François Bondy, Con Cela, en Palma, 1959 (original) (raw)
[ François Bondy ]
«Ojalá pueda verle por Palma, donde charlaríamos largamente». Fué en Madrid donde recibí estas líneas de Camilo José Cela escritas en un papel azul claro, grabado con el emblema de la Real Academia Española. Poco después, encontrándome en Barcelona, tomé el primero de los aviones diarios para Palma.
El chófer del taxi no conocía la calle en que vive el escritor. «Son Armadans», le dije yo, recordando que el hermoso título de la revista de Cela evoca el nombre de un barrio de la ciudad. Pero Son Armadans es un bonito barrio con casas blancas y altas –en el que Cela, al volante de su SEAT 600 en «rodage», que él trata sin miramientos, debía conducirme ante sus primeras viviendas, que están cerca de los «Papeles». Actualmente es en una colina, debajo del Castillo y con una gran vista panorámica sobre el puerto y la catedral; donde vive el poeta, en un grupo de casas bajas, antiguas, con los tejados oblicuos y rojizos.
«Seréis bien venidos aquí el sábado por la tarde», estaba escrito sobre la puerta. Me doy cuenta de que llego un miércoles. Pero la hospitalidad de Cela para los visitantes que vienen de lejos no tiene en cuenta ni los días ni las horas y yo recibiré este miércoles por la mañana una acogida digna de un sábado por la tarde. Mientras que el escritor termina algunos trabajos en el entresuelo, donde dirige su revista, me instalo en una habitación llena de libros, de fotografías y de cuadros, algunos de su vecino y amigo Miró. Sobre todas las fotografías se ve a Camilo José Cela ora barbudo (de una época más antigua), ora imberbe (contemporánea), con Picasso, Hemingway, Malaparte y otros ilustres visitantes. Más tarde descubro una fila de botellas que llevan la firma de los invitados «también ellos de marca». Entre los libros están los diccionarios de la lengua española de todas las épocas, dominando por la masa y el formato imponentes. Camilo José Cela toma muy en serio su participación en los trabajos de la Academia Española que, como la francesa, trabaja en su diccionario. Aparte él, que tiene cuarenta y dos años, hay otros académicos jóvenes.
Cela es un prosista enamorado y fascinado por las palabras y los giros de la lengua española y de las lenguas y dialectos con ella emparentados. Si durante un día de conversación no recurre nunca al francés, como lo hacen otros españoles cuando advierten las lagunas de mi vocabulario o mi tendencia a confundir las palabras castellanas e italianas, me ayuda en cambio a encontrar los términos justos y me corrige si se presenta la ocasión. Me enseña poemas que ha escrito en gallego, que debe de conocer por herencia paterna. Pero ¿conoce también el inglés, que era la lengua de su madre? «Es la primera lengua que he hablado –me dice–, pero ya no la hablo. [20] La única cosa que me queda es un acento muy puro.» Lo que me recuerda el famoso gato sonriente en «Alicia en el país de las Maravillas», cuya sonrisa permanece después de que el gato ha desaparecido.
Cela me dice que se ocupa en reunir una antología de poemas catalanes. Esta lengua, como se sabe, está prohibida para las revistas y periódicos, como está prohibido traducir libros de otros idiomas al catalán. Se tolera para la poesía, y nuestro mallorquín adoptivo llegará a ser, por esta colección, uno de los mantenedores de este patrimonio cultural del cual la España de Franco (como ya lo hizo la de Primo de Rivera) se ha privado deliberadamente.
No había pensado nunca en Cela poeta, conociéndole como cuentista de humor áspero y sabroso, paseante a través de las comarcas áridas, espiando la vida de los cafés, de los aposentos y de las granjas. Pero he aquí que me enseña una colección poética que ha publicado a los veinte años. En ella encuentro, al final, un ciclo de poemas sobre la muerte que me confirma en la idea, que comparto con todos los extranjeros, de que la muerte es el gran tema de la poesía castellana. «Son versos de juventud» –dice– «y no hay que ser demasiado exigente». Pero se ve que es un libro por el que tiene interés. Esto nos lleva a hablar del «Encuentro Internacional de Poetas» que Cela prepara actualmente con el sostén de un mecenas, propietario de un hotel de lujo de Palma. Sin orden del día, sin debates organizados –un coloquio, una convivencia, en resumen una tertulia a escala mundial.
¿Y qué hay de su revista mensual Papeles de Son Armadans? Cela es el redactor y hasta creo que el ajustador. Y su revista, que se imprime en una prensa de mano es, estéticamente, la más agradable y esmerada que se hace en Europa, y puede ser que en el mundo. Yo se lo digo y Cela responde: «¿Conoce usted mis Almanaques?» Y viene con los Almanaques de 1958 y 1959, hermosos volúmenes de cerca de 400 páginas. El primero se llama: Los Cuatro Ángeles de San Silvestre o Noria del Tiempo ido y Buena Voluntad del que vendrá. La colección más reciente se titula: Contraluz del Panal y la Mortaja o Tobogán del Sol y de la Luna y otras Luciérnagas. Viñetas, poemas antiguos y recientes, ensayos, indicaciones de calendario y de sus santos, de astronomía y de astrología. Veo algunas de las mejores firmas de la España contemporánea, pero también versos atribuidos a poetas anónimos de los siglos XVII y XVIII; éstos –sí, lo había adivinado– son de Camilo José, que no pierde ocasión de dar curso a su gusto por la broma y el disfraz y a su afición a maridar todos los ritmos de todas las épocas de su literatura. Es el mismo gusto que le ha hecho cumplir la apuesta de escribir El Nuevo Lazarillo de Tormes. Cela alía, como Thomas Mann, (el parecido me viene de repente al espíritu) el amor de la tradición y el gusto de lo nuevo, fundiéndolos con un modernismo muy particular. El Almanaque, me entero con sentimiento, tiene menos suscriptores que la revista. Heme aquí entre los «happy few», pero yo desearía que otros numerosos lectores pudieran descubrir esta preciosa y sorprendente publicación, verdadero libro-objeto.
Mi ignorancia no termina con el Almanaque, y me valdrá muy pronto un regalo regio. «¿Le faltan a usted algunos de mis libros?», me pregunta Cela. Yo enumero las seis obras suyas que poseo, y he aquí que me trae una quincena de libros, de cuya mayor parte yo ignoraba hasta la existencia. Al día siguiente, al marchar a París, tengo que pagar exceso de equipaje, pues viajo con el bagaje literario de Cela. Un escritor francés me contaba unos días después: «He estado recientemente en casa de Cela, en Palma, y me he traído tantos libros que tuve que abonar cinco kilos de sobretasa.» Pero este amigo, me apresuro a añadir, ha pagado su diezmo, como yo, con mucho gusto. Pienso sin embargo que si Cela fuera Alejandro Dumas, su generosidad arruinaría a todos sus amigos…
El paseo en coche (Cela es uno de los raros españoles que hacen participar a su esposa en sus entrevistas, lo que da a su acogida un carácter más simpático) nos lleva más allá del célebre Valdemosa, de amorosos recuerdos, a lo largo de los almendros en flor y los olivos muy antiguos, al borde de una soberbia vista desde lo alto. [21] Cela me hace notar que la aristocracia se ha dignado aprobar a la naturaleza puesto que hay un letrero que advierte: «Vista preferida del Archiduque.» Se trata del Archiduque austríaco Luis Salvador, que no se limitó a admirar los paisajes de Mallorca, puesto que dejó una descendencia ilegítima. Después de la vuelta del turista, la vuelta del propietario. A Cela le gusta vivir «en paysan» y se ocupa en poner los patitos recién salidos de sus huevos sobre la estufa tibia.
Estaba reflexionando como hablar de Cela para Cuadernos a propósito del ensayo sobre España que ha confiado a esta revista, pues el hombre que tiene un aspecto laborioso y un aspecto burlón, que tiene el gusto de la soledad y de la publicidad, que es abierto y secreto, escapa a las simples definiciones. Pero he aquí que encuentro entre sus papeles un libro minúsculo, impreso en papel de periódico, edición barata, ramillete de relatos breves. Para este libro de cinco gramos ha escrito Cela una presentación de sí mismo estilizada, humorística que, a causa de lo que dice y de la manera como lo dice, hace vivo ese «encanto» del hombre tanto como del escritor, que no sé cómo describir. He aquí Camilo José Cela tal como ha tenido el capricho de presentarse a algunos de sus lectores un día de 1954:
«Nací, hace ya muchos años –treinta y ocho–, en Iria-Flavia, cabeza de puente latina, en el séptimo país del céltico occidente. Desde entonces acá no he hecho mucho más que ir tirando, con lo cual se han visto colmadas todas mis aspiraciones. Para entretenerme hice una guerra, me casé dos veces, engendré un hijo y publiqué veinte o veintidós libros. No he plantado ningún árbol ni he escrito jamás una sola línea sobre la edificante institución del ahorro. Omito los títulos de mis libros, porque entiendo que toda persona medianamente culta debe conocerlos ya. En realidad, uno, mal que le pese, se ha convertido en materia de examen de Estado.
Mido 1,80 metros, peso 76 kilos, calzo el 41, tengo 12 de presión arterial, mis ojos son castaños, con bellos reflejos verde a la luz del atardecer, mi pelo es a juego, y como señas particulares puedo presentar dos cicatrices en la cara –una en el mentón y otra en el labio superior–, un tiro en la ingle –la derecha, por fortuna– y un metrallazo en el pecho: lo normal entre los que fuimos mozos del reemplazo del 37.
He cambiado con frecuencia de oficio, quizá porque ninguno me gusta. No soy trascendente ni creo en la unidad de Europa. Como contrapartida, he sido, sucesivamente, hijo de familia con un buen pasar, soldado profesional, poeta, torero, andarríos, funcionario, novelista, pintor, actor de cine, periodista y conferenciante. Conseguí pasar por la Universidad sin licenciarme, estoy traducido –¡qué le vamos a hacer!– a todas las lenguas, y jamás he recibido un solo premio.
Nunca me he retratado sonriendo, al objeto de no confundir a los historiadores del futuro.
Algunos ingenuos creen que vivo bien. Otros, como para compensar, creen que vivo mal. Ninguno acierta.
Me considero el más importante novelista español desde el 98, y me espanta el considerar lo fácil que me resultó. Pido perdón por no haberlo podido evitar.
Mis completos nombres de pila son los siguientes: Camilo, José, Juan, Ramón, Francisco, Antonio, Santiago, Abraham, Zacarías, Leví. Camilo, por papá y mamá; José, porque en tal día se casaron (yo también intenté casarme el día 19 de marzo, pero no pudo ser); Juan, por el abuelito; Ramón, por San Ramón Nonnato; Francisco… ¿por qué me llamaré Francisco?; Antonio, como todos mis hermanos, y fuimos unos cuantos, por especial devoción familiar; Santiago, por haber nacido a la sombra de la peña donde apareció el cadáver del Apóstol; y Abraham, Zacarías y Leví, probablemente, porque no soy ario puro del todo.»