SAN ROSENDO, OBISPO Y ABAD (original) (raw)

1 de marzo

SAN ROSENDO, OBISPO Y ABAD

(† 977)

..."Y dicen que el obispo imberbe —dieciocho abriles— modific� las armas de sus ascendientes, quitando los adornos a la "cruz deaurata" y cambiando el alfa y omega por un comp�s y un espejo"...

"�Por qu� —le preguntar�an hoy los reyes de armas—, �por qu� ese cambio en su escudo?"

A diez siglos de distancia, y con la historia en la mano, me atrevo a responder yo, sin temor a herir la humildad del hijo de don Gutierre:

Prefiero la cruz sin los tres globitos que remataban sus brazos, porque el nuevo prelado quer�a implantar la bandera de la aut�ntica "cruz" de Cristo —de la cruz sin falsear— en su di�cesis y en todos sus dominios. Quiso que esa "cruz" sencilla siguiese siendo de oro, porque ve�a en el "oro" de la cruz de sus mayores el oro de ley, de las vidas crucificadas. Exigi� en el escudo un "comp�s", porque opinaba que, para crucificarse con Cristo, deb�a a�adir al s�mbolo de la Redenci�n el comp�s de la vida, sometida en todo momento a una regla. Mand� que, paralelo al comp�s, hubiese un "espejo", porque, puesto por Dios sobre el candelero de la c�tedra episcopal, se cre�a obligado a ser espejo para todos: lo mismo para los nobles, que para los plebeyos y para los esclavos...

Seg�n eso, el escudo de armas de San Rosendo es su mejor retrato; no s�lo porque en �l resaltan los tres rasgos m�s caracter�sticos de su vida privada: su crucifixi�n en la cruz del deber, su santificaci�n en el molde de un plan o regla de vida, y su constante e intachable ejemplaridad; sino tambi�n, porque, adem�s, en �l se sintetiza toda su labor social y apost�lica, esa labor que cifr�: en emplear y recomendar el empleo de las riquezas —oro— en el servicio del Crucificado —cruz—, levant�ndole iglesias y monasterios; en poner orden —comp�s— en las familias y en los pueblos de aquella �poca tan agitada; y en exigir la limpieza de coraz�n —espejo— a los eclesi�sticos y a los fieles de aquella edad de hierro del cristianismo.

Estudiemos, pues, ese su escudo, hecho vida por �l mismo en su peregrinar hacia Dios durante setenta a�os, y descubriremos la figura del patriarca de los monjes del noroeste de Espa�a.

Los portugueses, con don Rodrigo de Acu�a a la cabeza, tratan de hacerle nacer por casualidad en Portugal, a unas cuatro leguas de Oporto.

Los gallegos y la tradici�n quieren que haya abierto sus ojos a la luz en Salas, pueblo de la provincia de Orense.

Respeto la opini�n del arzobispo de Lisboa, don Rodrigo, y la de los cronistas que copiaron de �l. Pero me quedo con la tradici�n. En primer lugar, porque no me merece cr�dito un cronista que, siendo oriundo de Galicia, se constituye en defensor infatigable de la Casa de Braganza y se presenta como un enemigo declarado de los gallegos. En segundo lugar, porque la l�gica de los hechos as� lo exige: Santa Ilduara era oriunda de Puertomar�n (Lugo); de ordinario viv�a en las posesiones que su esposo don Gutierre ten�a en la cuenca del Arnoya (Orense); cuando en 907 Alfonso III emprendi� la marcha contra Coimbra, llevando consigo al conde don Gutierre, que era uno de sus principales caudillos, �vamos a creer que don Gutierre iba a consentir que su esposa, do�a llduara, subiese, en estado, por la V�a Romana de Astorga a Braga, las monta�as del Jur�s, Santa Eufemia Y Porteladome —tres leguas de cuestas empinadas y de despe�aderos peligros�simos— y recorriese, entre soldados y carros de guerra, las otras catorce leguas que separan a Porteladome de Oporto? �No parece m�s humano que la dejase con sus familiares en Puertomar�n o en alguno de los pazos que pose�a entre las actuales villas de Ginzo, Bande y Allariz? Opino con la tradici�n que la dej� en un pazo a orillas del r�o Salas.

La tradici�n reza como sigue:

"No era est�ril la condesa. Pero se le mor�an los hijos, reci�n nacidos. Una vez que el conde don Gutierre se fue en la expedici�n de don Alfonso III contra Coimbra, vino Ilduara, su esposa, a orar a este valle. Estando aqu�, una ma�ana, subi� a la ermita de San Salvador, sola y descalza, y llorando. Lleg� fatigad�sima. As� y todo, se puso enseguida en oraci�n. Muy devota de San Miguel, se postr� lo primero ante su altar. All� permaneci� largo rato. De pronto, oy� una voz que le dec�a: "Al�grate, Ilduara, que tu oraci�n ha sido atendida. He aqu� que concebir�s y dar�s a luz un hijo que ser� grande delante de Dios y de los hombres". Y sucedi� as� como el arc�ngel le profetiz�. Santa llduara, para agradec�rselo, mand� construirle una iglesia en aquellos contornos. Al terminarla, le naci� el ni�o, Pensaba bautizarle en San Salvador. Pero, al subir unos carreteros al monte con la pila bautismal de la parroquia, se les rompi� el carro. Fueron a buscar otro. Y, mientras tanto, San Miguel se llev� la pila a su ermita. Entendi� la condesa que, con aquella faena, el �ngel quer�a indicar su deseo de que fuese bautizado el ni�o en la nueva iglesia; y as� lo orden� a los suyos. Le pusieron por nombre Rosendo. Sucedi� todo esto a finales del siglo nono o a principios del diez".

Como todas las tradiciones, la de San Rosendo lleg� a nosotros envuelta en las gasas de la leyenda. La bola de nieve, al dar vueltas y vueltas, a trav�s de los siglos, false� algunos hechos y ocult� otros. Por ejemplo: hoy, a la luz de los documentos hist�ricos, es insostenible el mayorazgo de San Rosendo, pues el mayor de los hijos logrados de don Gutierre y de Santa Ilduara consta que fue Munio, el que asisti� el 27 de septiembre de 911 a la junta de prelados y magnates convocada por Ordo�o II en Aliobro (Portugal) y el que fue padre de don Arias, sucesor de su t�o San Rosendo en la mitra mindoniense. A la luz de esos mismos documentos hist�ricos tampoco se puede sostener ninguna enmarcaci�n exacta del pazo en que naci� el Santo. As� y todo, la tradici�n es ver�dica en lo sustancial del relato: que el nacimiento fue anunciado por San Miguel y que el bautismo revisti� mucha solemnidad.

El nacimiento tuvo lugar el 26 de noviembre del 907. El bautismo, a los pocos d�as. En �l actu� de bautizante Sabarico, t�o del reci�n nacido. Con tal ocasi�n la nobleza felicit� a los condes. Todos los colonos hicieron fiesta. Los esclavos, que recibieron la libertad aquel d�a, saltaron de gozo. Hubo regocijo general.

Don Gutierre, en acci�n de gracias, sin dejar sus cargos, se dedic� en adelante a fundar monasterios y reconstruir iglesias. H�bil gobernante y cristiano piadoso, transfundi� a su hijo el rico legado de su car�cter robusto.

Do�a Ilduara, por su parte, fue dotando las iglesias y monasterios que su marido constru�a, con fincas, con vestiduras, con vasos sagrados. Noble y desprendida, fervorosa y santa, mereci� el premio que le profetizara el mensajero celestial: "un hijo grande delante de Dios y de los hombres".

Rosendo, vencida la cuesta de la infancia, pas� a Mondo�edo con su t�o paterno, Sabarico II. En los claustros de la iglesia episcopal aprendi� los latines e hizo sus primeras escaramuzas por la sagrada Biblia. De sus a�os all� dicen los bi�grafos: "Juventud con peso de anciano; palabras dulces y eficaces; nada de infantilismos ni de vanidades del mundo; amigo de la soledad y de la oraci�n; aplicado en sus estudios, modesto y grave aunque sin desabrimientos; alegre y feliz, pero sin ligerezas; de rostro agradable; de estatura mediana"... Cuando uno se encuentra en los cronicones con fichas escolares como la precedente, siente la tentaci�n de preguntar: �no ser�n elogios de relleno? En el caso del hijo de Santa Ilduara la negativa nos la dan los reyes, los prelados y los nobles que le asocian desde sus doce a�os a su gobierno, y a sus decisiones, y a sus escrituras; el 18 de mayo de 919 ya suscribe en la corte de los reyes de Le�n, con los prelados y con los magnates, el diploma que su t�o Ordo�o II concede a aquella iglesia.

No sabemos cu�nto tiempo ni en qu� a�o, pero parece indiscutible que pas� una buena temporada en alg�n monasterio benedictino, que pudo ser muy bien el de San Salvador y Santa Cruz de Puertomar�n. En �l estudio letras y ciencias. En �l sabore� la Sagrada Escritura y ley� a los Santos Padres. En �l dicen algunos que fue abad durante unos meses. En �l quiz� le sorprendieron los que le llevaban la mitra episcopal. En �l, al menos, se retir� para medir sus fuerzas antes de dar el s�. En �l, sin duda, or� a Dios de esta manera:

"Se�or, cuando en mi casa paterna yo crec�a entre el relinchar de los caballos y los gritos de los hombres de guerra, T� me arrancaste de aquel ambiente. Cuando, despu�s, pas� unos a�os con mi t�o, en Mondo�edo, entre cl�rigos y cortesanos, T� me trajiste a este remanso de paz... Soy feliz con mis estudios y con mis rezos. Me encanta la soledad y el olor a tojo. �Por qu� te acordaste ahora de m�? D�jame saborear la cruz desnuda de la pobreza, de la castidad y de la obediencia. D�jame vestir el h�bito de San Benito..."

Y all�, en la confusi�n de su mente y en lo encontrado de sus sentimientos, tuvo la revelaci�n de que hablan todos sus bi�grafos: de que su cruz era la mitra.

Hacia Mondo�edo, por el camino, las espinas de los tojos pinchaban sus pies delicados. Pero el oro de sus flores llenaba, al mismo tiempo, su alma ambiciosa. Cruz-oro, trabajo-m�rito, apostolado-santidad, dolor-cielo. Ese era el programa que gritaban a sus o�dos los espinosos tojales que florec�an en oro en aquel invierno del 925, cuando �l contaba apenas dieciocho a�os.

Mondo�edo —tierra verde, regada como el para�so terrenal por cuatro r�os— le recibi� con los brazos en cruz. Lo mismo el clero que el pueblo yac�an sepultados en el marasmo consiguiente a la p�rdida irreparable de su pastor Sabarico II; y lo mismo los nobles que los plebeyos y que los esclavos viv�an en continuas y enconadas luchas: estaban en la cruz de la orfandad y en la cruz de las desavenencias. En circunstancias tan cr�ticas necesitaban el santo que les ense�ase a sacar gusto a su cruz, entusiasm�ndoles con la cruz de Cristo; el sabio que enfocara y centrara sus vidas desordenadas, calmando los �nimos perturbados e insatisfechos; el guerrero que humillara de una vez a los perturbadores de la paz. Todo eso esperaban del descendiente de los Arias. Todo eso promet�a y hac�a esperar el peso, y el saber, y la nobleza de Rosendo.

Sentado en la silla de su t�o, lo primero que pidi� a Dios fue la paz.

Para conseguirla, empez� por reconstruir, ayudado de sus padres, los monasterios e iglesias que lo necesitaban. Con ello seren� y conquist� a los abades de toda Galicia, la nobleza eclesi�stica de entonces.

Emparentado por l�nea paterna y materna con reyes y condes —la nobleza civil de aquellos tiempos— se granje� enseguida su amistad reconciliando a unos, dirimiendo las contiendas de otros, aconsejando a sus parientes los reyes de Le�n...

De profundos sentimientos humanitarios, sufr�a horrorosamente ante los abusos con la esclavitud. Eso le llev� a trabajar por su abolici�n, empezando por dar �l paulatinamente libertad a sus esclavos; y siguiendo por recomendar lo mismo a los nobles y se�ores. Con eso se convirti� en el padre de todos los libertos. Con eso centr� en si todas las esperanzas de todos los que aspiraban a la libertad. Y con ese calm� los �nimos de todos los oprimidos.

Esa triple actividad del hijo de Santa llduara: en el orden monacal, en el orden militar y pol�tico y en el orden social, refleja el car�cter singular, por lo multiforme, de su episcopado en Mondo�edo.

Lo segundo que pidi� San Rosendo al Se�or desde la silla de su t�o fue la gracia de retornar a la vida ordenada del claustro.

"Y sucedi� que, hall�ndose una vez en oraci�n en el monasterio de Caaveiro, le revel� el Se�or que era su voluntad que fundase un gran monasterio en el lugar de Villar, en tierra de Bubal, a orillas del Sorica o Sorga, afluente del Arnoya. Esta revelaci�n debi� tenerla hacia el a�o 934; por ella comprendi� San Rosendo que el nuevo monasterio hab�a de ser su lugar de descanso."

El primer paso que dio fue asegurar la posesi�n del solar, consiguiendo que su hermano Fruela y su prima Jimena cediesen todos sus derechos sobre la finca de Villar a favor del futuro monasterio.

Asegurada la posesi�n, en aquel valle de la provincia de Orense, "donde los vientos eran apacibles, los bosques bienolientes, el riachuelo suave y la soledad mucha", se oy� por primera vez el martillo y tableteo de los que preparaban andamiajes. A los pocos d�as, el repiqueteo desacompasado de los canteros hizo pensar en el pr�ximo repique de las campanas y en la salmodia r�tmica de los futuros monjes.

Ocho a�os. Donaciones de ricos y de pobres. Sobre todo, de Santa Ilduara. Idas y venidas del obispo de Mindoni. Entusiasmo en todos. Expectaci�n.

Y el 25 de septiembre del a�o 942 —domingo— San Rosendo vio coronados sus anhelos. Recibi� el abrazo fraternal y de felicitaci�n de once obispos —los de los reinos de Galicia y Le�n—. Le besaron afectuosamente la mano veinticuatro condes. Le reverenciaron como a padre y pastor larga serie de abades, presb�teros, di�conos, monjes. Y oy� los aplausos de la muchedumbre, entusiasmada ante la grandiosidad del monasterio y la solemnidad del acto.

Consagrada la iglesia y firmada la escritura de dotaci�n, en la que nos dej� un perfecto retrato de su alma, entreg� el b�culo de Celanova (que as� se llam� desde entonces Villar) al monje Franquila, abad que hab�a sido de Ribas del Sil. Y Celanova fue en adelante el blanco de las miradas de todos los fieles, el espejo de todos los monasterios de Galicia, y la heredera casi forzosa de todos los familiares del Santo y de muchos condes y reyes del noroeste de la Pen�nsula.

El fundador de Celanova se volvi� a su Mondo�edo. All� sigui� apagando rencores, satisfaciendo avaricias, pacificando matrimonios, sofocando conspiraciones, serenando �nimos... De vez en cuando se le recrudec�a la tentaci�n de Puertomar�n:

—Los nobles creen. Los dem�s, tambi�n. Pero las pasiones, que los siglos legaron a unos y a otros, no se calman con un soplo. �Qu� habr� hecho yo para que el Se�or me condene a esta lucha y a este destierro? �Si mi mundo es el claustro!...

Otras veces recordaba la visi�n de Caaveiro:

—Se�or, ya est� terminada la Celanova. �Ha llegado la hora de irme?

Y un d�a cay� en la tentaci�n de renunciar a la sede mindoniense. Y otro, se arrodill� ante San Franquila, abad de su monasterio, y le habl� as�:

—Padre, el h�bito y un rinc�n.

Y otro, le vieron los monjes como uno de tantos, rezando y estudiando, y trabajando...

Fue feliz, lejos de los negocios y de los nobles y de las responsabilidades de la mitra. S�lo tres personas turbaron su paz: el �ngel de su guarda, su madre y el rey. El �ngel de su guarda porque bajaba al coro a rezar con �l y le alumbraba con sus alas de luz, y le obligaba a profetizar el futuro, y le infund�a compasi�n para que curara a los enfermos y resucitara a los muertos... Su madre porque cada d�a le llegaba con una nueva donaci�n y porque, despu�s de asegurar detr�s de s� una espl�ndida estela de santidad, muri� como los justos en su monasterio de Vilanova —a cuatro kil�metros de Celanova— el 20 de diciembre del 948. El rey Ordo�o III porque le sorprendi� con la orden siguiente:

"Ordo�o rey, al padre y se�or Rosendo: Salud en el Se�or. Por el mandato seren�simo de este nuestro decreto te encargamos el gobierno de la provincia que mand� tu padre y terrenos adyacentes hasta la mar, de suerte que todos concurran all� a obedecerte en las cosas de nuestro servicio y cuanto dispongas lo cumplan sin excusa ninguna. Dado el 19 de mayo del a�o 955."

Es �sta otra faceta de la vida de San Rosendo. La patria le arranc� de la paz de su celda. Por la patria, monje se troc� en gobernador. Y por la patria sus labios, que sab�an bendecir y salmodiar, ahora dieron �rdenes y refrenaron abusos; sus manos, que hab�an empu�ado el b�culo y consagrado iglesias, ahora sujetaron las riendas de un caballo de guerra y blandieron la espada.

Durante su gobierno cruzaron los moros el Mondego y llegaron hasta el Mi�o, como una ola de sangre y de terror. Enterado nuestro h�roe, les sali� al paso. Y les oblig� a retornar, maltrechos, a sus reales.

Poco despu�s —en 968— tuvo lugar la invasi�n de los normandos. Un a�o entero de robos, de incendios, de profanaciones, de raptos... de horror. San Rosendo, mientras reuni� y arm� a sus tropas, dej� que se cebara la furia y la avaricia de los invasores. Cuando vio que, cargados de despojos, intentaban embarcar para sus tierras, lanz� contra ellos al conde don Gonzalo. Y los hijos de Od�n, impetuosos como su dios Thor, se encontraron con que hab�an agotado el furor salvaje de las valkirias y con que les arrollaba la venganza m�s que justa de los ind�genas. Borrachos de triunfos y de botines, se hab�an cre�do inatacables. Pero la realidad fue que, en virtud de la t�ctica y estrategia militar de San Rosendo y del valor del conde Gonzalo, las olas vieron expirar a todos y cada uno al filo de la espada, y el mar acogi� en su seno a sus naves vac�as. Al d�a siguiente, los techos de paja de las caba�as normandas de Foz, Cervo, Villaronte y Ribadeo no echaban humo. San Rosendo, desde lo alto de la Agrela —acantilado cuyos pies lamen las olas cant�bricas— respir� paz y satisfacci�n y agradecimiento popular. Y bendijo las aguas que tragaron a sus enemigos, y las aldeas e iglesias destruidas y a todas las familias afectadas por el horror de la invasi�n.

Y una riada de tranquilidad y de prosperidad inund� a toda Galicia.

Mientras tanto, su libertador, normalizadas todas las actividades industriales y agr�colas, pens� en retirarse de nuevo a las �rdenes de San Manil�n, el sucesor de San Franquila en Celanova.

En esto, hacia el a�o 970, qued� vacante la sede compostelana. Todos le se�alaron a �l con el dedo. Pero su humildad y la esperanza de volver a Celanova le obligaron a negarse. S�lo a instancias de los nobles y de la infanta do�a Elvira, tutora del rey don Ramiro III, acept� la administraci�n provisional d� la di�cesis del ap�stol. Se cuid�, empero, muy mucho de firmar: "Apostolicae Cathedrae et Sedis Iriensis Rudesindus Episcopus commissus". Tem�a que diesen por hecho que aceptaba la propiedad.

Poco tiempo rigi� la di�cesis del ap�stol. Aun as�, en ese breve tiempo, reform�, la disciplina de varios monasterios, revis�, para evitar complicaciones, las escrituras de dotaci�n de las diversas iglesias, asisti� a un concilio en Le�n, acompa�ado de San Pedro de Mezonzo, y contagi� dinamismo apost�lico a los monjes y a los cl�rigos.

Hacia el 974 cay� definitivamente en la tentaci�n de encerrarse en Celanova.

All� pas� sus �ltimos a�os, entregado a la oraci�n y a la predicaci�n. Y a la edificaci�n de los monjes con el ejemplo. El di�cono Egilano, en una donaci�n que hizo a Celanova, le retrata en este per�odo de su vida con estas palabras: "A vos, egregio obispo, se�or Rosendo, padre sant�simo, verdadero maestro, que ense��is a vuestros s�bditos con la palabra y con las obras..."

All� se rode� de un buen grupo de monjes con grandes valores humanos y les dio su impronta de piedad y amor a la cruz, su impronta de disciplina monacal y su impronta de ejemplaridad para todos. Con otras palabras: all� perpetu� el simbolismo de su escudo de armas.

Y all� apag� sus d�as el 1 de marzo del 977, despu�s de haber reflejado en su testamento su fe, su saber escritur�stico, su humildad, su amor a la Orden benedictina, su predilecci�n por Celanova y su deseo de vivir por toda la eternidad como hab�a vivido todos los d�as de su azaroso peregrinar por la tierra: "bajo la providencia de Dios".

Los monjes que cerraron sus ojos, conservaron sus restos mortales como el mayor y mejor de los tesoros del monasterio.

CES�REO GIL