Gustavo Bueno, Filosofía de las piedras, El Catoblepas 58:2, 2006 (original) (raw)

El Catoblepas, número 58, diciembre 2006
El Catoblepasnúmero 58 • diciembre 2006 • página 2
Rasguños

Gustavo Bueno

Reexposición de la ponencia presentada en la sesión organizada por la Asociación de Fabricantes de Áridos del Principado de Asturias (AFAPA) en la Facultad de Geología de Oviedo, el día 22 de noviembre de 2006

Introducción Sobre la posibilidad de «Ideas lapidarias», es decir, de Ideas emanadas de las piedras y sostenidas por ellas

1. Las consideraciones que siguen, bajo el título «Filosofía de las piedras», tienen como objetivo principal analizar, a propósito de un campo concreto definido («las piedras») la distinción entre conceptos e Ideas, en función de la cual venimos concibiendo la distinción entre ciencias (positivas) y filosofía (materialista).

2. Las ciencias positivas y, por ampliación, las técnicas y las tecnologías, suponemos constituyen la conceptualización más rigurosa de los diferentes campos de la realidad, matemática, física, biológica, etológica, antropológica, &c., conceptualización que, sin perjuicio de su rigor, no agota el campo respectivo.

La filosofía (que suponemos aparece, no antes –como la «madre de las ciencias»–, sino después de las ciencias, por tanto, en función sobre todo de los conceptos científicos) se ocupa de las Ideas.

De las Ideas que se abren camino a través de los conceptos, sin reducirse a ellos, precisamente porque los conceptos científicos, como ya hemos dicho, no agotan la realidad de sus campos. «Triángulo» es un concepto geométrico; pero no se agota en la Geometría, y no es cierto que «todo lo que pueda decirse sobre los triángulos corresponde a la Geometría», como afirmaba Moritz Schlick. Además de los triángulos geométricos hay triángulos algebraicos (un caso particular de los simplejos), hay triángulos teológicos (trinidades de dioses o de personas divinas) y hay triángulos sociológicos, como el que formaron Don Quijote, Dulcinea y Sancho. La Idea de triángulo desborda, por tanto, al concepto de «triángulo geométrico».

3. Nos proponemos ensayar aquí la distinción entre conceptos (científicos o técnicos) e Ideas (filosóficas) en el campo constituido por «las piedras». Es decir, por las piedras que aparecen en el paisaje o «espacio fenomenológico» (que nosotros reducimos al eje radial del espacio antropológico), natural primero (llanuras pedregosas o pedregales, montañas rocosas, lechos de ríos sembrados de cantos rodados) y artificial (o cultural) después (mamposterías, cercas, apilamientos de sillares de construcción, megalitos, muros ciclópeos).

Un paisaje muy afín al que envuelve a una filosofía materialista, aunque no sea más que porque el adjetivo materialista se aplica también a quienes transportan materiales de construcción. Una actividad imprescindible para el ejercicio de la arquitectura, pese a que una vez terminada la obra podamos olvidar o segregar, junto con los andamios, el transporte de los materiales y a los materialistas que los transportaron. Decía Alberti: «Llamo arquitecto al que con arte seguro y maravilloso, mediante el pensamiento y la invención, es capaz de concebir y realizar mediante la ejecución de todas aquellas obras que mediante el desplazamiento de grandes masas (de piedra) y la conjunción y acomodación de los cuerpos puedan adaptarse con la máxima belleza a los usos del hombre».

4. Pero las Ideas no bajan del cielo (como enseñaba San Agustín, interpretando a su modo a Platón) ni emanan de la conciencia (como enseñó Kant). Las Ideas proceden de los conceptos (tallados) por las técnicas, por las ciencias y por las tecnologías. Las Ideas proceden de la tierra. En consecuencia las expresión «Ideas lapidarias» no se toma aquí en el sentido metonímico de esas «ideas que han sido grabadas en las piedras», es decir, de esas ideas que por su aspecto inmortal merecieron ser grabadas en el mármol (Senatus Populusque Romanus). La expresión «Ideas lapidarias» que aquí utilizamos deja de lado las intenciones metonímicas (o metafóricas) desde las cuales pueda interpretarse y asume una intención interna a aquellas ideas que, no sólo genética, sino también estructuralmente, suponemos que están constituidas en función de las piedras, dependiendo por tanto de ellas.

En otras ocasiones hemos ya observado cómo las ideas más sublimes y metafísicas no son otra cosa sino una transformación de conceptos técnicos más humildes: la Idea de Progreso procede del concepto de las escaleras de mano (como pudiera serlo la escala de Jacob); la Idea de Evolución procede del acto de desplegar –o des-arrollar– un libro presentado como rollo de pergamino; la Idea de Mundo se origina a partir del concepto de cofre de la novia, un cofre en el que se depositaban anillos, collares y otras cosas diversas. El cofre era un receptáculo, un espacio vacío, en el cual el creador pudo introducir las criaturas.

5. Nuestro propósito, por tanto, en esta ocasión, no es otro sino el de explorar los modos según los cuales las ideas (algunas ideas, centrales por cierto) brotan de las piedras, es decir, en todo caso, de la tierra, y no del cielo ni de la conciencia.

6. Según esto la «Filosofía de las piedras» –es decir, los conjuntos de ideas que proceden de las piedras, y que si así fuera, podrían denominarse como «Ideas lapidarias»– se distinguirá de las ciencias y de las técnicas que se ocupan de las piedras. Ciencias que llevan los nombres de Petrología, de Mineralogía, de Cristalografía, de Geología. Y técnicas que llevan nombres tales como Paleolítico, o de la piedra antigua, preparada o tallada; o bien como el de Neolítico, de la piedra nueva, pulimentada. Paleolítico y Neolítico que permanecen, sin embargo, después de que nuevos materiales –y sobre todo los metálicos– hayan sido incorporados a la época de la Civilización.

I Sobre el significado del término «Piedra» (petra, lapis) en los «lenguajes naturales»

1. El término «Piedra» no forma parte, en principio, del lenguaje científico. La misma disciplina denominada Petrología, y correspondientemente la Petrografía, no incorpora, sin más, el significado vulgar o popular de «piedra». Tiene que redefinirlo mediante conceptos geoquímicos o físicos. El término «piedra» es un término del lenguaje precientífico, cuya sombra sigue sin embargo proyectándose siempre sobre el lenguaje científico. Por ello, es un término confuso (porque no contiene el análisis preciso de sus distintas partes) y oscuro (porque no ofrece criterios claros de delimitación con otros términos tales como rocas, peñascos, masas graníticas…). El Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) define en 2006: piedra es «sustancia mineral, más o menos dura y compacta, que no es terrosa ni de aspecto metálico.» Esta definición asume sin variación la definición que introdujo la Academia en el Diccionario de 1899. Teniendo en cuenta lo que diremos más tarde, conviene recordar las definiciones de «piedra» que la propia Academia había acuñado en el siglo XVIII: «Piedra. Cuerpo sólido y duro por su naturaleza, que no se derrite en el fuego, ni se extiende con los golpes del martillo.» (diccionarios de 1737 a 1803), y en el siglo XIX («Piedra. Compuesto compacto y más o menos duro de tierras, sales, y a veces de sustancias metálicas que le dan color», en los diccionarios de 1817 a 1837, &c.). Sin duda, en la variación de la definición de la Academia del siglo XVIII al siglo XIX hubo de tener gran parte el desarrollo de la Termodinámica, la teoría de Carnot sobre la potencia motriz del fuego. Las variaciones a lo largo del siglo XIX se deben también a las nuevas precisiones científicas o técnicas que se habían ido produciendo, y que se incorporaron en parte al Diccionario, confundiendo el plano técnico con el plano fenomenológico. En este sentido consideramos, precisamente por su ambigüedad, más perfecta la definición actual.

Definición actual que puede tomarse como prototipo de la ambigüedad, porque no nos ofrece un concepto distinto, sino confuso, de piedra (¿qué es eso de «más o menos dura»?). Ni siquiera se ha tenido en cuenta –y con un buen criterio– la franja de la escala de Mohs en la que podrían marcarse la diferencia entre el más y el menos de dureza; pero no puede olvidarse que quienes acuñaron el concepto de piedra en español lo hicieron mucho antes de la existencia de la escala de Mohs, y por tanto sería impertinente tener en cuenta esta escala para definir el significado en español del término piedra.

Y tampoco nos ofrece un concepto claro, sino más bien oscuro (¿qué significa que la piedra «no es terrosa ni de aspecto metálico»? ¿acaso una masa terrosa de limonita –hidróxido de hierro, Fe4O3nH2O– no puede pasar como una piedra?).

2. Sin embargo, la condición «borrosa» (oscura y confusa) de la definición de piedra de la Academia no excluye que la definición no sea ajustada al sentido fenomenológico en el que el significado de la lengua está acuñado. Por el contrario, ella delimita un significado, él mismo borroso, pero no en el sentido subjetivo sino objetivo, con una denotación suficientemente precisa, en sus franjas centrales, aunque se haga borrosa en sus franjas periféricas. Y esto es debido a la naturaleza del significado mismo de piedra, cuya denotación no puede ser fijada por criterios rigurosos, o determinable en cualquier sistema de coordenadas taxonómicas. La nota contenida en la definición académica («sustancia mineral») contiene ya una decisión taxonómica dentro del sistema clásico de los «tres reinos» en los que se desplegaba la antigua «Historia natural», a saber (y siguiendo el orden de mayor a menor complejidad) el Reino animal, el Reino vegetal y el Reino mineral, reinos que estaban en correspondencia con las instituciones denominadas respectivamente Bestiarios, Herbarios y Lapidarios.

Cuando el DRAE de hoy dice que la piedra es un mineral está diciendo simultáneamente que no es ni animal ni vegetal (a pesar de que muchas piedras proceden de los animales y de los vegetales).

Pero este tercer reino de los minerales engloba también al agua (la expresión «agua mineral» sería una redundancia, justificable si se tiene en cuenta que ésta agua –que no es ni animal ni vegetal–, sustancia mineral por sí misma, contiene otros minerales específicos: el «agua mineral» sería propiamente un «agua plurimineral»). Pero el agua no es una piedra, puesto que la piedra ha de presentarse en estado sólido (y por eso el agua, sólo cuando está en forma de granizo, recibía el nombre de piedra o de pedrisco, por analogía, analogía que no tiene en cuenta su relación con el fuego). Pero entonces, ¿por qué excluir de la clase de las piedras a los sólidos de aspecto metálico, por ejemplo, a una barra de oro? Estas preguntas deben poder ser contestadas satisfactoriamente desde un análisis más profundo del significado de piedra (por nuestra parte intentaremos dar una respuesta en la segunda parte de este ensayo, al hablar de la idea de sustancia).

3. El significado del término piedra, que se recorta como decimos en un espacio precientífico –pero no por ello menos real– se dibuja en un «texto» (o contexto) apotético, en un paisaje susceptible de ser controlado por los hombres. Las piedras se nos hacen presentes a la vista en la «Naturaleza», en las llanuras pedregosas, en los lechos de los ríos, en las montañas rocosas; pero también en la «Cultura», en las cercas de las fincas antiguas, en los muros ciclópeos, en los apilamientos de sillares.

Sin embargo no es probable que «las piedras» se hayan hecho presentes a la simple vista de los hombres. Si nos atenemos a las leyes gestálticas de la percepción óptica, no es fácil admitir que las piedras de un pedregal se destacasen sobre un fondo él mismo pedregoso. Antes bien, habría que pensar en un acto previo de «desgajar» o «tomar» la piedra o el guijarro con la mano, acaso como piedra arrojadiza, a fin de utilizarla como proyectil en una conducta de defensa o de ataque. Los chimpancés, a estos efectos, suelen desgajar piedras de su entorno (como también lo hacen los alimoches). Y como, por supuesto, lo hacían los homínidos y los hombres, que llegan a ampliar el radio de su lanzamiento de piedras por medio de hondas, de catapultas o de cañones.

Acaso sólo tras haberse delimitado «quirúrgicamente» (manualmente) el contorno de una piedra fue posible redefinir los campos de piedras, por ejemplo, los cantos rodados del lecho del río, como tales campos de piedras.

4. Las piedras son sólidas, es decir, son cuerpos en estado sólido, lo que significa que solamente adquieren realidad en una franja relativamente amplia de temperatura. Las piedras son sólidas, es decir, no son líquidos, ni gases ni plasmas. No hay piedras líquidas, ni piedras gaseosas, ni piedras plasmáticas: en el estado de magma las piedras aún no existían. Si nos atenemos a la doctrina de los cuatro elementos, que imperó desde Empédocles hasta Lavoisier, podríamos concluir: primero, que esta doctrina (que reconocía cuatro elementos básicos en la naturaleza, a saber, la tierra, el agua, el aire y el fuego) puede haberse fundamentado no ya en una grosera enumeración de distintos elementos químicos, sino en los estados de los cuerpos (dejando aparte el quinto estado, el estado condensado, descubierto no hace mucho más de una década). Porque la tierra corresponde al estado sólido, el agua de Tales al estado líquido, el aire de Anaxímenes al estado gaseoso y el fuego de Heráclito al estado de plasma.

En esta taxonomía clásica las piedras son, ante todo, tierra. Pero no toda la tierra, todos los cuerpos en estado sólido, son piedras. No lo son los metales (según la definición del DRAE) ni lo son las formaciones terrosas, no compactas (como pueda serlo la tierra de labor, labrada en surcos, o la tierra batida de un campo de tenis).

5. Las piedras se delimitan, en cualquier caso, previamente a la constitución de las ciencias geológicas y, en este sentido, las piedras acaso haya que considerarlas como términos fenoménicos que son a la vez conceptos técnicos precientíficos e incluso ideas protofilosóficas, en estado embrionario, de un ejercicio aún no formalizado en la representación. En la definición de la Academia figura el término «sustancia», que es inequívocamente una Idea.

Es decir, las piedras se configuran como cuerpos finitos a escala «textual» de los sujetos operatorios, en un paisaje dado a escala antrópica (y por analogía, zootrópica). Y no algunas piedras –como las llamadas piedras del rayo o ceraunias, hasta que Boucher de Perthes las interpretó como piedras talladas, como piedras a mano, como hachas paleolíticas– sino que son todas las piedras las que estarían configuradas a la escala antrópica de un sujeto operatorio capaz de agarrarlas con sus manos, o de transportarlas o desplazarlas, en el sentido de Alberti, por ejemplo. Por ello las piedras desaparecen tanto cuando desbordan «hacia arriba» la escala operatoria (una montaña de piedra caliza, o de cuarcita, no es una piedra; y si tiene que ver con las piedras es porque en la cantera la despiezamos, desgajando de ella bloques transportables, «bultos»). Pero también las piedras desaparecen cuando las pulverizamos, las molemos o trituramos en un «molino de piedra». Y aquí tendríamos la razón por la cual los átomos de Demócrito, aunque fueron concebidos como cuerpos en estado sólido y eternamente compactos e indivisibles, tampoco eran piedras, sino «cuerpos pequeñísimos», corpúsculos.

Aquí podemos encontrar el motivo por el cual los cuerpos de «aspecto terroso» no son piedras. Una masa terrosa no se confunde con un cuerpo o bulto de límites finitos.

En esta parte de la exposición no podemos dar la razón por la cual el Diccionario excluye de la clase de las piedras a los cuerpos con aspecto metálico. Nos arriesgaremos a dar una razón más adelante, al tratar de la idea lapidaria de sustancia.

6. La condición precientífica de las piedras, como conceptos fenoménicos incluidos en el reino mineral, no excluye el planteamiento, a propósito de las piedras, de la cuestión genética. ¿De dónde vinieron las piedras, cómo se formaron?

Algunos pensaron que las piedras procedían del reino animal, acaso por la experiencia de las piedras de los riñones, o del bezoar, piedras encontradas en el estómago de una cierta variedad de cabras que se tenían como antídoto de cualquier veneno. Habría que agregar las calcitas de los erizos o los arrecifes de coral.

Otros pensaron que las piedras procedían del reino vegetal, por la experiencia del ámbar, del ónice, o del «carbón de piedra». Por fin otros sugirieron que las piedras venían del cielo, como las «lenguas de piedra» (glossopetras) o los meteoritos, principalmente cuando son percibidos como sagrados (como la piedra negra de la Kaaba). Aristóteles recuerda la observación de un escritor griego que advertía que las piedras solamente son admiradas cuando están en los altares (las aras), porque en general las piedras son utilizadas para pisar sobre ellas.

7. La conceptuación científica de las piedras, como cuerpos dados a escala fenoménica, equivale a su «liquidación». No se trata por tanto de que las «ciencias de las piedras» penetren más profundamente en su naturaleza; se trata de que al llevar a cabo esta penetración, las piedras van desapareciendo como tales.

La cuestión no estriba, por tanto, solamente, en que piedra sea un concepto precientífico. La cuestión estriba en advertir que las concepciones científicas geológicas, y muy particularmente las geoquímicas, son conceptos antipetrinos. Por tanto, lo que importa es deshacer la equivalencia entre la realidad y la ciencia y, paralelamente, la equivalencia entre lo precientífico y lo irreal (mitológico o imaginario). Porque también podríamos decir que es más irreal o abstracta la «imagen científica» de la realidad que su imagen precientífica. Cajal, en uno de sus relatos, nos habla de un médico desesperado porque sus ojos carecían de la capacidad de resolución que tiene un microscopio óptico, y que había pedido a un genio que le concediese esa capacidad. Pero cuando el médico está en posesión de ella percibe células extrañas, gusanos o bacterias repugnantes en el solomillo que tiene en el plato; y percibe también células aterradoras junto con bacterias y espiroquetos en los labios de su novia cuando se dispone a besarlos. El médico –concluirá Cajal– ruega al genio que le prive de la capacidad microscópica que dio a sus ojos. ¿Quiere esto decir que el médico de Cajal quería volver al mundo de las apariencias o ilusiones, dando la espalda a la realidad de las bacterias o de los espiroquetos? No, porque tan real a su escala son los filetes de solomillo o los labios de la novia como las células que los componen o los invaden.

En efecto, la Geoquímica comienza por «transformar» a las piedras en sus componentes elementales, a saber, los componentes de los minerales. Componentes que o bien se nos dan como especies (por ejemplo, silicio) o bien como individuos de estas especies, por ejemplo esta porción constituida por millones de moléculas de silicio. Desde la perspectiva geoquímica los minerales se nos muestran como constituidos por oxígeno (en un 46,46%), por silicio (en un 24,61%), por carbono (en un 0,09%), por aluminio (0,08&), &c. Las piedras están constituidas o bien por el acumulo de elementos simples individuados, o bien por acúmulos de elementos compuestos con otros, de individuos compuestos con otros individuos en las rocas: el 59,7% de las rocas están compuestas de SiO2, anhídrido silícico, o cuarzo.

Pero la perspectiva geoquímica borra las diferencias entre piedras y metales, porque ambos son casos particulares de la acumulación de elementos simples o compuestos, en estado sólido. Los conceptos geoquímicos nos introducen en una escala de ultratexto (la escala de los nanómetros o de los armstrong), es decir, nos sacan de la escala del texto (que se mide por metros o por centímetros).

Lo que hay también que tener en cuenta es que los conceptos geoquímicos, a la vez que ofrecen un análisis conceptual de las piedras, no sólo las «liquidan» o «pulverizan», sino que en todo caso no agotan su realidad, porque las piedras son más que acúmulos de elementos químicos. Son acúmulos dados y mantenidos en ciertos límites, que están en función de variables, como la temperatura y como la presión, que afectan también a las coordenadas antrópicas y zoológicas. Y esto queda reconocido por los propios geólogos cuando, sin darle mayor importancia aparente, se refieren en sus exposiciones a las «propiedades organolépticas» de los minerales, a las propiedades de los minerales por respecto a la vista, el olor o el tacto (como si estas propiedades se diesen en el mismo plano que las propiedades cristalinas, las de acidez o las propiedades electromágnéticas).

II Sobre las Ideas emanadas de las piedras

1. El proyecto de explorar las relaciones que puedan mediar entre las Ideas y las piedras (distinguiendo, a efectos catárticos, las Ideas «adventicias» a las piedras y las Ideas «internas» emanadas de las piedras, aisladas o concatenadas) apareció ya en el ensayo «Arquitectura y Filosofía» presentado en la sesión última del Congreso sobre Filosofía y Cuerpo, celebrado en Murcia en septiembre de 2003 (las actas fueron publicadas por Ediciones Libertarias, Madrid 2005).

Pero aquel ensayo circunscribía el proyecto de exploración a la Arquitectura, como un caso particular, aunque eminente, de «concatenación de piedras».

Obviamente el proyecto expuesto en el presente ensayo desborda los límites de la Arquitectura, y pide un tratamiento mucho más general, como el que estamos esbozando ahora.

2. Desde la perspectiva de este planteamiento generalísimo del proyecto de exploración de las relaciones entre las Ideas y las piedras –entre la filosofía y las piedras– habría que comenzar distinguiendo, a efectos catárticos, las ideas adventicias y aún las genéricas, respecto de las piedras (como podrían serlo las ideas de Ser, Unidad, Realidad, &c.) y las Ideas internas específicas respecto de las piedras. Distinción que puede ponerse en correspondencia con otras que venimos utilizando a propósito de la expresión «filosofía de», es decir, de la «filosofía genitiva», según que el «de» genitivo asuma el sentido de un genitivo objetivo («filosofía sobre las piedras») o bien el sentido de un genitivo subjetivo («filosofía de las piedras»).

Porque la «filosofía de las piedras», en sentido objetivo, podría ir referida a las Ideas que, siendo en principio previas e independientes de estas piedras (sea porque son adventicias a ellas, sea porque son genéricas) pueden sin embargo «aplicarse» a tales piedras, aisladas o concatenadas.

Pero la filosofía de las piedras, en sentido subjetivo, habremos de referirla a las ideas que (suponemos) son específicas, al menos genéticamente, de estas piedras, es decir, como si fueran ideas que emanan de las piedras y sólo de ellas, aún cuando muy pronto desborden el «reino mineral» y se apliquen a las otras esferas de la realidad ontológico especial.

El título del presente ensayo, «Filosofía de las piedras», va referido, desde luego, al sentido genitivo subjetivo de la expresión.

Un sentido opuesto frontalmente al que la «filosofía de las piedras» asume cuando se interpreta en sentido objetivo, por ejemplo, cuando las piedras se interpretan como partículas eminentes, incluso como símbolos de un Ser, o del Hombre, que, por otra parte, se consideran como previamente dados a las piedras e independientes de ellas. Lo que pudiera equivaler a hacer de las piedras símbolos metafísicos de lo eterno, cuando justamente en la filosofía materialista de las piedras, en la filosofía en sentido genitivo subjetivo, la piedra comienza a ser tomada como producto muy tardío del proceso de enfriamiento de un «magma cósmico». He aquí una muestra muy clara de esta «inversión» o tergiversación metafísica de la filosofía de las piedras:

«La piedra es, permanece siempre la misma, no cambia y asombra al hombre por lo que tiene de irreducible y absoluto, y al hacer esto, le desvela por analogía la irreductibilidad y lo absoluto del Ser. Captado gracias a una experiencia religiosa, el modo específico de existencia de la piedra revela al hombre lo que es una existencia absoluta, más allá del tiempo, invulnerable al devenir.» (Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano, Guadarrama, Madrid 1967, pág. 153.)

3. ¿Y cómo puede alcanzar sentido de genitivo subjetivo esta expresión aplicada a las piedras? Cuando la expresión va referida a otro tipo de materias (filosofía de la religión, filosofía del Estado, filosofía de la música, &c.) el sentido parece asegurado porque en estas materias encontramos presentes a grupos humanos o sujetos operatorios capaces de filosofar, aún de un modo ejercitativo. Pero, ¿cómo de las piedras podrían emanar ideas siendo minerales?

Las respuestas a estas preguntas puede encontrarse en la circunstancia que hemos analizado en la sección precedente: que las «piedras» no son simplemente «minerales» dados a escala geoquímica, sino que son minerales dadas a una escala antrópica («organoléptica»); es decir, a la circunstancia de que el significado de «piedra», en cuanto desborda las conceptualizaciones geoquímicas, ya ejercita, aunque de modo confuso, oscuro y embrionario, alguna idea entretejida con conceptos técnicos o tecnológicos.

Según esto, si hay ideas que emanan de las piedras es porque las piedras, a su vez, en cuanto a su significado fenoménico, ya presuponen determinadas ideas, que son las que pretendemos determinar.

4. Que puedan reconocerse ideas que «emanan» de las piedras no quiere decir que todas las ideas emanen de ellas, y que emanen de ellas no ya por mero reflejo de luces que proyectásemos sobre las mismas, y que nos condujeran a formular simples metáforas de ideas que pudieran proceder de otras fuentes. Nos referimos a ideas que emanan de las piedras mismas o de sus concatenaciones, y que llevan, por decirlo así, el «sello lapidario», incluso cuando se aplican a entidades que ya no pertenezcan al reino mineral, sino a los reinos orgánicos, incluso a los reinos de la lógica o de las matemáticas.

En cualquier caso las ideas que «emanan» de las piedras –o de concatenaciones de piedras– no son escasas en número. Son además muy heterogéneas. Podríamos adscribirlas a diferentes órdenes de la realidad.

Y en esta ocasión las adscribiremos a los diferentes géneros de materialidad (M1, M2, M3); por supuesto, ninguna idea podría adscribirse a la Materia ontológico general (M).

Hablaremos, según esto, de ideas ontológicas (ontológico especiales) que, emanadas de las piedras, se «polarizan», aunque no se agoten en esta polarización, o bien en torno al primer género de materialidad (M1), o bien de ideas ontológicas de origen lapidario adscribibles (antes asertiva que exclusivamente) al segundo género de materialidad (M2), y asimismo a ideas petrales que adscribiremos al tercer género de materialidad (M3).

Por lo demás distinguiremos en cada caso dos situaciones: aquella en las cuales las ideas se nos muestran emanando de las piedras aún no conceptualizadas científicamente (sino acaso técnicamente), y aquella en las cuales las ideas emanan de las piedras una vez que estas han sido conceptualizadas por las ciencias positivas, y en especial, por la Cristalografía y por la Geología.

5. Acaso la idea de «estirpe pétrea» más importante adscribible a la materia primogenérica sea nada menos que la idea de Sustancia. La idea de Sustancia es una de esas ideas imprescindibles para la constitución de las múltiples realidades visibles y tangibles, como «contenidos del mundo en el que habitan». Eliminada la idea de sustancia, el mundo se convertiría en un caos, en una sucesión acausal y fantasmagórica de fenómenos, sin conexión interna entre sí, en una yuxtaposición de sucesos que irían surgiendo constantemente, no ya unos de otros (puesto que no podríamos apelar a un vínculo sustancial que entre ellos mediase). La percepción del mundo se transformaría en algo similar a la que de él pueda tener un paciente aquejado de agnosia total, que no logra reconocer la identidad sustancial que ha de mediar entre eslabones de las series de los fenómenos vinculados por relaciones causales. La causalidad, en efecto, cuando la entendemos como relación triádica Y=f(H,X) implica la sustancia a través de H.

Es cierto que, retirada la idea de sustancia, cabría seguir percibiendo identidades esenciales, pero de suerte que estas quedarían reducidas a la condición de semejanzas, o incluso de meras analogías entre los fenómenos caóticos. Y no haría falta recurrir a la hipótesis de la eliminación total, en el mundo, de la idea de sustancia, para encarecer su alcance. Bastaría eliminarla de algunas secuencias o series dadas en el mundo para que su realidad quedase trastornada. Por ejemplo, sin la idea de sustancia el Sol, que vemos cada día nacer por oriente y morir en occidente, no hubiera ser podido ser identificado (sustancialmente) como una masa que gira, ella misma, en torno a la Tierra. La única identificación posible que nos sería permitida sería del tipo de las identidades esenciales, de las identidades de semejanza, a partir de las cuales construimos las clases y no los individuos. La clase de los «Soles que nacen y mueren todos los días». Así vieron al Sol muchos pueblos primitivos: los byraka, de África Central, todavía hablaban de un «poblado del Sol», una especie de criadero o semillero de Soles del cual, cada día, por la mañana, salía uno para recorrer el arco celeste y morir al atardecer. Sólo a través de la identidad sustancial entre el Sol de hoy y el de ayer puedo establecer la astronomía ptolemaica; y sólo a partir de esta astronomía pudo Copérnico sentar la Astronomía heliocéntrica que, en consecuencia, presupone también la identidad sustancial del Sol que nace y muere cada día.

Aristóteles fue probablemente el primero que reconoció el carácter primordial de la idea de sustancia; no sólo la propuso como la primera de las categorías del ser, sino también como el primer analogado de esta idea: el ser se dice, ante todo, como sustancia, y sólo a través de ella se predica de los accidentes que sobre la sustancia recaen o inhieren: la cantidad, la cualidad, la relación, la acción, la pasión, el hábito, &c.

Y esta condición de la idea de sustancia, como constitutiva del mundo, reconocida por Aristóteles, no compromete con la concepción metafísica del sustancialismo, justamente impugnada por las diferentes escuelas empiristas, que llegan a identificar la «metafísica» con la sustancialización de las ideas que no son sustanciales (como sería el caso de la idea del Estado, de la idea del Ego y de la idea de Dios). El reconocimiento de la sustancia como idea constitutiva no implica el sustancialismo y, en particular, una de sus tesis fundamentales, a saber: el postulado de las sustancias como entidades subsistentes «por debajo de los accidentes» (sub-stare) e incluso separada de ellos; el postulado de que una «sustancia desnuda» (de los accidentes) podría, sin embargo, subsistir.

Es contra esta idea metafísica de sustancia contra la que se dirigieron las críticas de los empiristas. Pero la idea de sustancia no implica el sustancialismo, desde el momento en que puede ser incorporada a la doctrina del actualismo sustancial, o si se prefiere, de un sustancialismo actualista. Porque el actualismo sustancialista reconoce la función de la idea de sustancia, y de la identidad sustancial, pero sin remitirla metaméricamente a regiones apartadas o separadas del curso causal de los «accidentes», puesto que la interporne diaméricamente a los eslabones dados en este mismo curso.

6. Ahora bien: cuando suscitamos la cuestión relativa a la génesis de la idea de Sustancia –de una génesis que ha de mantenerse en la estructura, naturaleza o physis de lo generado (que, en consecuencia, resulta inseparable de su génesis)– es cuando se nos ofrecen las piedras como las sustancias primeras, o primeros analogados, a partir de las cuales la idea de sustancia se constituye.

No se trata por tanto de afirmar que las piedras puedan considerarse como los primeros «modelos» ordo cognoscendi de la idea de Sustancia, que luego podrían ir referidos a otras realidades de naturaleza totalmente diferente a la de las sustancias pétreas. Se trata de afirmar que las piedras son los primeros modelos, ordo essendi, de la sustancia. Por tanto, que cuando hablamos de «sustancia» refiriéndola a otras entidades que no tengan que ver directamente con las piedras, estamos en realidad percibiendo o conceptuando a tales entidades desde el modelo de las piedras. Por ejemplo, si los «soles» de cada día son identificados como posiciones que ocupa una misma sustancia que desarrolla el curso de su movimiento en torno a la Tierra, es porque esos soles son interpretados desde el modelo de una piedra que gira, por ejemplo, impulsada por una honda. Anaxágoras fue acusado en Atenas de haber enseñado que el Sol era un «peñasco incandescente» –una concepción materialista que se opone a las mitologías apolíneas, aunque fuera ella misma errónea–; porque el Sol no es un peñasco incandescente, es decir, no es fuego, porque en él no hay combustión, que implica oxígeno, sino procesos nucleares.

Atengámonos, a efectos dialécticos de nuestra exposición, a la doctrina tradicional de los cuatro elementos: tierra, agua, aire y fuego (cuya correspondencia con los cuatro estados de la materia –dejando aparte el estado condensado– ya hemos señalado). Habría que concluir que solamente la tierra, es decir, el estado sólido, puede constituir algún modelo de sustancia. No el agua, variable y transformable, no sólo en el caso del río de Heráclito (cuya «paradoja» no es otra que la que nos incita a afirmar que su identidad –el «mismo río»– no es sustancial, puesto que nadie puede bañarse dos veces en ese mismo río mientras discurre por el lugar del baño).

Y lo que decimos del agua lo diremos con mayor razón del aire (del estado gaseoso) y del fuego (del estado de plasma). La sustancia requiere una referencia al estado sólido de la materia, y fuera de este estado sólido, «sustancia» no significa mucho más que el «caldo de gallina», que es lo que significaba para Fray Gerundio de Campazas, según decía el Padre Isla.

Ahora bien: las unidades individuales exentas de la materia primogenérica en su estado sólido nos remiten precisamente a las piedras, a unas piedras que resisten en principio la inmersión en el agua, en el aire y en el fuego («que no se derrite en el fuego» como decía el Diccionario de Autoridades en el siglo XVIII).

Esto es lo que nos mueve a afirmar que la idea de sustancia toma su origen en las piedras; y esto no por otro motivo sino porque la misma idea fenoménica de piedra (por ejemplo, los guijarros exentos) se configuran precisamente ejercitando la idea de sustancia, que únicamente de un modo oblicuo y cuasimetafísico puede ejercitarse en otros estados de la materia, líquidos, gaseosos o plasmáticos.

Las piedras –las piedras que pudieron ver y tocar los hombres que acuñaron el concepto borroso de piedra (concepto borroso que es precisamente la estructura de ese concepto)– eran sin duda las piedras sustanciales que mantenían su identidad nuclear sólida durante un tiempo indefinido, sin disolverse en el agua, sin derretirse en el fuego, sin sublimarse en el aire; aquellas que subsistían por tanto, en medio de estas variaciones, y que podían sin duda calentarse, romperse, rodarse, afilarse, pero manteniendo siempre su «núcleo lapidario». ¿Cabría deducir de aquí un indicio que nos aproximaría a la razón por la cual el significado de piedra excluye (según la definición de la Academia) el «aspecto metálico»? ¿Bastaría atenerse a la circunstancia de que la piedra, a diferencia del metal, no puede laminarse o extenderse «con los golpes del martillo»? ¿Tendría que ver esta exclusión del metal en el concepto de piedra con las experiencias adquiridas en la edad de los metales, experiencias que ponían a nuestros antepasados delante de unas «piedras aparentes», porque sometidas a un fuego cada vez más intenso (el que permite obtener el cobre, luego el bronce y luego el hierro) perdían su identidad sustancial, como si hubieran regresado a su estado de magma, y «segregaban» un fluido que al enfriarse se transformaba en un lingote metálico que a su vez, y a diferencia de las piedras, ya no era invariante, por no decir eterno, y menos aún podría volverse incluso a fundir tomando otras formas? Si las cosas hubieran sucedido así, la acuñación del concepto borroso «piedra» debería haber tenido lugar después del periodo neolítico.

La segunda idea que vamos a considerar «emanada» de las piedras es la idea de «causa material», en cuanto idea integrante del sistema de las cuatro causas del compuesto hilemórfico que estableció Aristóteles (Física II,3,194b; Metafísica V,2,1013ab), el sistema causal constituido por el concurso de dos causas intrínsecas (la causa material y la causa formal) y de dos causas extrínsecas (la causa eficiente y la causa final). Porque este sistema, que mantuvo su hegemonía durante siglos, fue «deducido» él mismo del análisis de la transformación de las piedras, por ejemplo, de la transformación de un bloque de «mármol estatuario» (como aún lo llaman los geólogos) en estatua configurada, Apolo o Venus. La piedra mármol será la causa material que tiene en potencia (en potencia en su interior) a la forma de Apolo o de Venus (a la causa formal); forma que se actualiza (constituyendo la estatua) gracias a la acción del cincel, como causa eficiente instrumental del escultor Policleto («no diremos que Policleto es causa, ni que el escultor es causa, sino el escultor Policleto», Aristóteles, Física 195b). Escultor que dirige el cincel según el fin (modelo o causa ejemplar que se había propuesto). Es cierto que la idea de la causa material se extiende también a la madera (que puede ser tallada) o al metal (que puede ser refundido en moldes de formas diferentes). Aristóteles mismo se refiere (en los lugares citados de la Física y de la Metafísica) al bronce como causa intrínseca material o inmanente (enuparjontos) de la estatua; a la manera, dice, como la plata lo es de la copa. Sin embargo hay que tener en cuenta que la piedra estatuaria es anterior al bronce y, sobre todo, que para hacer la estatua de bronce hay que esculpirla primero en piedra, sacar de ella el molde (que actuará antes como causa formal o eficiente del bronce conformado que como causa material). Es decir, Aristóteles sabía que la causa material de la estatua, o de la copa, era originariamente la piedra y no el metal.

El «privilegio» de la causa material de piedra habría que ponerlo en que, en su caso, el hilemorfismo se mantenía más próximo a la idea de sustancia que en los otros casos. El metal fundido, antes de verterlo en el molde, no contiene «en su interior» la forma del hacha de bronce o de la estatua que el metalúrgico va a darle: la forma, aunque causa intrínseca, procede del exterior (es un accidente del metal) y además es efímera, porque el hacha o la estatua, de plata o de bronce, pueden volver a fundirse, es decir, a perder enteramente su forma, sin menoscabo de la materia. En cambio, la piedra de mármol tiene en potencia interna o inmanente la forma que el escultor va a extraer de ella, una vez que ha intuido en su seno –como decía Miguel Ángel– la forma de la estatua y ha procedido a eliminar los trozos de mármol que la encubren, que sobran.

¿Y por qué Aristóteles no acudió a la madera para ilustrar su doctrina causal, a pesar de la proximidad, en griego y en latín (y en español), del nombre de madera con la materia, para exponer su teoría hilemórfica de las cuatro causas y, en particular, de la causa material? ¿Acaso porque la madera, aunque también puede ser tallada, como la piedra, es sin embargo, como el metal, mucho menos subsistente, por cuanto puede transformarse, mediante el fuego, en cenizas y además de modo irreversible, a diferencia del metal?

La tercera idea, también «emanada» de las piedras, reducible al primer género de materialidad (aún en conexión con los restantes géneros) es una idea que en cierto modo constituye la contrafigura de la idea de sustancia, a saber, la idea de kenós o vacío arquitectónico, una idea que se vincula con las ideas de constitución, habitación y ruina. Es cierto que la idea de vacío arquitectónico no emana inmediatamente de las piedras sustanciales (de los cantos rodados o de los sillares, por ejemplo) sino de una concatenación determinada de estas piedras sustanciales. Pero de una concatenación tal que da lugar, paradójicamente, sin salirse de la inmanencia pétrea, a la aparición de la contrafigura de la sustancia, a saber, el vacío, el no ser. No abundaremos más en este asunto, y nos remitiremos al ensayo sobre la Arquitectura ya citado (página 450).

7. Entre las ideas «emanadas» de las piedras, previamente a su conceptualización científica, y que pueden considerarse polarizadas en el segundo género de materialidad (M2) –aunque no se reduzcan a él– mencionaremos a las ideas de las virtudes éticas o morales denominadas (especialmente en la Ética de Espinosa, pero también ya en la doctrina platónico-escolástica de la fortaleza, tenida por virtud cardinal) Firmeza y Fortaleza.

Tanto la Firmeza como la Fortaleza son ideas que proceden de las piedras, en particular de las «piedras ciclópeas». ¿De qué otro lugar podrían haber emanado? Suponer que las ideas (no ya sus nombres) de estas virtudes proceden de las vivencias de las virtudes mismas (por ejemplo, de los «hombres fuertes», los que poseen la andreia) es tanto como suponer que al opio le corresponde la virtud o poder de hacer dormir porque tiene virtud dormitiva.

La virtud de la fortaleza es una metáfora de la roca, como la cultura subjetiva es una metáfora de la agricultura. Si podemos mantener la idea de un «alma virgen y estéril» que, por el trabajo, se cultiva y da frutos, es únicamente porque tenemos a la vista la idea de la agricultura, que nos permite sustituir el campo virgen (inculto) por el alma virgen («inculta») y el cultivo (o cultura) del alma inculta (cultura animi) por el cultivo (o cultura) del campo inculto. Otro tanto ocurre con la fortaleza y con la firmeza de las piedras ciclópeas en sí mismas consideradas. Pero, sobre todo, cuando estas piedras, ciclópeas o no, se componen o concatenan en un recinto cerrado tan fuerte que resulta inexpugnable, como es el caso del castillo o de la fortaleza pétrea.

Más aún: esta fortaleza, formada por piedras, este castillo, es un vacío (un kenós), un interior que no tendría por qué considerarse como una «proyección del interior espiritual del alma humana» (según hemos sostenido en el ensayo citado sobre la Arquitectura, página 453), sino recíprocamente, como resultado él mismo de la «proyección» de ese interior arquitectónico vacío e inexpugnable (en donde se guardan los secreta cordis) constituido por la fortaleza o por el castillo, el «castillo interior» de Bernardino de Laredo o de Santa Teresa de Jesús.

¿Cómo, si no es a partir de un desdoblamiento escénico que representa a mi persona, entrando y saliendo de una fortaleza («mi casa es mi castillo») podría haber alcanzado la audacia de «desdoblarme» en un exterior y un interior de los que puedo entrar o salir, cuando en la realidad de mi subjetividad no hay tal interior ni tal exterior?

La propia idea del pronombre de primera persona, el Ego, como un «fuero interno» al cual el sujeto puede replegarse –_noli foras ire_– o, en su caso, salir fuera para expresarse a los demás, debe probablemente más a los recintos formados por piedras ciclópeas que a cualquier otro tipo de fuente de inspiración. Y el mismo sujeto que se supone habitando ese castillo interior (el «habitante del castillo», mejor que el «fantasma de la máquina») tomará de la fortaleza de sus murallas la inspiración para considerarse él mismo fuerte, como una roca, o duro como un diamante –el «eje diamantino» de la personalidad como lo denominaba Ganivet–. Es el mismo sujeto que, al adorar a un fetiche diamantino, a unas piedras preciosas, está simplemente adorándose a sí mismo, fascinado ante la dureza, junto con el brillo del diamante que contempla.

8. Consideremos ahora algunas ideas polarizadas en torno al tercer género de materialidad (M3), que difícilmente podrían ponerse al margen de su origen pétreo, incluso previamente a su conceptualización científica. Ideas que, por supuesto, no se agotan en este tercer género de materialidad, puesto que intersectan también, a veces sobre todo con el segundo género, o con el primero. Son ideas clasificadas ordinariamente entre las llamadas ideas lógicas o gnoseológicas.

¿Qué es pensar racionalmente? Es, ante todo, calcular. Ahora bien, Lévi-Strauss, en sus estudios sobre el totemismo, acuñó una brillante y célebre sentencia: «El tótem no es bueno para comer, pero es bueno para pensar.» Y es bueno para pensar porque su función (según una hipótesis debida a Bergson, más que a Lévi-Strauss) consistiría en clasificar las cosas que pueblan el mundo entorno. Sin clasificar estas cosas, sin la taxonomía del mundo entorno, el mundo se convertiría en un caos, y el pensamiento en delirio onírico. Los tótems o los fetiches también pueden ser piedras, y no solamente animales. Pero las piedras tampoco son buenas para comer, ni siquiera cuando se mezclan con cebada, según advierte el refrán («No hay que dar la cebada con piedras»). Pero no son buenas para comer, no por imposición del grupo, sino por su propia dureza e indigestibilidad.

Sin embargo son buenas para pensar, para calcular. Y se calcula –se pesa, se sopesa, se pondera– con cálculos, es decir, con piedrecitas, no necesariamente renales. La racionalidad sólo puede desarrollarse, decía Poincaré, en el estado sólido. Porque sólo así puede ser vinculado de un modo estable a los conjuntos de transformaciones corpóreas que forman los grupos de transformaciones, para lo cual es imprescindible que las transformaciones directas vayan acompañadas de transformaciones inversas, y por tanto de transformaciones idénticas. Y esto se evidencia, sobre todo, en la racionalidad matemática, que procede por operaciones heteroformantes. La racionalidad de la aritmética no hubiera podido desplegarse con los líquidos, en cuyo ámbito, sabemos que una gota de agua más una gota de agua sigue siendo una gota de agua (aunque sea mayor que los sumandos). En el líquido uno más uno no es igual a dos. Pero con las piedras de calcular, con los cálculos, uno más uno es igual a dos. Y sólo con las piedras (con los sólidos) cabe establecer transformaciones idénticas, por ejemplo, desplazamientos circulares de una piedra que tras un intervalo dado de tiempo vuelve al punto de partida, aunque sea a través de un medio adverso.

Hay otra «familia» de ideas, de naturaleza lógico gnoseológica, que, con mucha mayor evidencia, reclaman una estirpe lapidaria. Son las ideas de Fundamento, de Base y de Sistema (y en particular de sistema arquitectónico, que permite incorporar la idea de Dios a la familia de las ideas lapidarias, al menos al Dios que denominamos Gran Arquitecto, arquitecto del Mundo).

La idea de Fundamento es una idea indispensable en la constitución lógico gnoseológica de cualquier sistema lógico, ya sea geométrico («Fundamentos de Geometría», de David Hilbert), ya sea teológico («Teología fundamental»), ya sea jurídico («Fundamentos del derecho civil») o económico (los «Grundrisse» de Marx), ya sea filosófico («Fundamentos de filosofía o Filosofía fundamental»).

Sin embargo los fundamentos no se confunden con los axiomas, en el sentido aristotélico de «principios evidentes por sí mismos». Los fundamentos sólo adquieren su condición de tales cuando efectivamente sirven de sostén y apoyo básico (el Aufbau de Marx) a los muros que sobre ellos se apoyan (se construyen, como superestructuras). La interpretación de los fundamentos como principios axiomáticos, válidos y autónomos por sí mismos y en sí mismos, podría utilizarse como una buena definición del fundamentalismo, en cualquiera de sus versiones, incluyendo el fundamentalismo marxista del Diamat, que pretendió independizar a la base de la supeestructura. Porque fundamentalista es de algún modo toda aquella posición que mantiene a toda costa sus principios o fundamentos cualquiera que sean las consecuencias que de ellos se deriven: fiat iustitia, pereat mundus.

Pero los fundamentos son fundamentos porque sostienen a lo que por ellos es fundamentado. Aquí ya no hay resto alguno de sustancialismo de los fundamentos, porque el actualismo también penetra en la relación del fundamento y lo fundamentado. No cabe distinguir la base y la superestructura como si aquella fuese autónoma e independiente de ésta; la base es base gracias a la superestructura, y cuando la superestructura se arruina, la base también acaba desmoronándose y pierde su función de tal.

Y, sin embargo, el fundamento es base, porque sin base (sin basa) el pie derecho (la columna primitiva) se hundiría en el suelo si éste no tuviese un lecho rocoso, pétreo.

Pero los fundamentos y las bases son, en su origen, funciones de la piedra, son piedras, y esto lo tuvo presente Cristo cuando al instituir la Iglesia le dijo al apóstol: «Tu es Petrus», «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

También la idea de sistema, o la idea de arquitectónica del mundo –que Leibniz, Lambert o Kant utilizaron explícitamente– tienen relaciones inexcusables con las piedras. Pero de esto ya hemos hablado más por extenso en el ensayo sobre la Arquitectura y la Filosofía.

9. Y si pasamos a referirnos ahora a las ideas emanadas de las piedras, pero una vez que éstas hayan sido conceptualizadas, no ya por las técnicas o por el arte (por ejemplo, por la Arquitectura), sino por la ciencia, acaso lo primero en lo que habríamos de fijar nuestra atención sería en la constitución misma de la Mineralogía. Porque la Mineralogía habría demostrado científicamente cómo el reino mineral tiene una estructura lógica, un orden y disposición sistemática, y una lógica que pide una taxonomía paralela a la que requiere el reino vegetal y el reino animal. Un orden sistemático que sólo el desarrollo de la ciencia mineralógica (junto con la ciencia botánica y con la ciencia zoológica) pudieron establecer, aunque estaba de modo grosero anticipado en los lapidarios, en los herbarios y el los bestiarios.

Y en particular habría que destacar a la Cristalografía, sobre todo a partir de la teoría de las redes espaciales de Bravais, tal como fue comprobada por Max von Laue, a partir de 1912, mediante la utilización de los Rayos X y la puesta a punto de la técnica de lo que hoy llamamos lauediagramas. De la teoría reticular de Bravais –que limita el tipo de mallas cristalinas a catorce, a la manera como la teoría topológica de los poliedros regulares los limita a cinco– brota la idea científica del determinismo y el orden del reino mineral, que es fundamento del materialismo. Un determinismo que no toma como fundamento el orden geométrico (como en el caso de la topología de los poliedros), ni tampoco el orden teleológico (como en el caso de los organismos de los reinos vegetal y animal), sino en un orden físico, morfológico, sui generis, y no teleológico, pero que permite mantener, sin embargo, una concepción del mundo natural materialista no subordinado al azar, desde el momento en que en el mundo inorgánico no sólo hay leyes determinadas a escala lisológica (las leyes de la mecánica) sino también a escala morfológica. Podremos recurrir al azar a escala de clases de elementos, y tanto a escala de textos (en tiradas de dados, por ejemplo) como a escala de ultratextos (en el reino de los cuantos). Pero gracias a la cristalografía sabemos que el determinismo impera en el reino mineral, y no en nombre de las causas finales teleológicas, ni en nombre de las razones matemáticas, sino en el nombre de las razones minerales, no menos reales que las razones matemáticas o que las razones orgánicas. Pero no sólo la Cristalografía es fuente de ideas imprescindibles, de naturaleza ontológica. La propia Geología, y, en general, las «ciencias de la tierra», son fuentes de ideas, ahora de naturaleza gnoseológica. Y la mejor demostración de esta tesis que puedo ofrecer es el libro imprescindible de Evaristo Álvarez Muñoz, Filosofía de las ciencias de la tierra. El cierre categorial de la Geología (Pentalfa, Oviedo 2004), al que remitimos.

10. En nuestros días, aunque con importantes precedentes paleolíticos, las piedras naturales han ido siendo sustituidas paulatinamente por piedras artificiales, obtenidas de la transformación de las piedras naturales (tras su trituración o pulverización en masas áridas) y la transformación inversa en la forma de las llamadas, curiosamente, «piedras falsas». Con estas piedras falsas, sin embargo, se han construido nuestros edificios y nuestras ciudades hasta límites imposibles de alcanzar utilizando sólo las piedras naturales.

Pero las piedras falsas no son falsas piedras, algo así como si fueran de cartón piedra. Son verdaderas piedras, y además con propiedades arquitectónicas, de magnitud, dureza y resistencia superiores a las que puedan atribuirse a las piedras verdaderas.

Final Las piedras son los huesos del Mundo

Si eliminásemos tan sólo las ideas de Sustancia, de Ego, de Fundamento, o de Razón, el mundo en el que vivimos se desplomaría. Si eliminásemos estas ideas, la lógica y la ontología del mundo se volatilizaría.

Pero si estas ideas son ideas lapidarias, ideas emanadas de las piedras y realimentadas por ellas, cabe concluir que las piedras minerales son constitutivas de la estructura de nuestro mundo.

Si la evolución del magma que hace cuatro mil quinientos millones de años dio lugar a la Tierra, según dicen nuestros cosmólogos, no hubiera llegado a producir las rocas y las piedras, pongamos por caso, la «Piedra Génesis» que trajo el Apolo XIV; o bien, si los organismos vivientes no hubieran podido liberarse de la fase líquida primigenia, el mundo del hombre hubiera sido totalmente distinto. Nuestro mundo presupone estructuras que aparecen en franjas térmicas muy estrechas. El álgebra, y con ella la lógica y la matemática, desaparecerían en las proximidades del Sol, porque los símbolos alfanuméricos se fundirían allí, y si podemos aplicar las leyes de la lógica y de las matemáticas al análisis del Sol y del magma es porque nos situamos en la perspectiva de la lógica y de las matemáticas de las piedras, por ejemplo, en la lógica y en las matemáticas de las piedras, cálculos o corpúsculos presentes en la teoría corpuscular de la luz de Newton, o en las teorías corpusculares de los átomos de la Química de Dalton o de Mendeleiev. Y sólo desde esta lógica y matemática corpuscular pueden tener lugar los desarrollos de las teorías ondulatorias de la luz y de los átomos desde Huygens hasta Bohr.

En resolución, el mundo del hombre presupone las tierras secas, sembradas de piedras y de rocas, entre las cuales ha de correr el agua y el aire, y ha de poder prenderse el fuego, pero siempre que esté asegurada la subsistencia de las piedras y de las rocas.

De este modo concluiremos este ensayo diciendo que las piedras son algo más que los «huesos de la Tierra», como llegó a saber Deucalión, cuando comprendió que Gea es la madre tierra de todos, y las piedras son sus huesos. Ovidio lo contó de este modo en su Metamorfosis (puestas en español por Antonio Ruiz de Elvira):

«[Júpiter] decide aplicar un castigo diferente, a saber, destruir bajo las aguas al género humano y arrojar desde toda la superficie del cielo copiosa lluvia. […] Cuando Júpiter vio que el mundo estaba cubierto de una líquida sábana formando un inmenso estanque, y que un sólo varón quedaba de tantos miles (Deucalión) y que una sola mujer (Pirra) quedaba de tantos miles, inocentes ambos, adoradores de la divinidad ambos, dispersó los nubarrones, hizo, valiéndose del aquilón, que las lluvias cesasen, y mostró al cielo la tierra y el empíreo a la tierra […]. El mundo estaba restaurado; pero al verlo Deucalión vacío y al ver las tierras desoladas y sumidas en profundo silencio, habló así a Pirra con lágrimas en los ojos: […] «¡Ojala pudiera yo restablecer la población del mundo con las facultades de mi padre y derramar vida en la tierra después de modelarla!.» […] Acordaron dirigir sus plegarias a los poderes celestiales y pedir auxilio valiéndose del oráculo sagrado […]. Conmovida la diosa (Temis) dio esta respuesta: «Alejaos del templo, cubríos la cabeza, soltad los lazos que sujetan vuestras ropas , y arrojad a vuestra espalda los huesos de la gran madre.» […] Vuelven a meditar sobre las palabras oscuras, de insoluble maraña, del oráculo de la diosa, y les dan vueltas y más vueltas […] (Deucalión): «O me engaña mi inteligencia, o el oráculo es santo y no nos aconseja ningún crimen. La gran madre es la tierra; me parece que los huesos de que en él se habla son las piedras en el cuerpo de la tierra. […] Los pedruscos lanzados por las manos del hombre cobraron aspecto de hombres, mientras la mujer fue recreada por las que la mujer arrojaba. Por eso somos una raza dura, que soporta penalidades, y exhibimos pruebas de cuál es el principio de que nacimos. Los demás animales, con sus formas diversas los produjo la tierra por sí misma.»

Pero las piedras son mucho más que «los huesos de la Tierra», que los huesos de Gea. Las piedras son los huesos de nuestro Mundo, los huesos que componen la arquitectura de nuestro Mundo. De un Mundo cuya estructura, lejos de existir absolutamente, en sí misma, sólo alcanza su realidad objetiva (y no meramente relativa al sujeto) a la escala de las piedras, a la escala en la cual las piedras existieron y siguen existiendo, y mientras sigan existiendo. Nuestro Mundo seguirá existiendo mientras existan las piedras.

Filosofía, historia y democratización de La piedra, Oviedo miércoles 22 de noviembre de 2006, Facultad de Geología

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