Víctor A. Belaúnde, Nuestra madre España, 1927 (original) (raw)

Nuestra madre España

El discurso que, con motivo del V Congreso de la Prensa Latina, pronunció el insigne orador y político D. Víctor Andrés Belaúnde en el banquete ofrecido por el Gobierno en el hotel Ritz, es un vibrante y hermoso himno de la raza hispana, a la que americanos y españoles se sienten orgullosos de pertenecer.

Para que los lectores de ABC puedan juzgar lo dicho por el Sr. Belaúnde, con aplauso de todos los asambleístas, y no duden que el Congreso de la Prensa Latina ha sido una afirmación de «Hispanoamericanismo», pues de otro modo no hubiese sido secundado por ABC, publicamos a continuación la bellísima oración del periodista americano, tomada taquigráficamente:

«El protocolo ha establecido, en atención a la antigüedad, que el representante de los países jóvenes de América hablara después de los otros países latinos. Debo decir que el protocolo ha sido providencial. Ha iniciado el concierto de las voces hermanas la autorizada voz de España, que aquí representa el presidente del Consejo, y va a cerrarlo la voz de América, que es también voz de España.

Al volver a esta amada tierra, después de larga ausencia, que no disminuyó, sino que aumentó mi amor a ella, tengo hoy la sensación de hallarme frente al generoso espíritu de la raza hispana, que resume y encarna Madrid, la ciudad incomparable.

Cuando llegaban a mi país las noticias de la posible abstención de España en la participación del Congreso de la Prensa Latina, pensé que este generoso movimiento había fracasado. ¿Cómo puede haber latinismo sin España? ¿Cómo se puede hablar, definir y exaltar la cultura latina sin la colaboración del pueblo que la defendió en ocho siglos de lucha gloriosa, que la hizo triunfar en Lepanto y que le deparó el teatro de su acción futura? Porque bien sabéis que el porvenir de la latinidad está en Hispanoamérica, e Hispanoamérica es una creación de España.

El genio latino, feliz conjunción del pensamiento griego, el derecho romano y el cristianismo, entraña la afirmación del valor supremo del espíritu y del sentido ético de la vida, frente a la filosofía utilitaria anglosajona y la exaltación germánica del instinto vital.

El ideal latino es hoy algo más que una tendencia literaria o una orientación de cultura; es una necesidad imperiosa de estos tiempos; pues si él desapareciera o se atenuara, quedaría anulada la esencia de la civilización occidental.

En esta obra latina le toca a España un papel principalísimo. Ningún pueblo ha representado mejor que España su espíritu en lo pasado; ningún pueblo puede hacer en lo porvenir, por ese espíritu latino, lo que sólo España está en aptitud de realizar, por su misión providencial de madre y maestra de otras naciones.

Cuando los pueblos de América se han adherido al ideal latino lo han hecho en la inteligencia de que ese ideal no comprometía en nada el vínculo especialísimo que los une con España, sino, antes bien, venía a confirmarlo y a reiterarlo. La comunidad de cultura latina no puede borrar las diferencias que marcan las distintas familias espirituales. Nosotros no vamos al latinismo como unidades incoherentes o aisladas, sino formando ya un grupo familiar. Entramos en el latinismo por el glorioso pórtico de la hispanidad. En la constelación de los pueblos latinos nosotros debemos conservar nuestra fisonomía y nuestro nombre de América española –«Nueva España»–, nombre que consagra la realidad y la historia, nombre del cual estamos orgullosos, nombre, por último, que tiene la ilustre prosapia de haberlo usado para designar el conjunto de nuestras Patrias, en sus cartas y discursos, el genio de Bolívar.

Y al pronunciar el nombre de nuestro héroe máximo pienso en la independencia de América y voy a hablaros de ella. Veo en la independencia de América el sello de la unidad espiritual que une a España con los pueblos del Nuevo Continente.

Se ha querido explicar este hecho histórico de la guerra de emancipación por causas económicas, por la influencia de los ideales encarnados en la Revolución francesa, y, por último, se la ha atribuido, como lord Bryce, al feliz concurso de circunstancias internacionales. Una profunda crítica histórica, sin negar la existencia de estos factores, no puede considerar ninguno de ellos como la causa esencial. Ni los intereses comerciales, ni simples orientaciones ideológicas, ni circunstancias diplomáticas pueden explicar, en toda su épica grandeza, la Revolución americana. La causa principal se halló en la energía de la raza, en la voluntad heroica de los dirigentes y de las masas que les siguieron. Y bien: aquella energía y aquella voluntad eran esencialmente españolas.

Así lo comprendió Andrés Bello cuando dijo que en la lucha magna se enfrentaron la antigua Iberia y la Iberia joven, y que España se estrelló contra sí misma. La guerra de la independencia americana es, así, uno de los capítulos más brillantes de la épica historia de la raza hispana. Los héroes de la independencia eran los sucesores de los héroes de la conquista, que luchaban por un nuevo ideal. Sólo los que comprenden la conquista pueden comprender la obra de la independencia: individualismo, exaltación mística, voluntad creadora son los rasgos comunes a conquistadores y a libertadores.

Y aquella semejanza espiritual debería producir, concluida la guerra, la conciliación de las dos ramas de la familia hispana. ¿Sabéis cuándo comenzó esa conciliación? Pues comenzó en la misma batalla de Ayacucho, y quedó consagrada en el acta de capitulación. Este documento no tiene precedentes en la historia militar del mundo: vencedores y vencidos quedaban en pie de igualdad. Los oficiales y jefes españoles, conservando sus espadas, recibían el homenaje del Ejército triunfador; los que querían quedarse en América serían recibidos como hijos legítimos de las nuevas patrias, conservando la misma posición que habían tenido. España y América constituían así ramas distintas de una sola familia.

El destino ha establecido una solidaridad estrecha entre la suerte de España y la suerte de la América española. Los buenos y los malos tiempos para España lo han sido también para Hispanoamérica, y aquí como allá sentimos los resultados, en la época colonial, de los errores y de los aciertos de la política directora. Y después de la independencia subsiste aquella unión de destinos. El siglo XIX ha sido de luchas y de tentativas dolorosas para los dos pueblos, y yo estoy seguro que si se iniciara un movimiento de decadencia en la civilización española, igual fenómeno se experimentaría en América, y al mismo tiempo los síntomas de resurgimiento que se presenten en España serían signos precursores de una evolución igual en América.

Yo he venido a este Congreso a hacer un acto de fe, de fe absoluta en el porvenir de España, y, por lo mismo, de fe absoluta en el porvenir de la América española; he venido a proclamar con todas las fuerzas de mi alma esta unidad, tanto más bella y tanto más fecunda cuanto que no está encarnada en marcos de interés o de fuerza. Yo sé que materialmente nos divide el Océano, pero que por encima de él existe, indivisible y grande, una sola Patria espiritual: Nuestra madre España.»

Víctor A. Belaúnde