Erasmo Caro, El pesimismo en el siglo XIX, 6: El fin de la evolución del mundo (original) (raw)

Erasmo María Caro · El pesimismo en el siglo XIX

Capítulo VI

El fin de la evolución del mundo:

la nada, último término de progreso

Réstanos averiguar cómo pretenden combatir el mal radical de la existencia los apóstoles de esta nueva religión del pesimismo que ya tiene sus fanáticos y sus mártires, y con qué procedimientos esperan destruir ese mal. También conoceremos el principio de acción que se nos propone como el único digno de la nueva humanidad. Aquí se opera el paso de las teorías puras del pesimismo a la filosofía práctica. Después de haber hecho tabula rasa en la razón y en la conciencia del hombre, después de habernos desposeído de todos los fines ilusorios en torno de los cuales se agitaba nuestra incurable miseria, debe remplazarlas asignándonos un motivo razonable de vivir, un fin hacia [200] el cual podamos dirigir útilmente nuestra vida errante en el vacío, ocupada en la inutilidad sacrificada a quimeras. De la consideración del processus universalis y del fin a que tiende, se deducirá el fin positivo que en adelante debe regular a la acción humana. La lógica exige que el hombre no separe su causa de la del universo y que haga, como dice Hartmann, «de los fines del Inconsciente los fines de su conciencia.» Bajo dos aspectos es el mismo problema: renunciar al ser por sí mismo, llevar el Todo a la nada.

Tal es en su vaga y abstracta generalidad el importante concepto de la redención, que ocupa un lugar tan grande en la filosofía de la voluntad y en la del Inconsciente. Se trata nada menos que de compensar los sufrimientos de este Prometeo cósmico, del ser único que vive en la humanidad, pero que también vive en el resto de la naturaleza. Siendo el supremo mal la existencia, la ley del sufrimiento es universal; no tiene ni excepciones ni límites, se extiende tanto como se extiende [201] el ser, bastante más allá del punto oscuro en que nace la conciencia, más allá de aquel en que aparece la forma orgánica; resuena vagamente en las últimas vibraciones del éter. Pero aunque todo lo que existe sufre, sólo conoce su sufrimiento la humanidad, y ella sola puede trabajar para su redención; gracias a ella debe cesar este tormento sin tregua que se impone a sí mismo lo absoluto con su constante esfuerzo hacia la existencia que siempre se renueva y se ve siempre castigada por el dolor. Es verdad que el remedio no es de fácil aplicación. Para conseguir que la humanidad lo conciba, para convencerla de su eficacia, para decidirla a su aplicación, se necesitará mucho tiempo, largos esfuerzos, y numerosas generaciones de pesimistas tendrán que emplearse en esta tarea. Pero también será enorme la gloria de conducir al mundo al término supremo, al desenlace de esta tragedia lamentable en que trabajamos a nuestro pesar, mezclados los espectadores y los actores, y en la cual nos [202] han precedido tantos siglos silenciosos, las innumerables y lentas evoluciones de la vida orgánica y de la naturaleza inorgánica, mudas víctimas de la misma fatalidad, personajes oscuros de este drama infinito y misterioso de las cosas.

El enigma del dolor, que es el mismo enigma del universo, es, pues, el hombre que está destinado a descubrirlo por el pensamiento y por la acción. En este punto concuerdan Hartmann y Schopenhauer. Seductor y místico es el acento con que ambos nos convidan a la obra de nuestra salud. Diríase que se está oyendo a unos profetas o a unos místicos, siempre inspirados. «Sabemos –exclama Schopenhauer, imitando a San Pablo–, que toda criatura suspira como nosotros por su redención, pero la espera de nosotros que somos los primogénitos del espíritu.» «Sí –repite Hartmann con un entusiasmo sombrío–; estamos en el mundo como los hijos preferidos del espíritu, y debemos combatir valerosamente. Si la victoria abandona [203] nuestro campo y esteriliza nuestros esfuerzos, no tendremos al menos nada que echarnos en cara. Sólo si estuviésemos hechos para vencer y perdiésemos la batalla por nuestra cobardía, recibiríamos nosotros (es decir el ser del mundo que vive dentro de nosotros), el castigo de soportar durante más tiempo el tormento de la existencia. Adelante, pues; trabajemos para el progreso universal, como los obreros de la viña del Señor.» Estos filósofos exhortan a las voluntades indecisas en un tono religioso, animándolos a despojarse de todas las formas del egoísmo que no es más que la perversidad obstinada en vivir contra su propio interés, contra el interés del mundo entero; al son de los cánticos y de los himnos pesimistas se libra la gran batalla de la muerte contra la vida.

Tratemos de hacernos cargo, siguiendo estas teorías, de la evolución del mundo y del fin que persigue. Sólo el pesimismo, según se nos asegura, ha podido apreciar esta fin absoluto de las cosas a la luz siempre [204] creciente de su principio, con el maravilloso instrumento de su lógica implacable, indiferente a todas las reclamaciones del sentido individual, sorda a las voces del instinto. La atenta lectura de un capítulo de la obra de Hartmann nos pondrá en estado de poder resolver esta grave cuestión, de la cual depende la de la redención del mundo.

Hay un fin supremo en la evolución del universo. Es un axioma más bien que un principio demostrado, que no puede ser infinita la serie de fines, y que cada uno en su serie no es más que un medio con relación a la serie siguiente, que es necesario que haya un fin último y supremo, al cual se dirijan todos los fines intermediarios. Aceptemos el axioma en lo que es y en lo que vale. Si la serie de fines es necesariamente finita, ¿cual es la de todos los fines propuestos y que puede considerarse como la última explicación y el término del movimiento del universo?

¿Es la felicidad positiva? Toda la argumentación de la filosofía pesimista [205] se ha dirigido contra esta solución. Recuérdense «los tres estados de la ilusión» recorridos instintivamente por la dolorosa experiencia de Leopardi, y descritos científicamente en el reflexionado análisis de Hartmann. El primer estado de ilusión nos ha conducido a esta verdad, que la existencia presente es mala; en el segundo estado se ha reconocido que la vida futura es una ilusión; por último, el tercer estado nos lleva a renunciar la felicidad positiva, aun bajo la forma del progreso. Ningún periodo de evolución nos presenta la felicidad positiva realizada; todas las edades concuerdan en descubrirnos que sus contrarios, la desgracia y el sufrimiento, son los únicos que se producen en el universo, y que el progreso del mundo, al destruir la ilusión y desarrollar la conciencia, no hace más que acrecentar el mal.

Por otra parte, ¿puede creerse, sin divagar, que la evolución del mundo es su propio fin y que no se propone otra cosa, en las laboriosas vicisitudes del ser, que el juego pueril de un [206] espectáculo variado que se procura a sí misma? Evidentemente no. Esto sería contrario a la sabiduría absoluta que reconoce Hartmann al Inconsciente. Hay contradicción en admitir que la evolución sin un término ideal o real y por sí misma constituye un bien absoluto. La evolución no es más que la suma de los momentos sucesivos que la componen: si cada uno de esos momentos no tiene ningún valor o representa una cantidad negativa, la evolución total no tiene sentido. ¿Será la libertad, como algunos pretenden, el fin del processus del mundo? ¿Pero de qué libertad se trata? ¿De la del individuo? ¿Cómo puede su aislamiento y su separación del Todo constituir un bien absoluto? Y si se trata de la felicidad del Todo, ¿qué significa esto? Si el Inconsciente es el Uno-Todo, nada puede desde fuera ejercer sobre él influjo alguno.

¿Podría, como ha sostenido Kant, ser la moralidad el único fin racional de la evolución? Hartmann discute varias veces esta cuestión y la resuelve [207] negativamente. Según él, la moralidad sólo tiene significación bajo el punto de vista de los individuos, es decir, que no pertenece al mundo de los fenómenos, ni al ser verdadero. El instinto de la individualidad es la conservación de su propio ser, y su forma necesaria es el egoísmo. Egoísmo e individualidad son términos inseparables; con el egoísmo nace el desprecio de los derechos ajenos, cuando están en conflicto con nuestro interés, es decir, la injusticia, el mal, la inmoralidad. Para hacer contrapeso a los males necesarios del egoísmo, ha puesto el Inconsciente otros instintos en el corazón del hombre, como la piedad, el agradecimiento, el sentimiento de la equidad y el deseo de devolver bien por mal, sin los cuales la sociedad, ahogada por el egoísmo, no podría subsistir. Pero los maravillosos efectos de la moralidad y de la justicia no deben engaitarnos en lo que a su naturaleza se refiere: no representan en el fondo más que ideas abstractas, que sólo se aplican a las relaciones de los individuos, entre sí o con [208] asociaciones de individuos, pero que no tienen ningún sentido con relación al ser verdadero, al Uno-Todo. «No son más que formas de relaciones entre fenómenos; no pueden tener un valor teológico absoluto.» Además, está demostrado que mientras la injusticia aumenta el sufrimiento en el mundo, es impotente la justicia para disminuirlo. No hace más que trabajar en el mantenimiento del statu quo; no edifica nada: su obra es de reparación, no de construcción. El bien que la caridad hace en el mundo no es nada comparado con los males que produce la violación de la justicia. «De todos modos, la moralidad positiva del hombre caritativo debe sólo considerarse como un mal necesario que previene otro mayor. Es más triste que haya personas para aceptar las limosnas que ventajoso que haya personas que las den.» Por último, si fuese la moralidad, según la doctrina de Kant, el fin absoluto del processus, se la vería sin duda aumentar con el tiempo, elevar su nivel, extenderse en superficie y ganar en profundidad [209] en las diferentes clases sociales. Hartmann pretende que esa es una pura ilusión de los filántropos y de las almas sensibles. Realmente, sólo ha cambiado la forma de la inmoralidad: la misma relación existe, con corta diferencia, entre el egoísmo y la caridad. Si nos extrañan la crueldad y la brutalidad de los tiempos pasados, no hay que olvidar que la rectitud, la sinceridad, el sentimiento vivo de la justicia, el respeto a la santidad de las costumbres caracterizan a los pueblos antiguos, mientras que vemos reinar en el día la mentira, la falsedad, la perfidia, el espíritu de burla, el desprecio de la propiedad, el abandono de la probidad instintiva y de las costumbres honradas, cuyo valor con frecuencia no se comprende ya. La perversidad ha quedado la misma, pero ha dejado los zuecos y se viste de frac. Nos acercamos al tiempo en que la injusticia tomará formas aún más pronunciadas, en que el robo y algunos otros fraudes condenados por la ley, se despreciarán como faltas vulgares, corno torpeza inferior [210] resultando sólo más hábil el que respete el texto de la ley, violando al mismo tiempo el derecho de los demás. La injusticia no se convertirá: quedará igual a sí misma, y la moralidad no aumentará un punto porque no sufrirá la legalidad. Habrá siempre, bajo distintas apariencias, el mismo fondo de egoísmo y de avidez: la suma de la inmoralidad es invariable en el mundo.

Esta falta de verdadero progreso en la realidad, basta, como dicen algunos, para refutar la ilusión de los que pretenden con Kant, que el universo no tiene fin más elevado que el reino de la justicia sobre la tierra. Hay que buscar este fin en otra parte, en la dirección en que encontremos realmente un progreso determinado y constante, un perfeccionamiento gradual. Pero un signo semejante no se encuentra más que en el desarrollo de la conciencia del universo, es decir del pensamiento en que reflexiona el ser. Aquí vemos realizarse el progreso con mucha claridad y sin interrupción, desde la aparición de la primera célula, hasta la [211] humanidad en su estado actual, y probablemente seguirá todavía mientras subsista el mundo. Todo contribuye a producir y a aumentar la conciencia, no sólo la perfección del sistema nervioso que le sirve de órgano, sino las condiciones mismas de la individualidad, el deseo de la riqueza, que aumentando el bienestar, da mayor libertad al espíritu, la vanidad, la ambición, la pasión de la gloria, estos estimulantes de la actividad intelectual, el amor de los sexos que lleva al perfeccionamiento de las aptitudes; en una palabra, todos los instintos útiles a la especie, que cuestan al individuo más sufrimientos que placeres, se convierten en ganancia pura y siempre creciente para la conciencia.

El continuo desarrollo de la conciencia marca la dirección en que debemos encontrar el fin de la evolución universal. Pero la conciencia en sí misma no es más que un medio para conseguir otro fin. Es sin duda el fin más elevado que existe en el mundo; pero no puede ser ni un fin absoluto ni tampoco el fin [212] de sí misma. Esto es lo que hay que comprender bien: «Está engendrada en el dolor, no prolonga su existencia más que en el dolor; y al precio del dolor compra su desarrollo. ¿Qué compensación hay aquí para tantos males? No es más que el espejo en que el ser se satisface mirándose. Si el mundo fuese bueno y hermoso, podríamos aprobar esa satisfacción. Pero un mundo absolutamente desgraciado, que no puede tener ningún placer en contemplar su propia miseria, que debe maldecir su existencia, desde el momento en que sabe juzgarla, ¿cómo puede un mundo tal considerar el agrandamiento aparente y puramente ideal de la personalidad en el espejo de la conciencia como el fin racional, el fin absoluto de su ser? ¿No hay bastantes sufrimientos en la realidad? ¿Es necesario reproducirlos como en una linterna mágica? No; la conciencia no puede ser el fin supremo de un mundo cuya evolución está dirigida por la sabiduría inmensa del _Inconsciente._» Hay que buscar, pues, en otra parte el fin absoluto del cual el [213] desarrollo de la conciencia sea sólo un medio.

Este fin sólo puede ser la felicidad. No sirve darle vueltas a la cuestión: no hay otro principio a que pueda atribuirse un valor absoluto, que podamos considerar como un fin en sí, nada que toque tan profundamente a la naturaleza propia, a la esencia interna del mundo. Todo lo que vive tiende a la felicidad: sobre ese principio descansan, a pesar de sus diversas formas, todos los sistemas de filosofía práctica. La aspiración a la felicidad es la esencia misma de la voluntad que busca el medio de gozar. ¿Pero no se ha declarado ya que es imposible la felicidad? ¿No ha demostrado el pesimismo que es insensato ese deseo, que todo es ilusión, decepción, sufrimiento en este trabajo, que el desarrollo progresivo de la conciencia sólo llega a un resultado negativo y a una conclusión triste, la locura del deseo de la felicidad? Aquí se nos presenta una antinomia: por una parte, el único desarrollo real que es sensible en el mundo es el de la [214] conciencia, pero este desarrollo de la conciencia no es un fin en sí mismo, exige otro fin. Este fin absoluto no puede concebirse fuera de la felicidad; la felicidad es la única cosa que representa la fuerza de un motivo y la realidad de un fin. Por otra parte, no puede haber felicidad bajo ninguna forma real ni posible de la existencia; este es un punto sobre el cual no admite el pesimismo contradicción.

¿Cual será, pues, la solución de esta antinomia que presenta a la felicidad a la vez como necesaria y como imposible? La solución es muy sencilla en sí, aunque muy inesperada: no puede haber felicidad positiva, y la felicidad es, sin embargo, necesaria; puede haber, pues, o mejor dicho debe haber una felicidad negativa absoluta, que es precisamente la negación misma del ser, la anulación total, el mejor estado que pueda conseguirse; es la ausencia de todo sufrimiento, la más alta felicidad es la de no ser. La felicidad negativa de dejar de ser, ese es el fin supremo, el único fin lógico de las cosas, la [215] explicación del processus universal, la fórmula soberana de la redención. No puede dudarse que este triunfo de la idea sobre el deseo de vivir ha de realizarse con el tiempo. Fuera de esta solución no habría más que una evolución sin fin, un processus que la necesidad o las circunstancias detendrían algún día ciegamente. La vida sería una continua desesperación como un infierno sin salida. «Para nosotros –dice Hartmann– que reconocemos en la naturaleza y en la historia el movimiento grandioso y admirable de un desarrollo progresivo, que creemos en el triunfo final de la razón cada vez más esclarecida, nosotros confesamos nuestra fe en la realidad de un fin, que será la redención de todos los sufrimientos de la existencia; y debemos contribuir por nuestra parte, bajo la dirección de la razón, a terminar esta obra suprema.» De este modo se llega, por medio de un concepto razonado de la evolución, a suprimir la misma evolución.

Schopenhauer llegaba más rápida y más directamente a la misma [216] conclusión, por una deducción de la naturaleza de la voluntad, que en cuanto se realiza no puede ser más que esfuerzo, cansancio y actividad contrariada.

Todo ser sufre, decía, puesto que no es más que un grado de objetivación de la voluntad; toda vida es tanto más dolorosa cuanto más se siente, y como la vida humana representa en su grado más intenso el deseo de vivir, representa el máximum de dolor en ese máximum de conciencia. Nuestro mundo es, por la naturaleza misma de su principio, el peor de los mundos posibles: de ahí se deduce inmediatamente y sin tantos rodeos la necesidad científica de la nada.

De ese modo se encuentran, en las mismas consecuencias, el pesimismo resuelto y absoluto de Schopenhauer con el pesimismo mixto y contradictorio de Hartmann, que sostiene que este mundo es el mejor de los mundos posibles, dado el hecho de su existencia, que es la peor de todas las cosas. [217]

Una sinrazón lógicamente organizada, eso es para él el mundo actual; una locura administrada racionalmente y conducida hasta el punto en que ella misma se convenza de que es una locura, eso es la redención.