Gustavo Bueno,«Comunismo» como idea fuerza, El Catoblepas 143:2, 2014 (original) (raw)
Gustavo Bueno
Iniciamos la publicación de una serie de cuestiones relacionadas con la política actual, dirigidas a un público general no especializado.
1. El comunismo, en perspectiva histórica, antes y después de la Unión Soviética
La idea de comunismo ha sido una poderosa idea fuerza de signo positivo –una Idea de primer orden– que ha polarizado, a su favor o en su contra, a todas las sociedades políticas de los dos últimos siglos.
Sin embargo, su sentido no es uniforme o unívoco. No es lo mismo el «comunismo libertario», de estirpe bakuniniana, de los anarquistas españoles que se abstuvieron en las elecciones parlamentarias de los años treinta, que el «comunismo marxista» estatalista, que buscaba la conquista del Estado por la clase obrera, ya fuera por la vía pacífica o ya fuera por la vía violenta, revolucionaria.
El comunismo marxista fue el comunismo asociado al marxismo leninismo de la Unión Soviética, creada a raíz de la Revolución de Octubre de 1917; razón por la cual se organizó un nuevo orden, económico y político, calificado como dictadura del proletariado, con una economía de dirección central planificada, principalmente por los planes quinquenales de Stalin. Un orden que, tras la victoria soviética frente a la Alemania nacional socialista, en la Segunda Guerra Mundial, comenzó a llamarse «república socialista democrática», vinculada a la Tercera Internacional. Muerto Stalin en 1953, Kruschev, tras el XX Congreso del PCUS, que inició el llamado proceso de desestalinización, afirmó en un discurso solemne que el comunismo pleno, en el ámbito de la URSS, se alcanzaría a mediados de los años ochenta (hacia 1986).
Sin embargo, el comunismo de Kruschev y sucesores, se enfrentaba a quienes ya desde hacía años –desde Trotsky, Rizzi…– habían acusado a Stalin de haber traicionado la Revolución de Octubre y habían construido, no tanto una sociedad comunista, cuanto un vulgar «colectivismo burocrático». La IV Internacional quiso inspirarse en los ideales del comunismo más genuino, a veces muy próximos a los del comunismo libertario, en una revolución permanente.
Lo cierto es que el comunismo soviético dominó durante la Guerra Fría (1945-1990) en muchos Estados de Europa llamados socialistas: Alemania oriental, Polonia, Bulgaria, Rumanía, Checoslovaquia, Yugoslavia, Albania…; pero influyó en las decisiones de otros países y fue un modelo para los Partidos Comunistas de Italia, España, Francia, para no hablar de Gran Bretaña, Suecia, Noruega, &c.
También fue decisivo el modelo soviético para la organización de la República Popular China por Mao Tse Tung (que, sin embargo, pronto entró en conflicto con la Unión Soviética). En todo caso, el comunismo soviético (o, para otros, el «socialismo realmente existente», el «colectivismo burocrático» o la «dictadura tártara») se desplomó estrepitosamente en 1990, tras la era Gorbachov. La caída del comunismo soviético debilitó profundamente a los partidos comunistas de las democracias europeas, tales como Italia, Alemania, Francia, España… que fueron «neutralizadas» por las socialdemocracias (el PSOE en España, que con Felipe González renunció no sólo al leninismo sino también al marxismo) o por las democracias cristianas o afines.
2. El comunismo español institucionalizado como Partido Comunista de España, PCE
En plena Guerra Fría, en los últimos meses del franquismo, el Partido Comunista de España, dirigido por Santiago Carrillo, organizó (en coalición con algunas corrientes de la socialdemocracia, como el Partido Socialista del Interior, de Tierno Galván, y con algunas corrientes cristianas cercanas al Opus Dei) una Junta Democrática que facilitase la «transición democrática pacífica» («de la ley a la ley»).
Muerto Franco y antes de la legalización del PCE, tuve ocasión de mantener una larga conversación en Oviedo con Santiago Carrillo, a la sazón Secretario General del Partido Comunista de España. Franco había muerto en noviembre de 1975; la sucesión había sido atada y bien atada por el propio Franco, de manera que el curso de los acontecimientos transcurrió canalizado por la Ley de Sucesión, en virtud de la cual Juan Carlos I fue proclamado Jefe del Estado a título de Rey por las propias Cortes franquistas. Estas Cortes, sin embargo, abrieron un periodo constituyente, en el que una coalición de partidos democráticos, transformación de corrientes ya formadas durante el régimen de Franco, consiguieron una gran mayoría.
A la muerte de Franco el Partido Comunista seguía siendo ilegal, hasta que Adolfo Suárez, presidente del gobierno provisional, lo legalizó en la primavera de 1977. Semanas antes de la legalización el gobierno provisional decidió hacer la vista gorda ante la presencia de Carrillo en España, sin necesidad de que tuviese que disfrazarse con una peluca; también había tolerado el congreso de los socialistas del interior, dirigidos por Felipe González.
El Partido Socialista, al renunciar al marxismo, se apartaba de la línea tradicional de Pablo Iglesias y, sobre todo, en la época de la Segunda República, de la línea de Largo Caballero, el «Lenin español». Y el propio Santiago Carrillo, quien, en el año 1934, junto con otras fuerzas políticas, intervino directamente en la organización en Asturias de la «revolución» de octubre de 1934, que trajo dos años después, en 1936, la Guerra Civil española. Aun cuando esta conexión es sin embargo negada por quienes interpretan la Guerra Civil como la respuesta del «pueblo» al «golpe fascista» de un grupo de generales –Mola, Franco, Queipo de Llano– que habría pretendido tomar el poder legítimo de la Segunda República a fin de instalar un Estado fascista. Una interpretación que no tiene en cuenta, entre otras cosas, que el primer gran golpe a la legalidad de la II República fue el infringido por la Revolución de 1934 en Asturias, en la que muchos buscaban la instauración de un régimen soviético, ni tiene en cuenta la circunstancia de que el alzamiento militar del 18 de julio de 1936 se llevó a cabo, en sus principios, en nombre de la República.
Precisamente en la primavera de 1977, Santiago Carrillo (que durante estos meses publicaba su libro más importante, Eurocomunismo y Estado) visitó Asturias, sin duda, como es bien sabido, no sólo porque era asturiano, sino, sobre todo, porque aquí el Partido Comunista tenía un fuerte arraigo entre mineros, metalúrgicos y curas postconciliares.
Yo tenía muchos amigos (aunque no tantos como Carrillo) entre los militantes comunistas y entre los militantes de la CNT o del PSOE, aunque jamás milité en estos partidos; incluso rechacé –aunque agradeciendo el gesto– un carnet que una comisión distinguida vino a ofrecerme a mi despacho de la Facultad de Filosofía y Letras, de cuyo Departamento de Filosofía, que estaba, en aquellos meses, transformándose en Facultad, era yo entonces director. Recuerdo que, todavía por aquellos años, se organizó una cena de homenaje a mi persona en un restaurante muy conocido de Oviedo, muy cercano al palacio de Ramiro I, en el Naranco. El comedor, muy espacioso, estaba lleno; pero los comensales –y esto me llamó mucho la atención– estaban sentados en diferentes mesas, pero espontáneamente agrupados según sus afinidades políticas. En la ceremonia de recorrer, a los postres, las mesas de los asistentes para agradecer su presencia, no podía yo menos de ir exclamando «viva el PCE», «viva el PSOE», «viva la UCD».
Años después este escenario sería imposible, porque los diferentes partidos parlamentarios, en conflicto permanente y ostensible, no estarían dispuestos a agruparse, aunque fuera en mesas separadas, en un mismo comedor.
Entre mis amigos comunistas sobresalía, desde luego, José María Laso, que formaba parte del Comité Central; sin duda fue el que sugirió a Santiago Carrillo la visita al Departamento de Filosofía. Recuerdo que José Manuel Fernández Cepedal, un profesor recién licenciado y muy brillante, prematuramente fallecido, saludó a Carrillo leyéndole en voz alta un párrafo de la introducción de Engels a la obra de Carlos Marx, Las luchas sociales en Francia 1848-1850, que decía: «Exclaman desesperados, con Odilon Barrot: la légalité nous tue, la legalidad nos mata, mientras nosotros [los comunistas] echamos, con esta legalidad, músculos vigorosos y carrillos colorados y parece que nos ha alcanzado el soplo de la eterna juventud.»
Después de la visita fuimos a comer a un restaurante muy conocido situado en las afueras de Oviedo, por la parte donde comienza la carretera de Galicia. Me sentaron al lado de Carrillo, en la mesa presidencial. Y a los postres un camarero vino a advertirnos que el restaurante estaba rodeado por grupos de «extrema derecha», frenados por la policía, y nos aconsejó que permaneciéramos allí un par de horas para evitar incidentes. Disponíamos por tanto de una larga sobremesa para conversar. Yo no sé la idea que Carrillo podía tener de mí. Probablemente sabía que yo era un catedrático de filosofía que en 1972 había publicado un libro, Ensayos materialistas, en el cual arremetía contra el «materialismo monista» del Diamat, la filosofía oficial de la Unión Soviética. Desde luego, Carrillo no había leído el libro, y aunque lo hubiera leído poco podría advertir acerca del alcance político que pudiera tener una crítica al monismo. Probablemente me vería como un intelectual inorgánico, virtual miembro de las «fuerzas de la cultura», a quien convenía tratar diplomáticamente sin meterse en sutilezas propias de los profesores académicos. Supongo que Laso le habría informado de otros detalles, acaso del atentado que en 1970 recibí por parte de un comando prochino procedente de Cataluña, o que en 1976 un grupo no localizado puso un bomba en mi Land Rover, aparcado a la puerta de mi domicilio, y lo hicieron estallar por la noche reduciéndolo a chatarra.
3. El PCE y la metafísica del «monismo histórico»
Como ya he dicho Carrillo había publicado su libro doctrinal más importante, Eurocomunismo y Estado, que leí unas semanas después de aquella sobremesa. El libro de Carrillo tenía por objeto preparar las líneas maestras razonadas de una especie de «hoja de ruta» que tendría que seguir el PCE para poder incorporarse al nuevo sistema; tenía que tranquilizar a sus militantes y simpatizantes sobre la fidelidad a los principios del marxismo, y aún del marxismo leninismo. Contaba con la ventaja de que la dictadura del proletariado ya había sido conjurada en la Unión Soviética en nombre de la República democrática del momento; tenía que tranquilizar también a los militantes de los partidos democristianos, socialdemócratas y monárquicos. No podía haber olvidado que en 1974 el Comité Central del PCE había hecho público un manifiesto en el que rechazaba la monarquía de Juan Carlos en cuanto proyecto de las Cortes franquistas.
Eurocomunismo y Estado parecía escrito, ad hoc, para justificarse ante los unos y los otros, teniendo en cuenta la Realpolitik, es decir, la necesidad de contar, para subsistir, con los propios militantes y simpatizantes del interior, con los socialdemócratas, con los demócrata cristianos y con los monárquicos, y demostrar que los pactos entre estas fuerzas tan heterogéneas no contradecían los principios marxistas. Por ejemplo, tenía que advertir que el eurocomunismo que propugnaba no era una maniobra de la propia Unión Soviética, sino una tendencia espontánea de muchos países europeos, tales como la Yugoslavia de Tito (la «autogestión»), la Italia de Togliatti, de Longo o de Berlinguer; la Francia de Althusser o Sartre. Tenía que subrayar, y aún exagerar, la necesidad de todos para defenderse de las fuerzas aún poderosas del franquismo («la estrategia eurocomunista se proponía realizar una convergencia con los partidos socialistas y socialdemócratas y con las fuerzas socialdemócratas y progresistas»). Un programa calculado para que en la Plataforma Democrática pudieran sentirse cómodos los comunistas, los socialdemócratas del PSP y del PSOE, y los demócratas de Calvo Serer, por ejemplo. El proyecto de justificación mediante la apelación a textos de Marx, Lenin, Kruschev, Togliatti, &c., convenientemente seleccionados e interpretados, constituía en efecto un guión que exploraba las condiciones más favorables para insertarse en el proceso de transición a un nuevo régimen democrático, dialogante, social, e incluso monárquico, si fuera preciso.
Este guión tenía sin duda el peligro de recaer, en el terreno doctrinal, en una especie de ensalada oportunista y carente de toda coherencia con los principios del marxismo leninismo; incluso se reconocía la posibilidad de una vía democrática no violenta o revolucionaria, si las masas obreras, junto con las «fuerzas de la cultura», obtuvieran en sucesivos comicios resultados cada vez más brillantes hasta alcanzar el límite de la mayoría absoluta.
¿Cómo podía presentarse la justificación de un guión tan impreciso y zigzagueante, como si él estuviese inspirado en una doctrina del Estado compatible con los principios del marxismo (en cuyo horizonte, como es bien sabido, figuraba el anarquismo)?
La respuesta implícita, a mi entender, era la siguiente: porque se daba por supuesta la «filosofía» (por no decir la «metafísica») de la historia del Género humano como si fuese el proceso propio del desarrollo de una única realidad (y aquí aparecía la influencia del monismo en el materialismo histórico) que, desde sus principios prehistóricos, en la «comuna primitiva», obedecían ya a una ley monista de desarrollo, tan firme y segura como podría serlo la ley de la gravitación universal en el desarrollo y mantenimiento del sistema solar. El género humano, las sociedades humanas, cuyo desarrollo tecnológico progresivo parecía asegurarles el dominio de la Naturaleza, «gravitaban» necesariamente hacia un mismo fin, aunque fuera avanzando por los diferentes senderos que cada pueblo o grupo había tomado. El «pecado original» de la Humanidad, el pecado de la escisión o alienación del Género humano en clases sociales, definidas por las relaciones que mantenían con los medios de producción, no podría menos de ser expiado mediante el desarrollo de la economía en sus formaciones sociales cada vez más elevadas. Y precisamente esta perspectiva monista permitía dar sentido a cualquiera de los senderos, incluso a los extraviados, que hubieran sido abiertos en el proceso de desarrollo de las fuerzas productivas.
Esta «filosofía monista» de la historia del Género humano permitía intentar en cada momento determinar las situaciones, cada vez más diferenciadas y complejas, y mantener la esperanza en el estado final (aunque sea dando dos pasos atrás y uno adelante). Del mismo modo a como el mesianismo judeocristiano, del que había hablado Berdiaeff –que también utilizaba una metafísica monista de la «evolución de la Humanidad»–, permitía, sobre todo a los cristianos, interpretar, sin caer en una depresión profunda, el sentido de los fracasos desde el saco de Roma por Alarico (que suscitó en San Agustín la necesidad de redactar La Ciudad de Dios), conjurando el caos y aún «manejándolo».
Ahora bien: la idea del comunismo, como término final y necesario de todos los cursos históricos emprendidos por el Género humano, es sin duda una idea fuerza tan potente como pudiera haberlo sido la idea fuerza del mesianismo judío o cristiano (sin que por esto sea legítimo identificar al marxismo con una religión, como es frecuente en tanta gente que tomaba habitualmente la parte por el todo). Sin embargo, la idea fuerza del materialismo histórico vinculaba al comunismo con una idea metafísica, resultado de una sustancialización mitopoiética de una idea meramente taxonómica, a saber, la idea del Género humano de Linneo. Porque el Género humano no es una sustancia, ni una esencia, ni la «Humanidad» es una totalidad que tienda, por sí misma, a un fin preescrito en una dirección determinada, progresista y armónica. Sin embargo, la fascinación que causaba en millones de hombres esta idea fuerza era, en su mismo principio, resultante de la ignorancia profunda de quienes se dejaban arrastrar por una sinécdoque, la idea fuerza del comunismo.
Pero es precisamente esta idea fuerza, simplificada en nuestros días hasta su degeneración (una vez abandonados los debates académicos de los tiempos de Marx, Bakunin, Engels, Dühring, Lenin, Bujarin, Bogdanov, Trotsky, Naville, Lukacs, &c.; por no citar a los alemanes de la época de Habermas o a los franceses de la época de Sartre), es la que sigue actuando en nuestros parlamentarios comunistas, ya sean del Partido Comunista, de Izquierda Unida o de Izquierda Plural, o de los sindicatos de clase anticapitalistas tales como UGT o Comisiones Obreras. Es la metafísica monista del destino final del Género humano –que se hace presente continuamente cuando se canta el himno de la Internacional– lo que organiza a millones (acaso hoy, a millares) de trabajadores en paro que reclaman aún el «Estado del bienestar» y su «puesto de trabajo», como si fuese un derecho natural de los trabajadores, arrebatado por el capitalismo.
La plataforma de su acción y lo que anima y da fuerzas para su movimiento, es precisamente la misma ignorancia acerca de la naturaleza del Estado y de la Historia.
4. Semejanza entre España e Inglaterra, contraria sunt circa eadem
En aquella larga sobremesa de la primavera de 1977 no hablamos por supuesto nada del monismo, ni siquiera del materialismo histórico. Carrillo me dijo: «Soy consciente de las dificultades que ofrece el intento de explicación mutua de nuestras ideas sobre la situación actual de España y Europa, o de analizar los programas de las diversas organizaciones políticas. Por eso creo que lo mejor es comenzar por una pregunta concreta, que voy a formularte (y que suelo formular en ocasiones como esta): ¿cuál es, a tu juicio, el país que, en el curso de estos años, se parece más a España?»
Confieso que me sorprendió la pregunta, porque no calibraba el alcance que a mi respuesta podría darle Santiago Carrillo; es decir, porque no sabía las motivaciones que él daba a esta pregunta. Por supuesto no se trataba de una pregunta especulativa o lúdica, un juego de adivinación del estilo: ¿en qué se parece el río Ebro al río Vístula?
La pregunta de Carrillo probablemente tenía un sentido práctico concreto, y le servía como un test para establecer las posiciones del interlocutor. En resumen, intuí que Santiago Carrillo, que me miraba, sin duda, como un amigo o como un aliado más o menos lejano, procedente de las «fuerzas de la cultura», deseaba que yo respondiese: «Italia.» La Italia del PCI de Gramsci, de su VIII Congreso, de Togliatti, de Longo, de Berlinguer, de Galvano della Volpe, de Colletti. Pero mi respuesta fue: «Inglaterra.»
Carrillo se mostró sorprendido y todavía más cuando escuchó las razones que yo comencé a presentar desde una perspectiva histórica, y por supuesto, no monista. España, como Inglaterra, eran dos reinos reliquias de dos Imperios universales, que se habían desmoronado o estaban desmoronándose. El Imperio español en el siglo XIX y el Imperio inglés en el siglo XX, a raíz de los procesos de descolonización surgidos tras la Segunda Guerra Mundial (India, países árabes, Egipto…).
Carrillo me objetó que este tipo de «razones históricas» le parecían políticamente irrelevantes, que eran cosas del pretérito (como si él no estuviese razonando, precisamente, sobre una visión del pretérito que conducía directamente al comunismo). Yo le dije algo así como que el hecho de que el Imperio español y el Imperio inglés «fueran cosas del pasado» no significaba que su condición imperialista no fuese también, en sus efectos, cosa del presente: el idioma de la Commonwealth o el idioma de los países hispánicos eran reliquias vivas de los Imperios correspondientes. Otro tanto habría que decir refiriéndonos a las costumbres, al carácter, a las instituciones y a las relaciones políticas, culturales, religiosas, &c. Más aún: la visión de España o de Inglaterra desde su época imperial obligaba a modificar profundamente los planteamientos de multitud de cuestiones relevantes en la historia nacional más reciente presupuestas, desde luego, de un modo u otro por los partidos políticos. Por ejemplo, la concepción escolar de la nación política española como fruto de las Cortes de Cádiz, madurada en el curso del siglo XIX, a partir de la Guerra de la Independencia, se dibujaba como una perspectiva errónea. La Guerra de la Independencia contra los franceses no tenía por qué verse como un conflicto territorial entre dos Estados vecinos, el español y el francés, sino como un choque de tres o más Imperios continentales (un choque que podría verse a la manera como tienen lugar los choques o roces de las placas tectónicas terrestres). Inglaterra contra Francia, Francia (el Imperio napoleónico) contra España, y de resultas la alianza entre el imperio español y el imperio inglés, &c.
Por eso, no me parecía exacto decir que de las Cortes de Cádiz «salió la Nación española», en su sentido actual, sino el conjunto de los «españoles de ambos hemisferios», es decir, el intento de reorganización de un Imperio realmente existente todavía en 1812. Las guerras de independencia de las naciones hispanoamericanas fueron resultado de la descomposición del Imperio español, una descomposición ayudada por el Imperio inglés y el Imperio francés. Pero todos los españoles siguen teniendo hoy un tío en Cuba, en México o en Argentina. Es decir, confían más en encontrar la solución a sus problemas económicos en las familias americanas que en un estado colectivista que les reduzca a la condición de funcionarios.
En conclusión, no creía que España, como tampoco Inglaterra, fuera un campo abonado para la expansión de un partido comunista. (Años después, en encuentros ocasionales con Santiago Carrillo, le pregunté por las razones que él tenía para explicar por qué el número de escaños que el PCE alcanzaba en el parlamento democrático era tan reducido; me contestaba apelando al miedo que todavía la gente tenía a las represalias del franquismo renuente.)
5. Contra el monismo histórico
Sin embargo me parece hoy que la verdadera razón de la sorpresa que Carrillo manifestó ante mi respuesta («Inglaterra») era de más calado del que podía atribuirse a la respuesta de un amigo que opinaba en una dirección distinta de la que él esperaba («Italia») como Secretario General del PCE. Esta razón tendría que ver con el mismo fundamento de la idea comunista, a saber, con la idea de la evolución histórico monista progresista hacia un estado final en el cual el Estado, como instrumento de dominación de una clase hegemónica, se habría extinguido realizado en una sociedad comunista universal.
En efecto, quien se acogía a los imperios universales históricos de España o de Inglaterra como fundamentos de la totalización de grandes dominios del Género humano, estaba de hecho fracturando la supuesta línea histórica monista desde la cual se intentaba dar cuenta de la totalización del Género humano y del trazado de las líneas estratégicas de la acción política futura. El Género humano era el sucesor del Dios de los ejércitos que inspiraban los planes de avance de las cruzadas medievales. Es cierto que la idea de Imperio, todavía en aquellos años, se asociaba al capitalismo, siguiendo la formulación de Lenin–Hobson, «el imperialismo como fase final del capitalismo». Y sin tener en cuenta que los imperios universales (tales como el Imperio de Alejandro, o el Imperio de César Augusto) eran muy anteriores a los imperios coloniales del siglo XIX. Y, sobre todo, estorbaban el diagnóstico de la Unión Soviética como Imperio emergente (transformación del antiguo Imperio de los zares) enfrentado al Imperio norteamericano.
En un libro publicado y concebido en función del desplome de la Unión Soviética (el Primer ensayo sobre las categorías de las ciencias políticas, 1991) –un libro en el que el Imperio romano jugaba el papel de la Unión Soviética– y nueve años antes de otro libro (España frente a Europa, 1999), ensayé la «vuelta del revés» del marxismo, invirtiendo el orden que el monismo histórico dialéctico establecía entre la lucha de clases y la aparición del Estado. Es decir, partiendo del Estado, originado por procesos que en principio no tenían que ver con los conflictos entre clases sociales (que aún no existían), habría que explicar la diferenciación entre clases sociales como un proceso histórico que habría tenido lugar precisamente en los Estados ya constituidos. De aquí resultaba una confluencia, imprevista, entre la dialéctica de clases y la dialéctica de Estados, que permitía replantear nuevas situaciones que desbordaban por completo las tesis de la filosofía de la historia marxista.
Pero, sobre todo, lo que esta «vuelta del revés» (o Umstülpung) del marxismo intentaba destruir, era la idea monista de la unidad del Género humano como totalización surgida de una suerte de «reflexión» del Género humano, ya maduro, sobre sí mismo. La Humanidad, como totalidad, no podría ser concebida como una realidad primaria, axiomáticamente presupuesta, porque la humanidad originaria es sólo un concepto taxonómico.
La Humanidad no es un sujeto activo, porque está realmente dispersa en multitud de bandas, tribus, naciones y Estados. La totalización de la Humanidad, fundamento del humanismo comunista, pero también del humanismo cristiano o socialdemócrata, sólo puede tener lugar a partir de la constitución de algunos Estados, en el momento en el que unos intentan obtener la hegemonía sobre otros, es decir, brevemente, a partir de los Imperios, y de los Imperios universales.
De este modo, la idea monista de un Género humano en evolución quedaría sustituida por la idea de los Imperios históricos en conflicto mutuo («así como no caben dos Soles en el cielo tampoco caben en la Tierra Darío y Alejandro»).
Sólo desde la ignorancia en torno a los mecanismos que pueden haber dado lugar a la división en clases dentro de los territorios apropiados por los propios Estados (apropiación que no puede confundirse con ningún derecho de propiedad, que sólo puede haber surgido una vez constituidos esos Estados) puede mantenerse el comunismo como una idea fuerza.
No dudamos que esta idea fuerza ofrece a sus creyentes una explicación de las «injusticias» de las diferencias de clase o de las maldades del capitalismo; pero esta idea ejerce su influjo animador de manera similar a como la idea de Dios ejerce un influjo elevante y santificante en quienes creen en él.