Mahoma. El Islam (original) (raw)

El Islam

Con los nombres de Islam, islamismo o religi�n musulmana se conoce a la religi�n monote�sta fundada por Mahoma. De acuerdo con la tradici�n, los preceptos esenciales de la religi�n le fueron transmitidos por la mediaci�n de un �ngel, Gabriel, que le hizo sucesivas revelaciones. Estas revelaciones fueron recogidas en el Cor�n, libro sagrado de los musulmanes. Las doctrinas de Mahoma, propagadas en un principio entre los n�madas de Arabia en el siglo VII, constituyen, en la actualidad, una de las m�s importantes religiones del mundo y la base de la civilizaci�n musulmana. El Islam, adem�s de una religi�n, es tambi�n una ley que regula la vida del musulm�n, tanto en lo que respecta a su comportamiento religioso individual como en el plano social o pol�tico.


Mahoma

El credo isl�mico es estricto: Al� es el �nico Dios, creador del mundo, todopoderoso, al que se debe obediencia y devoci�n (islam significa sumisi�n, y musulm�n, aquel que se somete a Dios). El verdadero creyente sigue los dictados de Al�; a los infieles les aguarda el juicio final y los tormentos del infierno, y a los fieles se les promete un para�so lleno de placeres. En cuanto a la creencia en un �nico Dios, el islamismo es an�logo al juda�smo y al cristianismo; de hecho, Mahoma se inspir� en la Biblia e integr� en su credo a los profetas del Antiguo Testamento. Considera a Jesucristo un profeta m�s, y a Mahoma, en tanto que receptor de las revelaciones de Dios a trav�s del arc�ngel Gabriel, como el mayor de entre ellos.

Las obligaciones religiosas del creyente (complemento y nunca sustitutivas de la fe) son cinco: la profesi�n de fe ("No hay m�s dios que Al�, y Mahoma es su profeta") que se recita en momentos solemnes; la plegaria ritual cinco veces al d�a, orientada hacia La Meca, en estado de purificaci�n y con unos ademanes y t�rminos prefijados; el ayuno anual en el mes del Ramad�n, consistente en abstenerse de consumir alimentos y bebidas y tener relaciones sexuales desde la salida hasta la puesta del Sol; la limosna legal o zakat, como f�rmula de purificaci�n religiosa de la riqueza y contribuci�n al sost�n de la comunidad; y la peregrinaci�n a La Meca una vez en la vida. La participaci�n en la guerra santa, para defensa y expansi�n de la fe, no constituye una obligaci�n, pero es un acto grato a Al�, que concede el para�so a quien muera en combate, perdonando sus faltas y pecados.

Adem�s de estas obligaciones, el Islam establece otras normas de rango menor que deben ser observadas por el buen musulm�n: la prohibici�n de comer carne de cerdo o sangre de animales, o de beber vino u otros l�quidos embriagadores; la conveniencia de practicar la caridad con los desfavorecidos; el respeto a la vida y a las propiedades ajenas; el veto al pr�stamo con usura; la equidad y justicia en las transacciones comerciales.

En este sentido, debe recalcarse que el Cor�n regula no s�lo aspectos religiosos y comportamientos �tico-morales, sino tambi�n la organizaci�n de la vida ordinaria, terreno en el que acepta algunas costumbres de la Arabia preisl�mica. As�, por ejemplo, se consolida el concepto patriarcal de la familia y el papel de la mujer queda en un plano inferior al ser considerada jur�dicamente como menor de edad, aunque el Cor�n insiste repetidamente en el deber de tratar respetuosamente a las mujeres y concede a las esposas el derecho al divorcio en caso de malos tratos. La poligamia se admite sin m�s limitaci�n que el n�mero de esposas (no se puede sobrepasar la cifra de cuatro), pero el de concubinas es ilimitado, de forma que los medios econ�micos del individuo fijan el n�mero de mujeres que puede tener. En cualquier caso, no se debe olvidar que el Islam naci� en un ambiente concreto (el de Arabia a comienzos del siglo VII) y que la valoraci�n actual del mismo debe tener en cuenta esta circunstancia, so pena de cometer un grave error.

Teolog�a y �tica

El Islam rechaza de modo rotundo el polite�smo, e incluso la posibilidad de un ser humano de participar de alg�n modo en la divinidad: Dios, Al�, es �nico y omnipotente. Como primordial acto de misericordia, Al� cre� el mundo y el hombre, y dot� a cada ser de su propia naturaleza y de leyes que rigen su comportamiento. El resultado es un cosmos ordenado y arm�nico; ese orden y armon�a es la prueba principal de la existencia y unidad de Dios. La naturaleza fue creada al servicio de la humanidad, que puede explotarla en beneficio propio. Pero la humanidad, a su vez, existe para servir a Dios: debe construir un orden social justo, guiado por principios �ticos, y adorar a Dios.

La misericordia de Dios no s�lo se manifiesta en la creaci�n de una naturaleza al servicio del hombre, sino tambi�n en su comunicaci�n con los hombres a trav�s de los profetas. Aunque el ser humano posee el conocimiento del bien y el mal, necesita una gu�a espiritual. Los ense�anzas de todos los profetas proceden de una misma fuente divina, y por ello las diversas religiones son, en esencia, una sola, aunque adquieran formas, ritos o instituciones diferentes. Los profetas son meramente humanos, pero, en la medida en que sus ense�anzas proceden de Dios, no es posible rechazar a unos y aceptar a otros: siempre habr� que acatar sus ense�anzas. La particularidad de Mahoma es la de ser el �ltimo mensajero de la voluntad de Dios; por ello la revelaci�n fijada en el Cor�n es la �ltima y la m�s perfecta, y debe imponerse sobre las anteriores.

Dios, despu�s de crear el cielo y la tierra, cre� al hombre en la persona de Ad�n, le ense�� los nombres de todos los seres y le encarg� que fuera su vicario en la tierra. Desde los albores de la historia de la humanidad, la religi�n deseada por Dios fue el Islam, pero como los hombres lo olvidaron, Dios envi� a profetas para record�rselo. Estos profetas-enviados pod�an tener adem�s otra misi�n, la de promulgar una legislaci�n temporal que se injertara en la religi�n inmutable. De este modo, la historia de la humanidad se entiende como la de sucesivos env�os de profetas a los distintos pueblos. Unos fueron enviados a los pueblos de Arabia, y otros, a los hebreos. El pen�ltimo de los enviados fue Jes�s de Nazaret, criatura simple, enviada �nicamente a los hijos de Israel. Al final, cuando se cumpli� el tiempo, Mahoma fue enviado a los �rabes primero y luego a toda la humanidad. Despu�s de �l no ser� enviado ning�n profeta; la legislaci�n promulgada en el Cor�n ser� v�lida hasta el d�a de la Resurrecci�n.


Representación del juicio final

El Cor�n censura como principales defectos del ser humano el orgullo e inconsciencia de su insignificancia, el ego�smo y la estrechez de miras. Los hombres viven pendientes de lo terrenal, olvidan al creador y s�lo vuelven a �l cuando la naturaleza les falla. En su miop�a, los hombres creen no obtener nada de la caridad o de la ayuda a sus semejantes, ignorando que Dios los premiar� con la prosperidad. El Cor�n exhorta al individuo a trascender y superar tales defectos. Con ello se desarrollar� su rectitud, su "atenci�n" moral o taqiyya (cuya traducci�n m�s precisa es "precauci�n o defensa ante el peligro", aunque suele traducirse como "temor de Dios") y podr� examinar juiciosamente, sin autoenga�os, el valor moral de sus acciones. El fin �ltimo de la conducta humana ha de ser el bien de la humanidad y no los placeres y ambiciones ego�stas.

El mundo terminar� el d�a del juicio final: la humanidad ser� reunida y los individuos ser�n juzgados por sus acciones. Los �elegidos� ir�n al Jard�n (el para�so) y los �perdedores� ir�n al infierno, aunque Dios es misericordioso y perdonar� a los que sean merecedores de ello. El Cor�n reconoce adem�s otra clase de providencia divina, que afecta a la historia de los pueblos y naciones. Al igual que las personas, pueden ser corrompidas por la riqueza o el orgullo, y si no se reforman ser�n castigadas con la destrucci�n o su sometimiento a naciones m�s virtuosas.

Los preceptos del Islam

Las importancia de las cinco obligaciones religiosas del creyente antes citadas se refleja en el nombre con que son conocidas: "los cinco pilares del islam". La primera es la profesi�n de fe (shahada): �No hay m�s dios que Al�, y Mahoma es su profeta�. Debe ser hecha p�blica por cada musulm�n al menos una vez en su vida �de forma verbal y con total asentimiento de coraz�n�, y supone el ingreso del individuo en la comunidad.

La segunda, el salat, es la obligaci�n de realizar cinco oraciones al d�a: antes de la salida del sol, al mediod�a, entre las tres y las cinco de la tarde, despu�s de la puesta del sol y antes de la medianoche. En tales momentos del d�a, el almu�dano (de al-mu'addin, "el que llama a oraci�n") hace una llamada p�blica desde un minarete de la mezquita. Antes de la oraci�n, el devoto debe hacer las abluciones pertinentes. La plegaria, efectuada en direcci�n a la Kaaba, empieza de pie; luego se hace una genuflexi�n a la que siguen dos postraciones; finalmente, los fieles se sientan. En cada posici�n se recitan determinadas oraciones y fragmentos del Cor�n. Por ser el d�a santo del Islam, los viernes tienen lugar oraciones especiales de car�cter comunitario, precedidas por el serm�n del im�n.


Musulmanes orando en la Gran
mezquita de Srinagar (India)

El tercer precepto fundamental es dar el zakat o limosna. El zakat fue al principio un impuesto exigido por Mahoma (y despu�s por los estados musulmanes) a los miembros m�s pudientes de la comunidad, sobre todo para ayudar a los pobres, aunque tambi�n se utiliz� para otras necesidades humanitarias o para financiar la yihad o guerra santa. S�lo si se ha entregado el zakat se consideran leg�timas y purificadas las propiedades o riquezas del creyente. En la actualidad, aunque su pago sigue siendo una obligaci�n, se ha convertido en una limosna voluntaria sobre la que los gobiernos no intervienen.

El cuarto pilar es el ayuno o saum que todo musulm�n debe realizar durante el mes del Ramad�n: deber� abstenerse de comer, beber, fumar y mantener relaciones sexuales desde el amanecer hasta la puesta del sol, y evitar todo pensamiento o acto pecaminosos. Quienes pueden permit�rselo deben, adem�s, dar de comer como m�nimo a un pobre. Por �ltimo, el hach o peregrinaci�n a la Kaaba, en La Meca, constituye tambi�n una obligaci�n para todo musulm�n adulto que disponga de bienes suficientes y no est� f�sicamente incapacitado. Debe efectuarse durante los primeros diez d�as del �ltimo mes del a�o lunar y exige que los fieles se encuentren en estado de absoluta pureza. Los peregrinos deben dar siete vueltas a la Kaaba y correr por siete veces a paso ligero entre los dos t�mulos pr�ximos al santuario. Con ello cumplen con la llamada �peregrinaci�n mayor�. La �peregrinaci�n menor� incluye la visita a los lugares pr�ximos de Mina y Arafat y diversos ritos, como la lapidaci�n con siete piedrecillas de tres puntos que evocan las tres veces que Abraham fue tentado por el demonio.

La sociedad y el derecho isl�mico

Para el Islam, todas los �mbitos de la vida (espiritual, social y pol�tico) constituyen una unidad indivisible que debe regirse por los valores isl�micos. As�, el concepto de sociedad del Islam es esencialmente teocr�tico; la sociedad y todo lo humano deben organizarse conforme a la voluntad de Dios. Este ideal inspira tambi�n conceptos como el derecho isl�mico y el estado isl�mico, y explica el acentuado �nfasis del Islam en las obligaciones sociales. Los deberes religiosos fundamentales establecidos en los cinco pilares tienen ya en s� mismos claras implicaciones para la vida de la comunidad. Pero tambi�n la sharia o ley isl�mica fija las pautas morales de la comunidad. En la sociedad isl�mica, el derecho abarca un campo m�s amplio que en la cultura de Occidente, ya que incluye imperativos morales adem�s de legales. Por ello no todo el derecho isl�mico puede ser formulado como norma legal ni impuesto por los tribunales; depende en gran medida de la conciencia.

La ley isl�mica se fundamenta en cuatro fuentes. La primera de ellas es, naturalmente, el Cor�n, al que sigue, como segunda fuente documental, la tradici�n representada por la Sunna y el Hadiz. La tercera fuente es la ijtihad ("opini�n individual responsable") y con ella se dirimen cuestiones problem�ticas no tratadas en el Cor�n o en el Hadiz, aunque el jurista se apoya en tales fuentes para, mediante un razonamiento anal�gico (qiy�s), llegar a una conclusi�n. Tales razonamientos fueron ya utilizados por te�logos y juristas isl�micos cuando, en los pa�ses conquistados, tuvieron que hacer frente a la necesidad de armonizar las leyes y costumbres locales con el credo isl�mico. La cuarta fuente es el consenso de la comunidad (ijma), que descarta gradualmente ciertas opiniones y acepta otras. Puesto que el Islam carece de una autoridad dogm�tica oficial, es un proceso que requiere largo tiempo.

El estado isl�mico

El Islam dio forma a una instituci�n pol�tica, el estado isl�mico, cuyas bases quedaron definidas en un documento del a�o 622, el primer a�o de la era isl�mica o h�gira: la "constituci�n de Medina". En �l, el Profeta regulaba las actividades de su comunidad, de esa umma al principio reducida y que se extendi� en menos de un siglo desde la India hasta el Atl�ntico. En su medio tribal, Mahoma implant� una ley suprema y verdadera como la m�s conveniente para todos los hombres.

El Cor�n contiene una neta ideolog�a pol�tica, por el reconocimiento obligatorio de un principio de autoridad y de la distinci�n entre rectitud y error. Al�, todopoderoso y �nico, tiene lugartenientes de su poder en el mundo, expl�citamente nombrados en el texto cor�nico, aunque no se llegue a precisar la forma como ha de gobernarse la comunidad isl�mica tras la desaparici�n del Profeta, aspecto que tuvo que ser complementado por una posterior elaboraci�n jur�dico-religiosa. Los hadices desarrollaron tambi�n la doctrina de la necesidad de reconocer a un soberano, califa o im�n de toda la comunidad musulmana, recogiendo dichos del Profeta tales como "Quien me obedece, a Dios obedece; quien me desobedece, desobedece a Dios. Quien obedece a su jefe, a m� me obedece, y quien le desobedece, me desobedece a m�".

El orden pol�tico isl�mico establece como ideal la existencia de una comunidad de fieles unida con su rector, en armon�a, algo que ocurri� durante poco tiempo. Mahoma era a la vez "profeta y hombre de Estado", como reza el t�tulo de un conocido libro del estudioso brit�nico William Montgomery Watt; en Mahoma concluy� la profec�a, y tras su muerte, acaecida en el a�o 632, sus sucesores improvisaron una monarqu�a electiva que recay� en cuatro de sus allegados, los "califas ortodoxos", hasta que en el 661 la dinast�a omeya se hizo con el poder, que en el 750 le fue arrebatado por la dinast�a abas�.

Pronto se fragment� la unidad del estado isl�mico, debido a los conflictos que estallaron en torno a la cuesti�n de qui�n deb�a dirigirlo: los chi�es s�lo aceptaban a descendientes directos de Mahoma para desempe�ar esa funci�n; los jariy�es no requer�an como condici�n para ello un determinado linaje, sino ciertas cualidades personales del candidato, y para el Islam "ortodoxo" o sunn� la soberan�a s�lo pod�an ejercerla los pertenecientes a la tribu de Quraish, la del Profeta. Varios conflictos pr�cticos quebraron la unidad inicial de la comunidad isl�mica, e incluso en el siglo X coexistieron, como si de un cisma se tratase, tres califatos a la vez: el de los abas�es de Bagdad, el de los fatim�es de Tunicia (que luego se trasladaron a El Cairo) y el de los omeyas de C�rdoba.

La expansi�n del Islam

La r�pida expansi�n del Islam se debi� a la situaci�n de debilidad interna en que se encontraban los imperios bizantino y sas�nida, agotados por sus continuos enfrentamientos; por otra parte, ninguno de los dos concedi� mucha importancia a las expediciones �rabes, y cuando quisieron reaccionar fue demasiado tarde. Tambi�n hay que tener en cuenta la superioridad militar de los invasores, que disfrutaban de gran movilidad merced a un armamento ligero formado por sables, arcos y lanzas, mientras sus enemigos se ve�an paralizados por pesados equipos. Adem�s, su dominio de las rutas ancestrales les permiti� colocar campamentos en lugares estrat�gicos. A sus �xitos tambi�n contribuyeron la capacidad directiva de algunos califas que contaron con jefes militares brillantes, as� como el sentimiento religioso del pueblo �rabe (que facilit� el triunfo sobre adversarios que se mostraron d�biles y desunidos) y una relativa tolerancia para con las poblaciones conquistadas.

En tanto que ap�stol de Dios, Mahoma no ten�a prevista su sucesi�n. Estaba convencido de que �l era el enlace entre Dios y los hombres, y pensaba que el portador real de su autoridad no era, de hecho, �l mismo, sino la comunidad como un todo y la ley divina que la guiaba. Esta imprecisi�n trajo consigo los primeros problemas en el seno de la umma tras la muerte del Profeta, acaecida en el 632.

La desaparici�n de Mahoma estuvo a punto de destruir el edificio pol�tico y social que hab�a empezado a construir. Las horas que siguieron a su muerte fueron las m�s cr�ticas de la historia del Islam, debido a la rivalidad entre los miembros de su familia y la aristocracia quraish� a la hora de decidir qui�n deb�a reemplazarle como jefe de la umma. Fue el grupo m�s �ntimo de sus disc�pulos el que resolvi� la situaci�n, eligiendo para sucederle a Abu Bakr, suegro y amigo del Profeta, que recibi� el t�tulo de califa (jalifa rasul Allah), es decir, "sucesor del enviado de Dios". De esta manera, tan vaga en sus funciones y tan imprecisa en sus atribuciones y en la forma de elecci�n o nombramiento, naci� la instituci�n del califato.


Mahoma y los cuatro califas ortodoxos

Abu Bakr (632-634) fue reconocido como el nuevo jefe de la comunidad, con la excepci�n de algunas tribus beduinas que iniciaron un movimiento de secesi�n o de "apostas�a" (ridda). Junto con Umar ibn al-Jattab (634-644), Utmán Ibn Affan (644-656) y Alí ibn Abi Talib (656-661), forma el grupo de los llamados califas ortodoxos (rasidun), compa�eros de Mahoma y que hab�an conocido personalmente al Profeta. Bajo su gobierno se produjo la primera expansi�n del Islam, en especial durante el califato de Umar, quien pose�a una capacidad militar y organizativa sobresaliente.

El califato ortodoxo

Tras la muerte de Mahoma, el principal objetivo era lograr la unidad en Arabia, sometiendo a las tribus rebeldes, y afirmar, con ello, la supremac�a del Islam, asunto que en menos de un a�o resolver�a Abu Bakr al vencer las resistencias locales e imponer el dominio del Islam en casi toda Arabia, lo que permiti� iniciar la expansi�n por Siria, Palestina, Mesopotamia, Persia y Egipto.

Siguiendo la ruta utilizada en otro tiempo por los �rabes en sus movimientos hacia tierras m�s ricas, los musulmanes llegaron a los confines de Palestina, donde su victoria sobre los bizantinos en Aynadayn (634) les permiti� conquistar toda Siria en poco tiempo (en el 635 tomaron Damasco). Un nuevo triunfo en Yarmuk (636) facilit� la ocupaci�n de Jerusal�n (638), que fue considerada desde entonces como la segunda ciudad santa del Islam, despu�s de La Meca. La debilidad del imperio bizantino y la existencia en Palestina y Siria de grupos �rabes que proporcionaron ayuda a los musulmanes favorecieron estas conquistas.

Los ej�rcitos �rabes penetraron en la alta Mesopotamia, y posteriormente llegaron hasta Armenia, permitiendo a sus pr�ncipes locales mantener cierta autonom�a a cambio del pago de tributos. Desde all� realizaron diversas incursiones hasta la actual Ankara, sin lograr, por el momento, asentarse en esa zona. A comienzos del siglo VIII, el avance �rabe se detuvo en las monta�as del Taurus.


Expansión del Islam bajo el califato ortodoxo

Las primeras expediciones contra el imperio sas�nida las llevaron a cabo tribus �rabes instaladas en la baja Mesopotamia, en ayuda de las cuales acudieron m�s tarde los ej�rcitos �rabes. En el a�o 633 se apoderaron de Hira, la antigua capital de los lakm�es, y, tras la decisiva batalla de Qadisiya (637), ocuparon Ctesifonte, la capital sas�nida. En su avance por Mesopotamia, llamada Irak a partir de entonces, los musulmanes no se limitaron a apoderarse de ciudades ya existentes, sino que tambi�n fundaron bases militares (amsar) como Basora y Kufa, al sur de la antigua Babilonia, desde donde emprendieron la conquista del oeste y el centro de Persia.

M�s r�pida fue la conquista de Egipto, pues la poblaci�n, en su mayor�a copta, era objeto de fuertes exacciones por parte de los gobernantes bizantinos dirigidos por el patriarca de Alejandr�a, a quien el emperador Heraclio (610-641) confi� la resistencia frente a los musulmanes. All�, al igual que ocurri� en Siria, la llegada de �stos fue recibida con agrado. Adem�s, el ej�rcito bizantino no pudo acudir a frenar el avance del ej�rcito musulm�n dirigido por Amr ibn al-As, quien en poco tiempo se adue�� de las ciudades m�s importantes y fund� el campamento fortificado de Fustat (641), origen del viejo El Cairo. Con ello se consolid� la dominaci�n �rabe en Egipto y concluy� la primera fase de la expansi�n musulmana.

La organizaci�n del califato

No debi� de ser tarea f�cil la organizaci�n del reci�n creado imperio musulm�n, pues no exist�a en el Cor�n ninguna reglamentaci�n sobre el modo en que deb�an ser tratados los pueblos vencidos, por lo cual se recurri� al ejemplo dado por Mahoma. A los musulmanes les interesaba mantener en su puesto a la poblaci�n que dominaban, ya que representaba una fuente de ingresos importante, pues sus tributos supon�an valiosas contribuciones a la vida econ�mica de la comunidad.

La distribuci�n de las tierras conquistadas no se realiz� de modo uniforme, pues se tuvo en cuenta el modo en que se hab�a producido la rendici�n. En Siria y en Egipto se respet� la situaci�n existente y se permiti� a los propietarios conservar sus tierras a cambio del pago del impuesto territorial (jaray), ya que la rendici�n fue fruto de un acuerdo. No sucedi� lo mismo en Irak, donde las tierras fueron confiscadas en su mayor parte debido a que la resistencia fue muy fuerte, y la capitulaci�n, incondicional. De manera similar se procedi� en las tierras del imperio bizantino que hab�an pertenecido al estado o a propietarios que hab�an huido, las cuales fueron confiscadas y pasaron a formar parte de los bienes del estado musulm�n.

Correspondi� al califa Umar proceder a la organizaci�n de las tierras conquistadas y a la reforma efectiva de la administraci�n del imperio. En un primer momento, el bot�n de guerra se reparti� de acuerdo con lo establecido en el Cor�n, de tal forma que una quinta parte se destinaba a Al�, a su Profeta o a los sucesores del mismo, y el resto se distribu�a entre los combatientes. Pero pronto se vio la necesidad de regular un sistema administrativo general que acumulase todos los ingresos en el tesoro p�blico y, de acuerdo con ello, elaborase la lista de los combatientes y estableciese los correspondientes pagos y sueldos fijos.

Los califas velaron por mantener el orden en los territorios reci�n conquistados, y para ello consideraron de inter�s fomentar la emigraci�n de musulmanes fuera de Arabia, otorg�ndoles tierras para tal fin, con lo cual se cre� un grupo de nuevos propietarios que, l�gicamente, les ser�an fieles. Al mismo tiempo se crearon bases militares en los l�mites del desierto, que serv�an, a su vez, de centros comerciales. De esta manera se fue procediendo en la distribuci�n y ocupaci�n de las tierras conquistadas. La extensi�n del imperio musulm�n hizo necesario crear cargos espec�ficos que se ocupasen directamente del gobierno de las distintas provincias; no obstante, en algunos lugares, como en Egipto, se respet� la administraci�n bizantina y los funcionarios siguieron en sus puestos.

As�, mediante los principios establecidos por Mahoma y las instituciones y tradiciones locales de los pueblos dominados, se fue organizando el estado musulm�n, especialmente durante el gobierno de Umar. Dotado de una excepcional sabidur�a pol�tica, de una voluntad tenaz y de una energ�a vigorosa, preocupado, sobre todo, por servir a los intereses del Islam, este califa fue el aut�ntico organizador del estado musulm�n: impuls� la conquista, cre� ciudades nuevas, hizo donaciones territoriales, puso en marcha la administraci�n, organiz� el ej�rcito, afianz� la autoridad central y promovi� otras muchas iniciativas mediante las cuales el Islam empez� a transformarse en una sociedad regida por el orden y la jerarqu�a.

Sin embargo, a su muerte comenzaron a aparecer los primeros s�ntomas de divisi�n en el seno de la comunidad musulmana. Su sucesor, Utm�n, perteneciente al clan de los omeyas (miembros de la tribu de Quraish, y de la aristocracia de La Meca), se preocup� m�s de favorecer a los miembros de su familia que de atender al bien de los musulmanes, lo que provoc� numerosas revueltas. A ello se sum� el descontento de parte de la poblaci�n por haberse frenado las conquistas y no poder obtener los ricos botines del pasado, malestar acrecentado porque, cuando Utm�n accedi� al poder, Arabia atravesaba una grave crisis financiera y ten�a importantes dificultades econ�micas.

No obstante, hay que destacar que durante su gobierno prosigui� el avance en el norte de �frica, se conquist� el Juras�n y se realizaron importantes expediciones mar�timas, que permitieron la conquista de Chipre (649) y de otras islas del Mediterr�neo oriental, lo que puso fin a la hegemon�a bizantina en esa zona. Su asesinato, en el 656, cre� un enorme malestar entre los omeyas, que trataron de vengar su muerte, inici�ndose un per�odo de discordias que acabaron por dividir a la comunidad musulmana.

El fin del califato ortodoxo

En la fase de desconcierto que sigui� a la muerte de Utm�n, la poblaci�n de Medina nombr� califa a Al�, primo y yerno del Profeta (se hab�a casado con su hija F�tima), de dudosas cualidades como hombre de Estado. No hubo acuerdo en la elecci�n, y los mequ�es mostraron su disconformidad por esta designaci�n, pues deseaban que fuese elegido un miembro de la familia omeya.

Al� debi� afrontar la oposici�n tanto de los seguidores del difunto califa, agrupados en torno al omeya Muawiya, gobernador de Siria y primo de Utm�n, como de los seguidores de Aisha, viuda de Mahoma, que no pod�a aceptar que Al� (a quien ya se hab�a enfrentado en otras ocasiones) se hubiese beneficiado de un crimen. El primer choque armado se produjo en las proximidades de Kufa, en el 656, y es conocido como la "batalla del camello", animal que Aisha montaba y en torno al cual se combati�; este encuentro marca el inicio de los enfrentamientos entre miembros de la comunidad musulmana. El triunfo de Al� afianz� su poder, pero s�lo en Irak, ya que ni Amr ibn al-As en Egipto ni Muawiya en Siria reconoc�an su autoridad.

En el 657 se produjo un nuevo enfrentamiento entre musulmanes en la llanura de Siffin, a orillas del E�frates, donde tuvo lugar uno de los acontecimientos m�s c�lebres de la historia del Islam: cuando Muawiya estaba a punto de ser derrotado, Amr, su aliado, tuvo la idea de colocar hojas del Cor�n en la punta de las lanzas, como s�mbolo de apelaci�n al juicio de Al�; con ello evit� la derrota, pues todos depusieron las armas. Algunos seguidores de Al� mostraron su desacuerdo por esta actitud y quisieron volver a la lucha, pero ante la negativa del califa a reemprender el combate le abandonaron y se retiraron. La historia musulmana dio a este grupo el nombre de jariy�es, "los que se salen"; Al� les combati�, y muri� asesinado por uno de ellos en el 661.

El califato de Al� fue un completo fracaso, pues se perdi� la unidad del mundo musulm�n, que, a su muerte, qued� escindido en tres grupos: los jariy�es, los chi�es y los sunn�es, que disent�an en cuanto a la fuente de la legitimidad del poder. Los jariy�es manten�an que cualquier musulm�n piadoso pod�a acceder al califato. Los chi�es (miembros del "partido de Al�", xi'at Al�) consideraban ileg�timos tanto a Muawiya como a los califas anteriores, por cuanto sosten�an que la sucesi�n en el califato s�lo era leg�tima por l�nea consangu�nea; se agruparon en torno a la esposa de Al�, F�tima, y a sus hijos Hasan y Husayn. Los sunn�es aceptaban la autoridad de Muawiya, y consideraban que el califato no se transmit�a por l�nea sangu�nea directa, sino que deb�an ejercerlo miembros de la tribu del Profeta.

Con la muerte de Al� concluy� el r�gimen teocr�tico que ten�a por base el Cor�n y, como modelo, el comportamiento del Profeta. Desde entonces fue necesario recurrir a sabios ex�getas o a piadosos tradicionalistas para aclarar o rellenar lagunas de las prescripciones del Cor�n o de la Sunna (el conjunto de dichos y hechos atribuidos a Mahoma). La propia expansi�n del imperio, la evoluci�n de la sociedad o el desarrollo de la econom�a obligar�an a los sucesivos califas a adaptar las estructuras del estado a los problemas del momento.

El califato omeya

A pesar de que Hasan, hijo de Al�, fue reconocido como sucesor de su padre, renunci� a sus derechos en favor de Muawiya (661-680). Ello significaba la instauraci�n de la dinast�a omeya al frente de la comunidad musulmana, cuyos destinos iba a dirigir por un per�odo de casi un siglo, y el triunfo de la aristocracia quraish� sobre los compa�eros de Mahoma. El primer objetivo de Muawiya fue sentar las bases de una dinast�a arraigada en Siria, donde �l mismo se hab�a establecido desde los primeros momentos de la conquista, e intentar consolidar y fortalecer la autoridad califal en una �poca en que estaba latente la guerra civil y empezaban a manifestarse movimientos separatistas.

Muawiya imprimi� una orientaci�n nueva al califato, dando prioridad absoluta a la centralizaci�n gubernamental, con el objetivo de que todo el poder recayese en el califa. Promovi� h�bitos preisl�micos al rodearse de un organismo consultivo o sura de nobles, en el que tambi�n participaban delegaciones de tribus �rabes que daban su aprobaci�n a las decisiones del califa. Implant�, as� mismo, el principio de superioridad autocr�tica del califa, frente al estado teocr�tico legado por Mahoma y mantenido por los dos primeros califas, y asegur� el procedimiento din�stico, imponiendo la transmisi�n hereditaria, al designar sucesor en vida a su hijo, como hab�an hecho los bizantinos, decisi�n ratificada por la sura. A trav�s de esta consulta, la comunidad musulmana reconoc�a la autoridad de la persona elegida y se compromet�a a obedecerla.

En la organizaci�n del gobierno central y de la administraci�n de las provincias se inspir� en los modelos de la antigua administraci�n bizantina, que conoc�a bien por el tiempo que fue gobernador de Siria, y traslad� la capital de la nueva dinast�a a Damasco, abandonando Medina y La Meca como centros pol�ticos, hecho que caus� un profundo malestar entre algunos grupos de musulmanes.

Gracias a su habilidad y a su prestigio personal, Muawiya pudo superar las dificultades y problemas internos y mantener la paz en el extenso imperio que gobernaba. Durante su mandato y el de sus sucesores Abd al-Malik (685-705) y al-Walid (705-715) prosigui� el avance musulm�n en tres direcciones: Constantinopla y Asia Menor, norte de �frica y pen�nsula Ib�rica, y Asia Central.

En Asia Menor continuaron las guerras de conquista frente a los bizantinos, pero en esta zona los ej�rcitos �rabes encontraron un obst�culo insalvable: las monta�as del Taurus, por lo que los territorios situados en torno a las mismas fueron objeto de permanente disputa entre musulmanes y bizantinos. Por otra parte, los �rabes asediaron Constantinopla varias veces, tanto por tierra como por mar (668-669, 674-680, 716-718), pero la capital bizantina resisti� denodadamente sus ataques.

Tras la conquista de Egipto, los �rabes continuaron su ofensiva en el norte de �frica. Entre sus logros cabe destacar la fundaci�n, en el 670, de un campamento en al-Qayrawan (Kairu�n), que proteg�a la ruta hacia Egipto y serv�a de base para enfrentarse a las tribus ber�beres del oeste de Ifriqiya (Tunicia); la toma de Cartago (698); el sometimiento de las tribus del centro y oeste del Magreb, y la conquista de la pen�nsula Ib�rica (711-715).


El califato omeya

En Oriente, los ej�rcitos musulmanes tomaron Afganist�n (698-700) y la Transoxiana (desde 650), poniendo mucho inter�s en islamizar los territorios conquistados. Tal fue el caso de Bujara y Samarcanda (conquistadas en el 709 y el 712, respectivamente), que se convirtieron en dos grandes centros musulmanes de Asia Central. Poco despu�s invadieron el Turquest�n chino y penetraron en la India, en el 711.

Durante los noventa a�os de gobierno de la dinast�a omeya, el imperio musulm�n alcanz� los l�mites extremos de su expansi�n: se extend�a desde la India a la pen�nsula Ib�rica. Pero, a pesar de sus esfuerzos, las numerosas revueltas que se produjeron en su interior debilitaron a los omeyas de tal manera que no fueron capaces de detener el empuje abas�. El a�o 750 marc� el fin de la dinast�a omeya en Oriente, pues s�lo uno de sus miembros, el pr�ncipe Abd al-Rahman I, escap� de la matanza de los abas�es; fue �l quien, en el 756, instaur� la dinast�a omeya en al-�ndalus.

El califato abas�

Con la llegada de los abas�es (descendientes de al-Abbas, t�o del Profeta) el Islam sufri� una nueva transformaci�n. En primer lugar, la guerra civil entre ambas dinast�as perjudic� durante un corto espacio de tiempo la unidad del imperio. En segundo lugar, el enfrentamiento puso de manifiesto la decadencia de un tipo de gobierno que se hab�a mostrado impotente para frenar los movimientos adversos (jariy�es, chi�es). En tercer lugar, era necesario adoptar medidas que calmaran el descontento social y econ�mico que reinaba entre los muwallad, la poblaci�n no �rabe convertida al Islam.

Esta nueva dinast�a �rabe dirigi� los destinos del imperio musulm�n desde el 750 hasta 1258, a�o en que los mongoles tomaron la ciudad de Bagdad; pero, de manera efectiva, el imperio de los abas�es s�lo dur� hasta finales del siglo IX, cuando comenzaron a fragmentarse sus dominios. Uno de los primeros cambios que llevaron a cabo fue el traslado de la sede del gobierno a Irak, donde en el 762 el califa al-Mansur (754-775) fund� Bagdad, la nueva capital. Con ello se persegu�a asentar su poder en un territorio turbulento y satisfacer a iraqu�es e iranios, olvidados por los omeyas. Sin embargo, el alejamiento de la capital respecto del occidente musulm�n favorecer�a los movimientos independentistas en esta �ltima zona.

Los califas abas�es mostraron una actitud muy diferente a la de los omeyas. �stos eran jefes de la tribu y de la comunidad, y reyes �rabes cuya fuerza descansaba en el ej�rcito. Los historiadores de �poca abas� reprocharon a los omeyas el haber quebrantado la organizaci�n propuesta por los califas rasidun para establecer en su lugar un reino profano. Por su parte, los abas�es dieron preferencia a su prestigio religioso: el califa era el im�n, el jefe espiritual y temporal, un soberano absoluto cuyo poder estaba regulado en la ley isl�mica; a�n m�s, era el "representante de Dios" en la Tierra, y no s�lo el sucesor del Profeta. Esta idea les engrandeci� y les llev� a alejarse de sus s�bditos, con los que rara vez ten�an contacto, pues normalmente viv�an recluidos en lujosos palacios. Su poder se refleja tambi�n en el �mbito temporal, donde ostentaban toda autoridad. Muy pocos fueron los califas que gobernaron personalmente, pues, a semejanza de la administraci�n persa, sol�an delegar los asuntos de Estado en un visir, cuyo poder era grande. Este cargo se hizo hereditario, por lo que surgieron verdaderas dinast�as de visires, como la familia iran� de los Barmak�es.


El califato abasí

Los principios administrativos no se modificaron de manera especial. Las oficinas de la administraci�n (diwan), muy perfeccionadas, constitu�an verdaderos ministerios. Se transform�, sin embargo, la forma de gobierno, pues en ella se dej� sentir la influencia del personal reclutado entre los muwallad iran�es, ya que los �rabes, aunque no fueron excluidos del poder, no ocuparon los puestos m�s relevantes de la administraci�n. Por otra parte, el ej�rcito hab�a perdido su funci�n conquistadora, y en esa �poca deb�a velar por mantener y aplicar la ley dentro del imperio; sus miembros fueron reclutados primero entre los jurasan�es, y, desde el siglo IX, entre los turcos.

La desmembraci�n del califato abas�

De entre los califas abas�es merecen una menci�n especial Harun al-Rashid (786-809) y al-Mamun (813-833). Con al-Rashid el califato vivi� uno de sus momentos de mayor esplendor; este personaje fue conocido en Occidente por las relaciones que mantuvo con la emperatriz Irene de Bizancio y con Carlomagno. Sin embargo, fue �l quien dio comienzo a la desmembraci�n del califato, al conceder a Ibrahim ibn Aglab, gobernador de Ifriqiya, una autonom�a muy pr�xima a la independencia.

Entretanto, en al-�ndalus se hab�a constituido un emirato omeya independiente, y en Marruecos hab�an surgido varios poderes locales: la dinast�a de los rustem�es del Tahert (776-911, fundada por el jariy� Ibn Rustum) y la de los idris�es (788-974, fundada por el chi� Idris I de Marruecos). No obstante, a comienzos del siglo IX, el imperio abas� era la mayor potencia pol�tica y econ�mica del momento. Durante el gobierno de al-Mamun, la civilizaci�n abas� alcanz� su apogeo: Bagdad se convirti� en un gran centro cultural, de donde surg�an las normas sociales y culturales seguidas en los dem�s pa�ses musulmanes.

Durante la segunda mitad del siglo IX comenz� el declive del imperio abas�, motivado, en buena parte, por la crisis econ�mica y por la proliferaci�n de movimientos secesionistas. En su expansi�n, el Islam hab�a aglutinado un conjunto de pueblos y razas muy diversos entre s�; tales diferencias deshicieron en pocos siglos los lazos que les un�an al �nico gobierno, hasta el momento admitido, de la comunidad musulmana. Fueron varios los motivos que impulsaron los movimientos secesionistas: la lejan�a de la metr�poli, el aislamiento de ciertas zonas, la idea de raza y, de manera especial, el deseo de enriquecimiento a trav�s de las armas. De este modo, a mediados del siglo X hab�a ya tres califas en el mundo musulm�n: el abas� en Bagdad, el omeya en C�rdoba y el fatim� en El Cairo.

C�mo citar este art�culo:
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena. «». En Biografías y Vidas. La enciclopedia biográfica en línea [Internet]. Barcelona, España, 2004. Disponible en [fecha de acceso: ].