Arte rupestre Patrimonio cultural Territorio Memoria Comunidad Cundinamarca Sabana de Bogota Colombia (original) (raw)

Territorio, memoria y comunidad.

Aproximaci�n al reconocimiento patrimonial del arte rupestre precolombino de la sabana de Bogot�

Diego Mart�nez Celis ciudadanomartinez@yahoo.com

Introducci�n

La cultura, entendida como el conjunto de relaciones mediante las cuales las comunidades interpretan el mundo que las rodea, se expresa a trav�s de m�ltiples manifestaciones; dichas expresiones, resultado de la interacci�n del hombre en un territorio a trav�s del tiempo, constituyen el patrimonio cultural. De esta manera se puede articular el concepto de cultura en tres dimensiones: Comunidad (hombre), Territorio (espacio) y Memoria (tiempo).

El ser humano en su dimensi�n social –la comunidad–, es el gestor de la cultura, actor y espectador, su ejecutor e interprete, el cual se halla inexorablemente inmerso en dos dimensiones existenciales inseparables: el espacio y el tiempo. El territoriocomo escenario en que se manifiestan las expresiones culturales en su dimensi�n espacial, es la porci�n de terreno delimitada o caracterizada por su pertenencia o correspondencia con las comunidades que lo habitan o que interactuan en �l. Esta interdependencia esta mediada por la dimensi�n temporal, que en su cont�nuo fluir imprime din�mica narrativa y variablilidad a las expresiones culturales que con el tiempo adquieren su dimensi�n hist�rica, manifest�ndose a trav�s de la memoria (Fonseca et al, 2005).

En este marco de ideas, se pretende a continuaci�n hacer una aproximaci�n a la caracterizaci�n del arte rupestre precolombino de la Sabana de Bogot� como expresi�n leg�tima y viva del patrimonio cultural colombiano, y no s�lo como un “convidado de piedra” en el papel de una ley declaratoria o de un inventario de bienes culturales*. Esto en contraposici�n a la consideraci�n tradicional de que este tipo de manifestaciones hacen mas parte del anecdotario arqueol�gico (el pasado) que de una realidad actual, y de que la incomprensi�n de su sentido y funci�n originales son un obst�culo para su reconocimiento, inteligibilidad y puesta en valor entre las comunidades del presente.

* La indefinici�n del arte rupestre como objeto patrimonial ante la oficialidad, se hace evidente en los Manuales e Instructivos para inventario de bienes culturales publicados por el Ministerio de Cultura (2006) donde estas manifestaciones son consideradas como bienes de car�cter mueble, como si las pinturas o los petroglifos pudieran ser desplazados o sustraidos de su soporte p�treo (�!), sin hacer la mas m�nima consideraci�n a la significaci�n de su emplazamiento original y de su entorno como partes integrales de su significaci�n.

El territorio

Como objeto arqueol�gico, el arte rupestre tiene la particularidad de encontrarse exactamente en el mismo lugar donde fue realizado, se encuentra intimamente ligado a su entorno. Puede considerarse como una expresi�n sint�tica del pensamiento del hombre y la sociedad que lo ejecut�. Estos sitios son hitos del intelecto enclavados en el paisaje.

Para el caso del arte rupestre de la Sabana de Bogot� y zonas circunvencinas, la dimensi�n espacial, su distribuci�n en el territorio, parece estar condicionada por la diferenciaci�n entre modalidades de ejecuci�n (pinturas / grabados).

Desde las primeras d�cadas del s. xx se ha advertido que parece existir una tajante diferenciaci�n entre las manifestaciones rupestres de la sabana de Bogot� y las de las vertientes hacia las tierras bajas que la circundan. Diversos investigadores (Triana 1922; 1924; Silva 1961; Arango 1974) han propuesto que esto es evidencia de la ocupaci�n diferenciada del territorio por los grupos panches y muiscas que habitaban la regi�n en el momento de la invasi�n espa�ola. De esta manera se ha considerado que los panches (caribes) realizaron grabados, mientras que los muiscas (chibchas) elaboraban pinturas sobre los soportes p�treos.

Sabana de Bogot�. Bogot� D.C. y municipios circunvecinos. Localizaci�n de sitios con Grabados (en negro) y Pinturas rupestres (en rojo). Mapa base: Google Earth, 2009

Miguel Triana (1924) advirti� que las mayores concentraciones de rocas con pintura rupestre se hallaban en los extremos del territorio que ocupaban los muiscas en el s. XVI, como marcando los l�mites con otros grupos (panches, sutagaos, muzos, etc.). Esto se hace evidente especialmente al occidente de la sabana, donde se encuentran grupos de rocas pintadas en los municipios de Sibat�, Soacha, Mosquera, Bojac�, Zipac�n y Facatativ�, en contraste con conjuntos de rocas grabadas en la zona panche de las tierras bajas (San antonio de Tequendama, El Colegio, Tena, Bojac�, Cachipay, Zipac�n, Anolaima, Alb�n, Sasaima, San Francisco). Sin embargo, esta hip�tesis resulta problem�tica toda vez que es evidente que las pinturas rupestres se hallan plasmadas sobre bloques err�ticos de rocas areniscas, las cuales afloran principalmente en las faldas de los cerros que circundan la sabana, la cual era, por lo menos en su vertiente occidental, el limite natural entre los muiscas y panches en el s. XVI. La existencia de pinturas en los cerros de Cota y Tenjo o el Abra en Zipaquir�, y de grabados en Guasca, todas en medio del territorio muisca, matizan la versi�n de que los sitios rupestres representar�an l�mites inter�tnicos en el pasado.

Investigaciones recientes (Arguello, 2009) parecen relacionar la elaboraci�n de petroglifos de la vertiente occidental de Cundinamarca con el perido Herrera, una �poca muy anterior a las ocupaciones panche o muisca.

Si bien, a�n no ha sido posible obtener ninguna fecha ni evidencias contundentes para atribuir la elaboraci�n del arte rupestre a los muiscas, panches o grupos Herrera; sigue primando en la observaci�n de su distribuci�n en el territorio, la diferenciaci�n de la t�cnica mediada por la diferenciaci�n en los entornos geogr�ficos y medioambientales en los que se inscriben (altiplanicie - pinturas / zonas bajas - grabados).

Siendo el arte rupestre una evidencia material del asentamiento o paso de los habitantes precolombinos por el territorio, su permanencia en el mismo espacio donde fue ejecutado –a diferencia de otros vestigios arqueol�gicos–, convierte a estas manifestaciones en importantes hitos para intentar reconstruir las posibles relaciones entre los grupos humanos del pasado y el territorio que habitaron, percibir v�nculos o diferencias, rastrear sus desplazamientos y dimensionar la importancia m�tica o ritual de estos lugares en el paisaje.

Hoy d�a, las rocas con pinturas o grabados precolombinos se encuentran casi mimetizadas en el entorno rural, muchas a�n perviven ante el crecimiento de los frentes urbanos y la frontera agr�cola. Si bien, se desconoce el verdadero significado de su lenguaje gr�fico y su posible connotaci�n ritual original, estos sitios, en los que es posible reconocer la antigua presencia ind�gena en el territorio, a�n generan diversas lecturas, resignificaciones (mitos, leyendas) y percepciones. Por tal raz�n se pueden considerar como verdaderos sitios patrimoniales con una alta carga de significaci�n cultural que siguen articulando, a trav�s de la memoria, la percepci�n del territorio de las comunidades que los albergan.

Ciudad Bol�var (Bogot�, D.C.). Pintura rupestre. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2009 Mosquera. Pintura rupestre. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2009
Zipac�n. Pintura rupestre. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2009 Usme (Bogot�, D.C.). Pintura rupestre. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2008 Tenjo. Pintura rupestre. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2008
San Francisco. Grabado rupestre. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2008 Cachipay. Grabado rupestre. Transcripci�n: Diego Mart�nez C., 1993

La memoria

El arte rupestre, como presencia milenaria de lo ind�gena en un territorio que ha sufrido intensas transformaciones en sus m�s de 10.000 a�os de ocupaci�n, conserva a�n hoy cierta memoria, cierta carga simb�lica, que si bien no corresponde con su sentido original, representa una suerte de v�nculo directo con el pasado. En estos lugares se reconoce la presencia del otro (el ind�gena) que incluso, a pesar de los siglos de mestizaje, muchas veces puede ser entendida como el mi mismo a la manera de v�nculo ancestral de las comunidades actuales.

A pesar de entenderse como una expresi�n cultural de grupos humanos que habitaron la regi�n, no ha sido posible rastrear su significado, sentido y funci�n originales. Desde que se tienen noticias consignadas de la existencia de arte rupestre en el paisaje de la sabana, ha resultado esquivo determinar qui�n lo realiz� y en qu� etapa del poblamiento de la regi�n. Sin embargo estas manifestaciones han sido interpetadas, y de alguna manera apropiadas, de diversas formas por las distintas comunidades que las han identificado en sus territorios a trav�s del tiempo.

L�nea cronol�gica de la regi�n central de Colombia. Las investigaciones arqueol�gicas han arrojado evidencias de ocupaci�n humana en el territorio desde hace m�s de 12.000 a�os. Se han logrado diferenciar varias etapas que muestran diversos grados de desarrollo y adaptaci�n al medio ambiente: desde las bandas de cazadores-recolectores, el gradual proceso de domesticaci�n de plantas (horticultores), la aparici�n de los primeros vestigios cer�micos (per�odo Herrera), hasta el establecimiento de sociedades complejas (cacicazgos muicas) y su posterior reducci�n tras la conquista espa�ola. A pesar de esto a�n no ha sido posible relacionar el arte rupestre con alguna de estas etapas.

Los primeros cronistas europeos de los s. XVI y XVII dan cuenta de la presencia de pinturas y grabados en los territorios recien invadidos. Al indagar entre los “naturales” sobre aquellas marcas en el paisaje, estos negaban ser sus autores y atribu�an su elaboraci�n a sus antepasados o a seres m�ticos como Bochica, dios civilizador de los muiscas:

“_Otros le llamaban a este hombre [Bochica] Nemterequeteba, otros le decian Xu�. Este les ense�o a hilar algod�n y tejer mantas, por que antes de esto s�lo se cubr�an los indios con unas planchas que hac�an de algod�n en rama, atadas con unas cordezuelas de fique unas con otras, todo mal ali�ado y a�n como a gente ruda. Cuando sal�a de un pueblo les dejaba los telares pintados en alguna piedra liza y bru�ida, como hoy se ven en algunas partes, por si se les olvidaba lo que les ense�aba [...]._” (Sim�n, [1625] Tomo III: 374-376 en Correa, 2004).

Otras cr�nicas dan cuenta de la profundidad cronol�gica de estas manifestaciones, cuya autor�a no era reconocida por los muiscas sino mas bien atribuida a sus antepasados:

“_…como a dos leguas o menos de la ciudad de Vel�z est� un r�o, y en �l est� una pe�a …y en ella, esculpida y labrada, una cruz, y yo la he visto; y queriendo el dicho general (Jim�nez de Quesada) saber este secreto de ella, maravill�ndose mucho de hallarla, le fue hecha relaci�n por indios muy viejos, que de ello m�s que otros ten�a noticias de sus padres y antepasados, que de mano en mano deb�a venir de m�s de mil quinientos a�os, conforme a la cuenta que daban por lunas, como si dij�semos meses…_” . (Vargas Machuca, citado en Los muiscas antes de la conquista. P�rez de Barradas, T.II, p.326)

Se podr�a inferir a partir de estas cr�nicas que los ind�genas del s. XVI no practicaban la pintura ni el grabado rupestre y que su ocurrencia en el paisaje era un evento que explicaban mediante el mito. Como no daban raz�n de su significado, atribuian su factura a sus ancestros o a seres m�ticos. Un caso similar se puede advertir en la investigaci�n de Fernando Urbina respecto al arte rupestre del Caquet�, el cual, a pesar de no haber sido realizado por los ind�genas actuales, estos lo interpretan con sus particulares significados m�ticos y rituales (Urbina,2000).

Las primeras interpetaciones que dieron los espa�oles, especialmente los representantes del clero, estaba asociada a la supuesta presencia de ap�stoles que en alg�n tiempo perdido impartieron ense�anzas a los ind�genas y las dejaron consignadas en las rocas. Otras hacen referencia a la aparici�n de huellas de pie plasmadas sobre las rocas que en varias oportunidades atribuyeron al ap�stol Santiago o a Santo Tom�s (Bahn, 1998).

Bochica pintando en las rocas y el conquistador Gonzalo Jim�nez de Quesada.Fragmento de pintura. Idealizaci�n de Luis Alberto Acu�a.

Aunque durante la colonia se di� una intensa persecusi�n contra las pr�cticas ind�genas, en especial a sus expresiones simb�licas y rituales –concebidas bajo el membrete de extirpaci�n de idolatr�as(Llanos, 2007)–, muchos sitios rupestres sobrevivieron impasibles hasta nuestros d�as, lo que perece indicar que estos no representaron necesariamente una “amenaza” a la estrategia de reducci�n y adoctrinamiento de los pueblos ind�genas.

Sin embargo, durante la configuraci�n del proceso de mestizaje, para los sitios rupestres se empiezan a advertir connotaciones sincr�ticas, en que se combinaron concepciones ind�genas y cat�licas relacionadas con lo sagrado y lo profano y mas espec�ficamente con la presencia del demonio en estos lugares. Por ejemplo, sobre una roca con pintura rupestre en Sutatausa se cuenta:

“Guerreaban los de allende con los de aquende el mencionado boquer�n, y para ofrecer obst�culo infranqueable a la corriente invasora resolvieron �stos hacer al dios de las tinieblas un voto suplicatorio de alianza. Dorm�a el dios Fu durante el d�a en la contigua laguna de F�quene y durante la noche andaba por los pe�ascos bramando por los desfiladeros. La melanc�lica divinidad escuch� la plegaria y resolvi� trasladar a cuestas una piedra enorme para tapar con ella el boquer�n de Tausa, pero el fulgor de la aurora lo sorprendi� en la poderosa labor y tuvo que soltar su carga antes de llegar al sitio a la orilla del camino, temeroso de que el sol lo iluminara con sus rayos, y emprendi� la fuga. El monolito est� all� todav�a para comprobar la ayuda milagrosa del diablo con las costillas pintadas en tinta roja en una de sus caras” (Triana, 1922).

Piedras del Diablo en Sutatausa.Conjunto de rocas areniscas que poseen diversos elementos que han sido resignificados culturalmente. A la izquierda, una ni�a del lugar muestra una oquedad, posiblemente natural, que es interpretada como la “huella del diablo”; al centro, grupo principal del mural de la roca del diablo. Ala derecha, los “tejos del diablo” de los que se dice, que el diablo jugaba con ellos al tradicional juego del turmequ�. Fotograf�as: Diego Martinez C., 2009

Esta leyenda conserva elementos comunes con otras en torno a sitios con arte rupestre en el altiplano. De las piedras de Facactativ�, se dice que fueron tra�das desde Tunja por un ej�rcito de diablos que las dejaron abandonadas al romperse el pacto que un cura franciscano hab�a hecho con el diablo para llevar material para la construcci�n de una iglesia en Quito. De las piedras de El helechal en Pandi igualmente se cuenta que fueron pateadas por el diablo por obstaculizar su paso en camino a Coyaima (SINIC).

En la actualidad muchas rocas reciben nombres asociados a estas interpretaciones; piedras del diablo, del moh�n, de la iglesia, del beato, etc., parecen encerrar una dualidad entre el misticismo ind�gena remanente en la mentalidad campesina y una superposici�n cat�lica que aboga por su resignificaci�n como sitios donde “asustan” o que se deben evitar por estar relacionados con la adoraci�n “pagana” y los ancestros ind�genas.

Con el auge de la guaquer�a desde mediados del s. XIX, los sitios rupestres se empezaron a ver como posible fuente de riqueza, ya que se asociaban con la presencia de tesoros. Hoy d�a es posible advertir que el suelo (o incluso la superf�cie misma) de la mayor�a de rocas signadas ha sido removido en pos de esta infructuosa b�squeda que a�n contin�a.

Cogua. Pintura rupestre. Esta roca presenta evidencias de haber sido guaqueada. En la actualidad es utilizada como basurero. Fotograf�a: Diego Martinez C., 2009

Otra lectura que empezaron a generar estas manifestaciones con el arribo de la ilustraci�n desde el siglo XVIII fue el inter�s cient�fico y en especial la posibilidad de descifrar su lenguaje como si se tratara de una sistema de escritura como los jerogl�ficos egipcios o las estelas mayas. Al respecto, una temprana advertencia del padre Duquesne sentencia:

“_...los caracteres [...] que tenemos de los indios no pueden explicarse [...] sirviendo ya m�s estos monumentos para atormentar los ingenios que para adelantar la erudicci�n._” (Jos� Domingo Duquesne en “Disertaci�n sobre el calendario de los Muyscas, Indios naturales de este Nuevo Reino de Granada” 1795).

El intento in�til de encontrar alg�n tipo de correspondencia entre el arte rupestre del altiplano y antiguos alfabetos griegos, fenicios o chinos, deriv� en la desesperanza y a la postre en la subestimaci�n del pensamiento ind�gena plasmado en las rocas:

_“Nada pueden revelar a la ciencia hist�rica estos ensayos de dibujos de ornamento, estas figuras informes de animales y esos garabatos semejantes a los que traza un ni�o travieso e inexperto. Jam�s se observa en ellos el orden ni el encadenamiento que son indicio cierto de una escritura cualquiera_” (Restrepo: 1979, p. 212).

Acuarela de roca con pintura rupestre en Facatativ�. Fuente: �lbum in�dito de Liborio Zerda, Museo Nacional de Colombia, ca.1892. “Traducci�n” de algunos signos rupestres. Seg�n Dario Rozo, 1938

A mediados del siglo XX se inicia el abordaje cient�fico al arte rupestre desde la disciplina arqueol�gica, la cual intent� aproximaciones a su significado a partir de la concepci�n de que si bien, no representaba una forma de escritura, si se pod�a considerar como un sistema de s�mbolos expresados a manera de ideogramas que posiblemente representen conceptos plasmados de manera abstracta. Con el tiempo la arqueolog�a se torn� m�s positivista y los estudios interpretativos fueron cayendo en desuso, hasta la casi desaparici�n del tema en las investigaciones acad�micas formales.

En la actualidad conviven de manera cruzada m�ltiples interpretaciones y aproximaciones al arte rupestre, es decir, diversas memorias superpuestas en torno al mismo fen�meno; estas van desde los remanentes de la tradici�n campesina que relaciona estos sitios con “historias de miedo”, de mohanes, de guacas y apariciones, pasando por grupos ind�genas y sus correlatos nueva-era (neo-muiscas) que asisten a estos lugares para realizar ritos de conexi�n con sus antepasados y con la madre tierra, hasta el abordaje cient�fico desde las arqueolog�a; o su percepci�n desde su condici�n est�tica (artes pl�ticas) o su potencial semi�tico (ling�istica), etc.

Una veta reciente la constituye su reconocimiento como patrimonio cultural, que esta abriendo un campo nuevo de aproximaci�n que busca mediar entre las diversas comunidades y memorias (maneras de ver) que se relacionan con estos sitios para promocionar su valoraci�n, gestionar su manejo y, por ende, garantizar su preservaci�n para futuras generaciones.

Grupo de estudiantes universitarios realizan visita acad�mica al parque arqueologico de Facatativ�. Fotograf�a: Diego Mart�nez C, 2009 Grupo de “Vigias del Patrimonio cultural” de Soacha realizan labores de conservaci�n y documentaci�n. Fotograf�a: Elena Reyes, 2009

La comunidad

Durante una �poca indeterminada los ind�genas de la sabana de Bogot� y zonas circunvencinas signaron las rocas de su territorio vital con pinturas rojas, blancas o negras o las grabaron mediante la t�cnica de percusi�n; con el transcurrir del tiempo esta tradici�n se fue olvidando, sus art�fices desaparecieron y el significado de su mensaje se diluy� en la niebla de la memoria... pero su obra perdur� en el tiempo. Hoy d�a a�n perviven miles de estos trazos esparcidos por todo el territorio como testigos mudos de quinientos o m�s a�os de poblamiento, invasi�n, exterminio, reducci�n y mestizaje. Este complejo proceso deriv� en la sociedad que hoy d�a habita la regi�n que empez� a poblarse hace 10.000 a�os, y que a pesar de la ecl�ctica configuraci�n de su identidad, producto de m�ltiples procesos, son herederas del mismo territorio de aquellas primeras bandas de cazadores-recolectores.

Roca con Pintura rupestre en la sabana de Bogot�, estado actual y reconstrucci�n del posible paleopaisaje de la zona. Investigaci�n en curso, Diego Mart�nez Celis, 2009.

Considerando las piedras pintadas y grabadas como excepcionales sobrevientes materiales de este largo proceso de transformaci�n, conllevan en si mismas m�ltiples memorias que, superpuestas, representan una rica herencia cultural que se ha mantenido y debe ser preservada en el tiempo. Siguen erigidas en medio del paisaje, en las monta�as, en valles, en paredes escarpadas, en medio de cultivos, de potreros de ganader�a o muy cerca a los frentes de expansi�n de las ciudades y pueblos de la regi�n.

Debido al inminente avance de las fronteras urbanas y agr�colas y la depredaci�n sistem�tica de los ecosistemas originales de la regi�n, los sitios rupestres se encuentran expuestos a sucumbir ante el avance y din�micas cambiantes de la relaci�n de las comunidades actuales con el paisaje. Es en medio de este lugar de confrontaci�n donde se hace necesaria la intervenci�n, el arbitraje entre el sitio rupestre y la sociedad, para que en el encuentro no salga perdiendo la memoria.

Reconocer en las manifestaciones materiales del periodo precolombino (como el arte rupestre) su dimensi�n patrimonial, va m�s all� de identificar su valor como documento arqueol�gico o “monumento” hist�rico. Estas condiciones por si mismas no son suficientes para generar sentido de pertenecia entre las comunidades. La identificaci�n de sus dimensiones espaciales (territorio) y temporales (memoria) es indispensable para lograr su valoraci�n y por ende su preservaci�n.

Localizar los sitios, documentarlos, intuir sus relaciones con el paisaje (pasado y presente), identificar su interconecci�n con otros eventos de la cultura, rastrear mitos relacionados a estos sitios, comparar con evidencia etnogr�fica contempor�nea, registrar las actuales concepciones, sensaciones e interpretaciones que las comunidades tienen sobre estas manifestaciones, dise�ar estrategias pedag�gicas y de divulgaci�n, entre otros, son diversos frentes de acci�n que hay que dinamizar para lograr la real inclusi�n del arte rupestre de la Sabana de Bogot� al acervo patrimonial y cultural, no solo de los bogotanos y cundinamarqueses, sino de todos los colombianos.

Un par de ni�os juegan a hacer coincidir sus manos sobre otras grabadas en un petroglifo reci�n descubierto (1993) en Cachipay. La sorpresa de los ni�os fue grande al enterarse que la roca que estaba a pocos metros de su casa contenia estos grabados precolombinos. Desafortunadamente, unos a�os despu�s, el petroglifo fue dinamitado, pues algunos campesinos del lugar creyeron que pose�a una guaca en su interior. Fotograf�a: Diego Mart�nez C., 1993 Taller y exposici�n de arte rupestre en Soacha, diciembre de 2009. Fotograf�a: Alvaro Botiva C., 2009
Ni�a campesina posa junto a la “Roca de los tejidos” en Sutatausa, a tan solo unos pocos pasos de su casa. Fotograf�a: Diego Mart�nez C, 2008

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C�mo citar este art�culo:

Mart�nez Celis, Diego. Territorio, memoria y comunidad. Aproximaci�n al reconocimiento patrimonial del arte rupestre precolombino de la sabana de Bogot�
En Rupestreweb, http://www.rupestreweb.info/tmyc.html

2010

Referencias citadas

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