Luis Araquistain, Puerto Rico: la evolución psicológica (original) (raw)

Puerto Rico

La evolución psicológica

¿Cómo sobrelleva el pueblo de Puerto Rico su actual privación de soberanía? Con absoluta certeza, sólo un plebiscito podría responder a esa pregunta. Ese plebiscito no se ha celebrado aún ni es probable que se celebre nunca. Para averiguar el estado de la conciencia portorriqueña, no hay otro método que el de la observación directa y el examen de los partidos políticos, como órganos de la opinión pública.

Ateniéndonos a estos modos de conocimiento, si se analiza el sentir de las tres generaciones habidas desde el traspaso de la isla a los Estados Unidos, se tienen los resultados siguientes: los viejos de hoy, que eran los hombres maduros de 1898, aceptaron –una vez frustrada la esperanza de independencia– el dominio norteamericano, primero, como una liberación y, luego, como una colaboración conveniente. Cuatro siglos de coloniaje, con métodos de gobierno que podrá explicar el historiador sereno, atribuyéndolos al espíritu de la época más que a la idiosincrasia específica de los colonizadores, pero que nunca justificarán los colonizados; cuatro siglos de colonización, digo, son demasiados siglos para que la colonia no vea su término con alivio, aun siguiendo sujeta a otros señores. Hasta los enfermos se alegran de un cambio de postura. La vieja generación respiró satisfecha al ver que se iba España con toda su herrumbrosa y áspera maquinaria oficial, sin detenerse a considerar lo que se le venía encima.

Repuesta de su gozoso estupor, la generación de 1898, ante un estado de hecho y de derecho inevitable, creyó que lo más sensato era sacar el mejor partido posible del nuevo régimen, colaborando con los dominadores recién llegados Fue un oportunismo impremeditado. Los sucesos fueron tan rápidos, que no hubo tiempo de pensar un ideal político definido. Las aspiraciones políticas concretas no cuajaron hasta más tarde. La táctica fue: “del lobo, un pelo”, y a arrancárselo se dedicaron los hombres de aquel tiempo, convencidos de que así servían mejor a su país, organizando el Gobierno y la legislación de la isla, sin discutir ni querer reformar el nuevo dominio. Esta generación se contenta con que continúe una forma de autonomía como la que ya había concedido España.

La generación siguiente es más radical en el sentimiento, pero poco categórica aún en el concepto y en la acción. Se escinde en dos fracciones: una, que constituye el partido republicano, y otra, el partido unionista. El partido republicano pide que Puerto Rico sea incorporado a la Confederación norteamericana como un Estado más, con los mismos derechos y obligaciones que los otros Estados de la Unión. Más ambiguo y anterior, el partido unionista reclama en 1904 la “estadidad”, el ingreso de Puerto Rico como Estado en la Unión de la América del Norte, y al mismo tiempo la independencia bajo el protectorado de los Estados Unidos. Este contrasentido se resuelve en 1913 suprimiendo la fórmula de la estadidad. Queda en pie la petición de independencia –siempre mermada por la condición del protectorado–, pero sólo como un sueño romántico, que se desvanece poco a poco. Al fin, en 1922, se suprime también el principio de independencia. A su vez, el partido republicano renuncia asimismo a la estadidad, y de este modo los dos partidos, ya unificados, se trasforman en un partido perfectamente gubernamental, dispuesto a colaborar sin reservas con el Gobierno de Washington o, lo que os lo mismo, con su representante en la isla. Sólo subsiste cierto pudor político, que impide a los hombres más conspicuos de los dos partidos históricos gobernar personalmente. Dirigen la gobernación pública entre bastidores, y en los ministerios colocan, como delegados suyos, hombres muy de segundo orden en su mayoría.

Esta es la generación de los escépticos, de los desilusionados y de los acomodaticios, decididos en la renuncia de todos sus viejos ideales e indecisos en llevar su conducta a las últimas consecuencias; contradictorios cuando trazaban programas y contradictorios en la obra; colaboracionistas cuando se decían independientes; declarándose independientes cuando colaboran; confederacionistas cuando el espíritu del país era aún colonial; colonistas cuando el desenvolvimiento político y cultural ha hecho de Puerto Rico un verdadero Estado, con tantos títulos a la igualdad como el mejor de los Estados Unidos. Puede decirse que los mejores hombres de Puerto Rico, su intelectualidad, han quedado fuera de las organizaciones políticas.

En los extremos de los dos partidos desvirtuados se han constituido otros dos: un partido republicano puro, que sigue reclamando la estadidad, y un partido nacionalista, que ha hecho suyas las palabras del doctor Betances: “No quiero colonia, ni con España ni con los Estados Unidos; deseo y quiero a mi patria libre y soberana, porque sin libertad no hay vida digna ni progreso positivo.” Los partidarios de la estadidad son cada vez menos, porque casi todo el mundo está aquí convencido de que la República del Norte antes dará la independencia que la entrada en la Unión a un país demasiado distante y demasiado extraño por su lengua y su cultura para asimilárselo nunca por completo, el cual, de añadidura, podría ser un enojoso huésped en el Parlamento de Washington cuando surgiese un conflicto, siempre inminente, con algún pueblo hispanoamericano. El Gobierno de Washington no olvida seguramente la respuesta del general norteamericano a quien se le ordenó que embarcara con un regimiento de Puerto Rico para tomar parte en la expedición punitiva contra Pancho Villa. “El regimiento que mando –contestó el general– está listo para salir adonde se le ordena; pero me permito advertir que no respondo de que mis soldados portorriqueños disparen sobre ningún mejicano.”

Este espíritu de hispanidad sería embarazoso en las Asambleas parlamentarias de la Unión. La estadidad es el sueño más imposible de Puerto Rico, si caben grados en la imposibilidad. ¿Pero no será también imposible la independencia? Ya veremos lo que contesta la tercera y última generación, la que se ha formado totalmente bajo el sistema de enseñanza norteamericano en las escuelas primarias, en las Altas Escuelas o Escuelas secundarias, y en la Universidad.

Luis Araquistain

San Juan, noviembre de 1926.