José Lasaga Medina / Notas sobre la dimensión metafísica del pensamiento de Ortega (original) (raw)

I. En los últimos años la filosofía ha decaído tanto en sus presunciones de racionalidad que ya a nadie puede extrañar que se la encuentre en la equívoca compañía de la literatura y hasta de la poesía y que parezca que anda «en buenas compañías».

Sin embargo hace veinte años -que no es nada, a juicio del tango- la filosofía viva y activa en lengua española era en sus nueve décimas partes «cientificista», y se pensaba en la mente de sus practicantes como un discurso científico -o con aspiraciones de serlo- desde posiciones metodológicas firmes y seguras de sí mismas. Lo era, en primer y más patente lugar, la filosofía analítica. última pervivencia del positivismo de la segunda mitad del XIX, tacha de «metafísico» todo aquello que sobrepase los límites del control «científico» del significado y, amparándose en una lectura cicatera de Wittgenstein -como luego se ha demostrado- abandona toda pretensión de filosofar en positivo, limitando su actividad a disolver malentendidos y «curar» la indomeñable confusión que genera siempre el encuentro entre las palabras y la vida.

El marxismo nació con la ambición de ser no una sino la (definitiva) interpretación científica de la historia universal. Como es sabido, su praxis en el plano de lo real obligó a sus seguidores y cultivadores a numerosos reajustes, añadidos ad hoc, «teoremas» auxiliares, &c., principiando por el reconocimiento de que no se podía hablar de Marxismo sino de múltiples marxismos. Por referir la lista que se solía hacer a mediados de los setenta: el racionalista de Althusser, el utópico de la escuela de Frankfurt, el humanista de los lectores del Marx juvenil, el soviético, el maoísta, el gramsciano y el de la escuela de Budapest, inspirado en Lukács. (La lista deja fuera a los independientes.) Semejante proliferación no deja de ser incómoda para una teoría que aspira a ser científica y que, además no ha olvidado las pretensiones de totalidad explicativa con que nació en su cuna hegeliano-marxiana{2}.

El halo de prestigio que desde Hume y Kant tiene todo lo que se presenta como saber racional fuerte, esto es, científico, benefició sin duda a los teóricos -filósofos, historiadores, críticos literarios- del marxismo. Prueba de ello y vínculo con la tercera corriente de pensamiento dominante en los años setenta es el mencionado Althusser, autor que auna en sus ambiciones teóricas la tradición del marxismo como ciencia con la innovación estructuralista. En efecto, el estructuralismo aspiró a sistematizar el estudio del hombre descargando el programa kantiano de sus adherencia «humanistas». Quiso ser una reedición de las ciencias del espíritu, pero sin espíritu, ese muchacho incómodo que se comportaba como el rufián que se cuela en la fiesta sin invitación, pero del que es muy difícil deshacerse sin provocar un escándalo. El movimiento estructuralista creyó haber dado con la fórmula: estructuras língüísticas, psíquicas, sociales, simbólicas en vez de espíritu{3}.

Lo escrito hasta aquí es una caricatura -aunque espero que la escasez de los trazos, propia del género, no excluya alguna familiaridad con el original- de la versión hispana, muy años setenta, de la filosofía occidental. Y viene al caso porque sólo sobre este transfondo ideológico es posible comprender que todavía hoy sea cuestión disputada la naturaleza filósofica del pensamiento de Ortega y Gasset. Y que, aceptada ésta a regañadientes, se pase a discutir si es su pensar sistemático, qué relación guarda su producción filósofica con lo publicado en los periódicos, si Ortega era «filósofo» cuando dictaba cursos y «político» cuando hacía editoriales en El Sol, y así sucesivamente. Por mi parte, creo que en su obra hay un núcleo filosófico central, de carácter sistemático, que encierra una pretensión interpretadora de lo real como totalidad. Sus opiniones, juicios de valor y descripciones en general, sobre tantos y tantos motivos que acogió en sus páginas, en estética, teoría del conocimiento, ética, historia, sociología o política no pueden comprenderse adecuadamente sin insertarlos en la trama de tesis sobre la realidad radical que desarrolla en sus obras más específicamente filosóficas. En este sentido, su filosofía es una teoría metafísica, significando el término «metafísica» que se toma por objeto del discurso filosófico «lo que hay» en sus formas más radicales u originarias. Y no se piense que Ortega, después de haber denunciado el imperialismo de la física, aspira a montar el imperio de la filosofía: «Es forzoso que la filosofía se contente con ser la pobrecita cosa que es y dejar vacantes las gracias que no le son propias para que se ornen con ellas los otros modos y clases de conocimiento» (VII, 337). La radicalidad de la filosofía se caracteriza aceptar el primado del problema sobre la solución y carecer de seguridades: «El filósofo, pues, a diferencia de todo otro científico, se embarca para lo desconocido como tal» (VII, 308).

2. Hay acuerdo en que la filosofía de Ortega alcanza un primer grado de madurez en Meditaciones del Quijote. En ella aparece ya el concepto de vida humana y lo que constituye el programa al cual se va a mantener fiel a lo largo de toda su obra: la elaboración de un pensamiento metafísico que aspira a una «superación» de la Modernidad.

Precisar este aserto exige aclarar el sentido que tienen en Ortega los términos Metafísica, Modernidad y Superación.

3. Metafísica significa un modo de pensar radical sobre las cosas: el que va a la raíz. En efecto, la filosofía sólo se entiende en Ortega como el tipo de discurso que satisface estos dos requisitos que describe en ¿Qué es filosofía?: el de autonomía: el pensar filosófico encierra «el compromiso de pensar sin supuestos». De ahí que la operación que más sistemáticamente ha de realizar el filósofo es la de «evacuar de creencias recibidas su espíritu» (VII, 335). Ortega retiene de Descartes la exigencia de la duda, pero ampliándola de «metódica» a «vital» y al mismo tiempo reconoce su filiación como «filósofo moderno»{4}. También se evoca en el principio de autonomía a Bacon con su doctrina de los idola fori y a Kant, naturalmente, con su programa crítico.

Pero al añadir a este primer principio el de pantonomía -«frente al principio ascético de repliegue cauteloso que es el principio de autonomía, actúa un principio de tensión opuesta: el universalismo, el afán intelectual hacia todo, lo que yo llamo _pantonomía_» (VII, 336)- se reclama también de una visión de la filosofía más afín a la de los «antiguos», aunque excepcionalmente fuera asumida sin miedo (y quizá sin prudencia) por los pensadores alemanes postkantianos. La posibilidad está en Kant, aunque él mismo no se decidiera a dar el paso. Ortega es plenamente consciente de dónde ancla su punto de partida cuando termina su «Filosofía pura. Anejo a mi folleto a _Kant_» con las preguntas: «Pero... no es esto 'nuestra vida' como tal? Mi vivir consiste en actitudes últimas -no parciales, espectrales, más o menos ficticias, como las actitudes sensu stricto teoréticas. Toda vida es incondicional e incondicionada. ¿Resultará ahora que bajo la especie de 'razón pura' Kant descubre la razón vital?» (IV, 59).

¿Qué es filosofía? es un texto formado por dos partes perfectamente diferenciadas. La primera dedicada a exponer, precisamente, la respuesta a la pregunta del título y la segunda a una puesta en ejecución de las tesis allí vertidas, esto es, una aplicación de los principios de autonomía y pantonomía operando en conjunción. En virtud del primero, Ortega procede metódicamente a revisar la creencia construida por la modernidad: la razón idealista. En un ejemplo práctico de «razón histórica» traza la génesis de la convicción típicamente moderna: que la razón impone sus determinaciones a lo real, tesis que se origina en el escepticismo antiguo y en la concepción del alma que propició el cristianismo. Y en aplicación del principio de pantonomía, el movimiento de la razón no se detiene en este análisis crítico, sino que busca más allá de él, detrás de la creencia recibida, otra interpretación más radical o universal que aquélla sobre la que reposa el sistema conceptual de la modernidad: la vida humana como realidad radical, significando «realidad radical» no un primer principio, causa o fundamento de lo que hay, sino la condición misma de todo acontecer y de todo aparecer. Ambos rasgos son recogidos en la primera descripción categorial que hace de la vida humana, en la somera definición: vida humana es lo que hacemos y lo que nos pasa (VII, 414){5}.

Entre otras novedades, surge en este giro la ambición de abandonar el análisis de lo real basado en la categoría de cosa-substancia para ir a una metafísica del acontecer en la que el análisis de la temporalidad de la vida humana cumple el papel de bastidor categorial que en el idealismo realizaba la razón pura. Para entender qué sentido tiene el adjetivo «metafísico» aplicado al pensamiento de Ortega, es menester insistir en que la razón vital o histórica no busca ya un fundamento último, universal, absoluto a «lo que hay», sino que es, por contra, clara conciencia de que ha terminado una época del pensamiento que podría describirse como de «necesidad del fundamento» y que penetramos en otra que sabe que tal fundamentación, sea la que sea, queda ya sustraida al poder de la razón humana. Cabe seguir hablando de metafísica o de filosofía primera porque hay preguntas que la condición humana no puede dejar de hacerse. La vida humana no es «realidad fundante» que se propone donde antes se ponía «Dios» o «Razón» sino el ámbito de aparición de lo que hay -interpretado desde Grecia como el ser-, manifestación de lo que acontece y que da al hombre que pensar.

4. En definitiva, la modernidad encierra una interpretación metafísica: el idealismo, nacida de la contracción sobre lo real que practican Galileo y Descartes: lo que cuenta -y recuérdese que contar con es el modo en que, según Ortega, lo real se manifiesta al viviente- lo que cuenta, digo, es aquello que puede ser objetivado de acuerdo al método. Dicho de otro modo, modernidad es la razón físico-matemática y las poderosas determinaciones que ésta lleva a cabo sobre «lo que hay» en un proceso de idealización que sólo puede terminar en el postulado de la identidad entre lo «real» y lo «racional», tal y como dictaminara Hegel. Ya en Meditaciones del Quijote observa Ortega: «La misión del concepto no estriba, pues, en desalojar la intuición, la impresión real. La razón no puede, no tiene que aspirar a sustituir a la vida» (I, 353).

El muy ambiguo término «modernidad» se perfila en estos dos sentidos: en primer lugar, «moderno» es el idealismo epistemológico que prima lo subjetivo sobre los «derechos» de la cosa, reducida a representación, espectro, copia, mero resto que está ahí para que la razón le dicte las condiciones de su existencia. Y, en segundo, «moderno» es el proyecto de Ilustración acogido a la seguridad y confianza que la razón cobra en sí misma. Si puede imperar sobre la naturaleza, ¿por qué no sobre la historia? De ahí el progresismo y utopismo que esta interpretación de la razón genera cuando, olvidado el límite que lo extrarracional impone, cree que lo real se rendirá a la voluntad humana. Estas dos notas citadas, que tan bien describen el espíritu del proyecto ilustrado, sirven al mismo tiempo para precisar el contorno de lo que Ortega rechaza: la falta de sentido histórico, la creencia en que el hombre no vive preso en la gleba de su cuerpo y de su época, la convicción de que basta con desear algo, por más que ese deseo sea «justo» y «bueno», para que sea posible su realización.

El proyecto de superar el idealismo pasa necesariamente por arrojar luz sobre la pregunta ¿cuál es el destino de los ideales ético-políticos de la Ilustración? Ortega distingue entre el mesurado y «educador» siglo XVIII y el insincero y petulante siglo XIX. La última palabra de este siglo, la herencia desde la que tendrán que vivir las generaciones del XX es un pesimismo reactivo al optimismo con que se inauguró la época moderna. No se han querido reconocer límites al poder de la razón humana y eso se paga con una sistemática falsificación de ideas e ideales. El rencor y el resentimiento florecen en una Europa que no halla cumplimiento a las promesas de felicidad, bienestar, democracia y justicia que se predicaban por doquier. En un temprano artículo, Nada «moderno» y «muy siglo XX» hace Ortega un primer diagnóstico de la «enfermedad» decimonónica: el siglo se declara a sí mismo «moderno» y «progresista», ignorando que también pueden envejecer esos ideales: «El siglo progresista no concibe que se dé el progreso en otra forma que en estado de alma progresista» (II, 23). Esta confianza en el progreso infinito «es una permanente invitación a que seamos desleales con el presente y lo que hay, a cuenta del futuro y de lo imprevisto» (IX, 548).

En efecto, el espíritu moderno en cuanto progresista, utópico y culturalista desarbola y falsifica la estructura temporal de la vida humana pues quita realidad al presente, cuyas dificultades serán «superadas» en el futuro, inutiliza el pasado como tesoro de soluciones, fondo ejemplar de la vida humana al que cabe volverse para encontrar respuestas y lo fía todo al futuro, que aparece en esta concepción progresista de la vida como previsible y asegurado, tierra prometida de realización efectiva de ideales. Pero no. El futuro es de suyo lo oscuro e impredecible -una de las dimensiones de «destino» de la vida humana. Se consumaba así una inversión de papeles entre el pasado y el futuro, las orillas entre las cuales vive el hombre su presente, único suelo sobre el que puede anclar su existencia. El pasado se ha vuelto oscuro pero en el siglo XX el futuro ya no es luminoso. Reflexionando sobre la crisis europea en la sintomática fecha de 1932, escribe Ortega: «Si el europeo hace con alguna perspicacia balance de su situación, advertirá que no desespera del presente ni del futuro, sino precisamente del pretérito...» (IV, 396) El europeo capaz de reflexionar así, habría tenido que abandonar lo que hemos llamado antes «estado de alma progresista», girado la mirada desde el futuro hacia el pasado para hallarlo ahora devastado por el sueño utópico de la razón.

En este contexto de crisis, la razón histórica es, a la vez, un modelo teorético de razón y una «revelación» que acaso permita reorientar la forma de entender el sentido de la vida humana.

5. ¿La razón histórica como «superación» de la modernidad?

Superar es levantar o elevar a otro nivel de complejidad un concepto, un análisis, un principio. Hasta aquí Ortega coincide con Hegel, aunque, como hemos visto, no le acompaña en la seguridad de que esa complicación sea necesariamente a mejor.

Superación es la misión del hombre sobre la tierra, misión que le es conferida por su doble condición de heredero y de náufrago. Por la primera el hombre comienza a vivir sobre un cierto nivel de soluciones que él no produce, sino que encuentra ya ejecutadas. Es lo que llamamos vulgarmente cultura. Por la segunda resulta que el sistema de soluciones no está asegurado, que puede fallar en cualquier momento. Toda cultura es fronteriza, amenazada por lo que acampa más allá de lo que ella ilumina. De ahí que tenga el hombre, cada hombre y cada época, que repristinar, actualizar las soluciones heredadas. Pero puede desertar de su misión por exceso de confianza, por fatiga o por cualquier otra causa. Y, claro está, puede también no acertar. La filosofía de la historia orteguiana carece de genio tutelar, Providencia, Mano invisible o Ley intrínseca. El quehacer humano está confiado a una racionalidad emergente y contingente. No hay a priori que excluya los desvíos, los retrocesos o las catástrofes.

Lo decisivo en el hombre no es su razón sino su libertad. Al fin y al cabo, la tan cacareada facultad racional no es más que imaginación disciplinada por algunos métodos que respecto de algunas zonas de lo real y durante algún tiempo se muestran eficaces. La famosa tesis orteguiana: «el hombre no tiene naturaleza sino historia» equivale a esta otra: «el hombre no tiene ser porque es libertad de ser», en el bien entendido de que esa libertad no es absoluta, sino condicionada en todo momento por una circunstancia histórica. De ahí que no haya más posibilidad de salvación que la de volver al pasado, la dimensión de la vida humana que constituye la «tierra de soluciones».

En este sentido, Ortega es moderno -porque ése es su pasado- es decir, nada postmoderno. Y al mismo tiempo y por paradójico que pueda parecer mantiene que el futuro de la filosofía -si es que puede caberle uno- pasa por no ser sólo moderno. O dicho con otra paradoja: la salvación pasa por la invención de la tradición.

No ha pasado desapercibida la proximidad de algunas tesis del pensamiento orteguiano a ese confuso movimiento de ideas que desde hace años damos en llamar Postmodernidad. Aunque las dificultades que salen al paso de la pregunta ¿es Ortega postmoderno?, empezando por la de precisar el significado del término, no permiten responderla aquí, deseo hacer algunas observaciones. Ortega coincide con los postmodernos en lo que rechazan y no tanto en lo que afirman. Reconocer con Lyotard que vivimos un tiempo en que los grandes relatos legitimadores de la modernidad resultan «increibles» y que, en consecuencia, no es posible estar de acuerdo con Habermas en que cabe retomar y completar el proyecto emancipador de la modernidad, es perfectamente congruente con la posición de Ortega{6}. Sólo que Ortega no concluye que sea imposible la creación de un nuevo relato legitimador. Por el contrario, la historia vive en la alternancia de épocas en crisis -deslegitimadoras- y épocas «clásicas» en que se restituye la capacidad de creencia de la sociedad.

Con Vattimo puede coincidir en que ya no es posible aspirar a una filosofía que alcance una fundamentación última y definitiva o que no podemos seguir defendiendo una ética del deber; también en que es preciso ir a una recuperación del pasado, una nueva pietas hacia los envíos de la tradición. Pero nunca en la tesis de que la verdad «no posee una naturaleza metafísica o lógica sino retórica»{7}. Ortega sugeriría que la consistencia de la verdad tiene que seguir vinculada al «logos» y a la actividad humana de «dar razones», aunque su validación no pueda ya defenderse en términos absolutos, sino, justamente, históricos.

El giro «en contra de la teoría y hacia la narrativa» defendido por Rorty no puede ser, incluso en su expresión, más afín a la tesis central de una razón histórica que se resuelve en «razón narrativa»: «Una cultura historicista y nominalista como la que concibo -escribe Rorty- se conformaría, en cambio, con narraciones que conecten el presente con el pasado, por una parte, y, por otra parte, con utopías futuras». Pero, al mismo tiempo, se renuncia «al intento de reunir todos los aspectos de nuestra vida en una visión única, de redescribirlos mediante un único léxico»{8}. La primera cita refleja el punto de coincidencia de Rorty con Ortega y la segunda el de su divergencia, pues el filósofo español sí cree que la razón humana, consciente de su historicidad, puede intentar -otra cosa es que lo consiga- determinar qué léxico expresa mejor la época y decir de uno que encierra más verdad que otro. Rorty parece deslizarse desde la contigencia a la arbitrariedad en su insistencia de que no hay forma de privilegiar unos léxicos sobre otros. Ortega mantiene que los léxicos de los individuos y de las culturas obedecen a una lógica interna que puede descubrirse con arreglo al sistema de categorías propio de la vida humana, si bien hay que apresurarse a decir que este sistema categorial es él mismo histórico, dado en el tiempo y por ello cambiante, lo que no quiere decir que, además, sea arbitrario.

La historia no es sólo la forma específica en que la vida se da al hombre, sino el sistema de soluciones que la hace posible. Toda «superación» ha de venirnos del pasado. El hombre europeo ha dejado a sus espaldas posibilidades inéditas. Para la circunstancia española, una de éstas, por ejemplo, se llama Cervantes. Cuando Ortega escribe: «Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado» (I, 363), está dándonos la clave de su proyecto filosófico. ¿Era Cervantes moderno o premoderno? Poco importa con tal de que seamos capaces de ver en su estilo la incitación a seguir pensando.


{1} Las citas de Ortega se dan por la edición de Obras completas en doce volúmenes, Revista de Occidente en Alianza, Madrid 1983. El romano refiere al volumen y el árabe a la página.

{2} Una de nuestros mejores filósofos marxistas, Jacobo Muñoz, salvaba la unidad subyacente a tanto marxismo defendiendo lo que llamaba «un concepto superior de 'método'» y que explica en los siguientes términos: «Podría hablarse así de 'método marxista' a propósito de un método cuyo objeto es el conocimiento científico de la realidad histórico-social (que consigue mediante el aparato teórico vigente en su propio paradigma), pero no necesariamente sólo con él) y la transformación de la misma de acuerdo con un fines revolucionarios no inconscientes de su naturaleza de tal y específicamente _clasistas._» (Diccionario de Filosofía Contemporánea, «Marxismo», Sígueme, Salamanca 1976, pág. 302. La primera cursiva no está en el texto citado). En artículo terminaba con esta improbable, según sabemos ahora, predicción: «De 'envejecimiento' del marxismo sólo cabrá hablar, ciertamente, el día en que toda sociedad antagónica y toda cultura clasista hayan sido superadas» (Ibid.).

{3} «Diremos -y es la única manera de no caer en la confusión- que _con el nombre de estructuralismo se reagrupan las ciencias del signo, de los sistemas de signos._» Y como cuadra a esta pretensión científica, la filosofía tenía que aceptar como tema central de reflexión «¿dónde se encuentra el discurso filosófico, después del advenimiento de las ciencias estructurales, en la actualidad?» François Wahl, ¿Qué es el estructuralismo?, Losada, Buenos Aires 1975, pág. 12 y pág. 17 respectivamente.

{4} Sólo se puede dejar de ser lo que se ha sido. Y sólo se puede dejar de ser algo a fondo cuando se ha vivido a fondo eso que se era.

{5} Es evidente que el limitado espacio de este artículo, así como sus pretensiones no permiten desarrollar, si quiera en síntesis, lo implicado en esta somera descripción de la vida humana como realidad radical. Véase, entre otros muchos lugares, las dos últimas lecciones del curso que venimos analizando o las primeras páginas de Historia como sistema (VI, 13 y ss.).

{6} Le postmoderne expliqué aux enfants, Galilée, París 1986, págs. 38 y ss.

{7} «Dialéctica, diferencia y pensamiento débil» en El pensamiento débil, G. Vattimo y A. Rovatti eds., Cátedra, Madrid 1990, pág. 38.

{8} Contingencia, ironía y solidaridad, Paidós, Barcelona 1991, pág. 18.