Gustavo Bueno / Juegos de palabras (original) (raw)

Bibliografía cronológica

Juegos de palabras

1957


A Antonio Colás, experto en complejos de enzimas y en enzimas complejos

El lenguaje, en cuanto que es un sistema de signos que goza de una relativa autonomía, permite operar con sus elementos como se opera con las fichas del ajedrez o con los cubos de una construcción. Y así como con estos cubos podemos edificar estructuras caprichosas que nos sorprenden, a veces agradablemente, con las insospechadas relaciones que encierran, así también con las palabras. Jugando con las palabras encontramos a veces pensamientos imprevistos, como jugando con líneas o figuras geométricas advertimos relaciones inéditas y hasta indeducibles. La diferencia reside en esto: que el lenguaje lo llevamos siempre con nosotros; que nadie puede sustraerse a la tentación de jugar con las palabras ni sentirse ajeno a los que juegan con ellas.

Uno de los juegos más interesantes a que se prestan las palabras es a la construcción de series simétricas de letras, de términos o de frases enteras. A estos juegos me atengo aquí. Manejando letras –o también números o notas musicales– los hombres han llegado, tras ímprobos esfuerzos, al descubrimiento de los «sistemas capicúas». «Dábale arroz a la zorra el abad»: he aquí un descubrimiento que en nada tiene que envidiar al teorema de Desargues. Se dirá el resultado obtenido en este descubrimiento es una frivolidad. Pero ¿acaso no se consuma en él la síntesis de la escritura oriental y de la occidental? Leemos de derecha a izquierda y recogemos sentido; leemos de izquierda a derecha y, no sólo recogemos sentido, sino el mismo que el anterior. ¿Quién puede negar que, después de practicado este ejercicio siente un gozo interior y, más aún, siente que se le abren las puertas de un mundo ideal, complejo y sutil, que produce asombro? Este asombro es de pura cepa matemática. Pero el goce experimentado, seguramente que debemos relacionarlo, además, con ciertos mecanismos de la Psicología profunda estudiados por Jung y su escuela bajo el nombre de «procesos de integración de la persona». En la marcha hacia su integración –marcha que dura toda la vida– la persona humana se va autotroquelando en los símbolos de integración, como son, sobre todo, los círculos y los cuadrados, figuras simétricas –mandalas. En estos símbolos, la persona logra dominar, conquistar y poseer todas las relaciones inherentes a una estructura «circular» ilimitada infinita, barroca, Pero esto mismo ocurre de un modo eminente, en nuestras series capicúas. Sabido es que la dualidad de direcciones del movimiento –la dextrórsum y la sinistrórsum– es de la más profunda significación psicológica –sin contar con que ella está a la base de la Física. Ahora bien: en nuestro sistema occidental, seguimos la dirección de izquierda a derecha: pero con esto amputamos la otra dimensión, que queda reducida a una posibilidad amorfa, no elaborada, no racionalizada. Otro tanto ocurre con el sistema semítico. La escritura bustrofedón contiene ya una cierta solución al problema. Pero es en los sistemas capicúas donde se satisface suficientemente, sin llegar al ideal abracadabra, la exigencia de racionalizar todas las virtualidades de nuestras operaciones. En los sistemas capicúa, la otra dimensión es dominada, al reducirla a la dimensión ordinaria. Deja de ser una dirección inexplorada o impracticable para convertirse en espejo de la dirección habitual. En principio, una dirección equivalente: es decir, que con ella, podamos construir sentidos idénticos, pero también opuestos o simplemente, diferentes.

Estas consideraciones pueden aplicarse, no sólo a las letras, sino a las frases enteras. También las palabras ocupan un orden riguroso en la frase, es decir, tienen relaciones determinadas con las demás: luego será inminente buscar las correspondientes relaciones recíprocas. Estas constituyen también, por de pronto, un campo arcano, que es preciso racionalizar. Cuando la persona conoce que el objeto A tiene relaciones R, R', R'', con otros objetos B, C, D, apetece que los objetos B, C, D, tengan relaciones definidas, categoriales, con A y cuando la formula, progresa en su propia maduración. Cada vez que consigue organizar las relaciones conversas de un modo categorial, experimenta un goce, una integración espiritual, correlativa a la organización objetiva. Es el goce que sin duda experimentó Séneca cuando, refiriéndose a Roma, escribía (Epístolas a Lucilio, 87):

«Quod unus populus eripuerit omnibus, facilius ab omnibus uni eripi posse.»

Ingeniosidad que, como es sabido, tradujo Quevedo, aplicándola a España, en estos versos:

«Y es más fácil, oh España, en muchos modos
que lo que a todos les quitaste sola
te puedan a ti sola quitar todos.»

Ahora bien: no siempre es posible racionalizar las relaciones inversas. Si yo digo: «La pata es una parte de la silla», al construir: «La silla es una parte de la pata», no obtengo ningún resultado positivo. Aquí no es posible ofrecer la teoría que explique los criterios de conversión, y porqué en muchos casos –en la mayoría– la conversión es imposible. Pero, puesto que la conversión es excepcional, saludemos con alborozo los casos en que estas construcciones recíprocas tienen sentido. Los gramáticos las llaman quiasmos, es decir, cruzamientos. Pero este concepto es muy indeterminado, puesto que lo que interesa es precisar el género de relaciones lógicas que interviene en cada trueque. Para el lógico, «quiasmo» es un concepto tan vago como el concepto de «carne» para el histólogo. Es necesaria una paciente labor analítica. Esta distinguiría los quiasmos predicativos (tal como el de Herbart: «Todo principiante es un escéptico, pero también todo escéptico es un principiante») de los quiasmos relacionales, tanto por reciprocidad pura (Padre del Hijo e Hijo del Padre) como por inversión formal de relaciones («Seis personajes en busca de autor “y” seis autores en busca de personaje»). Estas clasificaciones son más bien lógicas. Simultáneamente, sería preciso introducir clasificaciones semánticas, es decir, fundadas en las significaciones mismas obtenidas en los cruzamientos, en tanto que se refieren mutuamente. Tres tipos de situaciones podemos preveer: que las significaciones obtenidas sean entre sí meramente diferentes; que sean opuestas o, por último, que sean idénticas.

«El cuadrado de una suma y la suma de los cuadrados» son números diferentes. «El más joven de los patriotas» no es necesariamente «el más patriota de los jóvenes». Más interesantes son los quiasmos en los cuales las significaciones de cada miembro son opuestas entre sí: puede decirse que, en estos casos, al trueque verbal corresponde un efectivo trueque de sentidos. Seguramente que ésta es la situación que logran alcanzar los retruécanos, que, por tanto, podrían definirse por ella. De Alejandro VI decían sus enemigos que era «maximus in minimis, et minimus in maximis»; de Julio César decían sus amigos que era «el marido de todas las mujeres, y la mujer de todos los maridos». El ámbito del retruécano es inmenso, es una forma mentis en la cual la persona humana se dilata y organiza con una originalidad siempre creciente. Entre los compositores barrocos, el analista podría cosechar abundantes retruécanos musicales. Pero acaso el terreno donde el retruécano triunfa plenamente es en la Geometría y aquí nos conduce al colmo de sus asombrosas posibilidades. ¿No son, en efecto, retruécanos todas las proposiciones de la Geometría proyectiva que se pueden obtener de otras por la aplicación del «principio de dualidad?» Al lector no matemático ofrezco estas proposiciones geométricas, esperando que su imaginación se engolfe gozosamente: «Sobre cada una de dos rectas que se cortan, si trazamos tres puntos y unimos cada uno con los otros dos no correspondientes de la otra semirrecta, los tres puntos de cruce de estas uniones, estarán sobre una misma recta» y «Sobre cada uno de dos puntos exteriores, trazamos tres rectas, y hacemos que se corten cada una con las otras dos no correspondientes del otro haz; si unimos los puntos de intersección, estas tres rectas de unión pasan por un mismo punto». Que el geómetra me perdone tan incorrectas formulaciones del teorema de Pascal y del retruécano que Brianchon hizo un siglo más tarde. Quería llegar cuanto antes a la tercera clase de quiasmos, aquellos cuyos miembros apuntan a una misma estructura, los que manifiestan una identidad. También los matemáticos nos dan los ejemplos más perfectos de este tipo de quiasmo: «El producto de un número por una suma equivale a la suma de los productos». En general, la distributividad de una operación lógica o matemática, por respecto de otra, contiene un cruzamiento, un quiasmo de identidad, una forma de expresar una identidad que está todo lo lejos que puede estar de la tautología.

Sobre la relación de identidad (A ≡ A) pesa siempre la acusación de tautología, de ser una relación vacía, estéril. Pero esta acusación es injusta cuando nos atenemos a cierta definición lógica de la identidad, considerada, no como relación primitiva, sino derivada de la relación de inclusión de una clase en otra (lo que se simboliza por el signo ⊂). La identidad entre dos clases A, B, se define por la simultánea verificación de estas relaciones: A ⊂ B . B ⊂ A. Entonces diremos que A ≡ B. Y, con esto, la relación de identidad ya no es tautología sino precisamente un resultado dialéctico, un fruto del esfuerzo por reducir ideas que, en principio, aparecen como distintas y desarticuladas. Este proceso dialéctico sirve justamente para formalizar los que podríamos llamar quiasmos genitivos, es decir, aquellos en que las palabras están en relación por la partícula «de», o alguna reducible a ella. Razón y Sentimiento, Cabeza y Corazón: He aquí pares de ideas bien distintos y aun opuestos. Sin embargo, remedando a Pascal, decimos: Hay razones del corazón, y hay sentimiento de la razón. Masa y Energía: conceptos en algún sentido antagónicos, pero los que se inspiran en Mach, o Einstein, dicen: «Hay una energía de la masa y una masa de la energía». En general, la partícula genitiva «de», cuando expresa la relación de inclusión, nos conduce a estos resultados unificantes. ¿Acaso la eternidad de un instante no es el instante de la eternidad? Dicen que los japoneses se preocupan, más que de la apreciación del arte, del arte de la apreciación. Pero en el fondo ¿no es la misma cosa? Un precepto pedagógico aconseja: «Saber algo de todo, y todo de algo.»{1} Y ¿acaso quien llegase a dominar la totalidad de una especialidad, no sería, por ello mismo, omnisciente? Porque, de hecho, es imposible agotar de verdad una especialidad ignorando todas las demás, según aquello de Letamendi: «El que sólo sabe Medicina, ni Medicina sabe.»

En resolución, parece que estas inversiones genitivas están reguladas por la ley de la identidad dialéctica: esta identidad sólo se logra plenamente en ciertas frases de sabor matemático o lógico; pero, en los demás casos, si se llevan al límite, nos encontramos de nuevo con la identidad y, por lo tanto, con la integración perfecta. Cuando incurrimos en un quiasmo genitivo lo que buscamos, en el fondo, es esta integración. Muchas veces la conseguimos, al menos en parte. Lo que comienza por ser un mero juego de palabras termina por ser, a veces, una positiva conquista. Pero otras veces sólo un juego fracasado: Bergson se enfadaría si pretendiésemos reducir el concepto de «aumento de la sensación» al de la «sensación de aumento»; la conciencia de nuestra continuidad no es la continuidad de nuestra conciencia pese a los cartesianos; la fuerza de la razón, no es la razón de la fuerza, pese a los hegelianos. Entonces estamos en puras logomaquias, expresiones en las cuales a lo sumo vagamente flota un sentido, como si digo que enseñar es «explicar al que no sabe entenderse y entender al que no sabe explicarse». ¿Cabe señalar algún criterio que nos permita determinar por qué en algunos casos se consigue la identidad y no en otros? Sin duda: pero la exposición de estos criterios, y de sus fundamentos, nos alejaría excesivamente de los juegos de palabras.

Gustavo Bueno Martínez

mss de Bueno

[ Publicado en _El Gallo_ (Salamanca), III época, número 11 (marzo-abril 1957), págs. 18-19. Facsímil de autógrafos de Gustavo Bueno sobre su ejemplar de _El Gallo_: «Generalidad del concepto y Concepto de la generalidad», «Sartre: “Necesidad de nuestra contingencia o contingencia de nuestra necesidad” (Crítica de la Razón Dialéctica, Lib. I, c. I…) “Ser del Fenómeno y Fenómeno del Ser” (Etre et Neant).» «{1} El especialista –se dice– es aquel que sabe “casi todo de casi nada y casi nada de casi todo”.» ]