Gustavo Bueno, Las manifestaciones «Por la paz», «No a la Guerra», del 15 de febrero de 2003, El Catoblepas 13:2, 2003 (original) (raw)
El Catoblepas • número 13 • marzo 2003 • página 2
Gustavo Bueno
Se ofrecen aquí dos textos: un análisis encargado por La Nueva España
sobre las manifestaciones del 15 de febrero, y las respuestas
a un cuestionario solicitado por El País
1
El carácter masivo e internacional de las manifestaciones del 15 de febrero obliga a reconocer su condición de síntoma muy relevante del estado de la evolución de las sociedades políticas del principio del tercer milenio, una vez derrumbada la Unión Soviética y acabada la Guerra Fría.
Conviene hacer, sin embargo, dos puntualizaciones restrictivas a lo que acabo de decir. La primera tiene que ver con el carácter «masivo» de las manifestaciones; la segunda, con su carácter «internacional».
Las manifestaciones han sido, sin duda, masivas. Las evaluaciones, para España, varían mucho, como siempre, oscilando, en algunas ciudades, desde los dos millones (evaluación de los organizadores) hasta poco más de medio millón (evaluación de la policía, en autonomías no precisamente afectas al PP). Pero aún cuando aceptásemos las evaluaciones más generosas, la «masa» constituida por los tres millones hipotéticos de manifestantes españoles sigue siendo muy inferior a la «masa» del cuerpo electoral español, y a la parte de él que apoyó en las urnas, hace tres años, al partido en el gobierno.
Las manifestaciones han sido inter-nacionales: Madrid, Londres, París, Berlín, Bruselas, Roma, Moscú, Pequín, Camberra. Pero no han sido mundiales, y esta restricción es decisiva en el contexto de mi argumentación. Sin duda ha habido manifestaciones en casi todas las ciudades de los cinco continentes; pero masivas sólo en las naciones políticas desarrolladas, o muy próximas al «estado de bienestar».
Al parecer las manifestaciones más voluminosas han correspondido a España. Y si esto ha sido así, y no a título de mera fluctuación estadística, será preciso explicar su por qué.
2
Si atendemos a las declaraciones de los propios manifestantes, expresadas principalmente en las pancartas, pegatinas y consignas verbales, el objetivo de las manifestaciones fue muy claro y unívoco: decir no a la guerra, y un no que los propios manifestantes hacen equivalente a un sí a la paz. A una paz que casi siempre parece entendida en un sentido muy parecido a como la entendieron ciertos pensadores premarxistas del siglo XVIII, tales como el abate Saint-Pierre o el propio Kant (y esto sin necesidad de que los manifestantes hayan tenido que leer previamente ni al abate idealista ni al profesor laico, no menos idealista).
La unanimidad de las fórmulas utilizadas por los manifestantes más diversos, para expresar los objetivos de sus manifestaciones, producirán la impresión de algo así como un «clamor universal» por la paz, la impresión de que la voluntad madura y civilizada de parar definitivamente la guerra, sobreponiéndose a las edades de la barbarie, ha hecho por primera vez su aparición en la historia del mundo, al comienzo de su tercer milenio.
Pero esta interpretación optimista de las manifestaciones del 15 de febrero es muy poco rigurosa en los términos de su diagnóstico, y, en todo caso, es muy superficial.
Es muy poco rigurosa en sus términos: no puede hablarse de «barbarie» contraponiéndola, en función de la guerra, a la «civilización». Es generalmente admitido, por los antropólogos e historiadores de la ciencia y de la tecnología, que la guerra, en su sentido estricto (la guerra entre Estados, que no son las riñas o agarradiellas entre las tribus), comienza con la civilización, y es característica de ella (no se dice que sea necesaria) a lo largo de la historia. Más aún, los más grandes desarrollos tecnológicos y científicos –para referirnos a los últimos: la energía nuclear, la cibernética, los vuelos espaciales...– han sido estimulados por las guerras mundiales del siglo XX. Es totalmente erróneo suponer que las guerras han frenado el desarrollo de las ciencias y de las tecnologías propias de los países más civilizados. Ha podido llegar a decirse que la guerra, desde un punto de vista histórico, ha sido la «locomotora del progreso». De esta afirmación algunos pretenden sacar argumentos para la apología de la guerra, como «comadrona» del progreso, en contra de quienes (últimamente, Juan Zerzan) sacan de los mismos hechos argumentos para atacar al propio «progreso» y a la «civilización».
Es muy superficial, porque se atiene a las propias declaraciones de los manifestantes. Pero las declaraciones de los manifestantes, aún suponiendo que sean sinceras, no por ello pueden confundirse con la revelación de los verdaderos motivos que han impulsado los clamores de los manifestantes. Por detrás de los objetivos explícitos, incluso sinceros, de los agentes (de los motivos llamados emic), actúan otros motivos implícitos, que desempeñan el papel de verdaderas causas motoras, y que se descubren «desde fuera» (desde el punto de vista etic). Muy pocos historiadores explicarán hoy las Cruzadas –la de Pedro el Ermitaño, la de San Bernardo, la de Ricardo Corazón de León, la del obispo Conrado, la de Inocencio III, la de San Luis...– como movimientos masivos de cristianos de los siglos XII y XIII que, al grito de «¡Dios lo quiere!», buscaban, de buena fe, la recuperación del Santo Sepulcro. La práctica totalidad de los historiadores verá actuar, detrás de los objetivos emic de los cruzados, los intereses mucho más terrenales de reyes, señores feudales, y, por supuesto, del propio pueblo que acudía a encuadrarse entusiásticamente en esas guerras santas contra el Islam que cambiaron el curso de la historia europea.
Mi tesis es esta: detrás de las fórmulas que expresan emic los objetivos de los manifestantes del 15 de febrero –«Por la Paz», «No a la Guerra»– actúan otros intereses verdaderamente motivos, no por ello siempre ilegítimos. Simplemente enmascarados, o encubiertos, por las fórmulas explícitas: «Por la Paz», «No a la Guerra».
Más aún: estos motivos efectivos son muy heterogéneos, incluso casi siempre enfrentados entre sí. Y si esto es así, habrá que conceder que la unidad de objetivos explícitos de los manifestantes del 15 de febrero es tan sólo una unidad de confluencia coyuntural en un rótulo que cubre múltiples corrientes que marchan en direcciones propias. Dicho de otro modo: el rótulo, sobre todo en su forma positiva, «Por la Paz», será interpretado por cada corriente de manifestantes de modos muy diversos y casi siempre incompatibles entre sí. Hasta tal punto que no reconocerlo así es tanto como meter la cabeza debajo del ala, es tanto como querer dejarse cegar por la luz que desprende la palabra Paz.
Y esto es lo que hace que el término Paz sea confuso, puramente ideológico. Porque unos entenderán la paz como Pax Romana –la paz mantenida por un Imperio, por medio de sus legiones, del que hoy se sienten herederos muchos ciudadanos norteamericanos que se proponen como objetivo mantener el orden mundial, la Pax Norteamericana–. Otros entienden la paz como Paz Cristiana, la paz de la Ciudad de Dios, muy lejos de la Ciudad terrena. Por su parte, la paz y la libertad de Euskalerría, que reclaman el PNV, EA y ETA de consuno, es incompatible con la paz hispánica de la Constitución de 1978. Muchos sobreentienden la paz como la paz propia del estado de Bienestar vinculado al orden capitalista; y habrá quienes sólo entienden la paz como la paz propia de una sociedad comunista, que abomina de aquellas palabras de Goethe cuando decía: «Prefiero la injusticia al desorden (a la guerra)».
Es imprescindible, por tanto, clasificar las motivaciones efectivas de los manifestantes de acuerdo con criterios pertinentes para nuestro propósito.
3
El criterio de clasificación que hemos adoptado es el criterio político. Según él clasificaremos las corrientes que se manifestaron en el 15 de febrero en dos grandes grupos: el grupo formado por las corrientes de manifestantes que no se sienten impulsados por motivos políticos (sin perjuicio de que sus actos puedan ser aprovechados por los políticos) y el grupo formado por las corrientes de manifestantes que se sienten y están impulsados por motivos estrictamente políticos (aunque sólo se expresen mediante fórmulas apolíticas, generalmente de carácter ético).
(1) Las corrientes de manifestantes que consideramos apolíticas son también muy heterogéneas y tienen en común el no ir, en el fondo, contra «un gobierno concreto» (por ejemplo, el de Aznar en España) sino acaso, al menos muchas veces, contra todo gobierno («contra el Poder»), con el espíritu del anarquismo más o menos elaborado. Dos tipos de manifestantes apolíticos sería preciso distinguir: el tipo de aquellos manifestantes impulsados por un fuerte imperativo ético y el tipo de los manifestantes impulsados más bien por la tendencia enérgica hacia el disfrute de los bienes y valores que nos ofrece la sociedad de consumo. Son dos tipos muy diferentes, aunque todos ellos odian la guerra y buscan la paz.
Respecto de los manifestantes éticos: entendemos aquí por ética a un conjunto de normas definidas, no ya por el origen de su fuerza de obligar (ya sea la conciencia autónoma, ya sean los mandamientos divinos) sino por su objetivo; y este objetivo no es otro sino el de la promoción de la vida de los sujetos corpóreos, de la propia y de la ajena (el valor o virtud fundamental de esta ética materialista es la fortaleza, que se constituye en firmeza, cuando se aplica a uno mismo, y en generosidad, cuando se aplica a los demás). El mal ético por antonomasia es producir la muerte a alguien. Por ello se comprende que, desde una perspectiva ética, la guerra haya de ser condenada.
Y sin embargo, hay que tener presente, que además de las normas éticas existen y actúan las normas morales y las políticas, que van orientadas a promover la vida de los grupos sociales, de las bandas, de las familias, de los sindicatos, de los partidos políticos, de los Estados. Y aunque muchas veces las normas éticas y las normas morales o políticas son compatibles, otras muchas veces entran en conflicto objetivo, que en vano se intentará disimular. Desde un punto de vista ético es necesario dar acogida a cualquier inmigrante, legal o ilegal, que llegue a nuestras costas; pero desde el punto de vista económico político, el incremento del volumen de inmigrantes que, a golpe de ética, llegase a sobrepasar ciertos límites –dos o tres millones para España, por ejemplo– arruinaría la economía nacional, y obligaría a dejar en suspenso el ejercicio de las normas éticas. «La guerra es inmoral» (sobreentendiendo: no es ética), dicen los manifestantes más teóricos. Desde luego, pero un político que condena la guerra apelando a su conciencia ética deja automáticamente de actuar como político, pues ha puesto aparte la prudencia política.
Pero nadie podría afirmar que todos los manifestantes apolíticos del 15 de febrero estaban movidos por motivos éticos. Muchos de ellos aborrecen la guerra, el servicio de armas (fueron o son objetores de conciencia, insumisos, &c.), no precisamente por motivos éticos sino por simple voluntad de «disfrutar de la vida». A veces son llamados «vitalistas»: haz el amor y no la guerra. Es una actitud bien reflejada en la reciente película de Emilio Martínez-Lázaro, Al otro lado de la cama.
Los apolíticos, sean éticos, sean vitalistas, se mezclan muy fácilmente: en las manifestaciones del 15 de febrero vimos a colegialas y a monjitas de exaltado pacifismo, encontrábamos a clérigos postconciliares católicos, pero también a evangelistas, a mujeres juristas Themis, a transexuales, a jueces para la democracia, a ONGs de variado cromatismo, y por supuesto a artistas e intelectuales; y simplemente a ciudadanos no organizados en asociaciones que sólo buscan «vivir y dejar vivir» a los demás.
¿Y acaso no es irrecusable la conducta de los manifestantes apolíticos? En principio sí, si no fuera porque los principios no actúan nunca solos, y porque un principio unilateralmente aplicado raya muchas veces con el idealismo de adolescente, y a veces con el cinismo, con el egoísmo o con la estupidez. ¿Acaso puede olvidar alguien que para disfrutar en paz y en libertad de los bienes y valores del estado de Bienestar, así como para «crear» obras de cultura tan exquisitas como la película Habla con ella, hace falta petróleo y alimentos, misiles y policías? ¿O es que se pretende, en nombre de una supuesta armonía universal, dejar que otros hagan el trabajo sucio (de policías, o de soldados), a fin de poder disponer de una plataforma desde la cual pueda seguirse disfrutando de la vida, o segregando los más puros sentimientos de ética pacifista?
(2) Las corrientes de manifestantes políticos son también muy heterogéneas, pero al menos ellas podrían ofrecer una definición de paz menos metafísica, o menos cínica, que la que puede ofrecerse desde la conciencia ética o desde la conciencia vitalista.
Los manifestantes políticos, en efecto, o bien circunscriben sus objetivos principalmente a un recinto intranacional, o bien refieren sus objetivos a un contexto internacional.
La paz, para los políticos intranacionales, puede alcanzar ya una definición política (aunque esta no se haga explícita en la manifestación): unas veces el objetivo será derribar al gobierno, pero no a todo gobierno (como los anarquistas), sino precisamente al gobierno de Aznar. Desplazar a Aznar y a su partido en las próximas elecciones sería la mejor manera de sentar las bases de una paz justa y duradera para España. Otras veces el objetivo de quienes claman por la paz y por la libertad política no será tanto derribar al gobierno de España en ejercicio, sino a cualquier gobierno de España: la paz y la libertad, en la Península Ibérica –dicen los nacionalistas vascos, catalanes o gallegos radicales– exige que España, «prisión de naciones», desaparezca. Sólo con la independencia del País Vasco la paz y la libertad duraderas podrán volver a Euzkadi, dice un conocido obispo católico, de cuyo nombre no quiero acordarme.
Mucha más importancia tienen las posiciones de los manifestantes políticos en el contexto internacional. En China (como en Francia o en Alemania) la paz incluye, entre otras muchas cosas, la posibilidad del control del petróleo de Irak; del mismo modo que la paz, para Estados Unidos (y no sólo para su gobierno y para los petroleros tejanos) incluye, entre otras muchas cosas, ese mismo control del petróleo iraquí, y, por tanto, la evitación de que el control pase a manos iraquí-musulmanas o chinas. Cada Estado tiene sus propios intereses y, por tanto, su definición propia de paz. Y cada Estado europeo, más que Europa, porque los intereses de España no están identificados con los de Francia o con los de Alemania, como pretenden hacernos creer quienes dan por supuesto que el Gobierno de España «está rompiendo la unidad de Europa» por su desacuerdo con Francia, Alemania y Bélgica (como si Europa fuera la Europa de Carlomagno).
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No cabe, en conclusión, poner a un lado «los que están a favor de la paz» y al otro «los que están a favor de la guerra», y menos aún pretender una correspondencia biunívoca entre los amigos de la paz y la «Izquierda» y los amigos de la guerra y la «Derecha». Aunque no sea más que porque entre los amigos de la paz se encuentra el actual presidente de Francia, el Papa y los obispos, que, aunque se hayan olvidado de las Cruzadas, difícilmente podrían ser considerados como de izquierdas.
Lo que ocurre es que no existen «amigos de la guerra» más que entre dementes o sádicos. La clase de los amigos de la guerra es prácticamente la clase vacía. Los apolíticos llaman amigos de la guerra simplemente a quienes no sólo miran con el ojo de la ética o del disfrute, sino también con el ojo de la política, al margen de la cual ni siquiera la ética o el disfrute serían posibles. No se olvide que las más apasionadas exhortaciones éticas suelen proceder de determinadas ONGs que están financiadas por diversas instituciones políticas de los propios Estados.
Y tampoco existen los «amigos de la paz» como una clase homogénea, según hemos dicho. Los amigos de la paz capitalista son enemigos de los amigos de la paz socialista o comunista; los amigos de la paz china entran en conflicto con los amigos de la paz islámica. Los amigos de la paz, por separado, podrán estar tan lejos del fuego de la guerra como si fuesen témpanos de hielo, pero es bien sabido que los témpanos de hielo, cuando se acercan y se frotan mutuamente, desprenden calor.
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En lo que precede, tendríamos los elementos para la explicación de la masiva respuesta de los manifestantes españoles. Porque es estas manifestaciones habrían confluido coyunturalmente las corrientes más diversas: las corrientes de los apolíticos (éticos, vitalistas, antiglobalización...) y las corrientes de los políticos, no solamente contra el gobierno en ejercicio (PSOE e IU principalmente), sino también contra el gobierno de España en general (nacionalistas radicales catalanes, vascos, &c.). Y por supuesto las corrientes antiyanquis y antiotan, y las corrientes amigas de esa Europa central que los manifestantes interesados empiezan a identificar ahora con la verdadera Europa.
No trato, por mi parte, de justificar la alineación internacional del gobierno Aznar, puesto que una decisión que se acoge a la prudencia política es siempre discutible y sólo retrospectivamente podrá juzgarse su acierto o desacierto. Lo que sí quiero es atacar enérgicamente las descalificaciones a priori de una política de alineación, descalificación llevada, no ya en nombre de la prudencia política, sino en nombre de la Paz, de una paz ética en el mejor de los casos, cuyos significados políticos contrapuestos la convierten en una palabra vacía. Sólo quien utiliza este concepto simplista de la paz puede atribuir a quien busca diferenciarlo en su complejidad la condición de «amigo de la guerra». Pero la guerra no la busca nadie que esté en su sano juicio: la guerra la encuentra quien pisa en un terreno político, y no se limita a cerrar los ojos volviéndose al terreno de la irresponsabilidad ética o vitalista. Pedir la paz de este modo confusionario es tan irresponsable e imprudente como pueda serlo quien se equivoque aceptando la necesidad de acudir a una guerra ante un ataque que parece inminente. Y cuando hablo de guerra, hablo no sólo de guerra defensiva, ante ataque librado, sino de guerra ante ataque inminente: la distinción entre guerra defensiva y preventiva, aplicada a los casos particulares, es puramente escolar. No sólo debo revolverme contra quien me ha atacado depositando a escondidas veneno en mi copa; también tengo que revolverme contra quien, según indicios ciertos o muy probables, me consta que tiene el plan de depositar veneno en mi copa en la cena del mes próximo.
Publicado en La Nueva España (Oviedo), el 19 de febrero de 2003, páginas 44 y 45, con el título: «Las verdaderas razones de las manifestaciones 'Por la Paz'».
Respuestas a un cuestionario
solicitado por el diario El País
¿Cree que Sadam Husein representa un peligro para la paz mundial?
Ningún individuo, aunque se llame Gengis Khan o Hitler o Bush puede poner en peligro la paz del Mundo. «Si el teniente Bonaparte hubiera muerto en Tolon otro oficial hubiera llegado a ser primer cónsul». Un jefe político consolidado forma parte de un grupo y de un sistema social, y es este grupo o sistema el que puede poner en peligro el status quo de ese orden mundial que llamamos paz, incluso cuando es injusto. La peligrosidad de Sadam Husein está en función de sus conexiones con otras sociedades, principalmente la islámica y la china. El orden mundial, en cuanto incluye el estado de bienestar de las democracias homologadas, podría estar en peligro cuando se confronta con esos otros sistemas en un escenario de dentro de 50 años: la distinción entre guerra defensiva y preventiva es puramente escolar.
¿Cree que está justificado un ataque a Irak?
Depende de la perspectiva en la que nos movamos. Desde la perspectiva de la ética (entendiendo las normas éticas como aquellas que, independientemente de su génesis, tienen como objetivo la preservación de la vida de los sujetos corpóreos humanos) el ataque a Irak no está justificado. Pero ¿podría concluirse una condena tan terminante desde la perspectiva de las normas políticas o morales (entendiendo por normas políticas o morales aquellas que tienen como objetivo la preservación del grupo social, del partido político, o del Estado)? Doy por supuesto que existen contradicciones objetivas entre las normas éticas y las normas políticas o morales. Lo más fácil es negar el conflicto, tratando de subordinar las normas políticas a las normas éticas (o viceversa). Sin embargo, quienes, viviendo en un estado de bienestar –aquel en el que vive el Papa, o la mayor parte de los artistas o intelectuales del presente– adoptan la actitud de la pureza ética, es porque dejan de mirar a quienes hacen el trabajo sucio de asegurar las condiciones de la sostenibilidad del estado de bienestar. Nadie negará que las normas éticas obligan a dar acogida a los emigrantes que llegan a nuestras costas; pero sin embargo se aceptará de hecho que a partir de un cierto volumen de emigrantes, obtenido por la aplicación de las normas éticas, la economía nacional, y no sólo el estado de bienestar, quedaría arruinado. En cualquier caso, el debate sobre la justificación del ataque a Irak hay que plantearlo en el terreno político; plantearlo sólo en el terreno ético es una decisión que tiene que ver con la mala fe (en el sentido de Sartre). Y el debate en el terreno político depende de premisas demasiado complejas como para poder resolverlas al modo del vasco del sermón.
¿Qué opinión le merece la política en torno a la guerra del Gobierno de Aznar?
En la expresión «Gobierno de Aznar» cabe acentuar el componente «Gobierno» y el componente «Aznar». Quiero decir que el componente «Gobierno» impone unas orientaciones y responsabilidades (como se las impuso hace 10 años al «Gobierno de González») de las cuales la oposición puede creerse más aliviada. A mi juicio, la política de Aznar, alineándose con la «Europa peninsular e insular», es tan prudente, en función de los intereses de España, como pueda serlo la política de alineación en la «Europa continental». Sólo retrospectivamente cabrá evaluar este juicio; lo que me parece absurdo es una descalificación a priori, impulsada por motivos éticos –sino ya electoralistas– más que políticos.
¿Cómo cree que puede afectar este conflicto a la unidad europea?
La «unidad europea» es una expresión demasiado confusa, dada la heterogeneidad de sus contenidos, que se incrementarán además cuando tenga lugar la incorporación de nuevos socios, como para poder dar un juicio global. El conflicto actual, de momento, ha servido, no tanto para provocar, sino para manifestar de modo evidente, la fractura que ya preexistía entre la «Europa continental» (la Europa de Carlomagno, orientada hacia el Este, y concretamente hacia su petróleo) y la «Europa insular o peninsular» (Inglaterra, España, Italia...) más orientada hacia el Oeste. Tan responsables de esa fractura son los socios de la «Europa continental» como los de la «Europa peninsular».
Respuestas enviadas a El País el día 13 de febrero de 2003