VI Jornada Mundial de la Paz 1973: La paz es posible (original) (raw)
MENSAJE DE SU SANTIDAD PABLO VI PARA LA CELEBRACIÓN DE LA VI JORNADA DE LA PAZ
Lunes 1 de enero de 1973
LA PAZ ES POSIBLE
A vosotros, Responsables de los intereses supremos de la humanidad, Gobernantes, Diplomáticos, Representantes de las Naciones, Políticos, Filósofos y Científicos, Publicistas, Industriales, Sindicalistas, Militares, Artistas, todos cuantos intervenís en los destinos de las relaciones entre los Pueblos, entre los Estados, entre las Tribus, entre las Clases, entre las Familias humanas,
A vosotros ciudadanos del mundo; a vosotros, jóvenes de la generación que avanza; Estudiantes, Maestros, Trabajadores, Hombres y Mujeres; a vosotros, que pensáis, que esperáis, que desesperáis, que sufrís; a vosotros, Pobres, Huérfanos, y víctimas del odio, del egoísmo y de la injusticia que sigue predominando aún,
A todos vosotros osamos dirigir una vez más la voz humilde y fuerte, en cuanto profeta de una Palabra que está por encima de nosotros y nos inunda; en cuanto abogado vuestro y no de nuestros intereses, hermano de toda persona de buena voluntad, samaritano que se acerca a todo el que llora y espera socorro; siervo, como nos declaramos, de los siervos de Dios, de la verdad; de la libertad, de la justicia, del desarrollo y de la esperanza, para hablaros, también en este nuevo año 1973, de la Paz. ¡Sí, de la Paz! No rehuséis escucharnos, por más que de este tema lo conocéis todo; o creéis conocerlo.
Nuestro anuncio es tan sencillo como un axioma: la paz es posible.
Todo un coro de voces nos envuelve, más aún nos acosa y nos sofoca: no sólo es posible, es real. La paz es algo ya establecido, se nos responde. Llevamos todavía luto por las innumerables víctimas de las guerras, que han ensangrentado, más que los siglos pasados, este siglo ápice del progreso; se notan todavía en el rostro de nuestra generación adulta los surcos de las horribles cicatrices producidas por los últimos conflictos bélicos y civiles; las últimas llagas, que han quedado abiertas, renuevan aún en los miembros del pueblo nuevo el estremecimiento de terror, cada vez que se presenta la acostumbrada hipótesis de una nueva guerra. La cordura ha triunfado finalmente: las armas callan y se enmohecen en los depósitos, como instrumentos inútiles de la locura superada; instituciones insignes y universales garantizan a todos la incolumidad y la independencia; la vida internacional está organizada a base de documentos, de los que en realidad ya no se discute, y sobre instrumentos de acción inmediata en orden a resolver con las tablas del derecho y de la justicia toda posible controversia; el diálogo entre los pueblos es cotidiano y leal; además, un tejido formidable de comunes intereses hace solidarios a los pueblos entre sí. La paz es ya algo adquirido para la civilización. No perturbéis la paz, se nos dice, poniéndola en duda. Tenemos otras cuestiones nuevas y originales que tratar; la paz es real, la paz es segura; esto queda ya fuera de discusión.
¿De veras? ¡Ojalá fuese así!
Pero la voz de estos sostenedores de la paz victoriosa por encima de toda realidad contraria a ella, se va haciendo más tímida e incierta y admite que realmente, y por desgracia, existen aquí y allá situaciones dolorosas, donde la guerra se enciende feroz. ¡Ah! Entonces no se trata de conflictos sepultados en los anales de la historia, sino actuales; no son episodios efímeros, porque se trata de conflictos que duran desde años; no superficiales; porque repercuten profundamente en las filas de los ejércitos, más que armados, y en las muchedumbres inermes de las poblaciones civiles; de no fácil arreglo, porque todo el arte de las negociaciones y de las mediaciones se ha demostrado impotente; no inocuos al equilibrio general del mundo, porque están incubando un creciente potencial de prestigio herido, de venganza implacable, de desorden endémico y organizado; no son episodios sin importancia, como si el tiempo fuese su remedio natural, porque su acción tóxica penetra en los ánimos, corroe las ideologías humanitarias, se hace contagiosa y se trasmite a las generaciones más jóvenes con un fatal compromiso hereditario de revancha. La violencia se vuelve a poner de moda y se reviste incluso de la coraza de la justicia. Se propaga come una cosa normal, favorecida por todos los ingredientes de la delincuencia alevosa y por todas las astucias de la vileza, del chantaje, de la complicidad, y se perfila como un espectro apocalíptico armado de medios inauditos de mortífera destrucción. Renacen los egoísmos colectivos, familiares, sociales, tribales, nacionales, raciales. El delito ya no causa horror. La crueldad se hace fatal, como la cirugía de un odio declarado legítimo. El genocidio se presenta como el monstruo posible del remedio radical. Y detrás de estos horribles fantasmas se planifica gigantesca, con cálculo insensible e infalible, la economía de los armamentos y de los mercados que crean el hambre. La política vuelve entonces por sus programas irrenunciables de poder.
¿Y la paz?
¡Ah, sí, la paz! Ella, se arguye, puede sobrevivir igualmente y convivir, en cierta medida, aun en las condiciones más desfavorables del mundo. En las trincheras de la guerra, o en las pausas de la guerrilla, o en medio de las ruinas de todo orden normal hay también ángulos y momentos de tranquilidad; la paz se adapta enseguida y, a su modo, florece allí dentro. Pero ¿podemos decir que este residuo de vitalidad sea verdadera paz, ideal de la humanidad? ¿Es esta modesta y prodigiosa capacidad de recuperación y de reacción; es este desesperado optimismo lo que puede aplacar la suprema aspiración del hombre al orden y a la plenitud de la justicia? ¿Llamaremos paz a sus falsificaciones? «_Ubi solitudinem faciunt pacem appellant!_» (C. Tácito). O también ¿daremos a una tregua el nombre de paz? ¿A un simple armisticio? ¿O a una prepotencia pasada ya a cosa juzgada? ¿A un orden externo fundado sobre la violencia y el miedo? ¿O incluso a un equilibrio transitorio de fuerzas contrastantes? ¿A un brazo de hierro en la tensión inmóvil de potencias opuestas? Una hipocresía necesaria, de la cual está llena la historia. Es verdad, muchas cosas pueden prosperar pacíficamente incluso en situaciones precarias e injustas. Hay que ser realistas, dicen los oportunistas: sólo ésta es la paz posible; una transacción, una acomodación frágil y parcial. Los hombres no serían capaces de una paz mejor.
Por tanto, a finales del siglo veinte, ¿la humanidad debería contentarse de una paz resultante de un equilibrismo diplomático y de una cierta regulación de intereses antagonistas y nada más?
Admitimos que una perfecta y estable « tranquillitas ordinis », es decir, una paz absoluta y definitiva entre los hombres, y hasta con un progreso de nivel elevado y universal de civilización, no puede ser más que un sueño, no falso pero sí insatisfecho; un ideal no irreal, pero que hay que realizar; porque todo es móvil en el curso de la historia y porque la perfección del hombre no es ni unívoca ni invariable. Las pasiones humanas no se apagan. El egoísmo es una raíz mala, que nunca se logra arrancar del todo de la sicología del hombre. En la de los pueblos asume comúnmente la forma y la fuerza de la razón de ser; hace de filosofía ideal. Eh ahí, pues, para nosotros la amenaza de una duda que puede ser fatal: ¿es posible la paz? La duda se trasforma bastante fácilmente para algunos en certeza desastrosa: ¡la paz es imposible!
Una nueva o más bien vieja antropología está resucitando: el hombre está hecho para combatir al hombre: «_homo homini lupus_». La guerra es inevitable. ¿Cómo evitar la carrera de los armamentos? Es una exigencia primaria de la política. además una ley de la economía internacional.
Es una cuestión de prestigio.
Primero la espada; después el arado. Parece como si esta conjunción prevaleciese sobre todas las demás, incluso para algunos pueblos en vía de desarrollo, que se van encajando fatigosamente en la civilización moderna y que se imponen sacrificios enormes sobre el presupuesto indispensable para las necesidades elementales de la vida, escatimando los alimentos, las medicinas, la instrucción, las comunicaciones, la vivienda y hasta la verdadera independencia económica y política, con tal de estar armados, de infundir temor e imponerse a los propios vecinos, muchas veces pensando más en ofrecer no ya amistad, ni colaboración, ni bienestar común, sino un fiero aspecto en el arte de la afrenta y de la guerra. La paz, muchos así lo piensan y afirman, es imposible ya sea como ideal, ya sea como realidad.
He aquí en cambio nuestro mensaje, el vuestro, hombres de buena voluntad, el mensaje de la humanidad universal: ¡la paz es posible! ¡debe ser posible!
Sí, porque este es el mensaje que nos viene de los campos de las dos guerras mundiales y de otros conflictos armados recientes, que han ensangrentado la tierra; es la voz misteriosa y tremenda de los Caídos y de las víctimas de los conflictos pasados; es el gemido lastimoso de las innumerables tumbas de los cementerios militares y de los monumentos sagrados a los Soldados Desconocidos: la paz, la paz, no la guerra. La paz es la condición y la síntesis de la humana convivencia.
Sí, porque la paz ha vencido las ideologías, que son contrarias a ella. La paz es sobre todo una actitud del espíritu. Finalmente, ella ha penetrado como una necesidad lógica y humana en las conciencias de tantas personas y especialmente de las jóvenes generaciones: debe ser posible, dicen éstas, vivir sin odiar y sin matar. Se impone una pedagogía nueva y universal, la pedagogía de la paz.
Sí, porque la madurez de la conciencia civil ha formulado este obvio propósito: en vez de confiar la solución de las contiendas humanas al irracional y bárbaro duelo de la fuerza ciega y homicida de las armas, fundaremos instituciones nuevas, donde la palabra, la justicia, el derecho se expresen y hagan ley, severa y pacífica, en las relaciones internacionales. Estas instituciones, la primera entre ellas la Organización de las Naciones Unidas, han sido ya fundadas; un humanismo nuevo las sostiene y las honra; un empeño solemne hace solidarios a los miembros que se adhieren a ellas; una esperanza positiva y universal las reconoce como instrumentos de orden internacional, de solidaridad y de fraternidad entre los pueblos. La paz encuentra en ellas la propia sede y el propio taller.
Sí, repetimos, la paz es posible porque en estas instituciones encuentra de nuevo sus características fundamentales, que una errónea concepción de la paz hace olvidar fácilmente: la paz debe ser racional, no pasional; magnánima, no egoísta; la paz debe ser no inerte y pasiva, sino dinámica, activa y progresiva a medida que justas exigencias de los declarados y ecuánimes derechos del hombre reclamen de ella nuevas y mejores expresiones; la paz no debe ser débil, inútil y servil, sino fuerte, tanto por las razones morales que la justifican como por el consentimiento compacto de las naciones que la deben sostener. Este punto es sumamente importante y delicado: si estos organismos modernos, de los que la paz debe obtener apoyo y tutela, no se revelaran idóneos para su propia función, ¿cual sería la suerte del mundo? Su ineficiencia: podría originar una desilusión fatal en la conciencia de la humanidad; la paz saldría derrotada, y con ella el progreso de la civilización. Nuestra esperanza, nuestra convicción de que la paz es posible, quedaría sofocada primero por la duda, más tarde por la irrisión y el escepticismo, y al fin ¡qué fin! por la negación. ¡Repugna pensar en semejante ruina! Es necesario, por el contrario, volver a plantear la afirmación fundamental sobre la posibilidad de la paz en estas dos afirmaciones complementarias:
la paz es posible, si verdaderamente se la quiere;
y si la paz es posible, es un deber.
Esto significa descubrir qué fuerzas morales son necesarias para resolver positivamente el problema de la paz. Hay que tener, como decíamos en otra ocasión, la valentía de la paz. Una valentía de gran altura, no la de la fuerza bruta; sino la del amor: repetimos, todo hombre es mi hermano, no puede haber paz sin una nueva justicia.
¡Hombres valientes y conscientes que con vuestra colaboración teneis el poder y el deber de construir y de defender la paz! ¡Vosotros especialmente, guías y maestros de los pueblos! Si el eco de este cordial mensaje llega a vuestros oídos, que baje también a vuestros corazones y fortalezca vuestras conciencias con la renovada certeza de la posibilidad de la paz. Tened la sabiduría de fijar vuestra atención en esta paradójica certeza, empeñad en ella vuestras energías, dadle, a pesar de todo, vuestra confianza; con vuestro poder persuasivo haced de ella tema para la opinión pública, no para debilitar los ánimos de la generación joven, sino para corroborarlos hacia sentimientos más humanos y viriles; fundad, construid en la verdad, en la justicia, en la caridad y en la libertad la paz para los siglos venideros, empezando desde el año 1973 a reivindicarla como posible, saludándola como real. Este era el programa que trazaba nuestro Predecesor Juan XXIII en su Encíclica Pacem in terris, de la que se cumplirán los diez años en abril de 1973: y como hace diez años recibisteis con gratitud su voz paterna, igualmente confiamos que el recuerdo de aquella gran llama, que él encendió en el mundo, estimule los corazones a nuevos y más decididos propósitos de paz.
Estamos con vosotros.
Y a vosotros, Hermanos e Hijos en la comunión católica y a cuantos nos están unidos en la fe cristiana, repetimos la invitación a la reflexión sobre la posibilidad de la paz, indicándoos los senderos a lo largo de los cuales esta reflexión puede profundizar todavía más: son los senderos de un conocimiento real de la antropología humana, en la cual los motivos misteriosos del mal y del bien en la historia y en el corazón del hombre nos descubren por qué la paz es un problema siempre abierto, siempre amenazado por soluciones pesimistas, y a la vez siempre sostenido no sólo por el deber, sino también por la esperanza de soluciones felices. Nosotros creemos en un gobierno frecuentemente indescifrable, pero real, de una Bondad infinita que llamamos Providencia y que domina la suerte de la humanidad; conocemos las singulares pero extraordinarias reversibilidades de todo acontecimiento humano en una historia de salvación (cf. Rom 8, 281); llevamos esculpida en la memoria la séptima bienaventuranza del Sermón de la Montaña: «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios»(Mt. 5, 9); nosotros escuchamos, absortos en una esperanza que no defrauda (cf. Rom 5, 5), el anuncio navideño de paz a los hombres de buena voluntad (cf. Lc 2, 14); tenemos continuamente la paz en los labios y en el corazón como don, saludo y auspicio bíblico, proveniente del espíritu, porque nosotros poseemos la fuente secreta e inagotable de la paz, que es «Cristo nuestra paz» (Ef 2, 14), y si la paz es posible en Cristo y por Cristo, ella es posible entre los hombres y para los hombres.
No dejemos que decaiga la idea de la paz, ni la esperanza, ni la aspiración, ni la experiencia de la paz; sino que renovemos siempre en los corazones el deseo de ella en todos los niveles: en el cenáculo secreto de las conciencias, en la convivencia familiar, en la dialéctica de los contrastes sociales, en las relaciones entre las clases y las naciones, en el apoyo a las iniciativas y a las instituciones internacionales que tienen la paz por bandera. Hagamos posible la paz, predicando la amistad y practicando el amor al prójimo, la justicia y el perdón cristiano; abrámosle las puertas, donde haya sido excluida, con negociaciones leales y ordenadas a sinceras conclusiones positivas; no rehusemos cualquier clase de sacrificio que, sin ofender la dignidad de quien se vuelve generoso, haga la paz más rápida, cordial y duradera.
A los mentís trágicos e insuperables que parecen constituir la despiadada realidad de la historia de nuestros días, a las seducciones de la fuerza agresiva, a la violencia ciega que descarga contra los inocentes, a las insidias escondidas y que se mueven para especular sobre los grandes negocios de la guerra y para oprimir y subyugar las gentes más débiles; y finalmente a la angustiosa pregunta que nos asalta continuamente: ¿será posible la paz entre los hombres? ¿una paz verdadera?, hagamos surgir de nuestro corazón, lleno de fe y fuerte en el amor, la sencilla y victoriosa respuesta: ¡Sí! Una respuesta que nos impulsa a ser promotores de paz con sacrificio, con sincero y perseverante amor por la humanidad.
Sea la vuestra el eco a nuestra respuesta de bendición y de auspicio en el nombre de Cristo: ¡Sí!
Vaticano, 8 de diciembre de 1972.
PAULUS PP. VI