El hegelianismo / Mario Méndez Bejarano / Filosofia en España (original) (raw)

Capítulo XVII

El siglo de las luces

§ VII

El hegelianismo

Contero. –Fabié. – Pi y Margall. –Salvoechea. –Castelar. –Fernández y González. –Núñez Arenas. –Escudero y Perosso. –Benítez de Lugo. –Álvarez de los Corrales. –López Martínez.

Así como han logrado representación en España todos los sistemas alemanes derivados de la Crítica de la razón pura, no la consiguieron los procedentes de la Crítica de la razón práctica.

El idealismo absoluto de Hegel, última etapa del formalismo aristotélico y malogrado sincretismo del movimiento despertado por la crítica kantiana, penetró en nuestra península por las márgenes del Guadalquivir, merced a la iniciativa de un eminente profesor.

D. José Contero y Ramírez (1791-¿857?), nacido en Osuna, de padres artesanos, se elevó por su talento y constancia a la cátedra de Metafísica de la Universidad sevillana. Su nombre va unido a la fundación del Ateneo de Madrid, y Labra y otros hombres eminentes han enaltecido su memoria. Sócrates del hegelianismo le llama Menéndez y Pelayo, pues, en efecto, su enseñanza no pasó de oral: pero formó numerosos discípulos que resistieron el arrollador empuje del krausismo y continuaron la obra del maestro hasta nuestros días.

Oyó las explicaciones de Contero y afilióse a su escuela D. Antonio María Fabié y Escudero (1832-99), hombre de gran inteligencia y escogida erudición que, por méritos propios, llegó a los altos puestos del Estado y de las letras. Sus trabajos filosóficos son: Examen crítico del materialismo moderno (1875) y Estado actual de la Ciencia y el [458] Derecho (1879); pero la literatura y la historia ocuparon la mejor parte de su actividad mental.

Por más que D. Francisco Pi y Margall (1824-90) pertenezca principalmente a la esfera política y no cultivara la especulación, sus libros Filosofía del Progreso (1868), Filosofía popular (ídem), Solución del problema social (1869) y, sobre todo, sus Estudios sobre la Edad Media, donde hace abierta profesión de panteísta, nos lo muestra afiliado a la izquierda hegeliana, aceptando con impasibilidad hasta las más extremas consecuencias de la doctrina. El hábito de escuela le hace notar en primer lugar la antítesis, circunstancia favorable en general para el ministerio de la crítica, que ejerce Pi con rigor sobre la moral del cristianismo; estima antropomórfica la idea histórica de Dios, y no considera la transcendencia de esta vida como inmortalidad del alma individual, sino fusión de las vidas particulares en la colectiva.

Representa Pi en su escuela el paso de la especulación a la filosofía social, sufriendo la honda influencia de Proudhon, cuya Solución del problema social defiende del dictado de utópica. «Se suele mirar hoy con grande desdén todas las ideas encaminadas a transformar nuestras viejas y carcomidas sociedades; el agua filtra las más duras rocas, cuanto más los leños gastados por la podredumbre; y las ideas, sería temeridad negarlo, filtran algo más que el agua.»

En Pi la filosofía se transfiguraba en acción y por eso poseyó el cerebro más revolucionario de su generación. Aunque socialista por influencia del Maestro y campeón del socialismo en sus controversias con Castelar, siempre rechazó las inevitables consecuencias cesaristas de la idea hegeliana y flotó entre esa doctrina y la libertaría, más acorde con su desiderátum federalista que bajaba del encéfalo al corazón desbordándose del convencimiento e irrumpiendo en la esfera de la pasión. Tenía muy alta mentalidad para detenerse en la prosa del socialismo. Como todos los verdaderos liberales repugnaba la [459] estatolatria. «Si la idea del contrato social, escribía, estuviere bien determinada, no sólo no dejaría en pie la monarquía, no dejaría en pie ni la república.»

La postrera derivación práctica de la doctrina de Pi, encarna en el gaditano Fermín Salvoechea (1842-907), mártir de su ideario, santo laico, venerable utopista, olvidado de sí mismo ante su ofuscación del fin redentor sonado y procurado por cuantos medios hubo a su alcance. Tinta o sangre, pluma o fusil, vida o muerte, todo es igual. Sobre el dolor, sobre el holocausto, flota la voz de Tomás Paine: «Mi patria, el mundo; mi religión, el bien; mi familia, la humanidad». La sinceridad consagrada por la libre aceptación del sacrificio, le valió el respeto y aun la simpatía, claramente manifiesta, de sus adversarios en ideas.

La innegable poesía del hegelianismo sedujo a D. Emilio Castelar (1832-99) desde los días de la juventud, y aunque derivó cada vez más a la derecha, no sabría yo decir si por sincera convicción o por maniobra política, jamás perdió el sello de su iniciación filosófica.

Extremó contra la izquierda su fastuosa elocuencia, tratando como antípodas a sus secuaces, acusándolos de negar todo principio absoluto, lo cual arrastraba al materialismo y por corolario jurídico-político a la tiranía. La espantosa guerra que acaba de horrorizar al mundo parece darle la razón, pues el filósofo ha visto en ella la materialización de la idea hegeliana. Para Castelar la filosofía de Hegel, interpretada con el criterio de la derecha, representa una vasta síntesis de las dos determinaciones del progreso, la subjetiva y la objetiva. Fúndase en el ser idea, y en el devenir o esfuerzo del ser para hacerse efectivo. La realidad nace del movimiento de la idea o dialéctica que marca tres términos: tesis, antítesis y síntesis. «Sistema asombroso, añade con su ardiente verbo, que podéis negar, en el cual no queréis arrojar vuestros penates ni confundir vuestra personalidad, río sin ribera, movimiento sin término, sucesión indefinida, serie lógica, especie de serpiente que desde la obscuridad de la nada se [460] levanta al ser, y del ser a la naturaleza, y de la naturaleza al espíritu, y del espíritu a Dios, enroscándose en el árbol de la vida universal; sistema asombroso que podréis rechazar, pero que no podréis de ninguna suerte desconocer, como el esfuerzo más grande que la razón humana ha hecho para dar conciencia de sí a la gran idea del siglo, a la idea del progreso.»

Homero del hegelianismo, cantó la idea y empapó en aquella vasta concepción sus sueños políticos. La impresión de realidad sufrida en la gobernación del país, separó su mente del corolario social y cesarista, acentuó su individualismo que no lograba acomodar en las mallas de la escuela, no se satisfizo ni con el concepto sajón de la libertad y se postró ante la democracia francesa, lenta y gradualmente progresiva.

Otro tanto diría del inolvidable maestro D. Francisco Fernández y González (1833-917), sapientísimo orientalista, prodigio de erudición, que explicaba Estética en la Universidad Central siguiendo a Hegel y a Vischer; alma liberal y generosa, alistado en el partido conservador por esas paradojas tan frecuentes en España.

Al lado de D. Francisco, podría figurar su amigo don Isaac Núñez Arenas (1812-69), en cuyos escritos corre la savia germánica, y en el único propiamente filosófico, en su discurso inaugural de la Universidad de Madrid (1862), sentaba el principio de que el fundamento del ser y del conocer reside en la unidad, que es lo que el espíritu encuentra en sí y lo que asemeja la criatura al Creador.

Nunca la elocuencia española llorará bastante la pérdida de D. Francisco Escudero y Perosso (1838-74), sevillano, poeta y catedrático de Filosofía del Derecho en el Doctorado de esta Facultad en la Universidad de su patria. Aunque nada dejó escrito, su verbo propagó la doctrina de Hegel e influyó poderosamente en la juventud de su época.

Como orador, era su palabra abundante, elegantísima; su ademán, airoso y distinguido; clara su pronunciación; [461] la voz, simpática y extensa. Muchas veces le oí durante las agitaciones del período revolucionario y siempre le vi dominar al auditorio, que respondía con entusiastas aplausos a cada uno de sus arrebatadores períodos. Castelar, nada pródigo en encomios a oradores, tuvo para Escudero las más calurosas y justas alabanzas.

D. Antonio Benítez de Lugo (1841-97), también hegeliano y catedrático del Doctorado de la Facultad de Derecho en Sevilla, su patria, dejó entre sus obras Filosofía del Derecho o estudio fundamental según la doctrina de Hegel (1872), exposición clara y fiel del sistema.

En la escuela de Contero se formó también el catedrático sevillano D. Diego Álvarez de los Corrales (1826-65), propagador elocuente del hegelianismo, si bien los escritos que dejó no aborden la filosofía pura, pues sus dos obras se refieren la una a Doctrinas de los escritores españoles de Derecho internacional en el siglo XVI (1859) y la otra a la Teoría de la Moneda y su fabricación (1863).

No sé si incluir en la derecha hegeliana a D. Miguel López Martínez, autor de Armonía del mundo racional en sus tres fases: la humanidad, la sociedad y la civilización (1851). También este escritor se obstina en el absurdo propósito de conciliar el panteísmo con la ortodoxia católica. Dios es la esencia eterna que, sin perder en unidad, puede sufrir modificaciones. Una modificación del ser absoluto vemos en la creación y la más noble en la humanidad, que lleva por característica la razón y con ella la perenne aspiración al infinito.

El publicista más influyente de España en su época, el que movía a su arbitrio las masas populares, el sevillano Roque Barcia (1823-85), poeta, polígrafo, director de La Justicia Federal y alma de la insurrección de Cartagena en 1873, dejó entre sus numerosas obras, la mayor parte políticas: Las armonías morales, La verdad social. Teoría del infierno o ley de vida y La filosofía del alma humana (París, 1856), a que acompaña el tratado Generación de las ideas. Aunque no puro hegeliano, aquí lo sitúo por [462] mostrarse francamente panteísta. Funda la unidad de las ideas en la unidad de la esencia. Todo es uno. Los seres son modificaciones del Ser y así las ideas son expresiones parciales de la Idea. Tal concepto facilita la formación del organismo científico, basando cada afirmación en otra más alta hasta alcanzar la afirmación cúspide, la total del conocer de que dependen las particulares en cuanto formas parciales de ella.

En su fondo humanitario habla el espíritu de Lammenais y en su especulación palpita la dialéctica de Pi y Margall. Un algo de inconsciente misticismo anima su estilo cortado, su cláusula breve, su elocuencia sentenciosa que comunican tono bíblico a la exposición, transformando el párrafo en versículo.

¡Lástima que no supiera morir como vivir! La última estrofa deslució un largo poema de abnegación; mas toda psiquis tiene sus misterios inaccesibles a los profanos.

El hegelianismo español lanzó su postrer suspiro al apagarse el incendio revolucionario. El europeo se liquidó en la guerra mundial y soportó por epitafio el tratado de Versalles.