José Vasconcelos Calderón, La Raza Cósmica, 1925 (original) (raw)
La Raza Cósmica
Misión de la raza
iberoamericana
Notas de viajes
a la América del Sur
Agencia Mundial de Librería
[ Madrid 1925 ]
Prólogo
Origen y objeto del continente. Latinos y sajones.
Probable misión de ambas razas. La quinta raza o raza cósmica.
I
Opinan geólogos autorizados que el continente americano contiene algunas de las más antiguas zonas del mundo. La masa de los Andes es, sin duda, tan vieja como la que más del planeta. Y si la tierra es antigua, también las trazas de vida y de cultura humana se remontan adonde no alcanzan los cálculos. Las ruinas arquitectónicas de mayas, quechuas y toltecas legendarios, son testimonio de vida civilizada anterior a las más viejas fundaciones de los pueblos del Oriente y de Europa. A medida que las investigaciones progresan se afirma la hipótesis de la Atlántida, como cuna de una civilización que hace millares de años floreció en el continente desaparecido y en parte de lo que es hoy América. El pensamiento de la Atlántida evoca el recuerdo de sus antecedentes misteriosos. El continente hiperbóreo desaparecido, sin dejar más huellas que los rastros de vida y de cultura que a veces se descubren bajo las nieves de Groenlandia; los lemurianos o raza negra del sur; la civilización Atlántida de los hombres rojos; en seguida la aparición de los amarillos, y por último, la civilización de los blancos. Explica mejor el proceso de los pueblos esta profunda teoría oculista que las elucubraciones de geólogos, como Ameguino, [2] que ponen el origen del hombre en la Patagonia, una tierra que desde luego se sabe es de formación geológica reciente. En cambio, la creencia en los Imperios étnicos de la prehistoria se facilita extraordinariamente con la teoría de Wegener de la traslación de los continentes. Según esta tesis todas las tierras estaban unidas, formando un solo continente, que se ha ido disgregando. Es entonces fácil suponer que en determinada región de una masa continua, se desarrollaba una raza que después de progresar y decaer era sustituída por otra, en vez de recurrir a la hipótesis de las emigraciones de un continente a otro por medio de puentes desaparecidos. También es curioso advertir otra coincidencia de la antigua tradición con los datos más modernos de la geología, pues según el mismo Wegener, la comunicación entre Australia, la India y Madagascar se interrumpió antes que la comunicación entre la América del Sur y el Africa. Lo cual equivale a confirmar que el sitio de la civilización lemuriana desapareció antes de que floreciera la Atlántida, y también que el último continente desaparecido es la Atlántida, puesto que las exploraciones científicas han venido a demostrar que es el Atlántico el mar de formación más reciente.
Confundidos más o menos los antecedentes de esta teoría en una tradición tan obscura como rica de sentido, queda, sin embargo, viva la leyenda de una civilización nacida de nuestros bosques o derramada hasta ellos después de un poderoso crecimiento, y cuyas huellas están aún visibles en Chichén Itza y en Palenque y en todos los sitios donde perdura el misterio atlante. El misterio de los hombres rojos que, después de dominar el mundo, hicieron grabar los preceptos de su sabiduría en la tabla de Esmeralda, alguna maravillosa esmeralda colombiana, que a la hora de las conmociones telúricas fue llevada al Egipto, donde Hermes y sus adeptos conocieron y transmitieron sus secretos.
Si, pues, somos antiguos geológicamente y también en lo que respecta a la tradición, ¿cómo podremos seguir aceptando esta ficción inventada por nuestros padres europeos, de la novedad de un continente, [3] que existía desde antes de que apareciese la tierra de donde procedían descubridores y reconquistadores?
La cuestión tiene una importancia enorme para quienes se empeñan en buscar un plan en la Historia. La comprobación de la gran antigüedad de nuestro continente parecerá ociosa a los que no miran en los sucesos sino una cadena fatal de repeticiones sin objeto. Con pereza contemplaríamos la obra de la civilización contemporánea, si los palacios toltecas no nos dijesen otra cosa que las civilizaciones pasan, sin dejar más fruto que unas cuantas piedras labradas puestas unas sobre otras, o formando techumbre de bóveda arqueada, o de dos superficies que se encuentran en ángulo. ¿A qué volver a comenzar, si dentro de cuatro o cinco mil años otros nuevos emigrantes divertirán sus ocios cavilando sobre los restos de nuestra trivial arquitectura contemporánea? La historia científica se confunde y deja sin respuesta todas estas cavilaciones. La historia empírica, enferma de miopía, se pierde en el detalle, pero no acierta a determinar un solo antecedente de los tiempos históricos. Huye de las conclusiones generales, de las hipótesis trascendentales, pero cae en la puerilidad de la descripción de los utensilios y de los índices cefálicos y tantos otros pormenores, meramente externos, que carecen de importancia si se les desliga de una teoría vasta y comprensiva.
Sólo un salto del espíritu, nutrido de datos, podrá darnos una visión que nos levante por encima de la microideología del especialista. Sondeamos entonces en el conjunto de los sucesos para descubrir en ellos una dirección, un ritmo y un propósito. Y justamente allí donde nada descubre el analista, el sintetizador y el creador se iluminan.
Ensayemos, pues, explicaciones, no con fantasía de novelista, pero sí con una intuición que se apoya en los datos de la historia y la ciencia.
La raza que hemos convenido en llamar atlántida prosperó y decayó en América. Después de un extraordinario florecimiento, tras de cumplir su ciclo, terminada su misión particular, entró en silencio y fue [4] decayendo hasta quedar reducida a los menguados Imperios azteca e inca, indignos totalmente de la antigua y superior cultura. Al decaer los atlantes la civilización intensa se trasladó a otros sitios y cambió de estirpes; deslumbró en Egipto; se ensanchó en la India y en Grecia injertando en razas nuevas. El ario, mezclándose con los dravidios, produjo el Indostán, y a la vez, mediante otras mezclas, creó la cultura helénica. En Grecia se funda el desarrollo de la civilización occidental o europea, la civilización blanca, que al expandirse llegó hasta las playas olvidadas del continente americano para consumar una obra de recivilización y repoblación. Tenemos entonces las cuatro etapas y los cuatro troncos: el negro, el indio, el mongol y el blanco. Este último, después de organizarse en Europa, se ha convertido en invasor del mundo, y se ha creído llamado a predominar lo mismo que lo creyeron las razas anteriores, cada una en la época de su poderío. Es claro que el predominio del blanco será también temporal, pero su misión es diferente de la de sus predecesores; su misión es servir de puente. El blanco ha puesto al mundo en situación de que todos los tipos y todas las culturas puedan fundirse. La civilización conquistada por los blancos, organizada por nuestra época, ha puesto las bases materiales y morales para la unión de todos los hombres en una quinta raza universal, fruto de las anteriores y superación de todo lo pasado.
La cultura del blanco es emigradora; pero no fue Europa en conjunto la encargada de iniciar la reincorporación del mundo rojo a las modalidades de la cultura preuniversal, representada, desde hace siglos, por el blanco. La misión trascendental correspondió a las dos ramas más audaces de la familia europea; a los dos tipos humanos más fuertes y más disímiles: el español y el inglés.
* * *
Desde los primeros tiempos, desde el descubrimiento y la conquista fueron castellanos y británicos, o latinos y sajones, para incluir por una parte a los portugueses y por otra al holandés, los que consumaron [5] la tarea de iniciar un nuevo período de la historia conquistando y poblando el hemisferio nuevo. Aunque ellos mismos solamente se hayan sentido colonizadores, trasplantadores de cultura, en realidad establecían las bases de una etapa de general y definitiva transformación. Los llamados latinos, poseedores de genio y de arrojo, se apoderaron de las mejores regiones, de las que creyeron más ricas, y los ingleses, entonces, tuvieron que conformarse con lo que les dejaban gentes más aptas que ellos. Ni España ni Portugal permitían que a sus dominios se acercase el sajón, ya no digo para guerrear, ni siquiera para tomar parte en el comercio. El predominio latino fue indiscutible en los comienzos. Nadie hubiera sospechado, en los tiempos del laudo papal que dividió el Nuevo Mundo entre Portugal y España, que unos siglos más tarde, ya no sería el Nuevo Mundo portugués ni español, sino más bien inglés. Nadie hubiera imaginado que los humildes colonos del Hudson y el Delaware, pacíficos y hacendosos, se irían apoderando paso a paso de las mejores y mayores extensiones de la tierra, hasta formar la República que hoy constituye uno de los mayores imperios de la Historia.
Pugna de latinidad contra sajonismo ha llegado a ser, sigue siendo nuestra época; pugna de instituciones, de propósitos y de ideales. Crisis de una lucha secular que se inicia con el desastre de la Armada Invencible y se agrava con la derrota de Trafalgar. Sólo que desde entonces el sitio del conflicto comienza a desplazarse y se traslada al continente nuevo, donde tuvo todavía episodios fatales. Las derrotas de Santiago de Cuba y de Cavite y Manila son ecos distantes pero lógicos de las catástrofes de la Invencible y de Trafalgar. Y el conflicto está ahora planteado totalmente en el Nuevo Mundo. En la Historia, los siglos suelen ser como días; nada tiene de extraño que no acabemos todavía de salir de la impresión de la derrota. Atravesamos épocas de desaliento, seguimos perdiendo, no sólo en soberanía geográfica, sino también en poderío moral. Lejos de sentirnos unidos frente al desastre, la voluntad se nos dispersa en pequeños y vanos fines. La derrota nos ha traído la confusión [6] de los valores y los conceptos; la diplomacia de los vencedores nos engaña después de vencernos; el comercio nos conquista con sus pequeñas ventajas. Despojados de la antigua grandeza, nos ufanamos de un patriotismo exclusivamente nacional, y ni siquiera advertimos los peligros que amenazan a nuestra raza en conjunto. Nos negamos los unos a los otros. La derrota nos ha envilecido a tal punto, que, sin darnos cuenta, servimos los fines de la política enemiga, de batirnos en detalle, de ofrecer ventajas particulares a cada uno de nuestros hermanos, mientras al otro se le sacrifica en intereses vitales. No sólo nos derrotaron en el combate, ideológicamente también, nos siguen venciendo. Se perdió la mayor de las batallas el día en que cada una de las repúblicas ibéricas se lanzó a hacer vida propia, vida desligada de sus hermanos, concertando tratados y recibiendo beneficios falsos, sin atender a los intereses comunes de la raza. Los creadores de nuestro nacionalismo fueron, sin saberlo, los mejores aliados del sajón, nuestro rival en la posesión del continente. El despliegue de nuestras veinte banderas en la Unión Panamericana de Washington deberíamos verlo como una burla de enemigos hábiles. Sin embargo, nos ufanamos cada uno de nuestro humilde trapo, que dice ilusión vana, y ni siquiera nos ruboriza el hecho de nuestra discordia, delante de la fuerte unión norteamericana. No advertimos el contraste de la unidad sajona frente a la anarquía y soledad de los escudos iberoamericanos. Nos mantenemos celosamente independientes respecto de nosotros mismos; pero de una o de otra manera nos sometemos o nos aliamos con la Unión Sajona. Ni siquiera se ha podido lograr la unidad nacional de los cinco pueblos centroamericanos, porque no ha querido darnos su venia un extraño, y porque nos falta el patriotismo verdadero que sacrifique el presente al porvenir. Una carencia de pensamiento creador y un exceso de afán critico que por cierto tomamos, prestado de otras culturas, nos lleva a discusiones estériles, en las que tan pronto se niega como se afirma la comunidad de nuestras aspiraciones; pero no advertimos que a la hora de [7] obrar, y pese a todas las dudas de los sabios ingleses, el inglés busca la alianza de sus hermanos de América y de Australia, y entonces el yanqui se siente tan inglés como el inglés de Inglaterra. Nosotros no seremos grandes mientras el español de la América no se sienta tan español como los hijos de España. Lo cual no impide que seamos distintos cada vez que sea necesario, pero sin apartarnos de la más alta misión común. Así es menester que procedamos, si hemos de lograr que la cultura ibérica acabe de dar todos sus frutos, si hemos de impedir que en la América triunfe sin oposición la cultura sajona. Inútil es imaginar otras soluciones. La civilización no se improvisa ni se trunca, ni puede hacerse partir del papel de una constitución política; se deriva siempre de una larga, de una secular preparación y depuración de elementos que se transmiten y se combinan desde los comienzos de la Historia. Por eso resulta tan torpe hacer comenzar nuestro patriotismo con el grito de independencia del Padre Hidalgo, o con la conspiración de Quito; o con las hazañas de Bolívar, pues si no lo arraigamos en Cuauhtemoc y en Atahualpa no tendrá sostén, y al mismo tiempo es necesario remontarlo a su fuente hispánica y educarlo en las enseñanzas que deberíamos derivar de las derrotas, que son también nuestras, de las derrotas de la Invencible y de Trafalgar. Si nuestro patriotismo no se identifica con las diversas etapas del viejo conflicto de latinos y sajones, jamás lograremos que sobrepase los caracteres de un regionalismo sin aliento universal y lo veremos fatalmente degenerar en estrechez y miopía de campanario y en inercia impotente de molusco que se apega a su roca.
Para no tener que renegar alguna vez de la patria misma es menester que vivamos conforme al alto interés de la raza, aun cuando éste no sea todavía el más alto interés de la Humanidad. Es claro que el corazón sólo se conforma con un internacionalismo cabal; pero en las actuales circunstancias del mundo, el internacionalismo sólo serviría para acabar de consumar el triunfo de las naciones más fuertes; serviría exclusivamente a los fines del inglés. Los mismos rusos, [8] con sus doscientos millones de población, han tenido que aplazar su internacionalismo teórico, para dedicarse a apoyar nacionalidades oprimidas como la India y Egipto. A la vez han reforzado su propio nacionalismo para defenderse de una desintegración que sólo podría favorecer a los grandes Estados imperialistas. Resultaría, pues, infantil que pueblos débiles como los nuestros se pusieran a renegar de todo lo que les es propio, en nombre de propósitos que no podrían cristalizar en realidad. El estado actual de la civilización nos impone todavía el patriotismo como una necesidad de defensa de intereses materiales y morales, pero es indispensable que ese patriotismo persiga finalidades vastas y trascendentales. Su misión se truncó en cierto sentido con la Independencia, y ahora es menester devolverlo al cauce de su destino histórico universal.
En Europa se decidió la primera etapa del profundo conflicto y nos tocó perder. Después, así que todas las ventajas estaban de nuestra parte en el Nuevo Mundo; ya que España había dominado la América, la estupidez napoleónica fue causa de que la Luisiana se entregara a los ingleses del otro lado del mar, a los yanquis, con lo que se decidió en favor del sajón la suerte del Nuevo Mundo. El «genio de la guerra» no miraba más allá de las miserables disputas de fronteras entre los Estaditos de Europa y no se dio cuenta de que la causa de la latinidad que él pretendía representar, fracasó el mismo día de la proclamación del Imperio por el solo hecho de que los destinos comunes quedaron confiados a un incapaz. Por otra parte, el prejuicio europeo impidió ver que en América estaba ya planteado, con caracteres de universalidad, el conflicto que Napoleón no pudo ni concebir en toda su trascendencia. La tontería napoleónica no pudo sospechar que era en el Nuevo Mundo donde iba a decidirse el destino de las razas de Europa, y al destruir de la manera más inconsciente el poderío francés de la América debilitó también a los españoles; nos traicionó, nos puso a merced del enemigo común. Sin Napoleón no existirían los Estados Unidos como Imperio Mundial, y [9] la Luisiana, todavía francesa, tendría que ser parte de la Confederación Latinoamericana. Trafalgar entonces hubiese quedado burlado. Nada de esto se pensó siquiera porque el destino de la raza estaba en manos de un necio; porque el Cesarismo es el azote de la raza latina.
La traición de Napoleón a los destinos mundiales de Francia hirió también de muerte al imperio español de la América en los instantes de su mayor debilidad. Las gentes de habla inglesa se apoderan de la Luisiana sin combatir y reservando sus pertrechos para la ya fácil conquista de Texas y California. Sin la base del Misisipí, los ingleses, que se llaman asimismo yanquis por una simple riqueza de expresión, no hubieran logrado adueñarse del Pacífico, no serían hoy los amos del continente, se habrían quedado en una especie de Holanda trasplantada a la América y el Nuevo Mundo sería español y francés. Bonaparte lo hizo sajón.
Claro que no sólo las causas externas, los tratados, la guerra y la política resuelven el destino de los pueblos. Los Napoleones no son más que membrete de vanidades y corrupciones. La decadencia de las costumbres, la pérdida de las libertades públicas y la ignorancia general, causan el efecto de paralizar la energía de toda una raza, en determinadas épocas.
Los españoles fueron al Nuevo Mundo con el brío que les sobraba después del éxito de la Reconquista. Los hombres libres que se llamaron Cortés, Pizarro y Albarado y Córdoba no eran Césares ni lacayos, sino grandes capitanes que al ímpetu destructivo adunaban el genio creador. En seguida de la victoria trazaban el plano de las nuevas ciudades y redactaban los estatutos de su fundación. Más tarde, a la hora de las agrias disputas con la Metrópoli, sabían devolver injuria por injuria, como lo hizo uno de los Pizarros en un célebre juicio. Todos ellos se sentían los iguales ante el rey, como se sintió el Cid, como se sentían los grandes escritores del siglo de oro, como se sienten en las grandes épocas todos los hombres libres.
Pero a medida que la conquista se consumaba, toda la nueva organización iba quedando en manos [10] de cortesanos y validos del monarca. Hombres incapaces ya no digo de conquistar, ni siquiera de defender lo que otros conquistaron con talento y arrojo. Palaciegos degenerados, capaces de oprimir y humillar al nativo, pero sumisos al poder real, ellos y sus amos no hicieron otra cosa que echar a perder la obra del genio español en América. La obra portentosa iniciada por los férreos conquistadores y consumada por los sabios y abnegados misioneros fue quedando anulada. Una serie de monarcas extranjeros necios de remate como Carlos V, el César de oropel; perversos y degenerados como Felipe II; imbéciles como los Carlos de los otros números, tan justicieramente pintados por Velázquez en compañía de enanos, bufones y cortesanos, consumaron el desastre de la administración colonial. La manía de imitar al Imperio Romano, que tanto daño ha causado lo mismo en España que en Italia y en Francia; el militarismo y el absolutismo, trajeron la decadencia en la misma época en que nuestros rivales, fortalecidos por la virtud, crecían y se ensanchaban en libertad.
Junto con la fortaleza material se les desarrolló el ingenio práctico, la intuición del éxito. Los antiguos colonos de Nueva Inglaterra y de Virginia se separaron de Inglaterra, pero sólo para crecer mejor y hacerse más fuertes. La separación política nunca ha sido entre ellos obstáculo para que en el asunto de la común misión étnica se mantengan unidos y acordes. La emancipación, en vez de debilitar a la gran raza, la bifurcó, la multiplicó, la desbordó poderosa sobre el mundo; desde el núcleo imponente de los dos más grandes Imperios que han conocido los tiempos. Y ya desde entonces, lo que no conquista el inglés de las Islas, se lo toma y lo guarda el inglés del nuevo continente.
En cambio nosotros los españoles, por la sangre, o por la cultura, a la hora de nuestra emancipación comenzamos por renegar de nuestras tradiciones; rompimos con el pasado y no faltó quien renegara la sangre diciendo que hubiera sido mejor que la conquista de nuestras regiones la hubiesen consumado los ingleses. Palabras de traición que se excusan por [11] el asco que engendra la tiranía, y por la ceguedad que trae la derrota. Pero perder de esta suerte el sentido histórico de una raza equivale a un absurdo, es lo mismo que negar a los padres fuertes y sabios cuando somos nosotros mismos, no ellos, los culpables de la decadencia.
De todas maneras las prédicas desespañolizantes y el inglesamiento correlativo hábilmente difundido por los mismos ingleses, pervirtió nuestros juicios desde el origen: nos hizo olvidar que en los agravios de Trafalgar también tenemos parte. La injerencia de oficiales ingleses en los Estados Mayores de los guerreros de la Independencia hubiera acabado por deshonrarnos, si no fuese porque la vieja sangre altiva revivía ante la injuria y castigaba a los piratas de Albión cada vez que se acercaban con el propósito de consumar un despojo. La rebeldía ancestral supo responder a cañonazos lo mismo en Buenos Aires, que en Veracruz, en La Habana, o en Campeche y Panamá, cada vez que el corsario inglés, disfrazado de pirata para eludir las responsabilidades de un fracaso, atacaba, confiado en lograr, si vencía, un puesto de honor en la nobleza británica.
A pesar de esta firme cohesión ante un enemigo invasor, nuestra guerra de Independencia se vio amenguada por el provincialismo y por la ausencia de planes trascendentales. La raza que había soñado con el imperio del mundo, los supuestos descendientes de la gloria romana, cayeron en la pueril satisfacción de crear nacioncitas y soberanías de principado, alentadas por almas que en cada cordillera veían un muro y no una cúspide. Glorias balkánicas soñaron nuestros emancipadores, con la ilustre excepción de Bolívar, y Sucre y Petion el negro, y media docena más, a lo sumo. Pero los otros, obsesionados por el concepto local y enredados en una confusa fraseología seudo revolucionaria, sólo se ocuparon en empequeñecer un conflicto que pudo haber sido el principio del despertar de un continente. Dividir, despedazar el sueño de un gran poderío latino, tal parecía ser el propósito de ciertos prácticos ignorantes que colaboraron en la Independencia, y dentro [12] de ese movimiento merecen puesto de honor; pero no supieron, no quisieron ni escuchar las advertencias geniales de Bolívar.
Claro que en todo proceso social hay que tener en cuenta las causas profundas, inevitables que determinan un momento dado. Nuestra geografía, por ejemplo, era y sigue siendo un obstáculo de la unión; pero si hemos de dominarlo, será menester que antes pongamos en orden al espíritu, depurando las ideas y señalando orientaciones precisas. Mientras no logremos corregir los conceptos, no será posible que obremos sobre el medio físico en tal forma que lo hagamos servir a nuestro propósito.
En México, por ejemplo, fuera de Mina, casi nadie pensó en los intereses del continente; peor aún, el patriotismo vernáculo estuvo enseñando, durante un siglo, que triunfamos de España gracias al valor indomable de nuestros soldados, y casi ni se mencionan las Cortes de Cádiz, ni el levantamiento contra Napoleón, que electrizó a la raza, ni las victorias y martirios de los pueblos hermanos del continente. Este pecado, común a cada una de nuestras patrias, es resultado de épocas en que la Historia se escribe para halagar a los déspotas. Entonces la patriotería no se conforma con presentar a sus héroes como unidades de un movimiento continental, y los presenta autónomos, sin darse cuenta que al obrar de esta suerte los empequeñece en vez de agrandarlos.
Se explican también estas aberraciones porque el elemento indígena no se había fusionado, no se ha fusionado aún en su totalidad, con la sangre española; pero esta discordia es más aparente que real. Háblese al más exaltado indianista de la conveniencia de adaptarnos a la latinidad y no opondrá el menor reparo; dígasele que nuestra cultura es española y en seguida formular objeciones. Subsiste la huella de la sangre vertida: huella maldita que no borran los siglos, pero que el peligro común debe anular. Y no hay otro recurso. Los mismos indios puros están españolizados, están latinizados, como está latinizado el ambiente. Dígase lo que se quiera, los rojos, los ilustres atlantes de quienes viene el indio, se durmieron [13] hace millares de años para no despertar. En la Historia no hay retornos, porque toda ella es transformación y novedad. Ninguna raza vuelve; cada una plantea su misión, la cumple y se va. Esta verdad rige lo mismo en los tiempos bíblicos que en los nuestros, todos los historiadores antiguos la han formulado. Los días de los blancos puros, los vencedores de hoy, están tan contados como lo estuvieron los de sus antecesores. Al cumplir su destino de mecanizar el mundo, ellos mismos han puesto, sin saberlo, las bases de un período nuevo, el período de la fusión y la mezcla de todos los pueblos. El indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la puerta de la cultura moderna, ni otro camino que el camino ya desbrozado de la civilización latina. También el blanco tendrá que deponer su orgullo, y buscará progreso y redención posterior en el alma de sus hermanos de las otras castas, y se confundirá y se perfeccionará en cada una de las variedades superiores de la especie, en cada una de las modalidades que tornan múltiple la revelación y más poderoso el genio.
* * *
En el proceso de nuestra misión étnica, la guerra de emancipación de España significa una crisis peligrosa. No quiero decir con esto que la guerra no debió hacerse ni que no debió triunfar. En determinadas épocas el fin trascendente tiene que quedar aplazado; la raza espera, en tanto que la patria urge, y la patria es el presente inmediato e indispensable. Era imposible seguir dependiendo de un cetro que de tropiezo en tropiezo y de descalabro en bochorno había ido bajando hasta caer en las manos sin honra de un Fernando VII. Se pudo haber tratado con las Cortes de Cádiz para organizar una libre Federación Castellana; no se podía responder a la Monarquía sino batiéndole sus enviados. En este punto la visión de Mina fue cabal: implantar la libertad en el Nuevo Mundo y derrocar después la monarquía en España. Ya que la imbecilidad de la época impidió que se cumpliera este genial designio, procuremos al menos [14] tenerlo presente. Reconozcamos que fue una desgracia no haber procedido con la cohesión que demostraron los del Norte; la raza prodigiosa, a la que solemos llenar de improperios, sólo porque nos ha ganado cada partida de la lucha secular. Ella triunfa porque aduna sus capacidades prácticas con la visión clara de un gran destino. Conserva presente la intuición de una misión histórica definida, en tanto que nosotros nos perdemos en el laberinto de quimeras verbales. Parece que Dios mismo conduce los pasos del sajonismo, en tanto que nosotros nos matamos por el dogma o nos proclamamos ateos. ¡Cómo deben de reír de nuestros desplantes y vanidades latinas estos fuertes constructores de imperios! Ellos no tienen en la mente el lastre ciceroniano de la fraseología, ni en la sangre los instintos contradictorios de la mezcla de razas disímiles; pero cometieron el pecado de destruir esas razas, en tanto que nosotros las asimilamos, y esto nos da derechos nuevos y esperanzas de una misión sin precedente en la Historia.
De aquí que los tropiezos adversos no nos inclinen a claudicar; vagamente sentimos que han de servirnos para descubrir nuestra ruta. Precisamente, en las diferencias encontramos el camino; si no más imitamos, perdemos; si descubrimos, si creamos, triunfaremos. La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización, con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el múltiple y rico plasma de la Humanidad futura. Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a través del soldado que engendraba familia indígena y la cultura de Occidente por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en condiciones de penetrar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno. La colonización española creó mestizaje; esto señala su carácter, fija su responsabilidad y define su porvenir. El inglés siguió cruzándose sólo [15] con el blanco, y exterminó al indígena; lo sigue exterminando en la sorda lucha económica, más eficaz que la conquista armada. Esto prueba su limitación y es el indicio de su decadencia. Equivale, en grande, a los matrimonios incestuosos de los Faraones, que minaron la virtud de aquella raza, y contradice el fin ulterior de la Historia, que es lograr la fusión de los pueblos y las culturas. Hacer un mundo inglés; exterminar a los rojos, para que en toda la América se renueve el norte de Europa, hecho de blancos puros, no es más que repetir el proceso victorioso de una raza vencedora. Ya esto lo hicieron los rojos; lo han hecho o lo han intentado todas las razas fuertes y homogéneas; pero eso no resuelve el problema humano; para un objetivo tan menguado no se quedó en reserva cinco mil años la América. El objeto del continente nuevo y antiguo es mucho más importante. Su predestinación, obedece al designio de constituir la cuna de una raza quinta en la que se fundirán todos los pueblos, para reemplazar a las cuatro que aisladamente han venido forjando la Historia. En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes.
Y se engendrará de tal suerte el tipo síntesis que ha de juntar los tesoros de la Historia, para dar expresión al anhelo total del mundo.
Los pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de América, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es la garantía de nuestro triunfo.
En el mismo período caótico de la Independencia, que tantas censuras merece, se advierten, sin embargo, vislumbres de ese afán de universalidad que ya anuncia el deseo de fundir lo humano en un tipo universal y sintético. Desde luego, Bolívar, en parte porque se dio cuenta del peligro en que caíamos, repartidos en nacionalidades aisladas, y también por su don de profecía, formuló aquel plan de federación iberoamericana que ciertos necios todavía hoy discuten.
Y si los demás caudillos de la independencia latinoamericana, [16] en general, no tuvieron un concepto claro del futuro, si es verdad que, llevados del provincialismo, que hoy llamamos patriotismo, o de la limitación, que hoy se titula soberanía nacional, cada uno se preocupó no más que de la suerte inmediata de su propio pueblo, también es sorprendente observar que casi todos se sintieron animados de un sentimiento humano universal que coincide con el destino que hoy asignamos al continente iberoamericano. Hidalgo, Morelos, Bolívar, Petion el Haitiano; los argentinos en Tucumán, Sucre, todos se preocuparon de libertar a los esclavos, de declarar la igualdad de todos los hombres por derecho natural; la igualdad social y cívica de los blancos, negros e indios. En un instante de crisis histórica, formularon la misión trascendental asignada a aquella zona del globo: misión de fundir étnica y espiritualmente a las gentes.
De tal suerte se hizo en el bando latino lo que nadie ni pensó hacer en el continente sajón. Allí siguió imperando la tesis contraria, el propósito confesado o tácito de limpiar la tierra de indios, mongoles y negros, para mayor gloria y ventura del blanco. En realidad, desde aquella época quedaron bien definidos los sistemas que, perdurando hasta la fecha, colocan en campos sociológicos opuestos a las dos civilizaciones: la que quiere el predominio exclusivo del blanco, y la que está formando una raza nueva, raza de síntesis que aspira a englobar y expresar todo lo humano en maneras de constante superación. Si fuese menester aducir pruebas, bastaría observar la mezcla creciente y espontánea que en todo continente latino se opera entre todos los pueblos, y por la otra parte, la línea inflexible que separa al negro del blanco en los Estados Unidos, y las leyes, cada vez más rigurosas, para la exclusión de los japoneses y chinos de California.
Los llamados latinos, tal vez porque desde un principio no son propiamente tales latinos, sino un conglomerado de tipos y razas, persisten en no tomar muy en cuenta el factor étnico para sus relaciones sexuales. Sean cuales fueren las opiniones que a este [17] respecto se emitan, y aun la repugnancia que el prejuicio nos causa, lo cierto es que se ha producido y se sigue consumando la mezcla de sangres. Y es en esta fusión de estirpes donde debemos buscar el rasgo fundamental de la idiosincrasia iberoamericana. Ocurrirá algunas veces, y ha ocurrido ya, en efecto, que la competencia económica nos obligue a cerrar nuestras puertas, tal como lo hace el sajón, a una desmedida irrupción de orientales. Pero al preceder de esta suerte, nosotros no obedecemos más que a razones de orden económico; reconocemos que no es justo que pueblos como el chino, que bajo el santo consejo de la moral confuciana se multiplican como los ratones, vengan a degradar la condición humana, justamente en los instantes en que comenzamos a comprender que la inteligencia sirve para refrenar y regular bajos instintos zoológicos, contrarios a un concepto verdaderamente religioso de la vida. Si los rechazamos es porque el hombre, a medida que progresa, se multiplica menos y siente el horror del número, por lo mismo que ha llegado a estimar la calidad. En los Estados Unidos rechazan a los asiáticos, por el mismo temor del desbordamiento físico propio de las especies superiores; pero también lo hacen porque no les simpatiza el asiático, porque lo desdeñan y serían incapaces de cruzarse con él. Las señoritas de San Francisco se han negado a bailar con oficiales de la marina japonesa, que son hombres tan aseados, inteligentes y, a su manera, tan bellos, como los de cualquiera otra marina del mundo. Sin embargo, ellas jamás comprenderán que un japonés pueda ser bello. Tampoco es fácil convencer al sajón de que si el amarillo y el negro tienen su tufo, también el blanco lo tiene para el extraño, aunque nosotros no nos demos cuenta de ello. En la América Latina existe, pero infinitamente más atenuada, la repulsión de una sangre que se encuentra con otra sangre extraña. Allí hay mil puentes para la fusión sincera y cordial de todas las razas. El amurallamiento étnico de los del Norte frente a la simpatía mucho más fácil de los del Sur, tal es el dato más importante y a la vez el más favorable para nosotros, si se reflexiona, aunque [18] sea superficialmente, en el porvenir. Pues se verá en seguida que somos nosotros de mañana, en tanto que ellos van siendo de ayer. Acabaran de formar los yanquis el último gran imperio de una sola raza: el imperio final del poderío blanco. Entre tanto, nosotros seguiremos padeciendo en el vasto caos de una estirpe en formación, contagiados de la levadura de todos los tipos, pero seguros del avatar de una estirpe mejor. En la América española ya no repetirá la Naturaleza uno de sus ensayos parciales, ya no será la raza de un solo color, de rasgos particulares, la que en esta vez salga de la olvidada Atlántida; no será la futura ni una quinta ni una sexta raza, destinada a prevalecer sobre sus antecesoras; lo que de allí va a salir es la raza definitiva, la raza síntesis o raza integral, hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad y de visión realmente universal.
Para acercarnos a este propósito sublime es preciso ir creando, como si dijéramos, el tejido celular que ha de servir de carne y sostén a la nueva aparición biológica. Y a fin de crear ese tejido proteico, maleable, profundo, etéreo y esencial, será menester que la raza iberoamericana se penetre de su misión y la abrace como un misticismo.
Quizá no haya nada inútil en los procesos de la Historia; nuestro mismo aislamiento material y el error de crear naciones, nos ha servido, junto con la mezcla original de la sangre, para no caer en la limitación sajona de constituir castas de raza pura. La Historia demuestra que estas selecciones prolongadas y rigurosas dan tipos de refinamiento físico, curiosos, pero sin vigor; bellos con una extraña belleza, como la de la casta brahmánica milenaria, pero a la postre decadentes. Jamás se ha visto que aventajen a los otros hombres ni en talento, ni en bondad, ni en vigor. El camino que hemos iniciado nosotros es mucho más atrevido, rompe los prejuicios antiguos, y casi no se explicaría, si no se fundase en una suerte de clamor que llega de una lejanía remota, que no es la del pasado, sino la misteriosa lejanía de donde vienen los presagios del porvenir. [19]
Si la América Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados Unidos son otra Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría otra cosa que repetir sus episodios en la tierra más vasta, y uno de los dos rivales acabaría por imponerse y llegaría a prevalecer. Pero no es ésta la ley natural de los choques, ni en la mecánica ni en la vida. La oposición y la lucha, particularmente cuando ellas se trasladan al campo del espíritu, sirven para definir mejor los contrarios, para llevar a cada uno a la cúspide de su destino, y, a la postre, para sumarlos en una común y victoriosa superación.
La misión del sajón se ha cumplido más pronto que la nuestra, porque era más inmediata y ya conocida en la Historia; para cumplirla no había más que seguir el ejemplo de otros pueblos victoriosos. Meros continuadores de Europa, en la región del continente que ellos ocuparon, los valores del blanco llegaron al cenit. He ahí por qué la historia de Norte América es como un ininterrumpido y vigoroso allegro de marcha triunfal.
¡Cuán distintos los sones de la formación iberoamericana! Semejan el profundo scherzo de una sinfonía infinita y honda: voces que traen acentos de la Atlántida; abismos contenidos en la pupila del hombre rojo, que supo tanto, hace tantos miles de años y ahora parece que se ha olvidado de todo. Se parece su alma al viejo cenote maya, de aguas verdes, profundas, inmóviles, en el centro del bosque, desde hace tantos siglos que ya ni su leyenda perdura. Y se remueve esta quietud de infinito con la gota que en nuestra sangre pone el negro, ávido de dicha sensual, ebrio de danzas y desenfrenadas lujurias. Asoma también el mongol con el misterio de su ojo oblicuo, que toda cosa la mira conforme a un ángulo extraño, que descubre no sé qué pliegues y dimensiones nuevas. Interviene asimismo la mente clara del blanco, parecida a su tez y a su ensueño. Se revelan estrías judaicas que se escondieron en la sangre castellana desde los días de la cruel expulsión; melancolías del árabe, que son un dejo de la enfermiza sensualidad musulmana; ¿quién no tiene algo de todo esto o no [20] desea tenerlo todo? He ahí al hindú, que también llegará, que ha llegado ya por el espíritu, y aunque es el último en venir parece el más próximo pariente. Tantos que han venido y otros más que vendrán, y así se nos ha de ir haciendo un corazón sensible y ancho que todo lo abarca y contiene, y se conmueve; pero henchido de vigor, impone leyes nuevas al mundo. Y presentimos como otra cabeza, que dispondrá de todos los ángulos, para cumplir el prodigio de superar a la esfera.
II
Después de examinar las potencialidades remotas y próximas de la raza mixta que habita el continente iberoamericano y el destino que la lleva a convertirse en la primera raza síntesis del globo, se hace necesario investigar si el medio físico en que se desarrolla dicha estirpe corresponde a los fines que le marca su biótica. La extensión de que ya dispone es enorme; no hay, desde luego, problema de superficie. La circunstancia de que sus costas no tienen muchos puertos de primera clase, casi no tiene importancia, dados los adelantos crecientes de la ingeniería. En cambio, lo que es fundamental abunda en cantidad superior, sin duda, a cualquiera otra región de la tierra; recursos naturales, superficie cultivable y fértil, agua y clima. Sobre este último factor se adelantará, desde luego, una objeción: el clima, se dirá, es adverso a la nueva raza, porque la mayor parte de las tierras disponibles está situada en la región más cálida del globo. Sin embargo, tal es, precisamente, la ventaja y el secreto de su futuro. Las grandes civilizaciones se iniciaron entre trópicos y la civilización final volverá al trópico. La nueva raza comenzará a cumplir su destino a medida que se inventen los nuevos medios de combatir el calor en lo que tiene de hostil para el hombre, pero dejándole todo su poderío benéfico para la producción de la vida. El triunfo del blanco se inició con la conquista de la nieve y del frío. La base de la civilización blanca [21] es el combustible. Sirvió primeramente de protección en los largos inviernos; después se advirtió que tenía una fuerza capaz de ser utilizada no sólo en el abrigo sino también en el trabajo; entonces nació el motor, y de esta suerte, del fogón y de la estufa procede todo el maquinismo que está transformando al mundo. Una invención semejante hubiera sido imposible en el cálido Egipto, y en efecto no ocurrió allá, a pesar de que aquella raza superaba infinitamente en capacidad intelectual a la raza inglesa. Para comprobar esta última afirmación basta comparar la metafísica sublime del Libro de los Muertos de los sacerdotes egipcios, con las chabacanerías del darwinismo spenceriano. El abismo que separa a Spencer de Hermes Trimegisto no lo franquea el dolicocéfalo rubio ni en otros mil años de adiestramiento y selección.
En cambio, el barco inglés, esa máquina maravillosa que procede de los tiriteos del Norte, no la soñaron siquiera los egipcios. La lucha ruda contra el medio obligó al blanco a dedicar sus aptitudes a la conquista de la naturaleza temporal, y esto precisamente constituye el aporte del blanco a la civilización del futuro. El blanco enseñó el dominio de lo material. La ciencia de los blancos invertirá alguna vez los métodos que empleó para alcanzar el dominio del fuego y aprovechará nieves condensadas o corrientes de electroquimia, o gases casi de magia sutil, para destruir moscas y alimañas, para disipar el bochorno y la fiebre. Entonces la Humanidad entera se derramará sobre el trópico, y en la inmensidad solemne de sus paisajes, las almas conquistarán la plenitud.
Los blancos intentarán, al principio, aprovechar sus inventos en beneficio propio, pero como la ciencia ya no es esotérica, no será fácil que lo logren; los absorberá la avalancha de todos los demás pueblos, y finalmente, deponiendo su orgullo, entrarán con los demás a componer la nueva raza síntesis, la quinta raza futura.
La conquista del trópico transformará todos los aspectos de la vida; la arquitectura abandonará la ojiva, la bóveda, y en general la techumbre que responde a la necesidad de buscar abrigo; se desarrollará [22] otra vez la pirámide; se levantarán columnatas en inútiles alardes de belleza, y quizá construcciones en caracol, porque la nueva estética tratará de amoldarse a la curva sin fin de la espiral que representa el anhelo libre; el triunfo del ser en la conquista del infinito. El paisaje pleno de colores y ritmos comunicará su riqueza a la emoción; la realidad será como la fantasía. La estética de los nublados y de los grises se verá como un arte enfermizo del pasado. Una civilización refinada e intensa responderá a los esplendores de una Naturaleza henchida de potencias, generosa de hálito, luciente de claridades. El panorama del Río de Janeiro actual o de Santos con la ciudad y su bahía nos pueden dar una idea de lo que será ese emporio futuro de la raza cabal, que está por venir.
Supuesta, pues, la conquista del trópico por medio de los recursos científicos, resulta que vendrá un período en el cual la Humanidad entera se establecerá en las regiones cálidas del planeta. La tierra de promisión estará entonces en la zona que hoy comprende el Brasil entero, más Colombia, Venezuela, Ecuador, parte de Perú, parte de Bolivia y la región superior de la Argentina.
Existe el peligro de que la ciencia se adelante al proceso étnico, de suerte que la invasión del trópico ocurra antes que la quinta raza acabe de formarse. Si así sucede, por la posesión del Amazonas se librarán batallas que decidirán el destino del mundo y la suerte de la raza definitiva. Si el Amazonas lo dominan los ingleses de las islas o del continente, que son ambos campeones del blanco puro, la aparición de la quinta raza quedará vencida. Pero tal desenlace resultaría absurdo; la Historia no tuerce sus caminos; los mismos ingleses, en el nuevo clima se tornarían maleables, se volverían mestizos, pero con ellos el proceso de integración y de superación sería más lento. Conviene, pues, que el Amazonas sea brasilero, sea ibérico, junto con el Orinoco y el Magdalena. Con los recursos de semejante zona, la más rica del globo en tesoros de todo género, la raza síntesis podrá consolidar su cultura. El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica. Cerca del gran río se [23] levantará Universópolis y de allí saldrán las predicaciones, las escuadras y los aviones de propaganda de buenas nuevas. Si el Amazonas se hiciese inglés, la Metrópoli del mundo ya no se llamaría Universópolis, sino Anglotown, y las armadas guerreras saldrían de allí para imponer en los otros continentes la ley severa del predominio del blanco de cabellos rubios y el exterminio de sus rivales obscuros. En cambio, si la quinta raza se adueña del eje del mundo futuro, entonces aviones y ejércitos irán por todo el planeta, educando a las gentes para su ingreso a la sabiduría. La vida fundada en el amor llegará a expresarse en formas de belleza.
Naturalmente, la quinta raza no pretenderá excluir a los blancos como no se propone excluir a ninguno de los demás pueblos; precisamente, la norma de su formación es el aprovechamiento de todas las capacidades para mayor integración de poder. No es la guerra contra el blanco nuestra mira, pero sí una guerra contra toda clase de predominio violento, lo mismo el del blanco que en su caso el del amarillo, si el Japón llegare a convertirse en amenaza continental. Por lo que hace al blanco y a su cultura, la quinta raza cuenta ya con ellos y todavía espera beneficios de su genio. La América Latina debe lo que es al europeo blanco y no va a renegar de él; al mismo norteamericano le debe gran parte de sus ferrocarriles, y puentes y empresas, y de igual suerte necesita de todas las otras razas. Sin embargo, aceptamos los ideales superiores del blanco, pero no su arrogancia; queremos brindarle, lo mismo que a todas las gentes, una patria libre, en la que encuentre hogar y refugio, pero no una prolongación de sus conquistas. Los mismos blancos, descontentos del materialismo y de la injusticia social en que ha caído su raza, la cuarta raza, vendrán a nosotros para ayudar en la conquista de la libertad.
Quizás entre todos los caracteres de la quinta raza predominen los caracteres del blanco, pero tal supremacía debe ser fruto de elección libre del gusto y no resultado de la violencia o de la presión económica. Los caracteres superiores de la cultura y de la naturaleza tendrán que triunfar, pero ese triunfo sólo será firme si se funda en la aceptación voluntaria de la conciencia y en la elección libre de la fantasía. Hasta la fecha, la vida ha recibido su carácter de las potencias bajas del hombre; la quinta raza será el fruto de las potencias superiores. La quinta raza no excluye, acapara vida; por eso la exclusión del yanqui como la exclusión de cualquier otro tipo humano equivaldría a una mutilación anticipada, más funesta aun que un corte posterior. Si no queremos excluir ni a las razas que pudieran ser consideradas como inferiores, mucho menos cuerdo sería apartar de nuestra empresa a una raza llena de empuje y de firmes virtudes sociales.
Expuesta ya la teoría de la formación de la raza futura iberoamericana y la manera como podrá aprovechar el medio en que vive, resta sólo considerar el tercer factor de la transformación que se verifica en el nuevo continente; el factor espiritual que ha de dirigir y consumar la extraordinaria empresa. Se pensará, tal vez, que la ilusión de las distintas razas contemporáneas en una nueva que complete y supere a todas, va a ser un proceso repugnante de anárquico hibridismo, delante del cual, la práctica inglesa de celebrar matrimonios sólo dentro de la propia estirpe se verá como un ideal de refinamiento y de pureza. Los arios primitivos del Indostán ensayaron precisamente este sistema inglés, para defenderse de la mezcla con las razas de color, pero como esas razas obscuras poseían una sabiduría necesaria para completar la de los invasores rubios, la verdadera cultura indostánica no se produjo sino después de que los siglos consumaron la mezcla, a pesar de todas las prohibiciones escritas. Y la mezcla fatal fue útil, no sólo por razones de cultura, sino porque el mismo individuo físico necesita renovarse en sus semejantes. Los norteamericanos se mantienen muy firmes en su resolución de mantener pura su estirpe, pero eso depende de que tienen delante al negro, que es como el otro polo, como el contrario de los elementos que pueden mezclarse. En el mundo iberoamericano, el problema no se presenta con caracteres tan crudos; [25] tenemos poquísimos negros y la mayor parte de ellos se han ido transformando ya en poblaciones mulatas. El indio es buen puente de mestizaje. Además, el clima cálido es propicio al trato y reunión de todas las gentes. Por otra parte, y esto es fundamental, el cruce de las distintas razas no va a obedecer a razones de simple proximidad, como sucedía al principio, cuando el colono blanco tomaba mujer indígena o negra porque no había otra a mano. En lo sucesivo, a medida que las condiciones sociales mejoren, el cruce de sangre será cada vez más espontáneo, a tal punto que no estará ya sujeto a la necesidad, sino al gusto; en último caso, a la curiosidad. El motivo espiritual se irá sobreponiendo de esta suerte a las contingencias de lo físico. Por motivo espiritual ha de entenderse, más bien que la reflexión, el gusto que dirige el misterio de la elección de una persona entre una multitud.
III
Dicha ley del gusto, como norma de las relaciones humanas, la hemos enunciado en diversas ocasiones con el nombre de la ley de los tres estados sociales, definidos, no a la manera Comtiana, sino con una comprensión más vasta. Los tres estados que esta ley señala son: el material o guerrero, el intelectual o político y el espiritual o estético. Los tres estados representan un proceso que gradualmente nos va libertando del imperio de la necesidad, y poco a poco va sometiendo la vida entera a las normas superiores del sentimiento y de la fantasía. En el primer estado manda sólo la materia; los pueblos, al encontrarse, combaten o se juntan sin más ley que la violencia y el poderío relativo. Se exterminan unas veces o celebran acuerdos atendiendo a la conveniencia o a la necesidad. Así viven la horda y la tribu de todas las razas. En semejante situación la mezcla de sangres se ha impuesto también por la fuerza material, único [26] elemento de cohesión de un grupo. No puede haber elección donde el fuerte toma o rechaza, conforme a su capricho la hembra sometida.
Por supuesto que ya desde ese período late en el fondo de las relaciones humanas el instinto de simpatía que atrae o repele conforme a ese misterio que llamamos el gusto, misterio que es la secreta razón de toda estética; pero la sugestión del gusto no constituye el móvil predominante del primer período, como no lo es tampoco del segundo, sometido a la inflexible norma de la razón. También la razón está contenida en el primer período, como origen de conducta y de acción humana, pero es una razón débil, como el gusto oprimido; no es ella quien decide, sino la fuerza, y a esa fuerza, comúnmente brutal, se somete el juicio, convertido en esclavo de la voluntad primitiva. Corrompido así el juicio en astucia, se envilece para servir la injusticia. En el primer período no es posible trabajar por la fusión cordial de las razas, tanto porque la misma ley de la violencia a que está sometido excluye las posibilidades de cohesión espontánea, cuanto porque ni siquiera las condiciones geográficas permitían la comunicación constante de todos los pueblos del planeta.
En el segundo período tiende a prevalecer la razón que artificiosamente aprovecha las ventajas conquistadas por la fuerza y corrige sus errores. Las fronteras se definen en tratados y las costumbres se organizan conforme a las leyes derivadas de las conveniencias recíprocas y la lógica: el romanismo es el más acabado modelo de este sistema social racional, aunque, en realidad, comenzó antes de Roma y se prolonga todavía en esta época de las nacionalidades. En este régimen, la mezcla de las razas obedece, en parte, al capricho de un instinto libre que se ejerce por debajo de los rigores de la norma social, y obedece especialmente a las conveniencias éticas o políticas del momento. En nombre de la moral, por ejemplo, se imponen ligas matrimoniales difíciles de romper, entre personas que no se aman; en nombre de la política se restringen libertades interiores y exteriores; en nombre de la religión, que debiera ser la [27] inspiración sublime, se imponen dogmas y tiranías; pero cada caso se justifica con el dictado de la razón, reconocido como supremo de los asuntos humanos. Proceden también conforme a lógica superficial y a saber equívoco, quienes condenan la mezcla de razas, en nombre de una eugénica que, por fundarse en datos científicos incompletos y falsos, no ha podido dar resultados válidos. La característica de este segundo período es la fe en la fórmula, por eso en todos sentidos no hace otra cosa que dar norma a la inteligencia, límites a la acción, fronteras a la patria y frenos al sentimiento. Regla, norma y tiranía, tal es la ley del segundo período en que estamos presos, y del cual es menester salir.
En el tercer período, cuyo advenimiento se anuncia ya en mil formas, la orientación de la conducta no se buscará en la pobre razón, que explica pero no descubre; se buscará en el sentimiento creador y en la belleza que convence. La norma la dará la facultad suprema, la fantasía; es decir, se vivirá sin norma, en un estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un acierto. En vez de reglas, inspiración constante. Y no se buscará el mérito de una acción en su resultado inmediato y palpable, como ocurre en el primer período; ni tampoco se atenderá a que se adapte a determinadas reglas de razón pura; el mismo imperativo ético será sobrepujado y más allá del bien y del mal, en el mundo del pathos estético, sólo importará que el acto, por ser bello, produzca dicha. Hacer nuestro antojo, no nuestro deber; seguir el sendero del gusto, no el del apetito ni el del silogismo; vivir el júbilo fundado en amor, esa es la tercera etapa.
Desgraciadamente somos tan imperfectos, que para lograr semejante vida de dioses será menester que pasemos antes por todos los caminos, por el camino del deber, donde se depuran y superan los apetitos bajos, por el camino de la ilusión, que estimula las aspiraciones más altas. Vendrá en seguida la pasión que redime de la baja sensualidad. Vivir en pathos, sentir por todo una emoción tan intensa, que el movimiento de las cosas adopte ritmos de dicha, he ahí [28] un rasgo del tercer período. A él se llega soltando el anhelo divino para que alcance, sin puentes de moral y de lógica, de un solo ágil salto, las zonas de revelación. Don artístico es esa intuición inmediata que brinca sobre la cadena de los sorites, y por ser pasión, supera desde el principio el deber, y lo reemplaza con el amor exaltado. Deber y lógica, ya se entiende que uno y otro son andamios y mecánica de la construcción; pero el alma de la arquitectura es ritmo que trasciende el mecanismo, y no conoce más ley que el misterio de la belleza divina.
¿Qué papel desempeña en este proceso ese nervio de los destinos humanos, la voluntad que esta cuarta raza llegó a deificar en el instante de embriaguez de su triunfo? La voluntad es fuerza, la fuerza ciega que corre tras de fines confusos; en el primer período la dirige el apetito, que se sirve de ella para todos sus caprichos; prende después su luz la razón, y la voluntad se refrena en el deber, y se da formas en el refinamiento lógico. En el tercer período la voluntad se hace libre, sobrepuja lo finito, y estalla y se aniega en una especie de realidad infinita; se llena de rumores y de propósitos remotos; no le basta la lógica y se pone las alas de la fantasía; se hunde en lo más profundo y vislumbra lo más alto; se ensancha en la armonía y asciende en el misterio creador de la melodía; se satisface y se disuelve en la emoción y se confunde con la alegría del Universo: se hace pasión de belleza.
Si reconocemos que la Humanidad gradualmente se acerca al tercer período de su destino, comprenderemos que la obra de fusión de las razas se va a verificar en el continente iberoamericano, conforme a una ley derivada del goce de las funciones más altas. Las leyes de la emoción, la belleza y la alegría, regirán la elección de parejas, con un resultado infinitamente superior al de esa eugénica fundada en la razón científica, que nunca mira más que la porción menos importante del suceso amoroso. Por encima de la eugénica científica prevalecerá la eugénica misteriosa del gusto estético. Donde manda la pasión iluminada no es menester ningún correctivo. [29] Los muy feos no procrearán, no desearán procrear, ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna? La pobreza, la educación defectuosa, la escasez de tipos bellos, la miseria que vuelve a la gente fea, todas estas calamidades desaparecerán del estado social futuro. Se verá entonces repugnante, parecerá un crimen, el hecho hoy cotidiano de que una pareja mediocre se ufane de haber multiplicado miseria. El matrimonio dejará de ser consuelo de desventuras, que no hay por qué perpetuar, y se convertirá en una obra de arte.
Tan pronto como la educación y el bienestar se difundan, ya no habrá peligro de que se mezclen los más opuestos tipos. Las uniones se efectuarán conforme a la ley singular del tercer período, la ley de simpatía, refinada por el sentido de la belleza. Una simpatía verdadera y no la falsa que hoy nos imponen la necesidad y la ignorancia. Las uniones sinceramente apasionadas y fácilmente deshechas en caso de error, producirán vástagos despejados y hermosos. La especie entera cambiará de tipo físico y de temperamento, prevalecerán los instintos superiores, y perdurarán, como en síntesis feliz, los elementos de hermosura, que hoy están repartidos en los distintos pueblos.
Actualmente, en parte por hipocresía y en parte porque las uniones se verifican entre personas miserables dentro de un medio desventurado, vemos con profundo horror el casamiento de una negra con un blanco; no sentiríamos repugnancia alguna si se tratara del enlace de un Apolo negro con una Venus rubia, lo que prueba que todo lo santifica la belleza. En cambio, es repugnante mirar esas parejas de casados que salen a diario de los Juzgados o los templos, feas en una proporción, más o menos, del noventa por ciento de los contrayentes. El mundo está así lleno de fealdad a causa de nuestros vicios, nuestros prejuicios y nuestra miseria. La procreación por amor es ya un buen antecedente de progenie lozana; pero hace falta que el amor sea en sí mismo una obra de arte, y no un recurso de desesperados. Si lo que se va a transmitir es estupidez, entonces lo que liga a [30] los padres no es amor, sino instinto oprobioso y ruin.
Una mezcla de razas consumada de acuerdo con las leyes de la comodidad social, la simpatía y la belleza, conducirá a la formación de un tipo infinitamente superior a todos los que han existido. El cruce de contrarios conforme a la ley mendeliana de la herencia, producirá variaciones discontinuas y sumamente complejas, como son múltiples y diversos los elementos de la cruza humana. Pero esto mismo es garantía de las posibilidades sin límites que un instinto bien orientado ofrece, para la perfección gradual de la especie. Si hasta hoy no ha mejorado gran cosa, es porque ha vivido en condiciones de aglomeración y de miseria en las que no ha sido posible que funcione el instinto libre de la belleza; la reproducción se ha hecho a la manera de las bestias, sin límite de cantidad y sin aspiración de mejoramiento. No ha intervenido en ella el espíritu, sino el apetito, que se satisface como puede. Así es que no estamos en condiciones ni de imaginar las modalidades y los efectos de una serie de cruzamientos verdaderamente inspirados. Uniones fundadas en la capacidad y la belleza de los tipos, tendrían que producir un gran número de individuos dotados con las cualidades dominantes. Eligiendo en seguida, no con la reflexión, sino con el gusto, las cualidades que deseamos hacer predominar, los tipos de selección se irán multiplicando, a medida que los recesivos tenderán a desaparecer. Los vástagos recesivos ya no se unirían entre sí, sino a su vez irían en busca de mejoramiento rápido, o extinguirían voluntariamente todo deseo de reproducción física. La conciencia misma de la especie irá desarrollando un mendelismo astuto, así que se vea libre del apremio físico, de la ignorancia y la miseria, y de esta suerte, en muy pocas generaciones desaparecerán las monstruosidades: lo que hoy es normal llegará a aparecer abominable. Los tipos bajos de la especie serán absorbidos por el tipo superior. De esta suerte podría redimirse, por ejemplo, el negro, y poco a poco, por extinción voluntaria, las estirpes más feas irán cediendo el paso a las más hermosas. Las razas inferiores, al educarse, se harían [31] menos prolíficas, y los mejores especímenes irán ascendiendo en una escala de mejoramiento étnico, cuyo tipo máximo no es precisamente el blanco, sino esa nueva raza, a la que el mismo blanco tendrá que aspirar con el objeto de conquistar la síntesis. El indio, por medio del injerto en la raza afín, daría el salto de los millares de años que median de la Atlántida a nuestra época, y en unas cuantas décadas de eugenesia estética podría desaparecer el negro junto con los tipos que el libre instinto de hermosura vaya señalando como fundamentalmente recesivos e indignos, por lo mismo, de perpetuación. Se operaría en esta forma una selección por el gusto, mucho más eficaz que la brutal selección darwiniana, que sólo es válida, si acaso, para las especies inferiores, pero ya no para el hombre.
Ninguna raza contemporánea puede presentarse por sí sola como un modelo acabado que todas las otras hayan de imitar. El mestizo y el indio, aun el negro, superan al blanco en una infinidad de capacidades propiamente espirituales. No en la antigüedad, ni en el presente, se ha dado jamás el caso de una raza que se baste a sí misma para forjar civilización. Las épocas más ilustres de la Humanidad han sido, precisamente, aquellas en que varios pueblos disímiles se ponen en contacto y se mezclan. La India, Grecia, Alejandría, Roma, no son sino ejemplos de que sólo una universalidad geográfica y étnica es capaz de dar frutos de civilización. En la época contemporánea, cuando el orgullo de los actuales amos del mundo afirma por la boca de sus hombres de ciencia la superioridad étnica y mental del blanco del Norte, cualquier profesor puede comprobar que los grupos de niños y de jóvenes descendientes de escandinavos, holandeses e ingleses de las Universidades norteamericanas son mucho más lentos, casi torpes, comparados con los niños y jóvenes mestizos del Sur. Tal vez se explica esta ventaja por efecto de un mendelismo espiritual benéfico, a causa de una combinación de elementos contrarios. Lo cierto es que el vigor se renueva con los injertos y que el alma misma busca lo disímil para enriquecer la [32] monotonía de su propio contenido. Sólo una prolongada experiencia podrá poner de manifiesto los resultados de una mezcla realizada, ya no por la violencia ni por efecto de la necesidad, sino por elección, fundada en el deslumbramiento que produce la belleza, y confirmada por el pathos del amor.
En los períodos primero y segundo en que vivimos, a causa del aislamiento y de la guerra, la especie humana vive en cierto sentido conforme a las leyes darwinianas. Los ingleses, que sólo ven el presente del mundo externo, no vacilaron en aplicar teorías zoológicas al campo de la sociología humana. Si la falsa traslación de la ley fisiológica a la zona del espíritu fuese aceptable, entonces hablar de la incorporación étnica del negro sería tanto como defender el retroceso. La teoría inglesa supone, implícita o francamente, que el negro es una especie de eslabón que está más cerca del mono que del hombre rubio. No queda, por lo mismo, otro recurso que hacerlo desaparecer. En cambio, el blanco, particularmente el blanco de habla inglesa, es presentado como el término sublime de la evolución humana; cruzarlo con otra raza equivaldría a ensuciar su estirpe. Pero semejante manera de ver no es más que la ilusión de cada pueblo afortunado en el período de su poderío. Cada uno de los grandes pueblos de la Historia se ha creído el final y el elegido. Cuando se comparan unas con otras estas infantiles soberbias, se mira que la misión que cada pueblo se atribuye no es en el fondo otra cosa que afán de botín y deseo de exterminar a la potencia rival. La misma ciencia oficial es en cada época un reflejo de esa soberbia de la raza dominante. Los hebreos fundaron la creencia de su superioridad en oráculos y promesas divinas. Los ingleses radican la suya en observaciones propias domésticas. De la observación de cruzamientos y variedades hereditarias de dichos animales fue saliendo el darwinismo, primero como una modesta teoría zoológica, después como biología social que otorga la preponderancia definitiva al inglés sobre todas las demás razas. Todo imperialismo necesita de una filosofía [33] que lo justifique; el Imperio romano predicaba el orden; es decir, la jerarquía, primero el romano, después sus aliados, y el bárbaro en la esclavitud. Los británicos predican la selección natural, con la consecuencia tácita de que el reino del mundo corresponde por derecho natural y divino al dolicocéfalo de las islas y sus descendientes. Pero esta ciencia que llegó a invadirnos junto con los artefactos del comercio conquistador, se combate como se combate todo imperialismo, poniéndole enfrente una ciencia superior, una civilización más amplia y vigorosa. Lo cierto es que ninguna raza se basta a sí sola, y que la Humanidad perdería, pierde, cada vez que una raza desaparece por medios violentos. Enhorabuena que cada una se transforme según su arbitrio, pero dentro de su propia visión de belleza, y sin romper el desarrollo armónico de los elementos humanos.
Cada raza que se levanta necesita constituir su propia filosofía, el deus ex machina de su éxito. Nosotros nos hemos educado bajo la influencia humillante de una filosofía ideada por nuestros enemigos, si se quiere de una manera sincera, pero con el propósito de exaltar sus propios fines y anular los nuestros. De esta suerte nosotros mismos hemos llegado a creer en la inferioridad del mestizo, en la irredención del indio, en la condenación del negro, en la decadencia irreparable del oriental. La rebelión de las armas no fue seguida de la rebelión de las conciencias. Nos rebelamos contra el poder político de España, y no advertimos que, junto con España, caímos en la dominación económica y moral de la raza que ha sido señora del mundo, desde que terminó la grandeza de España. Sacudimos un yugo para caer bajo otro nuevo. El movimiento de desplazamiento de que fuimos víctimas no se hubiese podido evitar aunque lo hubiésemos comprendido a tiempo. Hay cierta fatalidad en el destino de los pueblos lo mismo que en el destino de los individuos; pero ahora que se inicia una nueva fase de la Historia, se hace necesario reconstituir nuestra ideología y organizar conforme a una nueva doctrina étnica toda nuestra vida continental. Comencemos entonces haciendo vida propia y ciencia propia. Si no se liberta primero el espíritu, jamás lograremos redimir la materia.
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Tenemos el deber de formular las bases de una nueva civilización; y por eso mismo es menester que tengamos presente que las civilizaciones no se repiten ni en la forma ni en el fondo. La teoría de la superioridad étnica ha sido simplemente un recurso de combate común a todos los pueblos batalladores; pero la batalla que nosotros debemos de librar es tan importante que no admite ningún ardid falso. Nosotros no sostenemos que somos ni que llegaremos a ser la primera raza del mundo, la más ilustrada, la más fuerte y la más hermosa. Nuestro propósito es todavía más alto y más difícil que lograr una selección temporal. Nuestros valores están en potencia a tal punto, que nada somos aún. Sin embargo, la raza hebrea no era para los egipcios arrogantes otra cosa que una ruin casta de esclavos y de ella nació Jesucristo, el autor del mayor movimiento de la Historia; el que anunció el amor de todos los hombres. Este amor será uno de los dogmas fundamentales de la quinta raza, que ha de producirse en América. El cristianismo liberta y engendra vida, porque contiene revelación universal, no nacional; por eso tuvieron que rechazarlo los propios judíos, que no se decidieron a comulgar con gentiles. Pero la América es la patria de la gentilidad, la verdadera tierra de promisión cristiana. Si nuestra raza se muestra indigna de este suelo consagrado, si llega a faltarle el amor, se verá suplantada por pueblos más capaces de realizar la misión fatal de aquellas tierras; la misión de servir de asiento a una humanidad hecha de todas las naciones y todas las estirpes. La biótica que el progreso del mundo impone a la América de origen hispánico no es un credo rival que, frente al adversario, dice: te supero, o me basto, sino una ansia infinita de integración y de totalidad que por lo mismo invoca al Universo. La infinitud de su anhelo le asegura fuerza para combatir el credo exclusivista [35] del bando enemigo y confianza en la victoria que siempre corresponde a los gentiles. El peligro más bien está en que nos ocurra a nosotros lo que a la mayoría de los hebreos, que por no hacerse gentiles perdieron la gracia originada en su seno. Así ocurriría si no sabemos ofrecer hogar y fraternidad a todos los hombres; entonces otro pueblo servirá de eje, alguna otra lengua será el vehículo; pero ya nadie puede contener la fusión de las gentes, la aparición de la quinta era del mundo, la era de la universalidad y el sentimiento cósmico.
La doctrina de formación sociológica, de formación biológica que en estas páginas enunciamos, no es un simple esfuerzo ideológico para levantar el ánimo de una raza deprimida, ofreciéndole una tesis que contradice la doctrina con que habían querido condenarla sus rivales. Lo que sucede es que a medida que se descubre la falsedad de la premisa científica en que descansa la dominación de las potencias contemporáneas, se vislumbran también, en la ciencia experimental misma, orientaciones que señalan un camino ya no para el triunfo de una raza sola, sino para la redención de todos los hombres. Sucede como si la palingenesia anunciada por el cristianismo con una anticipación de millares de años, se viera confirmada actualmente en las distintas ramas del conocimiento científico. El cristianismo predicó el amor como base de las relaciones humanas, y ahora comienza a verse que sólo el amor es capaz de producir una Humanidad excelsa. La política de los Estados y la ciencia de los positivistas, influenciada de una manera directa por esa política, dijeron que no era el amor la ley, sino el antagonismo, la lucha y el triunfo del apto, sin otro criterio para juzgar la aptitud que la curiosa petición de principio contenida en la misma tesis, puesto que el apto es el que triunfa, y sólo triunfa el apto. Y así, a fórmulas verbales y viciosas de esta índole se va reduciendo todo el saber pequeño que quiso desentenderse de las revelaciones geniales para sustituirlas con generalizaciones fundadas en la mera suma de los detalles. [36]
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El descrédito de semejantes doctrinas se agrava con los descubrimientos y observaciones que hoy revolucionan las ciencias. No era posible combatir la teoría de la Historia como un proceso de frivolidades, cuando se creía que la vida individual estaba también desprovista de fin metafísico y de plan providencial. Pero si la matemática vacila y reforma sus conclusiones para darnos el concepto de un mundo movible cuyo misterio cambia, de acuerdo con nuestra posición relativa, y la naturaleza de nuestros conceptos; si la física y la química no se atreven ya a declarar que en los procesos del átomo no hay otra cosa que acción de masas y fuerzas; si la biología también en sus nuevas hipótesis afirma, por ejemplo, con Uexkull que en el curso de la vida «las células se mueven como si obrasen dentro de un organismo acabado cuyos órganos armonizan conforme a plan y trabajan en común, esto es, posee un plan de función», «habiendo un engrane de factores vitales en la rueda motriz físico-química» –lo que contraría el darwinismo, por lo menos, en la interpretación de los darwinistas que niegan que la Naturaleza obedezca a un plan–; si también el mendelismo demuestra, conforme a las palabras de Uexkull, que el protoplasma es una mezcla de substancias de las cuales puede ser hecho todo, sobre poco más o menos; delante de todos estos cambios de conceptos de la ciencia, es preciso reconocer que se ha derrumbado también el edificio teórico de la dominación de una sola raza. Esto a la vez es presagio de que no tardará en caer también el podrido material de quienes han construido toda esa falsa ciencia de ocasión y de conquista.
La ley de Mendel, particularmente cuando confirma «la intervención de factores vitales en la rueda motriz físico-química», debe formar parte de nuestro nuevo patriotismo. Pues de su texto puede derivarse la conclusión de que las distintas facultades del espíritu toman parte en los procesos del destino.
¿Qué importa que el materialismo spenceriano nos tuviese condenados, si hoy resulta que podemos juzgarnos como una especie de reserva de la Humanidad, [37] como una promesa de un futuro que sobrepujará a todo tiempo anterior? Nos hallamos entonces en una de esas épocas de palingenesia, y en el centro del maelstreón universal, y urge llamar a conciencia todas nuestras facultades, para que, alertas y activas, intervengan desde ya, como dicen los argentinos, en los procesos de la redención colectiva. Esplende la aurora de una época sin par. Se diría que es el cristianismo el que va a consumarse, pero ya no sólo en las almas sino en la raíz de los seres. Como instrumento de la trascendental transformación se ha ido formando en el continente ibérico una raza llena de vicios y defectos, pero dotada de maleabilidad, comprensión rápida y emoción fácil, fecundos elementos para el plasma germinal de la especie futura. Reunidos están ya en abundancia los materiales biológicos, las predisposiciones, los caracteres, las genas de que hablan los mendelistas, y sólo ha estado faltando el impulso organizador, el plan de formación de la especie nueva. ¿Cuales deberán ser los rasgos de ese impulso creador?
Si procediésemos conforme a la ley de pura energía confusa del primer período, conforme al primitivo darwinismo biológico, entonces, la fuerza ciega, por imposición casi mecánica de los elementos más vigorosos, decidiría de una manera sencilla y brutal, exterminando a los débiles, más bien dicho, a los que no se acomodan al plan de la raza nueva. Pero en el nuevo orden, por su misma ley, los elementos perdurables no se apoyarán en la violencia, sino en el gusto, y, por lo mismo, la selección se hará espontánea, como lo hace el pintor cuando de todos los colores toma sólo los que convienen a su obra.
Si para constituir la quinta raza se procediese conforme a la ley del segundo período, entonces vendría una pugna de astucias, en la cual los listos y faltos de escrúpulos ganarían la partida a los soñadores y a los bondadosos. Probablemente entonces la nueva Humanidad sería predominantemente malaya, pues se asegura que nadie les gana en cautela y habilidad, y aun, si es necesario, en perfidia. Por el camino de la inteligencia se podría llegar, aún si se quiere a [38] una Humanidad de estoicos, que adoptara como norma suprema el deber. El mundo se volvería como un vasto pueblo de cuáqueros, en donde el plan del espíritu acabaría por sentirse estrangulado y contrahecho por la regla. Pues la razón, la pura razón, puede reconocer las ventajas de la ley moral, pero no es capaz de imprimir a la acción el ardor combativo que la vuelve fecunda. En cambio la verdadera potencia creadora de júbilo está contenida en la ley del tercer período, que es emoción de belleza y un amor tan acendrado que se confunde con la revelación divina. Propiedad de antiguo señalada a la belleza, por ejemplo, en el Fredo, es la de ser patética; su dinamismo contagia y mueve los ánimos, transforma las cosas y el mismo destino. La raza más apta para adivinar y para imponer semejante ley en la vida y en las cosas, ésa será la raza matriz de la nueva era de civilización. Por fortuna, tal don necesario a la quinta raza, lo posee en grado subido la gente mestiza del continente iberoamericano; gente para quien la belleza es la razón mayor de toda cosa. Una fina sensibilidad estética y un amor de belleza profunda, ajenos a todo interés bastardo y libre de trabas formales, todo eso es necesario al tercer período impregnado de esteticismo cristiano que sobre la misma fealdad pone el toque redentor de la piedad que enciende un halo alrededor de todo lo creado.
Tenemos, pues, en el continente todos los elementos de la nueva Humanidad; una ley que irá seleccionando factores para la creación de tipos predominantes, ley que operará no conforme a criterio nacional, como tendría que hacerlo una sola raza conquistadora, sino con criterio de universalidad y belleza; y tenemos también el territorio y los recursos naturales. Ningún pueblo de Europa podría reemplazar al ibero americano en esta misión, por bien dotado que esté, pues todos tienen su cultura ya hecha y una tradición que para obras semejantes constituye un peso. No podría substituirnos una raza conquistadora, porque fatalmente impondría sus propios rasgos, aunque sólo sea por la necesidad de ejercer la violencia para mantener su conquista. No pueden llenar [39] esta misión universal tampoco los pueblos del Asia, que están exhaustos o, por lo menos, faltos del arrojo necesario a las empresas nuevas.
La gente que está formando la América hispánica, un poco desbaratada, pero libre de espíritu y con el anhelo en tensión a causa de las grandes regiones inexploradas, puede todavía repetir las proezas de los conquistadores castellanos y portugueses. La raza hispana en general tiene todavía por delante esta misión de descubrir nuevas zonas en el espíritu ahora que todas las tierras están exploradas.
Solamente la parte ibérica del continente dispone de los factores espirituales raza y el territorio que son necesarios para la gran empresa de iniciar la era universal de la Humanidad. Están allí todas las razas que han de ir dando su aporte; el hombre nórdico, que hoy es maestro de acción, pero que tuvo comienzos humildes y parecía inferior, en una época en que ya habían aparecido y decaído varias grandes culturas; el negro como una reserva de potencialidades que arranca de los días remotos de la Lemuria; el indio que vió perecer la Atlántida, pero guarda un quieto misterio en la conciencia; tenemos todos los pueblos y todas las aptitudes, y sólo hace falta que el amor verdadero organice y ponga en marcha la ley de la historia.
Muchos obstáculos se oponen al plan del espíritu, pero son obstáculos comunes a todo progreso. Desde luego ocurre objetar que, ¿cómo se van a unir en concordia las distintas razas si ni siquiera los hijos de una misma estirpe pueden vivir en paz y alegría dentro del régimen económico y social que hoy oprime a los hombres? Pero tal estado de los ánimos tendrá que cambiar rápidamente. Las tendencias todas del futuro se entrelazan en la actualidad: mendelismo en biología, socialismo en el gobierno, simpatía creciente en las almas, progreso generalizado y aparición de la quinta raza que llenará el planeta, con los triunfos de la primera cultura verdaderamente universal, verdaderamente cósmica.
Si contemplamos el proceso en panorama, nos encontraremos con las tres etapas de la ley de los tres [40] estados de la sociedad, vivificadas, cada una, con el aporte de las cuatro razas fundamentales que consuman su misión, y en seguida desaparecen para crear un quinto tipo étnico superior. Lo que da cinco razas y tres estados, o sea el número ocho, que en la gnosis pitagórica representa el ideal de la igualdad de todos los hombres. Semejantes coincidencias o aciertos sorprenden cuando se les descubre, aunque después parezcan triviales.
Para expresar todas estas ideas que hoy procuro exponer en rápida síntesis, hace algunos años, cuando todavía no se hallaban bien definidas, procuré darles signos en el nuevo Palacio de la Educación Pública de México. Sin elementos bastantes para hacer exactamente lo que deseaba, tuve que conformarme con una construcción renacentista española, de dos patios, con arquerías y pasarelas, que tienen algo de la impresión de un ala. En los tableros de los cuatro ángulos del patio anterior hice labrar alegorías de España, de México, Grecia y la India, las cuatro civilizaciones particulares que más tienen que contribuir a la formación de la América Latina. En seguida, debajo de estas cuatro alegorías, debieron levantarse cuatro grandes estatuas de piedra de las cuatro grandes razas contemporáneas: la Blanca, la Roja, la Negra y la Amarilla, para indicar que la América es hogar de todas, y de todas necesita. Finalmente, en el centro debía erigirse un monumento que en alguna forma simbolizara la ley de los tres estados: el material, el intelectual y el estético. Todo para indicar que, mediante el ejercicio de la triple ley, llegaremos en América, antes que en parte alguna del globo, a la creación de una raza hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica.
Transcripción de las páginas 1 a 40 del libro de José Vasconcelos, La Raza Cósmica. Misión de la raza iberoamericana. Notas de viajes a la América del Sur, Agencia Mundial de Librería, 2 hojas + 294 páginas, impreso en «Tipografía Cosmos, San Pablo 95, Teléfono 15351, Barcelona» (en 1926 o 1927). Se trata de una reedici�n de la primera edici�n publicada en Madrid en 1925 por la misma Agencia Mundial de Librería. El texto transcrito es el Prólogo de la obra, que sigue con las Notas de viaje, que tras unas Premoniciones (págs. 41-43), corresponden a Brasil (págs. 45-137), Uruguay (págs. 139-149) y Argentina (págs. 151-294), con una excursión a Chile (págs. 242-290).