racional», redonda y cerrada, en el terreno político, como abstracta en el terreno real y social (y sin que este carácter abstracto que le atribuimos pueda justificar su consideración como superestructura desde el momento en que es por su abstracción precisamente por lo que se erige en plataforma de una acción política real y duradera). La «realidad abstracta» de la Nación política no se reduce a la «realidad de un proyecto»; implica un cuerpo político «realmente existente», con un volumen demográfico y territorial determinado, un desarrollo social y cultural preciso. Todas esas condiciones son las que permiten, justamente, la «puesta en marcha» del nuevo proyecto revolucionario.
Pero hablar del carácter abstracto de cada Nación política es tanto como decir que la Nación política es abstracta respecto de su entorno, y es abstracta respecto de su dintorno.
Es abstracta en relación con el entorno del que depende:
a) Porque la Nación política no es una realidad sustantiva, autárquica, aislable; de hecho aparece rodeada de las potencias imperialistas que constituían el entramado del Antiguo Régimen. Pero el racionalismo que lleva a la Idea de Nación política, incluye el proyecto universal de su propagación a la escala de su propia estructura de Nación y se presenta como un modelo reproducible en el seno de los Estados Imperio del Antiguo Régimen. Sólo de ese modo la Nación política podría subsistir en un contexto constituido como «Sociedad de Naciones políticas».
b) Una Nación política, precisamente por carecer de autarquía económica, necesita del mercado exterior con las demás Naciones o con las colonias. Las leyes de este mercado, en tanto desbordan las fronteras nacionales, demostrarán la artificiosidad de las propias naciones políticas y, en particular, el carácter contradictorio de esa nueva disciplina que tomó el nombre de «Economía política» (denominada otras veces, como para evitar el escándalo de los aristotélicos, «Economía nacional, social o civil»).
La Nación política es abstracta en relación con su dintorno, porque los hombres, individuos o grupos que la constituyen sólo resultan ser iguales (teóricamente) en cuanto ciudadanos pero siguen siendo muy diferentes en cuanto al trabajo, la riqueza, la propiedad privada, &c. Esto lo vieron claramente ya hombres como Marat, o como Babeuf, precursores de un comunismo que era, sin duda, de cuño inequívocamente utópico.
La abstracción inherente a la nueva Idea de la Nación política es la que hará imposible que ella, sin perjuicio del núcleo de racionalidad contenido en su proyecto político, pueda mantenerse y subsistir realmente en su mismo aislamiento. Necesita, por de pronto, y de modo perentorio, liquidar los imperios que la envuelven de modo amenazador. Pero no para aniquilarlos cuanto para transformarlos en otras naciones homólogas, a fin de constituir más tarde esa «sociedad de Naciones» que cada nación requiere. Un requerimiento que conducirá inexcusablemente a la guerra, como resultado no sólo de la reacción de las potencias que envolvían a la nación republicana, sino también como resultado de la propia acción que la república nacional tenía que ejercer sobre las sociedades políticas que la rodeaban. El jacobino Bonaparte, que se había incorporado muy joven aún a la Revolución, en la época de Robespierre, asumirá el destino que a la Nación política le corresponde en orden a su reproducción en una Sociedad de Naciones. Una sociedad a la cual Napoleón intentará dar la forma, en primera instancia, de una Europa organizada en función de la hegemonía de Francia. Obedeciendo a su destino, Napoleón liquida el Sacro Imperio, y desmembra el Imperio español, pero es detenido por la resistencia del Imperio inglés y del Imperio ruso. [21]
Ahora bien, paradójicamente, el imperialismo napoleónico habría que verlo como el despliegue mismo exigido por la «izquierda nacional revolucionaria»; una izquierda que habría de considerarse representada por Napoleón, en tanto pretendía universalizar el nacionalismo político considerado como el último resultado de la racionalidad política frente al Antiguo Régimen.
13. La izquierda política originaria, la izquierda revolucionaria de 1789, es decir, el valor originario (de primera generación) de la función izquierda, al multiplicarse en otras «izquierdas nacionales» dará lugar a una dialéctica característica en virtud de la cual los valores originarios de la izquierda habrán de enfrentarse entre sí, dando lugar, por tanto, a unos valores de izquierda «de segunda generación», que no son otra cosa sino los mismos valores de la primera generación pero determinados con parámetros idiográficos. La época napoleónica ha puesto en marcha la constitución de nuevas Naciones políticas en Europa y en América (las repúblicas americanas). Una vez más, la «lucha de clases», sin dejar de ser un «motor profundo» de la dinámica histórica, sólo encuentra su posibilidad de acción efectiva canalizada a través de los Estados nacionales (en tanto también estos envuelven una «apropiación» por parte de cada Estado territorial de los medios de producción a los que pueden aspirar también los demás Estados). Una segunda generación de «valores de la izquierda» se habrá constituido, de este modo, en esta época.
La consecuencia más importante es que en este proceso la misma dialéctica de los valores de la izquierda, dados dentro del parámetro nomotético de «Nación política», que definía a la izquierda originariamente, los diversificará mediante los parámetros idiográficos, tales como España, Alemania, Italia (naciones canónicas) o las repúblicas americanas. De este modo la «izquierda nacional» comenzará a estar representada por los patriotas de cada Nación que luchan contra el imperialismo napoleónico; lo que implica, paradójicamente, que los patriotas de la izquierda española (los liberales o constitucionalistas), deban unirse con los patriotas «de derecha», que buscaban restaurar el absolutismo. Pero también los «afrancesados» españoles, representarán a la izquierda de primera generación (a la Revolución francesa) sin perjuicio de su enfrentamiento con los «patriotas españoles».
Sólo para quienes piensan a la izquierda como un concepto unívoco y armónico resultará un absurdo reconocer que los valores de la izquierda, incluso los valores de una misma generación, se enfrentan entre sí. Sin embargo, es en el proceso de enfrentamiento entre los valores de la izquierda de segunda generación, en el que los diferentes Estados habrán de orientarse a liquidar, no ya solamente al Antiguo Régimen, en primer lugar, sino inmediatamente a los Imperios nuevo coloniales que se habrán ido formando («el Imperialismo, última fase del capitalismo»), cuando el Estado-Nación comenzará a manifestar su condición abstracta. Y es así como la «izquierda», en virtud de la lógica interna de su racionalismo universal, se verá obligada a regresar más atrás de la forma misma del Estado y a tomar la forma del anarquismo, como la tomó ya explícitamente en la I Internacional.
Ahora bien es esta «nueva izquierda social», anarquista e internacional, la que dará lugar a una «tercera generación» de valores de la función izquierda, valores que se superpondrán o se enfrentarán a los valores de las izquierdas nacionales republicanas, tanto o más como éstas se oponían al Antiguo Régimen. La izquierda nacional liberal o burguesa, es decir, los valores de la segunda generación de la izquierda, comenzarán a ser considerados como valores de la derecha (respecto de los valores de la «verdadera izquierda», los valores de la tercera generación). La izquierda, una vez desvelados estos valores que consideramos de tercera generación, se definirá, por tanto, por su proyecto libertario, que busca la universalización de la razón política, no tanto en la multiplicación de los Estados nacionales, cuanto en la investigación de los modos de llegar a la extinción de los mismos Estados. Será esta una izquierda que, por definición, se niega a asentar su acción en una plataforma política positiva; dicho de otro modo, se niega a reconocer cualquier tipo de parámetro positivo, y se verá obligada, en cambio, a tomar parámetros imaginarios («el Género humano», «la Humanidad»). Propiamente se trata de una izquierda negativa, que se manifestará en muy diferentes modulaciones de valores. Acaso la modulación más moderada sea la que parte de un Estado definido para buscar su extinción, no ya globalmente, sino mediante su fragmentación o su «emulsión», de suerte que el Estado del que se partió pueda ser reducido a sus supuestas partes elementales, a las cuales se atribuirá la capacidad de autodeterminación; otra cosa será delimitar cuál pueda ser la escala de estas partes elementales –las comunas, los cantones, las comarcas, &c.–. A partir de estas hipotéticas partes elementales, esta «izquierda sin parámetros» buscará reconstruir racionalmente el Género humano mediante el esquema teórico de la federación. El federalismo (que en [22] España fue expuesto por Pi y Margall) fingiendo que las unidades políticas históricamente dadas serían ellas mismas el resultado de un proceso de federación, llegará a creer que los límites del proyecto de la izquierda se encontrarían en una Confederación universal de los pueblos: algunas corrientes del krausismo marcharán muy cerca de este proyecto (la «Europa de los pueblos»).
14. Las dificultades suscitadas por los valores de izquierda de tercera generación, que son los valores de una izquierda sin parámetros, determinarán, teniendo en cuenta que el racionalismo universal del anarquismo o del federalismo tenía mucho de política-ficción (que derivaba necesariamente hacia la acción individual, o al terrorismo), la ruptura de la I Internacional.
Y de esta ruptura resultará una cuarta generación de valores de la izquierda, a partir de los cuales, la II Internacional recuperará de algún modo el proyecto originario del Estado nacional, pero tratando de reconstruirlo mediante una política racional de izquierda, que se aparte del Estado burgués, y que se aproxime al modelo de un Estado socialista, socialdemócrata.
15. La Primera Guerra Mundial, resultado de la dialéctica entre los Estados nacionales y la busca de su equilibrio con los Imperios supervivientes, pareció demostrar que la unidad existente entre los trabajadores de todo el mundo, pertenecientes a los diferentes Estados nacionales, era más bien una unidad de naturaleza isológica que una unidad sinalógica. O, dicho de otro modo, que los obreros franceses estaban de hecho más vinculados a sus patronos, a través de Francia, que a sus hermanos de clase, los obreros alemanes. La I Guerra mundial daría lugar, por tanto, al alumbramiento de una nueva generación de valores de izquierda, los valores de «quinta generación», a saber, aquellos valores que cristalizaron en la III Internacional, y que se asentaron, como en su plataforma de acción inmediata, en la «Patria del socialismo», en la Unión Soviética, desde la cual, los valores de la cuarta generación se consideraron como mero marxismo revisionista (Bernstein o el «renegado Kautsky»).
Los valores de izquierda de la quinta generación lograron, como consecuencia de la I Guerra mundial, una plataforma política para su acción que ya no sería propiamente la de una Nación-Estado, sino la plataforma del Imperio de los zares, un Estado multinacional reconstruido en la forma de la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas. A partir de la segunda década del siglo XX, los valores en ascenso de la última izquierda, tendrán que ver con los valores del marxismo-leninismo; y el nuevo Estado Soviético representará también el nuevo racionalismo político, orientado a la universalización del socialismo en todos los demás Estados mediante, entre otras cosas, la ayuda a la liberación nacional de los pueblos sometidos al imperialismo.
16. Frente al leninismo-estalinismo se organizarán las derechas nacionales (herederas del «racionalismo nacionalista» e «izquierdista» de la gran Revolución) en la forma del fascismo o del nacional-socialismo. La Alemania de Hitler buscaría una suerte de reconstrucción del Sacro Romano Imperio, o del proyecto de la Europa napoleónica, una Europa, cuyo núcleo no estuviese centrado en París (como pretendió la Europa de Napoleón o la de Augusto Comte), sino en Berlín. El proyecto europeo nazi fue una de las causas principales del desencadenamiento de la II Guerra mundial.
17. Ahora bien: tras la constitución de los Estados fascistas los nuevos valores de la izquierda tendrán que redefinirse como izquierda posicional (ante el fascismo); una izquierda que, unas veces, volverá a la plataforma de los Estados nacionales de la socialdemocracia, orientados a la consecución del Estado de bienestar, y otras veces al fortalecimiento de los valores de quinta generación. Pero el principal acontecimiento, consecuencia de la II Guerra mundial y comparable al que había tenido lugar al final de la primera (en la que se constituyeron los valores que llamamos de quinta generación), será la aparición de unos valores de izquierda de «sexta generación» que asociaremos a los valores de la izquierda maoísta.
18. En la posguerra de casi cincuenta años, la política de bloques, la Guerra fría, los conflictos entre los valores de las diferentes generaciones de la izquierda, darán como resultado esa situación de turbulencia tal en la que muchos creen ver el principio de una disolución de la izquierda, y no tanto por el agotamiento de sus raíces, cuanto por la superfloración de sus troncos. En cualquier caso, se resisten a reconocer que la dialéctica de los valores de la izquierda, al menos desde el punto de vista funcional, no se reduce a su oposición a los valores de la derecha, sino a la confrontación, muchas veces a muerte, entre sus diferentes tipos o generaciones de valores.
19. Con la caída del muro de Berlín las izquierdas perderán las referencias de los valores de la quinta generación. Perdida la plataforma soviética (la plataforma china queda muy lejos, de momento, de Occidente) los valores de la izquierda quedarán «flotando» en las aguas de las diferentes corrientes generacionales. El anarquismo, en su forma federalista o ecologista, por un lado; el nacionalismo socialdemócrata, en convergencia con los partidos cristiano-demócratas, tenderá a reconstruir los Imperios continentales (napoleónicos, nazis o soviéticos) en la forma de confederaciones de Naciones (por ejemplo la Unión Europea) en las cuales las diferentes posiciones de la derecha tradicional y de la izquierda se diluyen, sobre todo por la orientación de la izquierda hacia valores que tienen más que ver con la ética de los Derechos Humanos (con la autodeterminación de los pueblos, con la defensa de los emigrantes, &c.) que con criterios realmente políticos.
La influencia de los valores de izquierda de cuarta y quinta generación se mantendrá tras la «caída del Muro» en la forma de tendencia a orientar la política económica y social sin olvidar «el punto de vista de clase». Los partidos de izquierda se orientarán, desde luego, en el sentido de la distribución más justa posible de la renta, en beneficio de las clases más desfavorecidas, generalmente identificadas con los trabajadores asalariados y sindicados en las grandes centrales sindicales –no ya con los «trabajadores de todas clases», incluyendo a los trabajadores intelectuales (ingenieros, arquitectos), a los trabajadores autónomos, incluso a los trabajadores-gerentes, y excluyendo a los desempleados. Pero esta orientación de principio de la izquierda se mantiene más bien en el terreno de la ideología general que inspira los programas, que en el terreno de los proyectos prácticos de la política efectiva. Y ello es debido a que no es fácil [23] definir proyectos concretos hacederos que puedan considerarse deducidos de ciertos «principios generales de la izquierda», es decir, que puedan ser calificados como proyectos de izquierda. En efecto, como quiera que los «principios de la izquierda» fundados en el punto de vista de clase (de la clase internacional de los trabajadores) han de ser compuestos con los principios propios del Estado democrático de derecho definido en el contexto de la sociedad de mercado (un Estado en el que no sólo son ciudadanos los trabajadores manuales, ni siquiera los trabajadores de todas las clases, sino también los empresarios, los rentistas, los jubilados y los desempleados), cualquier «proyecto de izquierda», considerado en abstracto puede resultar ser, aplicado en concreto, opuesto a la Constitución y, en consecuencia, más próximo a otros valores de la derecha que a los valores de la izquierda de tercera, cuarta o quinta generación. Por ejemplo, la política de «nacionalizaciones» (transportes públicos, alta tensión, sanidad...) podría considerarse en abstracto, como derivada de los principios de la izquierda, cuando se toman como criterio de esta izquierda los valores de la cuarta y sobre todo de la quinta o la sexta generación, pues se supone que esta política trata de reducir el poder de gestión de las clases burguesas y aun las propiedades a su cargo, poniendo todo al servicio de las «clases populares»; desde el punto de vista de estos criterios, se considerará como propia de la derecha cualquier política orientada a la «privatización». Sin embargo, en el momento en el cual, la izquierda antitotalitaria (antiestalinista, pero también antifascista) acepte el concepto del Estado democrático de derecho y el principio de la economía libre de mercado (compartido con la llamada «derecha civilizada»), la política de nacionalizaciones podrá comenzar a ser considerada como un signo característico, no ya de la izquierda en general, sino de la izquierda de quinta o sexta generación (de izquierda comunista) que se considerará colindante con los totalitarismos fascistas y, en particular, con las nacionalizaciones impulsadas por el franquismo. De este modo veremos como los partidos de izquierda fueron los primeros que propugnaron, después de la II Guerra mundial, las políticas de privatización en nombre de la libertad de empresa y de mercado (y en la práctica para conseguir eventualmente una gestión más eficaz y barata, menos burocrática); lo que les conducirá a alinearse de hecho con los valores de la izquierda de la tercera generación, es decir, con los valores que tienen que ver con el «menos Estado»; y, sin llegar al anarquismo, pero confluyendo con el liberalismo de los derechos democráticos, proclamarán como objetivo propio de la izquierda el fortalecimiento de la «sociedad civil» (un concepto comodín, interpretado ad hoc en cada caso) y la defensa de los Derechos humanos (defensa que tiene más bien alcance ético que político).
20. En cualquier caso, parece que la izquierda en este milenio ya no tiene posibilidad de reivindicar la validez de los valores originarios (de primera generación) propios de la izquierda política primitiva, de la izquierda nacional. El incremento demográfico, el desarrollo de las nuevas tecnologías y medios de transporte, la creación de un mercado internacional y de una producción y distribución disociadas, en gran medida, de los Estados nacionales –es decir, todos los procesos que cubrimos hoy con el término «globalización»– desbordan ampliamente el marco de la Nación canónica, como plataforma de una acción política racional, tanto si es de derechas, como si es, sobre todo, de izquierdas. Mucho más quedarán desbordados los marcos de las Naciones fraccionarias reivindicadas por algunos sectores de la izquierda (bajo el ideal de la autodeterminación, vinculada a su vez a la «libertad») o de la derecha. El proceso de globalización implica, en efecto, un proceso de confederación de naciones orientado a la construcción de unidades políticas de escala continental, como puedan serlo los Estados Unidos, la Federación de Repúblicas rusas o la Unión Europea. Estas nuevas plataformas continentales de la Nación política reproducen además, como hemos dicho, la distribución política de la época del imperialismo: el Imperio inglés, el Imperio de los Zares, o el Sacro Romano Imperio. El Imperio español, por cierto, no se encuentra aquí representado. Sin duda le correspondería una confederación hispánica que tendría que confrontarse con la Unión Europea.
Las nuevas plataformas continentales no sirven para definir la izquierda o la derecha, como opciones de política positiva, porque tanto las izquierdas como las derechas han de trabajar ahora en las nuevas plataformas continentales. La cuestión de las diferencias entre una política de izquierdas y otra de derechas acaso no consiste tanto en quedar o salir fuera de esas plataformas continentales, no se trata de elegir entre plataformas continentales o plataformas nacionales, sino más bien de elegir entre diversas plataformas continentales, reales o posibles. Pongamos por caso para España: la Unión Europea o la Comunidad Hispánica.
Final: la izquierda ante España
1. ¿Qué Idea de España tiene la «izquierda española»? Es esta una pregunta una y otra vez formulada; pero desde las distinciones que hemos ido estableciendo en las páginas precedentes es evidente que esta pregunta es capciosa, por cuanto ella presupone que ha existido, o existe, una izquierda unitaria a quien se le pueda atribuir una u otra Idea de España más o menos precisa.
Pero esta supuesta izquierda eterna, unitaria e invariante, es una ficción, cuando se la considera en el campo político (y no meramente en el campo ético o metafísico), o un simple producto del subjetivismo de quienes identifican su concepto de izquierda con la izquierda (las izquierdas) en general.
Dos son las conclusiones principales, de orden metodológico, que se deducen de los análisis precedentes. La primera es una conclusión negativa: la invitación a rechazar de plano cualquier investigación orientada a determinar cuál sea la «Idea que la izquierda tenga de España». La segunda conclusión es positiva: que habrán de tener sentido, en principio, las investigaciones orientadas a determinar cuáles hayan sido las Ideas de España de los diferentes valores o generaciones de la izquierda (tal como se expresan en sus programas, escritos doctrinales, discursos o incluso en sus acciones políticas, gestiones administrativas, &c.). Estas investigaciones tienen, sin duda, una base empírica, pero sólo si se dispone de un esquema general capaz de ordenar e introducir un cierto orden taxonómico en un material tan superabundante como caótico, estas investigaciones podrán rebasar el nivel de la mera erudición. [24]
2. Por lo que respecta al campo de la investigación, sólo diremos que, si nos atenemos a las coordenadas establecidas, habría que circunscribir aquel campo a los siglos XIX y XX. La razón es obvia: antes del siglo XIX no puede hablarse en España, al menos desde un punto de vista emic, de izquierdas o de derechas. Lo que no significa que carezca de interés la investigación de los precedentes del siglo XVIII. No puede hablarse de izquierda y de derecha emic, ni se habló de hecho, al menos en el Parlamento, hasta el último tercio del siglo XIX, en una sesión parlamentaria de 1871, según hemos dicho; aun cuando el Manifiesto del Partido demócrata (con el título: «Programa de gobierno de la extrema izquierda») se publicó ya en 1849.
Sin embargo sería excesivamente restrictivo dejar fuera del campo de investigación a todo lo que precede inmediatamente en la última mitad del siglo XVIII. Si mantenemos la conexión entre la aparición de la Idea de izquierda, en sus valores de primera generación, y la constitución de la Idea de Nación política, es cierto que tendremos que considerar como un anacronismo investigar la supuesta Idea de España que pudo estar presente en las «izquierdas del reinado de Felipe V», o incluso del reinado de Carlos III. Es bien sabido, sin embargo, que muchos ideólogos de la social-democracia han buscado, durante los años 80 del siglo XX, entre los ilustrados del reinado de Carlos III los precedentes de algunos de sus propios proyectos políticos reformistas, en gran medida, con el objetivo implícito de «poner entre paréntesis» las conexiones históricas que los valores de izquierda de la tercera generación pudieran tener con el marxismo; se trataba, de algún modo, de sustituir en la cadena que une la «Ilustración» del final del siglo XVIII y la «Ilustración» de finales del siglo XX, el eslabón «Hegel» por el eslabón «Krause». Pero nos parece un anacronismo considerar a los hombres de la «Ilustración», al Conde de Aranda o a Floridablanca, como hombres de izquierda precursores de la social-democracia.
Para que comience a tener algún sentido, no de todo punto anacrónico, hablar de izquierdas en España (aun en la forma de una proto-izquierda) habrá que esperar, sin por ello ignorar los precedentes (por ejemplo, la «Conjura del Cerrillo de San Blas», en 1796), a las Cortes de Cádiz, que es en donde se definió por primera vez en el tablero político la Nación española. La Constitución de 1812 es el «punto oficial» de ruptura de España con el Antiguo Régimen y, por consiguiente, el momento de referencia, según nuestras premisas, para poder hablar sin anacronismo (aunque sea etic) de izquierdas o de derechas españolas.
3. La izquierda, según sus valores de primera generación, tendríamos que buscarla, como hemos dicho, en el ámbito de la «izquierda napoleónica», en la España representada por los «afrancesados»; la derecha estaba representada, en primer lugar, por los «patriotas» anti-napoleónicos. Pero en la medida en la cual los constitucionalistas de Cádiz, aun enfrentados con los afrancesados, subordinaron su enfrentamiento a ellos a la Constitución de una nueva Nación soberana, oponiéndose a los absolutistas, incluso a los que combatían en las guerrillas, comenzaron a encarnar también valores de la izquierda de primera generación. Otra cosa es que en la práctica las posiciones de los no afrancesados (liberales, constitucionalistas, guerrilleros absolutistas) estuviesen bien definidas, y que no sea fácil clasificar como izquierda o como derecha a figuras como la de Jovellanos, a quien tanto socialdemócratas como populares o centristas –¿por qué no los comunistas, al menos los utópicos («Todo será común...»)?– reivindican hoy como su precursor.
En cualquier caso, la obra de Jovellanos nos depara un excelente campo para el análisis de la evolución de la Idea de Nación, y no tanto porque Jovellanos nos haya «representado» los momentos del curso de esa evolución, cuanto porque ha ejercitado muy diversas acepciones que pueden considerarse como dadas en ese curso, susceptibles de ser interpretadas desde nuestras coordenadas taxonómicas. Es cierto que si no dispusiéramos de un sistema taxonómico preciso, las probabilidades de interpretar una determinada utilización del término de acuerdo con la idea preconcebida (e inadecuada, supondremos) que de él tengamos, son muy altas, porque el contexto suele «resistir» la confusión. Otro tanto ocurre con un término muy vinculado al término «Nación», a saber, el término «cultura». Quien sobreentiende este término en un sentido antropológico moderno –«cultura objetiva»– es fácil que no advierta que, en muchos textos, «cultura» está significando «cultura subjetiva» (la cultura animi de Cicerón). «En ninguna parte se enseña ni se aprende el español; pero en todas se pretende decidir sobre la cultura de los españoles», leemos en el Teatro histórico-crítico de Antonio de Capmany, Madrid 1786. Algunos aducirán este texto como prueba fehaciente de que el concepto moderno de «cultura objetiva» (que acaso han aprendido en Spengler) está ya utilizado en la España del siglo XVIII. Sin embargo, si disponemos de la distinción entre cultura objetiva y cultura subjetiva podemos advertir que Capmany está utilizando la acepción subjetiva. Por cierto, en Jovellanos encontramos, sin embargo, alguna acepción objetiva del término cultura, pero tal que no tiene que ver propiamente con el concepto antropológico moderno, porque la cultura no está pensada como alguna entidad que «recae» sobre el hombre, sino más bien sobre el «Mundo natural», siguiendo la etimología (agri-cultura, viti-cultura): «A este sagrado interés [por la tierra] debe el hombre su conservación y el Mundo su cultura» (Informe sobre la Ley Agraria, párrafo 20). En esta misma línea Jovellanos distinguirá también las «grandes culturas» de los «pequeños cultivos»; pero el alcance de esta distinción no rebasa el alcance de la distinción entre latifundios y minifundios.
Jovellanos utiliza el término Nación», ante todo, según acepciones claramente clasificables en el segundo género (Nación étnica), según sus diversas especies. A veces, el término «Nación» es utilizado por Jovellanos en el sentido de la nación geográfica, es decir, designando al pueblo que vive circunscrito a un territorio más o menos definido y que curiosamente, por metonimia, es designado también como «Nación» (a la manera como designamos al Templo, por metonimia como «Iglesia», por la Iglesia de los fieles que en el Templo se reúnen). Así, en el mismo Informe sobre la Ley Agraria, de 1785, leemos: «¿Qué nación hay en que no se vean muchos terrenos, o del todo incultos, o muy imperfectamente cultivados?», párrafo 334 de la edición de Palma, 1814. Jovellanos utiliza también una Idea de Nación que puede clasificarse dentro de la rúbrica «nación histórica». Hablando del desarrollo de la agricultura en España dice Jovellanos que «hasta la paz de Augusto no pudo gozar el cultivo en España ni estabilidad ni gran fomento», y añade: «es cierto que desde aquel punto, la agricultura, protegida por las leyes y perfeccionada por el progreso de las luces que recibió la nación con la lengua y costumbres romanas....» (Informe, párrafos 7 y 8). [25]
Pero sobre todo se diría que la Idea de Nación que utiliza Jovellanos de modo principal es la Idea de Nación política, tomada precisamente en el momento de su metamorfosis a partir de la Nación histórica. En este sentido cabría cifrar el interés de los textos de Jovellanos como un banco de pruebas para estudiar la misma figura «auroral» de la Nación política en cuanto va desprendiéndose (y además sin ruptura) de su crisálida, la Nación histórica. En los escritos de su última época leemos frases de este tenor: «los que disfrutábamos el alto honor de estar al frente de la Nación más heroica del mundo y aclamados en ella por padres de la patria ¿iríamos a postrarnos a los pies del soldan de la Francia para que nos pusiese la vista de sus viles esclavos?» (Memoria firmada en Muros del Nalón el 22 de julio de 1810). O bien, al comienzo de la Consulta de la convocación de las Cortes por estamentos (Apéndice XII a la Memoria en defensa de la Junta Central) se dice: «Señor: entre los grandes y continuos esfuerzos que ha hecho vuestra Majestad para procurar la seguridad, la independencia y la felicidad de la Nación española....». ¿Acaso hay posibilidad de interpretar el término Nación que aparece en este texto, en un sentido distinto del que corresponde al tercer género de las acepciones de Nación, es decir, a la acepción de Nación política, según la especie originaria, la que hemos denominado Nación canónica (encarnada por la Nación española)? Estamos, sin duda, ante textos políticos de combate. ¿Cómo podría en ellos la «Nación» ser utilizada fuera de su sentido político?
Y, sin embargo, también es posible interpretar la «nación» que aparece en este texto como un término cuyo significado no fuera formalmente político, sino histórico, auque esté enmarcado en una «armadura política», la constituida por aquellos que «tienen el alto honor de estar a su frente»; pero la Nación es «heroica» al margen de ellos; o bien la armadura política en la que se apoyan los grandes y continuos esfuerzos de su Majestad para procurar la felicidad de una Nación, que no está definida propiamente en el terreno político, sino que está concebida como una realidad previa a ese terreno. Y se refuerza nuestra sospecha cuando en el párrafo 5ª de la misma Consulta dice Jovellanos: «Haciendo, pues, mi profesión de fe política diré que, según el Derecho público de España, la plenitud de la soberanía reside en el Monarca, y que en ninguna parte ni porción de ella existe ni puede existir en otra persona o cuerpo fuera de ella». Y añade: «Que, por consiguiente, es una herejía política decir que una Nación cuya constitución es completamente monárquica es soberana o atribuirle las funciones de la soberanía».
Estamos, según esto, ante una inequívoca concepción de la Nación previa y contraria a la concepción de la Nación política; se trata del concepto de Nación al parecer, propio del Antiguo Régimen y, por tanto, según estas coordenadas, ante un concepto de Nación del segundo género (Nación histórica) y no del tercer género (Nación política). Por ello Jovellanos rechaza la forma democrática o republicana de gobierno. Porque la idea de Nación política, por su oposición a la Monarquía (tanto en su forma recta, como en su forma desviada de tiranía, en la terminología de Aristóteles) implicaba, en efecto, en su versión originaria, la forma republicana ya fuera en su versión aristocrática, ya fuera en su versión democrática. Suele sobreentenderse que Jovellanos se mueve en estos escritos dentro de las coordenadas de Montesquieu (así Caso, en la Introducción a la edición de la Memoria en defensa de la Junta Central, Junta del Principado, Oviedo 1992, tomo primero, pág. XXX); pero no puede olvidarse que Montesquieu no hace en este punto otra cosa que una «reclasificación» de la clasificación aristotélica, reagrupando en una rúbrica a las uniarquías de Aristóteles (las Monarquías rectas y las Tiranías, que Montesquieu llama «despotismos», tomando como criterio objetivo lo que hoy llamamos «leyes constitucionales escritas») y oponiéndolas a las otras cuatro formas (las no uniárquicas) a las que denomina «republicanas» (tanto si son aristocráticas como si son democráticas). Aristóteles había identificado (en el libro III, 7, 1279a de su Politeia) a las «repúblicas desviadas» con las democracias (a las que en el libro VI, 1319b, llamará «demagogias»); si bien en el libro V (1302a) utiliza el término «democracia» para designar a las repúblicas «no desviadas». Por consiguiente puede decirse que cuando Jovellanos se opone a las repúblicas (o a las democracias) está siguiendo las denominaciones, no tanto de Montesquieu, cuanto de Aristóteles. Y, en función de estas denominaciones, Jovellanos está manifestando su inclinación por la forma monárquica de gobierno, en el sentido aristotélico, es decir, como monarquía opuesta a una tiranía; y esta era una fórmula propia del Antiguo Régimen, al menos en la tradición escolástica española que subrayaba la oposición entre monarquía y la tiranía (llegando incluso a justificar en algunos casos el tiranicidio).
Y con todo, si seguimos leyendo, advertimos como Jovellanos, a la vez que utiliza estas fórmulas del Antiguo Régimen al mismo en que habla de la Nación Española, está aceptando los principios de una constitución nacional en sentido político, aún cuando ponga estos principios en nuestra propia historia (algunos consideran por ello a Jovellanos como un «precursor» de Savigny) cuando establece que nuestros soberanos no son absolutos en el ejercicio del poder ejecutivo (porque la Nación tienen derecho a representarse contra sus abusos) ni menos aún en el poder legislativo (pues las Cortes proponen las leyes), ni en el ejercicio de la potestad judicial. Y todo esto «por el carácter de la soberanía según la Antigua y venerable constitución de España». Se diría que Jovellanos está de este modo rechazando los proyectos de una nueva constitución escrita, pero no tanto en el nombre del absolutismo que la resiste, ni tampoco en nombre exclusivo de unas «leyes históricas no escritas», sino en el nombre de la historia (de la Nación histórica) en la que ve a España como poseedora ya de su propia constitución expresada a través de los textos de nuestra tradición, desde el Fuero Juzgo y las Partidas, hasta el Ordenamiento de Alcalá. Porque, «¿qué otra cosa es una constitución que el conjunto de leyes fundamentales que fijan los derechos del soberano en los súbditos y de los medios saludables de preservar unos y otros?»
En resolución: cabe decir que la Idea de Nación de Jovellanos tiene ya las alas del ave política moderna pero conserva aún las escamas del reptil. La Idea de Nación de Jovellanos ocuparía así, en la serie evolutiva de las Ideas de Nación (desde el género II de las Naciones históricas hasta el género III de las Naciones políticas) el lugar que al Archeopteris lithographica le corresponde en la serie evolutiva de los vertebrados.
4. Simplificando, nos arriesgaríamos a decir que la principal referencia histórica que la «izquierda» puede fijar en el momento de establecer una Idea de España que pueda considerarse vinculada a la Nación política es la Constitución de 1812. En la medida en que esta Constitución representa la ruptura con el absolutismo del Antiguo Régimen podremos [26] considerarla como liberal o de izquierda (de hecho la Constitución del 12 fue suspendida por Fernando VII durante la «ominosa década»). Y esto nos permitirá decir que fue la propia izquierda española, y no la derecha absolutista, aquella que definió por primera vez a España como Nación política y, por cierto, incluyendo en la unidad nacional de España no solamente a los individuos pertenecientes a los diferentes reinos o regiones peninsulares o de las islas adyacentes, sino también a los individuos que pertenecían a los diversos «reinos» o regiones ultramarinas. Artículo 1º: «La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Artículo 3º: «La soberanía reside en la Nación». (Artículos que, por nuestra parte, interpretamos como una corroboración de la tesis según la cual la Nación política no precede al Estado sino que lo presupone, refundiendo en él a las diferentes nacionalidades étnicas que estaban integradas en su estructura.)
También es verdad, como es sabido, que la nueva Idea de España que realmente iba a existir a lo largo del siglo XIX fue, en gran medida, el resultado del enfrentamiento de las guerrillas contra Napoleón (de la «acción sin ideas», junto a las «ideas sin acción» de las Cortes de Cádiz, según la célebre fórmula de Marx); y no cabe olvidar que los guerrilleros, muchas veces, al luchar contra Napoleón, querían antes la guerra que la revolución, porque creían estar luchando contra el Anticristo (es decir, estaban más cerca del padre Zeballos que de los constitucionalistas). En todo caso, y una vez separadas las repúblicas americanas, fue la política de los gobiernos liberales (de la «proto-izquierda» burguesa), ya fueran moderados, ya fueran progresistas, aquella que moldeó la Idea de España como Nación política (Conde de Toreno: «Formar una Nación sola y única»; Mendizábal: «Formar un todo de esta Monarquía casi con tantos Estados como provincias»; Artículo 1º del proyecto constitucional de 1856: «Todos los poderes públicos emanan de la Nación en la que reside esencialmente la soberanía»). Y, por cierto, la conformación de la Idea de España como Nación política, por obra principal de los liberales y, en general, de los diputados de Cádiz, se llevó a efecto con una originalidad muy notable respecto del modelo francés, demasiado inclinado al «universalismo abstracto» o, como suele decirse, «cartesiano». La Constitución de 1812 no quiso tirar por la borda la historia de España, ni sus antecedentes históricos. La «constitución interna» de España, su constitución histórica (como decía Jovellanos), habrá de ser tenida en cuenta. La Constitución del 12 se redacta, de hecho, en gran medida, a título de refundición de las tradiciones de los reinos de Castilla o de Aragón, del Fuero juzgo, de las Partidas o del Ordenamiento de Alcalá, &c., como explícitamente podemos constatarlo leyendo el Discurso preliminar escrito por Argüelles. Se ha subrayado muchas veces, además, cómo la Constitución de Cádiz fue modelo, no sólo de la Constitución de Portugal y de la de Italia, sino también de las constituciones de las Repúblicas americanas.
5. Las denominaciones «izquierda» y «derecha» no pasan a los reglamentos parlamentarios hasta muy tardíamente, hasta el primer reglamento de 1931 que, en su artículo 11, contempla la formación de fracciones o grupos parlamentarios (en el Reglamento de 1934 se establece que los diputados ocupen sus escaños según el lugar asignado a su partido; en las Cortes actuales, desde 1977, los diputados toman asiento según el grupo parlamentario del que forman parte: los diputados del PSOE se sientan a la izquierda del presidente y los diputados del PP a la derecha).
Sin embargo es evidente que las denominaciones «izquierda» y «derecha» son anteriores a los reglamentos de la II República. Una atención especial habrá que prestar a los años del «sexenio revolucionario», porque es entonces cuando los términos izquierda y derecha se hacen explícitos en el Parlamento, y porque aparecen asociados precisamente a los valores de la izquierda de la «tercera generación», propios de la I Internacional (la izquierda «proletaria», a diferencia de la «izquierda burguesa», parecía más preocupada por el inter-nacionalismo que por el nacionalismo). Sin embargo, será la generación de los valores asociados a la izquierda liberal la que llegará al poder durante la I Republica, en el año 1873, hasta que el general Pavía entre en el Parlamento (3 de enero de 1874). El partido llamado «Izquierda dinástica», que buscaba la canalización de la gran corriente liberal, se fundó en noviembre de 1882 (pero el libro de Santiago Alba, La izquierda liberal, no será presentado hasta 1919). Sin embargo, a los presidentes de la I República (de «izquierdas») podemos encontrarlos encarnando tanto valores de la izquierda de primera generación, como valores de la izquierda influidos por el anarquismo. Particularmente esto es cierto en el caso de Pi y Margall, el creador de la Idea federalista de España, que hoy han heredado muchas corrientes que militan en la social-democracia y, desde luego, en Izquierda Unida.
El periodo decisivo para la investigación de las izquierdas españolas es el que transcurre entre la constitución 1876 y la constitución de 1978. Un «bloque de izquierdas» se constituyó en 1909, frente al maurismo. Pero, en general, es durante este siglo cuando se irán diferenciando las distintas Ideas de España adscribibles a alguna forma de izquierda, a alguna familia de sus valores. Y será a raíz del 98, la fecha simbólica del final del Imperio español, cuando la discusión nacional «sobre España» alcanzará su clímax.
Una importante corriente de izquierda se polarizará hacia los valores de la I Internacional en su forma más moderada, es decir, hacia el federalismo, levantando la bandera del «principio de autodeterminación de los pueblos» y llegando con frecuencia a posiciones liquidacionistas de la Nación española. Las fuentes anarquistas del federalismo son evidentes; sin embargo el federalismo no puede poner límites internos a las unidades sociales constituidas por federación (¿por qué una Federación española y no una Federación anarquista ibérica? ¿Por qué una Federación ibérica y no también una Federación europea, o ibero-marroquí-argelina?). Estas corrientes confluirán muy pronto, y a veces de modo turbulento, con el internacionalismo proletario de cuño marxista-leninista (en las vísperas de la Revolución de Octubre: El marxismo y la cuestión nacional es de 1913) y con el austro-marxismo (que predicará, con Otto Bauer, el nacionalismo cultural, que tanta influencia, directa o indirecta iba a tener en la inspiración de algunos «padres de la patria» socialdemócratas y comunistas de la Constitución de 1978).
El componente anticentralista del federalismo evolucionó muy pronto hacia el soberanismo proclamado en algunas partes históricas de España, principalmente en el País Vasco y Cataluña. Sin embargo, ¿quién podría considerar como un proyecto de izquierda el proyecto soberanista del PNV de Sabino Arana? Así lo creen muchos de sus actuales cabezas visibles aplicando una definición meramente posicional de izquierda: «Es de izquierda todo aquello que se opone al franquismo». Mutatis mutandis, Cataluña. [27]
Las ulteriores generaciones de valores de izquierda, y en particular, los valores del marxismo leninismo, se hacen presentes en España ya durante la II República. En su programa electoral del 15 de febrero de 1936 el Partido Comunista de España se sitúa ya explícitamente frente a la «burguesía izquierdista». Durante la II República los parámetros se mantuvieron dentro de la Idea de España republicana de signo tradicional (Azaña, Madariaga, &c.) o «radical-socialista» (Albornoz, Marcelino Domingo). Pero estos parámetros fueron ya discutidos en torno a la cuestión de los Estatutos (¿dónde habría que clasificar a Ortega, entre las izquierdas o entre las derechas?). Y por supuesto, la reacción representada por la Guerra civil y la Idea de España que se forjaron no solo desde el «lado nacional», sino desde el «lado republicano», manteniendo muchas veces el parámetro de la Nación española: Miguel Hernández, Prieto, la ideología de las Brigadas Internacionales, que buscaban intervenir en la Guerra civil «para defender a la Nación española del peligro de su reabsorción por parte de las potencias fascistas». «La guerra del 36 –dice certeramente César Alonso de los Ríos en La izquierda y la nación, 1999, pág. 85– fue una emulación trágica de los dos bandos en el fortalecimiento de la Idea nacional. Las dos Españas se enfrentaron a muerte por ser exactamente ellas mismas. Por ello, Miguel de Unamuno escribe en sus últimos días que no hay dos Españas, que es una sola, como corresponde al suicidio.»
Decisiva fue la orientación que el PCE tomó en los comienzos de la Guerra Civil (El problema de las nacionalidades a la luz de la guerra popular por la independencia de la República española, de Vicente Uribe, Ministro y miembro del ejecutivo del PCE): si en los tiempos de la Monarquía burguesa tenía algún sentido destruir la Nación española este sentido se perdía en los tiempos de una guerra popular nacional, en la cual, «los intereses específicos, la pequeña patria de los catalanes, vascos y gallegos se ha convertido (dice Uribe) en parte inseparable de los intereses generales de la Gran Patria». Es cierto que al acabar la II Guerra Mundial el PCE reconsiderará la cuestión de los nacionalismos, por el argumento de que el franquismo podría considerarse como un medio de fortalecimiento del Estado burgués opresor. En esta línea se decantó, al terminar la II Guerra Mundial, el pleno del Comité Central del PCE (Toulousse, 1945). Pero la crítica a esta línea iba a venir del propio Stalin, que sabía, desde antes de la I Guerra Mundial, que el principio de la «autodeterminación nacional» implica también el «principio de autodeterminación de las secciones regionales del propio partido Comunista». Las políticas de «reconciliación nacional» y del «entrismo» estaban así ya prefiguradas y con ellas las posibilidad de la transformación de los «sindicatos verticales» en las grandes centrales sindicales (Comisiones Obreras, UGT) como instituciones de carácter público.
Sobre todo, será preciso analizar las interpretaciones de España que en la transición (los equilibrios de Solé Tura, representante del PCE en la ponencia constitucional defendiendo la tesis absurda de una «Nación de naciones capaz de culminar en un Estado de Estados») y en el periodo de la «España de las autonomías» han ido ofreciendo tanto las diversas corrientes políticas, como las diversas corrientes de la Iglesia católica asociadas a aquella. Es ahora cuando mayores dificultades encontramos al problema de «identificar» los tipos conceptuales desde los cuales se mueven tales interpretaciones.
6. Acaso un signo de la dificultad que en nuestros días encontramos para delimitar el sentido de cada «valor» de la izquierda y de sus relaciones con la España actual estriba en la tendencia (sobre todo a propósito del País Vasco) a desplazar los debates ideológicos hacia un terreno abstracto, «nomotético», respecto de los parámetros «idiográficos» que consideramos están en el fondo de la cuestión. En efecto, es el parámetro «España» el que suele ser sistemáticamente eliminado en los debates y en las campañas electorales. Y no ya porque el término «España», como término tabú, sea sustituido por eufemismos tales como «Estado español» o «este País» (o «el País»), sino porque en los debates el término España se sustituye por términos no paramétricos-idiográficos tales como «democracia», «libertad», «diálogo», «derechos humanos», «Estado de derecho», «identidad cultural», «no violencia», incluso «Europa» o «Constitución» (a veces la «frontera sur de Europa» o incluso la «globalización»). Pero la abstracción de este parámetro «España», como Nación, significa que los partidos de izquierda que la practican (aunque sea por motivos tácticos: no nombrar la soga en casa del ahorcado) se vuelven de espalda a los valores de izquierda de primera y segunda generación, y también a los valores de izquierda de cuarte y quinta generación, y se alinean de hecho, a lo sumo, con los valores de la tercera generación, es decir, con los valores del anarquismo humanista, en la forma suavizada de liberalismo y de la sustitución de los valores políticos por los valores éticos, por los Derechos humanos. [28]
Por nuestra parte suponemos que el «problema vasco», en cuanto problema político, no es un problema de libertad (los soberanistas piden la suya), ni de democracia (aquí ocurre otro tanto), ni de Estatuto o de Constitución (los soberanistas quieren precisamente cambiar la Constitución y el Estatuto). El problema vasco, desde un punto de vista político, es un problema de secesión. Un porcentaje importante de vascos (acaso un tercio) quiere separarse de España; dos terceras partes del País Vasco, junto con los demás españoles, su inmensa mayoría, no quieren esa separación porque consideran como suyo al País Vasco, o bien consideran como suya a España. El conflicto se plantea, según esto, como un conflicto de voluntades políticas y de derechos entre España y una parte suya que busca la secesión. Aquí nada tiene que hacer, por tanto, la «libertad», la «democracia», la «Constitución» o el «Estado de derecho». Y por eso la cuestión es esta: ¿Por qué nadie nombra a España en este pleito? Se condena a ETA como a una organización que conculca los derechos humanos antes que como una organización que proyecta la secesión del País Vasco de España; con ello no se reivindica, por parte de España, su derecho a mantener el País Vasco como una parte de la Patria. Los nacionalistas salen a la calle con sus ikurriñas, pero quienes se manifiestan contra el terror etarra no llevan banderas españolas, sino a lo sumo pancartas llenas de palabras abstractas: libertad, derechos humanos, &c. Cuando se invoca el diálogo, también se significan cosas diferentes para los partidos nacionalistas y aún para la Iglesia dialogante: porque, según las circunstancias, pedir el diálogo es tanto como reconocer a ETA el derecho a que se dialogue con ella sobre la posibilidad de una autodeterminación circunscrita al propio territorio vasco. Y lo mismo se diga de los términos «democracia», «Estado de derecho» o «Constitución». ¿Acaso el PNV no busca la democracia en un Estado independiente del Estado español? ¿Acaso el PNV no busca una Constitución propia y un Estado de derecho pero independientes del Estado de derecho español? Condenar los asesinatos de ETA, como suelen hacerlos los obispos y tantos políticos, como violaciones sangrantes de los derechos humanos, o de los deberes cristianos, equivale a asumir una perspectiva ética y no política. Otro alcance tienen las condenas del terrorismo etarra en nombre de la Unión Europea. Pero buscar en la Unión Europea la justificación de la condena del terrorismo, es tanto como considerar «reabsorbido» el parámetro España, sin contar que también los soberanistas vascos o catalanes se consideran europeos. Lo que es un modo de decir que si España juega algún papel en el conflicto es por su condición de ser parte de Europa. A esta consecuencia conducía en realidad la visión que Ortega tuvo de España en su España invertebrada y en su famosa fórmula «España es el problema y Europa su solución»; consecuencia agravada cuando la consideramos desde la perspectiva de la Comunidad Hispánica, porque entonces la Idea de España de Ortega, por ejemplo, resulta estar insertándose en esa tradición, de hecho «antiespañola» que, desde América, sólo valorará a España en la medida en que ésta era una «parte de Europa», acaso un puente hacia ella que convendría romper una vez que se hubiese traspasado: es la tradición de Sarmiento en su Facundo. Incluso cuando, desde el partido del gobierno, se combate el soberanismo de algunas corrientes políticas invocando la condición arcaica de las autarquías, se sigue incurriendo en la misma abstracción de parámetros, porque lo que se les objeta a los soberanistas es su proyecto de emancipación de España en cuanto «mercado natural» suyo; pero los soberanistas no se reconocerán en esta acusación de autarquismo porque ellos no pretenden romper con el mercado europeo ni tampoco, a través de él, con el mercado español.
7. Una y otra vez se habla de las expectativas de «reconstrucción de la izquierda» una vez desaparecido el «socialismo real» tras las embestidas del capitalismo liberal. Lo más asombroso es que se citen a veces, como indicios (en la España del 2001) de esta recuperación, a fenómenos tales como los de las manifestaciones contra el Plan Hidrológico Nacional (como si el plan propuesto fuese de derechas por haber sido defendido por el gobierno del PP), o el apoyo a las marchas de los inmigrantes ilegales. En estas ocasiones no se precisa qué tipo de izquierdas se supone está reconstruyéndose, y se confunde el ideal lejano de una izquierda en busca de una sociedad del bienestar, pero sin clases, con una izquierda real, positiva, con organizaciones, proyectos y planes capaces de movilizar a la gente.
Quien no quiera «engañarse» o engañar a los demás (poniendo como objetivo político principal de la izquierda la federalización o la balcanización de España, por ejemplo) ha de reconocer que las diferencias positivas entre los partidos o coaliciones nacionales autoconsideradas de «izquierda» (el PSOE, IU) y el partido nacional considerado, por sus enemigos, de «derechas» (el PP, que se autoconsidera de centro), a la altura de los principios del siglo XXI, se mantienen, si existen, en otro lado. Tan correcto como decir que la izquierda se ha derechizado, sería decir que es la derecha la que ha asumido las orientaciones de un racionalismo político democrático muy próximo al que mantuvo la izquierda social-demócrata, y que a veces llega a alcanzar posiciones incluso más a la izquierda que las que antiguamente ocupaba esta. Esto no significa que la «izquierda» y la «derecha» se hayan confundido enteramente, sino que las diferencias se mantienen en otro plano. Mejor que hablar de una convergencia de las corrientes de izquierda y de las de derecha, sería acaso hablar de una evolución conjunta de sus cursos respectivos, que puede llevar a las corrientes de la derecha hacia pendientes izquierdistas que determinarán su cruce o intersección con corrientes tradicionalmente consideradas de izquierda.
En cualquier caso, si España puede ser vista «desde la izquierda» como una «magnitud política» de mayor relevancia que la que pueda convenir, por ejemplo, a Cerdeña, a Bretaña, a Albania o al País Vasco, lo será precisamente desde la característica de la universalidad, definida desde una plataforma política efectiva y no meramente negativa e intencional. Dicho de otro modo: España, sobre todo por su vinculación a la Comunidad Hispánica puede ofrecer, al menos en principio, una plataforma para la acción política, de un alcance incomparablemente más potente, que el que pueda ofrecer Cerdeña, Andorra, Albania o el País Vasco, cuyo alcance, en este terreno es próximo a cero. Pero nos limitaremos por nuestra parte, como conclusión de estas páginas, a formular la siguiente interrogación: ¿No es cierto que la «izquierda», si bien encuentra grandes dificultades para fijar una definición de la unidad política de España en premisas doctrinales firmes, según los valores de la función izquierda que considere, los encontrará insuperables para defender la posibilidad o la conveniencia de una «balcanización» o incluso de una federalización de España desde premisas doctrinales de izquierda más o menos firmes?