Álvaro de Albornoz, La Libertad, El Estudiante. Semanario de la Juventud Española 1925 (original) (raw)
por
Álvaro de Albornoz {1}
No penséis en sustituir un despotismo por otro ni habléis de dictaduras de ningún género. Para todos nosotros, liberales, no puede haber más que un programa: la libertad.
La libertad es la solución única del problema político. Gobernar no es oprimir, coartar, coaccionar. Es procurar, favorecer, estimular el libre juego, natural y espontáneo, de todas las actividades. No se gobierna con cadenas, sino con derechos. El ambiente de la ciudadanía es la libertad. Libertad de la tribuna, libertad de la Prensa, libertad de reunión y de asociación. Inviolabilidad de la persona y de la conciencia humana.
La libertad es asimismo la solución única del problema económico. Es la supresión de todos los monopolios y de todos los privilegios, la demolición de todas las barreras y la destrucción de todas las trabas. Libertad de la tierra, libertad de las máquinas y de todos los instrumentos de producción, libertad de trabajo, libertad de comercio, libertad de cambiar las actividades y los productos de igual modo que las ideas…
La libertad es la condición imprescindible del progreso jurídico. En los albores de la vida legal, cuando aparecen las primeras reglas procesales, la coacción es necesaria para dominar la violencia. De aquí que la justicia primitiva tenga por símbolo una espada. Pero la coacción ha deshonrado a la justicia histórica. Las violencias de las bárbaras luchas primitivas ha sido reemplazada por la astucia y la trapacería de curiales y de rábulas. Y una nueva vida jurídica se anuncia, en que a la imposición del precepto sustituirá el libre desenvolvimiento de la personalidad humana; en que legislar será acomodar el derecho al hecho, en vez de constreñir la realidad a doblegarse a la fórmula; en que juzgar será reconocer imparcialmente la verdad, en vez de proclamarla como un dogma o de fulminarla catastróficamente.
La libertad es igualmente la condición imprescindible del progreso religioso. Y esto no sólo porque el respeto a la conciencia humana implica la libertad legal de las creencias y de los cultos. No hay religión viva sin herejía, como no hay vida política fecunda sin guerra civil. La religión es la guerra civil del alma, el campo de batalla del dualismo trágico que en vano ha pretendido suprimir el monismo moderno. Los herejes estimulan el progreso de la ciencia cristiana, y los mártires renuevan incesantemente los horizontes de la experiencia religiosa. La vida religiosa concluye cuando la fe se extingue en las arideces del dogmatismo.
La libertad es asimismo exigencia del progreso pedagógico. Libertad de la cátedra, libertad de la escuela. Respeto a la conciencia del maestro; respeto, sobre todo, a la conciencia sagrada del niño. No se ha de tratar la conciencia del niño con menos delicadeza que a una flor: es la flor de la civilización. El polen que flota en los vientos traerá la fecundación a su hora, sin la violencia brutal de la imposición dogmática.
La libertad es la condición del progreso científico y del progreso moral; es la condición de la paz del mundo. Los sueños generosos de Bernardino de Saint-Pierre y de Kant sólo podrán realizarse por la libertad. La libertad –libertad de las fronteras, libertad de los estrechos, libertad de los mares– es la condición de una honrada y pacífica convivencia internacional.
Pero la libertad hay que merecerla y hay que conquistarla. Por grande que sea el esfuerzo necesario, por doloroso, es menester hacerlo. «Aun cuando fuese preciso comprar de nuevo la libertad al precio de la barbarie –ha escrito Renán–, piensan muchos que no resultaría demasiado cara, pues sólo la libertad da a los individuos un motivo de vivir y sólo ella impide morir a los pueblos.»
El amor a la libertad era uno de los sentimientos más vivos del nuestro en los días de gestación de la nacionalidad. Y este espíritu fue el de la raza en las manifestaciones más brillantes de su genio. «Aman y codician la libertad –decía don Alfonso el Sabio– todas las criaturas del mundo, cuanto más los hombres que tienen entendimiento, principalmente aquellos de noble corazón.» Y Cervantes pone en boca de Don Quijote estas palabras: «La libertad, Sancho, es uno de los dones más preciosos que nos otorgaron los cielos. Con ella no pueden compararse todos los tesoros que la mar encierra y la tierra encubre. Por ella se puede y debe sacrificar la vida.»
Y por ella se sacrificaron generaciones de héroes, viéndose a veces obligados a no retroceder ni aun ante el crimen, teniendo a veces que llegar al sacrificio monstruoso de ofrecerse a la execración de la posteridad. En España corrieron por ella arroyos de sangre, rodaron por el patíbulo insignes cabezas, entregaron su vida al verdugo nobles y santas mujeres. Y hoy, cuando nos falta, nadie la echa de menos. ¿Abyección, envilecimiento, extravío? Sea lo que fuere, inútil pensar en avances de ninguna clase mientras carezcamos de lo fundamental en toda sociedad política: la libertad, los derechos del hombre, el respeto a la conciencia…
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{1} Del libro recientemente publicado La tragedia del Estado español, Editorial Caro Raggio.
Este número ha sido revisado
por la censura