Pedro Mata Fontanet / Hipócrates y las escuelas hipocráticas (original) (raw)
Hipócrates y las escuelas hipocráticas
Discurso pronunciado en la solemne apertura de las sesiones del año 1859 en la Real Academia de Medicina de Madrid, por el Doctor Don Pedro Mata, socio de número de la misma
Imprenta de Manuel Rojas, Pretil de los Consejos, 3
Madrid 1859
——
Excmo. Sr.:
Æstimes judicia non numeres.
Séneca, Epist. 39.
Hay en las ciencias médico-filosóficas asuntos que no se agotan jamás.
Son como el pilón de esas fuentes naturales y perennes que brotan al pie de los peñascos, de donde mana más agua, cuanta más agua se extrae.
Uno de esos asuntos siempre fértiles, es Hipócrates. Por eso le he escogido para tema de mi discurso, hoy que el reglamento de la Academia, no mi voluntad, me ha conducido a esta tribuna.
¿Y qué podrás decirnos ya de Hipócrates, pensará seguramente cada uno de los que me honran con su atención benévola, cuando tantos y tan señalados autores, extranjeros y nacionales, se han ocupado en la persona y escritos de ese famoso Asclepíade de Stankio?
¿Qué novedad podrá tener para nosotros, españoles como somos, cuanto sobre Hipócrates discurras, cuando precisamente los hijos de la Península Ibérica rayamos muy alto en punto a traducción, exposición y comentarios de esos perdurables escritos, que, no sólo se han salvado de la tea incendiaria de los Varrón, los Teodosio, los Caracalla, los Omar, u otros funestos sectarios del impostor profeta de la Meca, sino también de las vandálicas invasiones que ha hecho el error, todos los siglos, desde las volubles zonas de las hipótesis, teorías y sistemas, en los modestos y seguros campos de la medicina práctica?
¿Te has olvidado, por ventura, de que los Españoles hemos sido siempre hipocráticos; [6] que en el siglo XVI, sobre todo, hemos podido esculpir también, y con más razón que la escuela de Montpellier, en el frontispicio de nuestras universidades:
Olim Coux; nunc hispaniensis Hippocrates?
¿Traes acaso la pretensión de ostentar tus conocimientos en el idioma de Cicerón, Quintiliano y Celso, para eclipsar, como traductor, las versiones que del antiguo dórico hicieron en la lengua del Lacio, los Foecio, los Ravhena y los Van der Linden?
¿O aspiras, tal vez, como más hábil conocedor de los ya muertos dialectos griegos, a arrebatar la gloria todavía palpitante de Littré, el más moderno traductor y comentador del hijo de Heráclides y Praxitea, ya para interpretar mejor los pasajes oscuros de sus escritos, ya para llenar los vacíos que torpes copistas pudieron dejar en ellos, ya en fin, para investigar con los reactivos de la crítica, las verdaderas y genuinas producciones de ese inmortal descendiente de Hércules y Esculapio?
No os atormentéis, señores, la imaginación con esas alarmas y sospechas, suscitadas por la veneración que os inspira todo cuanto se refiere a ese nombre histórico, que se van legando las generaciones médicas, como paladion de sus principios, como sancta sanctorum de sus doctrinas, como arca salvadora de sus verdades, flotando siempre incólume en los revueltos hombros de los diluvios, donde se anegan los réprobos forjadores de sistemas, con sus desatentadas concepciones.
No vengo a hablar de Hipócrates, bajo ninguno de esos aspectos. Bajo estos puntos de vista, la materia está agotada, agotadísima: el manantial se encuentra seco. Quien se empeñe en buscar en él algo nuevo, con humillación de sus altaneras pretensiones, tan sólo podrá recoger en las desnudas márgenes de ese árido Cedrón, un puñado de arena enjuta, , cantos rodados y achatadas peladillas, cuyo flotante musgo peinó un tiempo caudaloso raudal de comentarios y paráfrasis, tan vocingleras como estériles.
No voy a hablar de Hipócrates, ni como traductor, ni como expositor, ni como comentador de sus libros y doctrinas. Siquiera se califique de más arrogante mi propósito, me presento con la idea de fundir en el inexorable crisol del libre examen, los principios médico-filosóficos de esa reputación secular, llevada a la apoteósis por sus ardientes idólatras, y los que han profesado los hipocratistas de todos los tiempos y países; con el objeto de saber en definitiva, si ha de salir de esa fusión un riel puro, dúctil y maleable, o una escoria esponjosa, quebradiza y completamente inútil para la humanidad doliente.
Siéntese ahito ya, señores, mi entendimiento de tanto oír hablar de Hipócrates, de ese hábil colector de tablas votivas colgadas de los templos de Coos, Cnido y Rodas; de ese diestro centón de máximas enseñadas en los Asclepiones y Gimnasios; de ese vástago arrancado del árbol filosófico de Jonia y de Crotona, a quien se empeñan exagerados panegiristas en presentarnos, no sólo ya como padre de la medicina, suponiendo que nació entera y acabada en él, como Orión, de la piel del buey inmolado por Enopeo en el banquete que dio a Júpiter, a Neptuno y a Mercurio; sino como padre sin sucesión viable, que al descender al sepulcro abierto a sus restos en la tierra de Tesalia, rota la turquesa en que fue vaciado por el Altísimo, avaro de su genio y sus talentos, se los llevó al Tártaro o al Olimpo, dejando a todas las generaciones sucesivas, desprovistas del acierto, inaccesibles al progreso y [7] atadas como un Prometeo al Cáucaso de la esterilidad, roidas por el buitre del espíritu innovador, que las gasta tanto más, cuanto más las picotea.
Cada vez que los vientos del entusiasmo levantan en arrebatado torbellino el antiquísimo polvo de esos manes, arrullados por las Náyades del Salambria, se nos abruma y marea con loas tan hiperbólicas, como aquel trozo de epitafio que los Tésalos, contemporáneos de ese Asclepíade, ahuecaron en su túmulo, y que traducido del griego al latín por Tomás Moro, dice:
Te, salus, Hippócrates, Cous génere, hac yacet urna.
Si hubiéramos de acceder a las apasionadas pretensiones de ciertos apologistas, tendríamos que venerar los libros de Hipócrates, como veneran los Yndues, los Vedas; los Judíos, el Talmut de Babilonia; los Cristianos, las Sagradas Escrituras; y los Musulmanes, el Koran.
Tendríamos que decir que esos libros lo que puso Mahoma en los primeros versículos del capítulo 2° del suyo, titulado, La Vaca: «Hé aquí el libro sobre el cual no cabe duda: él es la dirección de los que temen al Señor: ellos son los solos bienaventurados.»
Tendríamos, en fin, que imitar al califa Omar, cuando preguntado por Amrú, otro de sus generales, qué debía hacer de la biblioteca de Alejandría, pedida por Juan el Gramático, el bárbaro africano le contestó que, si aquellos libros decían lo mismo que el Koran, eran inútiles; si lo contrario, perjudiciales, y por lo tanto que los arrojara al fuego.
Si en la república de las letras hubiera también, como allá en la antigua Atenas, la práctica del ostracismo, y se tratara de Hipócrates; creo que tanta exageración me volvería capaz de escribir ese manoseado nombre en la ostra, diciendo al que por ello me redarguyese, lo que aquel rústico, vecino del Pireo, al justo Arístides: «voto el destierro, porque ya estoy cansado de tanto oír hablar del _Grande Hipócrates._»
Moderad vuestros ímpetus de disgusto, los que juzguéis irreverentes mis palabras, al mentar de esa manera al fundador de la escuela dogmática. Templad vuestra ardorosa veneración con unas cuantas irrigaciones de tolerancia; no me llaméis iconoclasta, si empujo el zócalo donde se levanta la estatua de vuestro ídolo, y no creais que, a la manera de Paracelso, venga aquí a echar a las brasas de una hornilla los venerandos escritos del Asclepíade de Coos más histórico, como única refutación de su importancia.
Esa especie de cohetes a la congreve que lanzó al campo hipocratista, no constituyen todo mi arsenal, y si me sirvo de este sitio, como de batería, es precisamente porque las buenas reglas de toda estrategia exigen que se hagan los disparos desde donde se pueda abrir más ancha brecha.
La Academia de Castilla aspira a salir de su letargo; cansada de agotar sus fuerzas en sesiones privadas y negocios médico-forenses, quiere que se abra un palenque científico, donde crucen cortésmente el cuento de su lanza los mantenedores de las diversas doctrinas que hoy día se disputan la primacía en el campo médico-filosófico; y yo, que a pesar de sentir ya las brisas del Guadarrama de mi vida, todavía conservo algún apego a las justas y torneos de todas clases, que allá en los años más floridos formaban las delicias de mis ocios, quiero ser el primer justador que entre cabalgando en ese palenque, y alzada la visera desde luego, os manifiesto quién soy y a lo que vengo, si ya no os lo dice bastante el color de mi penacho, el mote de mi escudo y la intención de mi divisa. [8]
Nos encontramos, señores, en la tercera restauración de la medicina hipocrática. Hoy no son los prófugos de Constantinopla, prohijados en Italia por León X, los que exhuman las cenizas del memorable nieto de Nebro. Tampoco son delirios de Paracelso y Vanhelmoncio, ni empachos de yatroquímica y yatromatemática, los que suprimen dos mil doscientos años para volvernos a la olimpiada octogésima tercera.
Hoy torna el hipocratismo en alas de una reacción política, empeñada en desenterrar todos los fósiles y en galvanizar todas las momias que sepultó en el panteón de los tiempos el siglo XVIII.
El gran péndulo del movimiento intelectual ha oscilado, desde principios de la edad moderna, hacia la observación de los hechos y fenómenos; en el pasado siglo tal vez llegó a su máximum, y ahora viene oscilando hacia el extremo opuesto.
Esas oscilaciones incesantes son las manifestaciones exteriores de una gran ley, contemporánea de la creación del hombre. La historia las tiene señaladas en sus páginas, como señala el nivel de sus inundaciones el Nilo, en los erguidos obeliscos que se lanzan a la región del águila, desde las llanuras de Memfis y del Delta alejandrino.
Pero esa ley de gravedad intelectual que impulsa alternativamente aquel gran péndulo del uno al otro extremo, de la análisis a la síntesis, de lo particular a lo general, de lo objetivo a lo abstracto, de la materia al espíritu, no le hace trazar líneas bilaterales sobre el mismo plano, como las de esas máquinas estacionarias que nos construimos, para contarnos las breves horas de nuestra permanencia acá en la tierra. Se las hace describir diagonales del uno al otro extremo, y siempre avanzando sobre planos diferentes, como las zanjas que conducen las baterías al pié de las murallas sitiadas; porque la vida de la humanidad, como la del individuo, no es, ni puede ser estacionaria; es un ser colectivo, de continuo desarrollo, y éste es incompatible con oscilaciones perpendiculares al mismo centro de suspensión.
La reacción que hoy se levanta y que tanto forcejea para apoderarse del mundo civilizado, no sólo pretende que el entendimiento humano oscile sobre el mismo plano, como el péndulo de nuestros relojes, sino que se esfuerza en que lo haga en diagonales retrógradas: de aquí, el agitar todos los osarios, no tanto para compensar desigualdades, como para fomentarlas, en puro beneficio del extremo que más conviene a sus miras.
Esa reacción funesta se ha dejado sentir, primero en el campo de la filosofía, y si hay quien, al abrigo de aquélla, sueña en volver a los tiempos en que esa antorcha de la humanidad era la ancilla theologiae, no faltan otros que con más éxito la han convertido en la sierva de la política.
Hecha la reacción en el campo filosófico, ha debido haberla por igual en el de las ciencias especiales; cuyas concepciones respectivas son siempre el genuino reflejo de las de aquél: ley fatal para la que no tiene fuero excepcional la medicina.
Era de ver, que resucitado en el mundo filosófico el espiritualismo, que evocadas las sombras de Pitágoras, de Platón y de Descartes, había de resucitar también, en las ciencias médicas, el vitalismo, y evocarse igualmente las sombras de los Stahl, de los Burdeu y los Barthez, y como quiera que haya habido muchos vitalismos, a cual más estrambóticos y desacreditados, era una necesidad vestir al del siglo XIX con alguna túnica sagrada o venerable. De aquí, la restauración del hipocratismo, la evocación de la doctrina de Hipócrates, la que, gracias a una negación completa de lógica y espíritu analítico, se considera por los medios hipocratistas, como el polo opuesto al materialismo en filosofía y fisiología.
Si los que tanto y tan hiperbólicamente hablan de Hipócrates, reflexionarán como es [9] debido, acerca de los principios filosóficos y médicos de ese profesor coaco, no pensarían seguramente en desenterrarle de nuevo para trasladarle, desde el panteón donde brilla con su excelencia relativa, a un altar de nuestros tiempos, en el que ha de representar forzosamente el papel más desairado.
Una momia de los tiempos de Sesostris se conserva perfectamente en los arenales de la Libia: trasladada a los museos de Londres o París, se torna polvo.
Hipócrates en la olimpiada octogésima tercera es una gran figura; en el siglo XIX es una figura vulgar, que hace dudar de su talla, consignada por la historia.
En el modo de considerar a Hipócrates, señores, hay un extravío muy general que debe ser corregido. Tiempo hace que lo tengo estampado en una de mis obras médico-filosóficas, y como veo que muchos no se enmiendan, no extrañéis que me repita.
Hipócrates es considerado por muchos como el inventor, como el padre de la medicina. A los esfuerzos de todo profesor que se empeña en hacer dar un paso a la ciencia por medio de una nueva concepción, fundada en hechos nuevos, siempre se le opone la grande autoridad de ese patriarca del arte. Todos le conceden un excelente espíritu de observación, una perspicacia superior a la de todos los demás médicos, y siempre que, a falta de otras pruebas, o como complemento de ellas, se necesita dar peso a la balanza con un nombre histórico, secular, cuya doctrina sea inatacable, como producto de la experiencia oís, pronunciar con acatamiento supersticioso el nunca olvidado nombre del anciano de Coos.
Si el famoso discípulo de Herodias y de Gorgias con sus instructivos viajes a la Tebaida, Macedonia, Tracia y Escicia, pudo añadir, en vida, resplandor a la aureóla que le daba su carácter de oriundo de Hércules o Esculapio, descendido al sepulcro, cuando ya no ha quedado en el mundo material más que sus obras tan celebradas, ese hombre afortunado recibe de cuando en cuando los honores de la más estrepitosa apoteosis; van sus admiradores hasta el extremo de negarle la falibilidad, y antes prefieren calificar de apócrifos los escritos, donde no están en armonía los errores con la gran reputación de su ídolo, que consentir que esa reputación tradicional, que ese astro antiguo, que ese sol griego tenga en su resplandeciente disco mancha alguna.
En cada paroxismo de entusiasmo que tiene la intermitente idolatría hipocrática, Hipócrates es acatado y reconocido como la única lumbrera de la ciencia; como la columna de fuego que guiaba al pueblo predilecto por el Desierto hacia la tierra de Canaan; como la refulgente estrella que condujo a los tres Reyes magos, desde el Oriente, a un pesebre de Belén, donde plugo al Padre Eterno que naciera, para salvar al mundo, un vástago de la casa de David.
Siempre que se cansan de teorías y sistemas los espíritus, o por mejor decir, siempre que las teorías dominantes no alcanzan a comprender todos los hechos en aquel lecho de Procusto, y una especie de escepticismo o de duda hace volver los ojos tan sólo a lo que arroje la práctica, siquiera sea la más empírica, Hipócrates es el dios antiguo a quien erigen un ara de respeto y adoración las Magdalenas arrepentidas de haberse prostituido en el templo de Epidauro.
¿Hay razón, señores, para proceder de esa manera? ¿Fue verdaderamente un caos la medicina anterior a Hipócrates? ¿Pudo un hombre por sí solo, sin antecedentes, sin tradiciones, elevarse a tanta altura y sobre todo, como práctico, como amaestrado por la experiencia propia; él, que en su primer aforismo confiesa, que el arte es largo y la vida breve?
No, señores, todo menos que eso. [10]
Cualquiera que haya estudiado con alguna detención los escritos de ese célebre Asclepiade, y no se haya concretado, durante tal estudio, al autor de esos escritos, no opondrá gran resistencia a la convicción de que Hipócrates debe ser mirado bajo dos aspectos muy diversos. Hipócrates, es algo más que un individuo: es una época. Hipócrates no es el inventor ni el padre de la medicina; es la síntesis de las doctrinas de sus tiempos y de los que le precedieron; es el Alberto Haller de la olimpiada octogésima tercera; es, como diría Black un gran río, cuyas aguas se aumentan con las de otros ríos y riachuelos confluentes que van a desaguar en él; es en fin, una de esas glorias deslumbrantes que deben sus colosales proporciones al tiempo en que aparecen.
Un individuo, por privilegiada que sea su organización, reducido a su individualidad aislado, nunca es histórico. Su nombre, si es que llega a tenerle, muere con él, y muy a menudo antes que él; porque en sus páginas de estrecho espacio, la historia no escribe sino los actos de la multitud, o de los que son sus intérpretes cabales.
Hipócrates no ha llegado hasta nosotros con el vigor perdurable de una tradición científica por su individualidad, por su saber y sus talentos propios. El tiempo tiene de sobra con dos siglos para reducir a polvo todos esos vestigios de un hombre.
Hipócrates se hace contemporáneo de todos los siglos, porque él es más que un siglo, porque en ese nombre se encierra toda una historia: la historia de la medicina oriental; porque, en fin, la oportuna aparición de ese grande hombre, es una huella que ha estampado la humanidad en su progresiva marcha.
Estudiar a Hipócrates como un individuo aislado de sus antecesores y coetáneos, como un sabio que nada debió al trabajo ajeno, que todo lo alcanzó por sí mismo y con su esperiencia propia, podrá ser la exaltación de sus talentos, la hipérbole de su genio; pero jamás la verdad: y si se hace honor al mérito del hombre individual, se rebaja de un modo considerable el envidiable papel del hombre histórico; se exalta a la persona, pero se deprime a representante de una época.
La celebridad de Coos perdería mucho de su brillo, si fuese maravillosa y poética. Borrad de la cronología las escuelas de Cnido y de Crotona, y la escuela de Coos deja de ser un hecho histórico; deja de ser una verdad; pasa a ser un mito.
Ni los hombres nacen adultos, ni las instituciones acabadas. La edad adulta presupone la juventud; la juventud, la infancia. Sólo Minerva ha brotado adulta y armada del muslo de Júpiter Olímpico, y aun para eso, es menester lanzarnos a los reinos de la fábula.
Los que opinan que Hipócrates lo hizo todo, que encontró una literatura pobre, que se vió en medio de una turba de filósofos ocupados en sutilezas y argucias, y que gracias a su solo genio, no sólo concibió un nuevo método filosófico, sino que se constituyó punto de partida de todo hecho médico, debiéndose todo a su observación, profesan la más peregrina de las opiniones, y establecen principios que están en completo desacuerdo con la reflexión y con la historia.
Hipócrates, como me sería fácil demostrarlo con pormenores, si la ocasión lo permitiera y como lo he demostrado en otra de mis obras, no fue más que la continuación de los filósofos y médicos anteriores y coetáneos suyos.
Baste decir aquí para mi propósito, que floreció en el apogeo de la civilización griega. Los nombres de las celebridades de que fue contemporáneo son una prueba evidente de que vivió en tiempos de grande actividad en todo género.
Hé aquí esos personajes: [11]
En filosofía, Sócrates y Platón.
En política, Pericles.
En historia, Tucídides.
En bellas artes, Fidias, Sófocles, Eurípides y Aristófanes.
Un siglo floreciente de esa suerte, no se improvisa. La brillantez que irradia es el resultado de la acumulación de luces que habían ido despidiendo los siglos anteriores.
No está sólo en eso el grave error en que han incurrido muchos, tanto indoctos como doctos, respecto del modo de considerar a Hipócrates. Se le atribuye una filosofía médica que no tuvo, y que ninguno de sus libros justifica, o por lo menos, se la violentan de tal modo sus partidarios, que vienen a sacar consecuencias diametralmente opuestas al espíritu de esa filosofía.
La historia de esta ciencia no señala a Hipócrates como autor de ninguna concepción original. Desde Tales de Mileto a Platón y Aristóteles, no suena Hipócrates como jefe de ninguna escuela filosófica.
Tales desgaja del árbol teocrático la rama de la filosofía; la planta en el campo de la libertad del pensamiento, y la rama se hace un árbol, a cuya sombra va a cobijarse la humanidad, como punto más avanzado.
Tales estudia el mundo, el universo: no hay nada más para él que materia; el origen de ésta, la causa fundamental de todo, es el agua. Los sentidos son los instrumentos de su lógica; los fenómenos en sí, el objeto de su estudio: el método a posteriori, el experimental, la consecuencia forzosa de esa filosofía.
Anaximandro sigue el rumbo de Tales, proclamando el infinito.
Anaximeno explica este infinito y le da un nombre, es el aire.
Heráclito le reemplaza con el fuego.
Demócrito y Leucipo desmenuzan el universo en átomos dotados de tal actividad, que todos los fenómenos de la naturaleza son resultados de la combinación infinitamente variable de esos átomos.
La filosofía de todos esos sabios es natural, física, materialista. La estrecha distancia que los separa del misticismo oriental y la lógica de los sentidos, no puede dar otro resultado.
La ciencia demanda un impulso por la vía de la especulación; el espiritualismo empieza a agitarse en el seno de su óvulo. La escuela de Mileto no puede darle calor. Los Jonios no pueden favorecer su desarrollo.
Establécese Pitágoras en Crotona, y proclama como fuente de verdad, el entendimiento. Los sentidos son súbditos de la razón; esta es primero que ellos. Estudia también el universo; pero con el raciocinio. Busca las relaciones de los fenómenos; su método es el a priori. Mira el mundo como una armonía, como un todo, y a fuer de genio eminentemente matemático, proclama los números como causas activas. La unidad es la perfección; la pluralidad la imperfección.
El espiritualismo se inaugura; su óvulo está fecundado; aparece en el horizonte filosófico como un pálido rosicler; no es aún el día; es un crepúsculo matutino que apenas se distingue de la noche.
Xenófanes exalta todavía más que su maestro la unidad.
Parménides se olvida completamente de la pluralidad. Zenón la niega.
Esta negación es una brecha por donde se precipita un torrente tumultuoso de sofistas. [12]
Trábase encarnizada lucha entre los Jonios y los Eleáticos procedentes de Crotona. Se desacreditan recíprocamente, porque unos y otros tienen en sus baluartes anchas grietas.
Anaxágoras de Clazomene, filósofo jonio, hace concesiones a la escuela pitagórica.
Empédocles de Agrigento, filósofo eleático, las hace a su vez a la escuela de Mileto, y el eclecticismo, con esas dos confluencias, tiene su período de ser y de dominio.
Otra nube de sofistas malogra esos esfuerzos de conciliación, que no alcanzan a realizar el pensamiento progresivo, y de esa nube se desprende una figura colosal, escéptica respecto de lo pasado, creyente respecto del porvenir.
Esa figura es Sócrates.
En alas de la duda aparece el hijo de Sofronisco, y es una especie de dios Jano con dos caras, una especie de Briareo que abarca con ambas manos los extremos del mundo filosófico.
Sócrates enlaza la edad antigua con la moderna: mejor diré: Sócrates es el fin de las primeras épocas del mundo, y el principio de las segundas. La filosofía, que de teocrática, mística o mitológica, pasó con la concepción de Tales, a natural o física, con la duda de Sócrates se transformó de natural en humana. Primero, los dioses o los símbolos; luego, la naturaleza; al fin, el hombre; hé aquí los sucesivos objetos del estudio filosófico, desde el principio de la creación hasta Sócrates.
De la escuela de éste sale Platón, y viene a ser su discípulo Aristóteles. Desaparecen estos dos grandes genios, y Alejandría hereda la celebridad de la Grecia.
¿En dónde está, señores, el cuadro de Hipócrates en esa larga galería de jefes y prohombres de las escuelas filosóficas? Tendría que estar colgado entre Sócrates y Platón.
Hipócrates nació 440 años antes de Jesucristo, y murió a 370.
Sócrates a 469, y bebió la cicuta a 399.
Platón a 429, y falleció a 348.
Aristóteles nació en 384: había cumplido 14 años cuando Hipócrates fue a dormir el sueño eterno en las tierras de Larisa. Todavía no era jefe de escuela: todavía no había dicho aquellas famosas palabras: Amigo de Platón, pero más amigo de la verdad.
Puesto, pues, que Hipócrates no suena como jefe, ni como prohombre de ninguna escuela filosófica, ni antes ni después de su muerte, veamos cuál fue su filosofía; a cuál de las banderas, flotantes a la sazón en Grecia, se alistó.
Os he trazado a grandes rasgos el curso de la filosofía desde Tales a Sócrates, y el giro que iba a tomar ese sol de la inteligencia humana en la escuela de la gran víctima de los Licón, los Melito y los Aristófanes.
Hipócrates alcanzó ese tiempo de progreso filosófico; pudo y debió beber en la fuente socrática el espíritu eminentemente juicioso del que volvió humana la filosofía, reproduciendo el conócete a ti mismo, de la escuela de Mileto.
Hipócrates estuvo en Atenas; allí estudió, y nada tiene de violento que, retirado luego a Coos, desenvolviese con la maestría de su talento y de su genio, más propio para la práctica que para la especulación, los principios filosóficos de Sócrates, y bajo su influencia elevase a un grado de fusión más acabado, las doctrinas médicas de las escuelas rivales, de lo que pudieron conseguirlo anteriormente los filósofos de Clazomene y Agrigento.
Sócrates, ese personaje tan histórico, esa representación de una idea, la más elevada de cuantas habían sido analizadas, ese resumen de todos los siglos pasados, esa expresión genuina de los adelantamientos que la inteligencia griega había hecho, nos explica perfectamente la venida y la reputación del gran médico de Coos. [13]
Hipócrates viene a ser el Sócrates de la ciencia de curar. Empapado del espíritu socrático, tiende a establecer en el arte un método filosófico análogo.
Como Sócrates, las teorías encontradas de los filósofos inmediatos a él, Hipócrates tuvo lugar de apreciar las de los médicos que le habían precedido.
Sócrates se hizo grande en filosofía, buscando la verdad con la duda en todas partes. Hipócrates se hizo notable en medicina, buscando la verdad en todos los sistemas, si no con la duda, con la desconfianza de las hipótesis y los principios exclusivos.
Sócrates enseñó a los filósofos la reflexión aplicada a todos los efectos. Hipócrates recomendó a los médicos la observación, dirigida por el raciocinio sobre todos los hechos fisiológicos y patológicos.
Sócrates con la reflexión no iba a parar ni a este ni a aquel sistema; la desenvolvía libremente sobre todos los resultados sistemáticos para averiguar sus quilates de verdad. Hipócrates con su observación, no quería fijarse en esta ni aquella hipótesis, y las hermanaba todas en lo que le parecían estar de acuerdo con la experiencia.
La filosofía de Hipócrates aplicada a la medicina, no es original: es eminentemente socrática, por lo menos, en la intención; en cuanto a la aplicación práctica, es algo más que socratismo puro. El materialismo de Jonia y el espiritualismo de Elea o de Crotona, se trasparentan en toda su doctrina.
El método de Tales y el de Pitágoras hallaron en Hipócrates un amigo indiferente.
Cuantos hablan del espíritu filosófico de Hipócrates nos dicen que fue el experimental ilustrado por el raciocinio.
Littré reconoce que el método de Hipócrates se parece al moderno, por lo que tiene de experimental; añade que quiso que se observase la naturaleza, y que se sirvió de la inducción para ensanchar el campo de sus observaciones, y encontrar un medio de unión entre los hechos particulares. Ese medio de unión, ese vínculo fue el estudio de los signos comunes, suficientes para el médico griego, al paso que los experimentalistas modernos buscan ese vínculo en el vasto dominio de los hechos particulares.
Un profesor español, cuyos talentos y saber reconozco como el primero, en un erudito discurso dice que la marcha de Hipócrates en la exposición de su doctrina, fue:
1° Recoger hechos particulares.
2° Compararlos entre sí mismos, sirviéndose de elementos para sacar inducciones generales.
3° Establecer, después de estas inducciones, indicaciones curativas, fundadas sobre la experiencia y el raciocinio reunidos.
No hago más citas, porque tendría que hacerlas a centenares, y porque lo que diga de las dos que anteceden, será aplicable a todas las del mismo género y sentido.
Por lo que atañe a Littré, se hace desde luego notable la poca importancia que da a la diferencia entre el método experimental de Hipócrates y el moderno; cuando precisamente hay una distancia de dos mil años entre los dos, como no se quiera confundir métodos y escuelas, o cometer enormes anacronismos.
Es innegable que Hipócrates era experimentalista; en ello fue Jonio. Tales palpita en ese espíritu filosófico; el método a posteriori parece que debía ser el suyo. Mas notad en qué se fija su observación: en los signos comunes, en los conjuntos, en las relaciones, en lo general. Ahí está Pitágoras, ahí está Platón, ahí está la síntesis que caracteriza esos tiempos.
Hipócrates en la marcha, siquiera sea la de la observación, no es analítico, es sintético. [14]
Las generalidades absorben toda su atención, y no lo extrañéis, señores; hasta el mismo Aristóteles, que reprodujo la concepción de Tales con progreso, que se apartó de Platón, por aquello de que, nada hay en el entendimiento que no entre por los sentidos, se detuvo en este gran paso, dado en la senda experimentalista, y siguió siendo sintético, como su maestro, empezando también el estudio de la verdad por las generalidades, como siguieron siéndolo todas las escuelas filosóficas posteriores, hasta más allá de la edad media, hasta la aparición del célebre Barón de Verulamio, esa tercera edición de la filosofía de Mileto, corregida y aumentada. Sólo, desde la proclamación de la doctrina baconiana, el método experimental ha empezado el estudio de la verdad por los particulares para elevarse desde ellos a la generalidad, para completar la análisis con la síntesis, o lo que es lo mismo, para fundar los principios sobre los hechos.
Lo que acabo de indicar, respecto a Littré, me conduce naturalmente a la crítica de la segunda cita que he hecho, como me conduciría a la de todas las demás que consignen una opinión análoga.
Siquiera fuese Hipócrates observador y experimentalista; siquiera, como Jonio, debiera seguir el método a posteriori; se quedó como Aristóteles en su primer paso, no abandonó la síntesis pitagórica y platónica, no estudió particulares, sino signos comunes, generalidades; no se elevó, por lo tanto, de los particulares a lo general, como lo hacemos los modernos, que seguimos la concepción baconiana.
Los que presentan a Hipócrates como un observador de particulares para compararlos entre sí y hacer inducciones generales, le atribuyen un espíritu que ni él formuló con preceptos claros y terminantes, ni le practicó tampoco. Ese espíritu, ese método ha necesitado cerca de dos mil años para ser tal como ellos le suponen.
Tales, Aristóteles y Bacon son los tres grandes hitos de la vía por donde ha pasado el método a posteriori o de la observación; pero no son iguales en todo: hay una diferencia análoga a la que ofrece la larva, la crisálida y la mariposa, o la que hay entre el feto, el joven y el adulto; distinción importantísima y necesaria para que, al hablar de la observación de Hipócrates, del método experimental que pudo emplearse en la olimpiada octogésima tercera, no creamos erradamente que es la observación, el método experimental de nuestros días.
Pero supongamos que así no fuese; concedamos por un momento que el método de Hipócrates hubiese sido igual al de Bacon, como lo pretenden cuantos encarecen el espíritu filosófico de aquel médico; siempre se inferirá:
Primero, que es no es medicina; que eso es filosofía, y que esa filosofía no es hipocrática, porque no es original de esa celebridad; está tomada de las escuelas filosóficas de la Grecia; es filosofía socrática, entreverada de jonio y de crotoniaco y pitagórico.
Segundo, que ese método experimentalista, en especial el a posteriori riguroso, el de la observación de particulares para fundar en ellos generalidades, es el método característico de las escuelas sensualistas, materialistas, opuestas al de la primacía de la razón o del espíritu, para el estudio de las cosas de este mundo.
Fijad bien y profundamente vuestra atención, señores, en esas dos consecuencias lógicamente deducidas de cuanto llevo expuesto; porque ellas os dejarán la convicción de que lo que más se celebra y recomienda de Hipócrates, no es medicina, no es nada propio de la ciencia de curar, sino filosofía, y una filosofía que no se debe a ese hombre; y al mismo tiempo os demostrarán, cuán equivocados andan los que buscan en Hipócrates un apoyo para sus vitalismos hipotéticos y sus doctrinas neo-espiritualistas. [15]
Vista la filosofía de Hipócrates, probado que no es original, que su espíritu es socrático, que su índole es jonia, que su método es más bien sintético, que no es experimentalista a la manera de Bacon, sino a la de Aristóteles; veamos ya a Hipócrates como médico, como prohombre de la ciencia de curar, para saber si está justificada esa apoteosis que se ha hecho de ese Asclepiade, si realmente es su doctrina, como se pretende, el non plus ultra del acierto y del progreso en las ciencias fisiológicas, y si la tercera restauración de esa doctrina en que se empeñan algunos, es un verdadero adelanto o un retroceso lamentable.
Bajo el punto de vista médico, Hipócrates es considerado por cuantos hablan de él, como un profesor eminentemente práctico, enemigo acérrimo de hipótesis, teorías y sistemas; exclusivamente dado a la observación de los hechos; no aceptando más que la verdad que esa práctica le ofrecía, en vista de lo cual, su doctrina es reputada como la más sana y preferente, siquiera tenga ya de fecha más de dos mil doscientos años.
Semejante modo de ver es tan crasamente erróneo como los demás que ya llevo demostrados.
Paso por el expurgo que se ha hecho de las obras comprendidas en lo que se llama colección hipocrática, porque yo no doy la menor importancia a ese obstinado empeño que muchos tienen en clasificar los escritos de esa colección en unos, anteriores a Hipócrates; otros, propios de este autor; otros, de Polibio; otros, dudosos, &c. El afán de ese expurgo reconoce por causa el deseo de que el ídolo sea lo más perfecto posible; el criterio que guía a los expurgadores, nos obligaría a tener también por apócrifos, escritos de Galeno, de Baglivio, de Piquer, de Hahnemann, de Broussais y de otros muchos, en los cuales, por lo menos, se encuentra contradicción, y los razonamientos más o menos ingeniosos de que se valen para determinar lo que no pudo hacer Galeno y otros autores más cercanos a los tiempos, en que los Ptolomeos recogían las obras griegas, no se diferencian de los que usan los anticuarios que se desviven por saber, si un pedazo de metal, roído por la humedad del suelo y desenterrado por una excavación, es un cacho de moneda, un fragmento de medalla o un trozo de vasija.
Tomad cualquiera de las obras consideradas por todos como genuinas de Hipócrates; ninguna de ellas os presentará a este autor exclusivamente práctico, porque eso es un imposible, es un absurdo.
No hay ciencia sin teoría. La práctica más empírica tiene su razón de ser, y esta razón es tanto más hipotética, cuanto más empírica es la práctica.
Dotado el hombre de facultades perceptivas y reflectivas, o lo que es lo mismo, de facultades para apreciar los fenómenos y su relación, es de todo punto imposible, que no aprecie semejanzas, diferencias y dependencias de causa a efecto. Desde que ejerce sus facultades reflexivas, ya se sale del terreno de la práctica, ya está en el de la teoría.
Aun cuando no hubiera visto ninguna obra de Hipócrates, afirmaría, sin temor de equivocarme, que esa ley se cumple en los escritos de ese médico.
Hipócrates fue hipotético, fue teórico y fue sistemático.
Hay más: las hipótesis de Hipócrates no son hijas de la experiencia, son falsas; sus teorías son erróneas, su sistema en nuestros días, es ridículo.
Hipócrates fue hipotético, amigo y forjador de hipótesis; si no las tomó de otros, por qué admitió las cualidades amarga, dulce, salada, agria, acerba, insípida y demás: de su mezcla, de su equilibrio, de su crásis hacía depender la salud; del predominio o aislamiento de alguna de ellas, la enfermedad. [16]
Hipócrates supuso que había en el cuerpo humano el cálido innato, bajo cuyo influjo se verificaba la cocción de los humores.
Hipócrates supuso que las enfermedades tenían un curso necesario, que había días críticos; en los cuales se determina el bien y el mal, y señaló esos días de un modo enteramente pitagórico: esto es, por razón del número, del signo aritmético que a esos días particulares correspondía, en lo cual se transparenta la causalidad, la fuerza activa que dio Pitágoras a los números.
Hipócrates supuso una creación ontológica, un ser llamado naturaleza, como una fuerza curativa, medicatriz, y una lucha entre esta entidad ficticia y otra entidad análoga, llamada enfermedad, lucha que se terminaba por las crisis.
Tantas fueron las cosas quiméricas que Hipócrates supuso, que tendría aun para largo rato, si me empeñara en determinarlas todas. Bastan las indicadas para mi objeto.
Ninguna de estas suposiciones puede ser producto de la experiencia, conquista de la observación; porque éstas conducen a la negación rotunda de esas hipótesis. Ninguna de ellas es la verdad, como pretendía el Coaco, y nada prueba tanto que esas hipótesis eran falsas, como que ni los mismos hipocratistas más fanáticos se atreven a sostenerlas en nuestros días.
Nadie habla de las cualidades con relación a los cuatro humores y a los cuatro elementos: nadie del cálido innato, ni de la cocción; y si hay quien se empeña en ser pitagórico todavía, en lo que atañe a las crisis, y en ser poeta o metafórico en lo concerniente a la fuerza medicatriz y sus luchas con la enfermedad, es porque la raza de los poetas no sólo invade las faldas del Parnaso, la fuente de Helicona y el coro de las Castalias, sino también las columnas del Partenón, el Pórtico, los jardines de Academo y el templo de Epidauro.
Hipócrates fue teórico, porque no se limitó a observar; explicó, y no sólo explicó la relación de los hechos, sino sus causas. Todos sus hipótesis son otras tantas explicaciones, puesto que son razonamientos, fundados en los principios de su doctrina. Investigó las causas de los fenómenos fisiológicos y patológicos, las señaló, las expresó: ¿y qué es investigar, señalar, apreciar causas sino explicarlas? ¿Y qué es toda explicación sino una teoría?
No sólo fue Hipócrates teórico explicando; lo fue también creyendo. Os he dicho y demostrado que esa celebridad no inventó la medicina, que no lo debió todo a su propia observación, a su experiencia personal. Su patrimonio científico fue en su mayor parte heredado de sus mayores. Pues, en todo lo que adquirió de éstos, fue teórico.
El sabio que se precia de mero observador, no sólo no puede permitirse explicación alguna; sino que no le es dado aceptar, ni hechos ni doctrinas de otros. Desde el momento que las acepta, las tiene a priori, deja, respecto de ellas, de ser práctico.
Hipócrates, por último, fue sistemático: sus libros tienen sistema. Littré dice que la doctrina hipocrática ofrece una unidad de concepción que otras escuelas no han tenido. El expurgo de la colección hipocrática se ha fundado en la discordancia de doctrinas, en la contradicción de principios de muchos libros atribuidos a Hipócrates, y sólo se le han dejado como suyos aquellos que entran en el trazado del sistema.
Examinad una por una todas las obras genuinas de ese escritor antiquísimo; hasta los aforismos, que es el libro más falto de método, de orden y de ilación, y veréis que de todos ellos resulta una doctrina, un sistema, una escuela; el cálido innato, la crásis, la intemperie, la cocción, las crisis, los humores, el principio terapéutico de los contrarios, la ocasión de obrar, la naturaleza medicatriz, &c., se revelan en todas partes, y ellos son los que dan conjunto y unidad sistemática hasta a las desconcertadas y dispersas proposiciones, que se llaman aforismos, una de las producciones por la cual es más conocido Hipócrates. [17]
No apoyo mis asertos con citas, porque no hablo de un autor desconocido. Las obras de Hipócrates están en manos de todos: hojeadlas, y a cada paso hallaréis la confirmación de esos asertos.
Añadid a cuanto llevo expuesto, que la escuela hipocrática se dividió en Alejandría en cuatro. La que la continuó, se apellidó dogmática; las otras tres se llamaron empírica, metódica y ecléctica. Si la doctrina hipocrática no hubiese sido hipotética, teórica y sistemática, no hubiese llevado en Alejandría aquel nombre; no hubiese sido la escuela dogmática el mayorazgo; lo hubiera sido la empírica. Esta es la escuela que deberían ensalzar y recomendar los adversarios de las teorías. No es a Hipócrates a quien debieran venerar como hombre dado a la observación y a la práctica, sino a Filino de Coos, a Serapión de Alejandría y a Heráclito de Tarento.
Quede, pues, consignado y para siempre, que habiendo sido ese patriarca del arte hipotético, teórico y sistemático, no le conoce bien, o le desfigura todo aquel que le presenta como prototipo de los médicos exclusivamente prácticos, y enemigos de las hipótesis, teorías y sistemas.
No siendo Hipócrates, como filósofo, original o jefe de escuela, siendo su filosofía socrática, entreverada de jonio y eleático; no siendo, por otra parte, como médico, tampoco original en todo, ni práctico exclusivo: y siendo, por último, sus hipótesis falsas, sus teorías erróneas y su sistema defectuoso, ¿a qué ese eterno hablar de Hipócrates? ¿a qué esa idolatría tan ridícula, de la cual no hay ejemplo en las demás ciencias? ¿a qué ese empeño obstinado en que seamos hipocráticos, si queremos marchar por la senda del acierto? ¿a qué recomendarnos la lectura y estudio de las obras hipocráticas, como lo más acabado que ha podido salir de la inteligencia humana? ¿a qué esa exageracion de algunos, cuando estampan que para ser algo en medicina, para representar en ella un papel honroso, para merecer el verdadero dictado de médico práctico, hay indispensable necesidad de consultar día y noche las obras de Hipócrates, considerándolas como un destello de la divinidad? ¿a qué, en fin, esas hipérboles, como las de nuestro Morejon, para quien es conocida señal de réprobo en medicina, no estudiar incesantemente los escritos hipocráticos?
Yo pregunto, señores, francamente, ¿qué es lo que pueden enseñarnos esas obras?
En filosofía no hay en ellas nada bueno que aprender. El método moderno de investigar la verdad es infinitamente mejor y preferible.
¿Qué nos pueden enseñar en ciencias auxiliares, en historia natural, en física y en química?
¿Qué nos pueden enseñar en anatomía? La colección hipocrática está pobre en este ramo de conocimientos médicos. Allí no hay ni anatomía química o estequiología, ni anatomía microscópica, ni anatomía cadavérica, ni patológica, ni topográfica, ni general, ni descriptiva siquiera. El escalpelo hipocrático no podía tocar a los cadáveres. La metempsicosis, importada de Egipto, lo hubiera tenido por un crimen.
¿Qué distancia tan enorme de la anatomía de Hipócrates a la descriptiva y patológica de Cruveilhier, a la general de Bichat, a la topográfica de Begin, a la cadavérica de Orfila, a la microscópica de Mandl, a la química de Robin y de Verdeil?
¿Qué nos pueden enseñar las obras de Hipócrates en fisiología? ¿Qué puede aprenderse en esos libros sobre cualquiera función del cuerpo humano? Ni aun en sus relaciones con cuanto le rodea, es posible adquirir nada de provecho, puesto que semejante estudio rueda allí constantemente sobre los cuatro humores, que tanto juegan en la doctrina hipocrática. [18]
Faltos por un lado de conocimientos exactos sobre la organización humana y el mecanismo funcional; faltos, por otro, de estudios vastos y profundos sobre los agentes meteorológicos y los cuerpos que más en contacto están con el hombre habitualmente, ¿qué puede aprenderse en estos libros, en punto a las leyes de la vida y a las relaciones del hombre con los agentes de la naturaleza?
Y si nos remontamos a la vida misma y los misterios de sus causas, ¿qué hay en Hipócrates capaz de resolver ningún problema?
¿De qué sirve considerar la vida como una cosa positiva, y el ser viviente como una sustancia, si al buscar sus relaciones de acción y reacción con los diversos objetos de la naturaleza, se empieza por una creación ontológica, dotándola de una fuerza medicatriz y acción beligerante, para luchar con otra creación de índole análoga, llamada enfermedad, cuya derrota se expresa con un símil culinario, con una operación propia de una cazuela o una marmita, por la cocción, en fin, de los humores?
El vitalismo de Hipócrates, si es que realmente le haya en su doctrina humoral, más metafórico que científico, indeterminado y vago, pitagórico en la concepción y jonio en la práctica, interpretado de mil modos por las innumerables sectas vitalistas que se han ido sucediendo, no enseña ni puede enseñar nada en fisiología. Cualquiera que desee conocer lo asequible de esta ciencia, tener nociones útiles para la práctica, en cuanto al mecanismo funcional del cuerpo humano, no es en las obras de Hipócrates donde beberá raudales tan abundantes como puros y provechosos; tendrá que buscarlos en las obras de los Muller, de los Burdach, de los Berard, u otros fisiólogos modernos.
¿Qué nos puede enseñar Hipócrates en higiene pública y privada, a pesar de la nombradía que le ha dado su libro de los aires, aguas y lugares, y de la gran copia de nociones que pudo recoger de lo observado en los templos y gimnasios?
La higiene pública y privada, para llegar a la brillante altura en que hoy se encuentra, ha necesitado de los progresos asombrosos que la moderna filosofía experimental ha hecho en las ciencias naturales, físicas y químicas, y en las mismas fisiológicas. Por grande que sea el mérito relativo del libro de los aires, aguas y lugares y otros escritos higiénicos de Hipócrates, no pasan de ser trabajos rudimentarios, auroras de la ciencia, enturbiadas por las falsas teorías de los tiempos, e infinitamente inferiores, en todos los conceptos, a las obras de los Hallé, de la Tourttelle, de los Londe, Chevalier, Michel Leví y otros higienistas de nuestra época.
¿Qué nos pueden enseñar las obras de Hipócrates en patología, cuando ninguno de sus ramos nos puede conducir al conocimiento de la causa de los males, ni a formar sus diagnósticos particulares, ni al pronóstico especial de cada uno?
La etiología hipocrática está reducida a la falsa teoría de los cuatro elementos y a la doctrina del equilibrio y desequilibrio de los humores. Todas las causas de las enfermedades ruedan siempre por este círculo sistemático, ya por nadie sostenido.
La sintomatología lleva, en verdad, alguna ventaja a la de Cnido. Ya no se miran los síntomas como otras tantas enfermedades; ya se proclama el estudio del conjunto; ya se agrupan; ya se ven como fenómenos dependientes de una causa común; ya se consideran enlazados con la unidad de la existencia perturbada en sus funciones.
Sin embargo, siquiera Hipócrates, más pitagórico y eleático que jonio en el estudio de los síntomas, más atento a la unidad que a la pluralidad, fije su mirada observadora en los conjuntos de síntomas para descubrir enfermedades, no es para formar diagnósticos especiales, para expresar todos sintomáticos de males determinados. [19]
Dadas muchas enfermedades agudas y febriles, determinar lo que presentan en el estado general del enfermo; he aquí el problema que la medicina hipocrática resuelve. Los síntomas no son estudiados como expresión, como gritos de dolor o de mal estar de estos ni aquellos órganos, sino como quejas de la economía entera.
Las necesidades de la sintomatología de nuestros días recusan igualmente la práctica cnidiana que la práctica coaca. Aquélla era viciosa por su análisis extremada; ésta por su síntesis confusa. Ni los síntomas son fenómenos aislados, ni los conjuntos son generales. Nosotros buscamos grupos de síntomas pertenecientes a estados morbosos determinados, particulares.
Sin desentendernos de lo que tengan de común esos estados, lo cual formaba el único objeto de atención en la sintomatología coaca, nos fijamos en los conjuntos que los singularizan, y así damos a la análisis y a la síntesis, los justos límites que no supieron darles ni los Asclepiades de Cnido, ni los maestros de Coos.
La semeiótica de Hipócrates adolece del mismo vicio que su sintomatología, con la cual tiene muy estrechas relaciones. No hay en ella estudios minuciosos, parciales, analíticos: todo es síntesis, todo es generalidad.
Si habla de enfermedades agudas y febriles, de afecciones de pecho, por ejemplo, no es para exponer signos particulares de esas enfermedades; no es para presentar cuadros sintomáticos, peculiares de cada una, como lo hacemos nosotros.
Hipócrates no se fija más que en lo común de las dolencias, en las modificaciones principales que ocasionan todas en la economía entera.
La alteración del rostro, los sudores, el estado de los hipocondrios, las hidropesías que proceden de enfermedades agudas, el sueño, las deposiciones, las orinas, los vómitos, las cámaras, la expectoración, &c.: he aquí los puntos cardinales de las consideraciones de Hipócrates, y todos ellos no son respecto a ésta ni aquella enfermedad sino respecto a todas.
Hipócrates no hace diagnósticos especiales, no describe fenómenos morbosos particulares, propios de afecciones determinadas; hace un diagnóstico general, traza fenómenos de conjunto.
Otro tanto se advierte en lo concerniente al pronóstico. El pasado, el presente, y el porvenir, son la base triangular de la prognosis coaca. El juicio rueda siempre sobre unos cuantos fenómenos de gran significación, nunca aplicada a esta ni aquella enfermedad, sino a todas las enfermedades, a la enfermedad abstracta o general.
El cuadro del moribundo que tan pintorescamente dejó trazado; la cara que se ha llamado hipocrática, no es peculiar de enfermedad alguna; no señala ninguno de los numerosos caminos por donde se va al sepulcro; es la boca de la tumba.
La enfermedad es grave, la enfermedad es leve, el signo es bueno, el signo es malo; he aquí las fórmulas generales de sus pronósticos, y siempre a tenor de los humores, o de cualquier otro signo en que los funda.
Aun suponiendo acertados todos sus pronósticos; aun admitiendo que esas ojeadas sintéticas tengan alguna utilidad; en primer lugar no hay motivo para mover tanta algazara, ni extasiarse de admiración ante ese rival de las Pitonisas; porque la prógnosis coaca era la continuación de los oráculos, en cuanto al interés y ahinco en sobresalir en ella, y en cuanto al acierto, un legado de los templos, asclepiones y gimnasios: en segundo lugar, sobre no haber desdeñado los modernos todo lo que han encontrado en Hipócrates, relativo a pronósticos, conforme con la experiencia, han aumentado con ésta el caudal de los vaticinios, [20] no sólo respecto de lo común a todas las enfermedades, sino respecto a lo que es peculiar de cada una.
¿Qué podemos aprender en punto a terapéutica en los escritos hipocráticos? Gracias a las prácticas de los templos, asclepiones y gimnasios, hay alguna abundancia en medios higiénicos; gracias a los ejercicios de los atletas y a las guerras, hay algunos recursos quirúrgicos; mas en cuanto a remedios farmacéuticos, se nota una pobreza desoladora. La farmacopea hipocrática se reduce a la sangría, a los laxantes, a algunos purgantes, ungüentos y aceites; todo lo cual acaba de poner más en relieve, que en lo que Hipócrates no encontró abundancia, no la pudo añadir de su cosecha.
No os quiero hablar del principio que dominaba las indicaciones, porque tan pronto es el contraria contrariis, tan pronto el similia, tan pronto el indiferente; pero no concluiré este punto sin decir que la filosofía terapéutica de Hipócrates no es un faro que brille en el mar de las indicaciones para evitar los escollos y naufragios.
¿Qué nos puede enseñar Hipócrates en lo que atañe a la nosografía? En él no hay clasificación de enfermedades, porque no podía haberlas. Una clasificación supone análisis, e Hipócrates era sintético. Tanto la salud como la enfermedad se consideraba a fuer de un todo; la idea de la unidad, del consensus unus, brotaba de todas las teorías; el conjunto era el blanco de todas las ojeadas.
Verdad es que las enfermedades tenían nombres; habían empezado a tenerlos los síntomas; mas esos nombres no representaban más que grupos de fenómenos, por no decir alguno culminante; era una nomenclatura empírica con rasgos de pintoresca, sin sistema ni razón filosófica ninguna. Bajo este punto de vista, mejor es ignorar que saber cómo habló Hipócrates.
¿Qué hay que aprender en sus mismos libros de las epidemias, tan renombrados, y en donde se nos presenta como más observador? En todos ellos están palpitando sus hipótesis falsas, sus teorías erróneas, su sistema defectuoso.
Hay el primer esbozo clínico; allí aparecen por primera vez, por lo menos en la forma, las historias particulares de algunos enfermos; mas, sobre que al fin y al cabo, no se diferencian de las tablas votivas, son un desarrollo mayor de éstas; esas historias clínicas dejan mucho que desear, no pueden presentarse como modelos de su clase. Los modernos han dejado bajo este aspecto muy atrás al grande Hipócrates: no hay estudiante medianamente instruido, que no haga hoy día mejores historias clínicas.
Una cosa importante podréis aprender en esos libros de epidemias. A pesar de ser considerado Hipócrates como un grande observador, como el observador por excelencia, no supo ver en esos azotes de las poblaciones y comarcas, lo que hoy día pretende ver hasta el médico más topo, hasta el profano del arte. Aludo al contagio. Hipócrates no vió una cosa para los contagistas tan clara.
Los partidarios de esa funesta invención de Fracastóreo no buscan la sanción histórica, el prestigio de la autoridad antigua en los escritos de un médico de tanto respeto y significación para ellos: se van a revolver las páginas de un profano; acuden a un historiador, a Tucídides, y aun para eso tienen que darle sabor fracastoriano por medio de los traductores del siglo XV.
Ahí tenéis, señores, la autopsia del grande ídolo. La notoriedad de sus obras me dispensa también de citar pasajes en comprobación de mis asertos. [21]
Ahora bien, señores, si en los libros hipocráticos, además de los defectos filosóficos y médicos de que adolecen, y sobre los cuales no necesito ya insistir, no hemos de aprender nada, ni en filosofía, ni en ciencias auxiliares, ni en anatomía de ninguna especie, ni en fisiología, ni en higiene, ni en patología, ni en terapéutica, ni en nosografía, ni en epidemiología, ni en clínica, ¿a qué ese impertinente y obstinado afán, no sólo de que leamos de día y de noche esas obras, sino de que volvamos a ser hipocráticos, a enarbolar el estandarte, tantas veces tremolado y otras tantas destruido, del hipocratismo en el baluarte de la ciencia?
Admírese cuanto quiera a Hipócrates, respecto de lo que fue ese médico en sus tiempos; vayan, si quieren, sus fervorosos sectarios en peregrinación a la tierra de Larisa, allá en Tesalia, como van los árabes a la Meca; mas que no pretendan hacer de ese hombre otro Siddhartha, otro Buda para hacernos profesar un budismo médico, tan fanático como el de las sectas chinas, y guarden en la lontananza histórica a su ídolo, como en las sombras del misterio los budistas del Tibet a su gran Brama, si no quieren que, visto el Buda coaco de más cerca, desnudo de aparatos de diorama y bañado de la luz de nuestro sol, la multitud advierta que es un prójimo de carne y hueso como cualquiera hijo de Adán, con todos los defectos e imperfecciones que llovieron sobre la miserable progenie humana, desde que nuestros primeros padres se dejaron seducir por la serpiente.
La juventud médica estudiosa reportará más beneficios, consultando de día y de noche las obras clásicas de los modernos, que sacudiendo el polvo a los pergaminos de la colección hipocrática, inclusas las exposiciones y comentarios de sus más eruditos exhumadores. No sólo se puede ser buen médico y gran médico teórico práctico, sin haber hojeado jamás ni uno de esos cacareados libros, sino ni aun sabiendo que haya existido nunca ese Asclepiade de Coos.
No demos a los extraños tan pobre idea de nuestra ciencia, suponiendo que sólo ha existido un hombre en ella, y que todo lo que en ella puede hacerse, ya se hizo cuatrocientos años antes de la venida del Mesías.
Téngase entendido, pero muy claramente entendido, que si un cataclismo universal, si un diluvio, como el de los tiempos de Noé, volviera a destruir todo cuanto se ha escrito e impreso, desde las Olimpiadas, y no le quedase en el arca salvadora a la nueva generación más que los libros de Hipócrates, la ciencia se quedaría en su primera dentición, en un estado del más deplorable atraso.
Hasta aquí, señores, os he hablado de Hipócrates. Voy a concluir diciendo ahora cuatro palabras sobre las escuelas hipocráticas, sobre los hipocratistas, diré mejor, de todos los tiempos y naciones.
Seré breve: 1° porque ya debéis estar fatigados por la extensión de mi discurso; 2° porque juzgado el ídolo, no ha de ser prolijo empeño juzgar a los idólatras.
Dejándonos llevar por un momento del modo común de ver el asunto que nos ocupa, Hipócrates, al morir, dejó legada su doctrina a una escuela que, teniendo por alma el espíritu de aquel gran médico, no ha perecido nunca, ni jamás perecerá. Así como Jesucristo dijo a San Pedro: «tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y contra ella no han de prevalecer las puertas del infierno,» parece que Hipócrates dijo a sus hijos Tésalo y Dracón, y a su yerno Polibio: «vosotros sois lo que sois, y sobre vosotros edificaré mi escuela, y contra ella no han de prevalecer las doctrinas venideras.»
Si hemos de creer a los entusiastas partidarios del Asclepiade, la profecía se ha cumplido. [22]
Esa escuela salió de Coos, de allí pasó a Alejandría, de esta ciudad se extendió a Roma, donde la sostuvo Galeno; continuáronla los compiladores del bajo Imperio, los árabes, las universidades de la Edad Media, más aún, después de la toma de Constantinopla, a cuyos impulsos se restableció en todo el vigor coaco; Sydenham, el Hipócrates inglés, la sostuvo por segunda vez en el siglo XVIII. Montpellier le dio carta de naturaleza, y hoy torna a levantarse como la preferente a todas las demás escuelas que hormiguean en el período anárquico, como llama Renuard al estado actual de nuestra ciencia.
Esa escuela es el tronco del arte; es el mayorazgo de la familia médica: vive en todos los siglos, en todas las edades, en todos los países y de todos toma algo; en todos adquiere una parte que asimila y sirve para aumentar el caudal de sus hechos y verdades.
Así atraviesa todas las generaciones, siempre vieja y siempre rejuvenecida, como un Wishnú fisiológico, sosteniendo la unidad del arte, la individualidad de la ciencia y el germen perenne que promueve nuevos y progresivos desarrollos.
En esta escuela están siempre los adversarios más obstinados y temibles de las nuevas teorías.
Los metodistas, los empíricos y los eclécticos de Alejandría, sucumbieron a los esfuerzos de los dogmáticos, que formaban a la sazón esta escuela. Dueña del campo en el Oriente, como entre los árabes y cristianos de la Edad Media, se atavió con los descubrimientos nuevos y empleó su actividad y pujanza en reformarse, aunque poco en el fondo, a sí misma. Mas apenas se presentaron las ciencias ocultas, la cábala, el misticismo paracélsico, y vanhelmóntico, ya vistió la cota de malla, ciñó el casco de hierro y empuñó la espada, para hacerse militante y batalladora.
Combatió a los alquimistas, a Paracelso, a sus sectarios, a las ciencias ocultas, a los Rosa Cruz, a Flud, Vanhelmoncio, a los conciliadores; ganó la batalla contra todos, pero no descansó, no cerró su templo de Jano; marchó sobre los yatroquímicos; derrotados estos, se lanzó contra los yatromatemáticos, y no dejó de tener sus escaramuzas contra los stalianos. Si no las tuvo más empeñadas con esta escuela, fue porque la de Montpellier, donde florecieron Bordeu y Barthez, discípulos de Stahl, ha querido ser siempre la heredera de la escuela de Coos, e interpretar a favor de sus doctrinas los cánones hipocráticos.
Transigió con los mecánico-dinámicos, con la irritabilidad de Haller, con la incitabilidad de Brown, con las propiedades vitales de Bichat, y debilitada con esas transacciones, fue derrotada en los campos de Val de Grace, por las huestes acaudilladas por Broussais en el primer tercio de este siglo.
Repuesta un tanto de los rudos golpes que le descargó el jefe de la irritación, miró como aliados, aunque con desconfianza, a los anatómicos patológicos, a los organicistas, a los hanhemanianos, a los humoristas, empíricos y eclécticos; refugiada en Montpellier, aguardó paciente y resignada a que la reacción filosófica de la Alemania la robusteciese un poco, y alentada por la Revista médica de París, ha salido otra vez a campaña, flamante y provocativa, enarbolando una bandera de espiritualismo que pueda aumentar sus huestes, y arremetiendo denodada contra las ciencias anatómicas, físicas y químicas, que invaden con marcha lenta, pero segura y triunfal, los infinitos campos de la fisiología.
Para formaros una idea cabal de esa escuela, analizadla detenidamente en cada uno de sus pasos y períodos; comparad éstos, unos con otros y todos con el maestro, a proporción que avanza. Esa análisis y esa comparación, os darán un resultado sorprendente. Veréis que la doctrina hipocrática no es cosmopolita. Apenas sale de Coos, experimenta la influencia modificadora [23] de los climas que recorre. Como los animales y las plantas que pasan de los polos a los trópicos, o de los trópicos a los polos, sufre tales mudanzas, tales transformaciones, que llega a ser desconocida. Si Hipócrates se levantara de la tumba y viera ciertos hipocratismos, se volvería al sepulcro por no verlos.
No es necesario para notar esas transformaciones que sigáis la escuela paso a paso; tomadla en sus grandes períodos, en sus restauraciones, en sus días de triunfo, y las advertiréis del propio modo. Al pasar por el filtro de los siglos, se depura de todo lo añejo y perecedero, reemplaza sus pérdidas con nuevas adquisiciones, siempre decoradas con el dictado de experimentales; cuanto más la restauran, tanto menos le resta de lo que fue en vida del fundador de la doctrina. Es como un navío al cual se van mudando sucesivamente las tablas y aparejos, o como un regimiento que va perdiendo su gente, reemplazada por otra, a los cuales no les queda al fin y al cabo más que el nombre.
Ved en qué se parece el hipocratismo de Montpellier y de la Revista médica de París, al hipocratismo de Sydenham, este al del siglo XVI, este al de Galeno, este al de la escuela dogmática de Alejandría, y esta escuela a la de Coos.
En vano buscaréis la semejanza en los medios teóricos ni prácticos de realizar el hipocratismo. Ni las teorías son las mismas, ni es la misma la terapéutica.
La única cosa que los enlaza, la única que da unidad a las escuelas hipocráticas de diferentes siglos, es la pretensión de no admitir nada que no sea producto de la experiencia, de no erigir en principio nada que no brote de la observación de los hechos, dirigida por un acertado raciocinio; mas sobre no ser eso medicina, sino filosofía; sobre tener todas las demás escuelas una pretensión análoga, el abandono que hace cada restauración hipocrática, de las teorías profesadas por las anteriores; el descrédito de las mismas profesadas por el pontífice, demuestran hasta la última evidencia, que su conducta práctica no corresponde a la voluntad que las anima, que al realizar sus creencias no son tan fieles ni escrupulosas, respecto de esa observación de la que se tienen por devotos.
Yo no me ocuparé, señores, en demostraros las notables diferencias que se advierten entre la escuela de Alejandría y la de Coos, entre Galeno e Hipócrates, entre las escuelas hipocráticas del siglo XVI y aquellos dos prohombres del arte, entre el hipocratismo del siglo XVIII y el del XVI, entre el hipocratismo moderno y el de los ya sepultados en el panteón de los tiempos.
Semejante trabajo no es para una memoria, o un discurso, reclama un libro; mas las escuelas indicadas no os son desconocidas; cada uno de vosotros podrá ver si voy fundado en lo que he dicho.
Aun cuando así no fuese, aun cuando las escuelas hipocráticas fuesen idénticas en todo, en teoría y práctica, tanto las unas a las otras como a Hipócrates, no por eso deberían ni podrían inspirarnos más confianza, ni merecer más simpatía y deferencia.
Si adoptan en un todo la doctrina de Hipócrates, ya habéis visto lo que es esa doctrina. La medicina práctica de nuestros tiempos puede aprender muy poco de lo consignado en aquella. Si es otra la doctrina que profesan, que no la revistan del prestigio y autoridad de aquel célebre médico; que no pretendan presentárnosla como cosa venerable.
La exageración hiperbólica con que algunos sabios han exaltado el mérito relativo de Hipócrates, ha hecho que el vulgo médico haya tomado ese mérito por absoluto, y no sólo se han debido a esa fácil evolución del entusiasmo las restauraciones del viejo hipocratismo, sino el que todos los forjadores de sistemas pongan a sus peregrinas concepciones, el sello de la doctrina coaca. [24]
Hipócrates es la máscara con que se cubren todos los que sienten en su conciencia la flaqueza de sus hipótesis; es la condecoración que se cuelga todo sistema que no tiene confianza en el prestigio de su personalidad; es la estampilla con que se aseguran la obediencia, los que necesitan de una autoridad superior para contar con el respeto; es el exequatur con que se facilitan el paso los que temen que se les cierren las puertas del asentimiento; es la guía de la aduana para el que introduce contrabando; es la patente limpia, en fin, que se procura el que viene navegando desde puertos apestados.
La privilegiada nombradía del médico de Coos ha estimulado la ambición de todos los que no se sienten con fuerza para subir a tanta altura; esa nombradía es un patrimonio que tiene muchos y codiciosos pretendientes; todos quieren ser herederos o albaceas de ese patrimonio, y al adjudicarse a sí mismos el legado, derraman el ridículo sobre el fundador del mayorazgo.
Padrino nato de todos, introductor obligado de cualquier advenedizo, esa colosal figura viene a ser entre sus desalentados panegiristas, una especie de maniquí, al que cada uno viste a su antojo.
De los libros de ese autor griego puede decirse lo que, según Luis Peisse, dice un poeta inglés de la Biblia:
Libro es en donde cada cual inquiere
Un dogma, y halla el dogma que prefiere.
O bien, como dice Trousseau: cada uno lee en esos libros lo que tiene en su pensamiento.
Así comprenderéis fácilmente, cómo los hipocráticos no se parecen los unos a los otros, y cómo ninguno de ellos se parece a su pontífice.
Hay en las doctrinas médicas un principio fundamental, acerca del que se diría a primera vista, que podría haber concordancia entre todos los hipocráticos antiguos y modernos. Aludo al vitalismo.
Pues precisamente en nada reina tanta anarquía como en todo lo concerniente a ese principio.
Desde el padre Hipócrates, cuyas obras rebosan de materialismo jonio, hasta el vitalismo psíquico de Recamier, de Cayol y de la Revista médica de París, son tantas las escuelas vitalistas, que ya fatigan la memoria y abruman el espíritu.
Hay vitalismos de todas clases y a gusto del consumidor, como se dice vulgarmente. Los hay materiales, humoristas, solidistas, gaseosos o incoercibles; los hay dinámicos y metafísicos; los hay, en fin, psíquicos o espirituales.
Tras el vitalismo humoral de Hipócrates y demás griegos o el ontológico de la naturaleza medicatriz y militante, hemos visto en tiempos más cercanos el orgánico de los Glisson, los Gorther, los Haller, los Brown, los Bordeu, los Bichat, los Cabanis, los Pinel, los Chaussier, los Broussais y demás sostenedores de las propiedades vitales, que forman todavía el credo de la inmensa mayoría de los médicos. Hemos visto el vitalismo anímico de Stahl, el dinámico o metafísico de Barthez, inventor del principio vital, como forma abstracta de una entidad absurda, hipotéticamente admitida como síntesis del código fisiológico, por el cual se rigen los fenómenos propios de los cuerpos organizados, con excepción de los intelectuales y morales, los cuales tienen fuero particular, o reconocen otro principio. Hemos visto, en fin, el vitalismo psíquico de Recamier, de Cayol y de los redactores de la Revista médica de París, para los cuales, la fuerza vital es otra de las atribuciones del alma pensadora. [25]
Y no para todo aquí. Si todos esos vitalistas de diversa escarapela y uniforme, forman liga estrecha y compacta contra los que miran la vida como un modo de ser de la materia diferente del que tiene en los cuerpos inorgánicos, se destrozan entre sí con tanta menos piedad, cuanto más íntimos son los vínculos que los unen.
Los metafísicos y psíquicos apellidan pseudo-vitalistas, materialistas disfrazados, a los organicistas, y no los consideran suficientemente pertrechados contra los yatroquímicos y yatromatemáticos del siglo XIX, como designan con cierto desdén olímpico a los fisiólogos, físicos y químicos.
No es mayor la paz que reina entre aquellas dos sectas espiritualistas, puesto que a los himnos de victoria, a los hossana que entona el flamante vitalismo hipocrático de París, se agita sañudo y refunfuñador el viejo y celoso hipocratismo de Montpellier, reclamando sus fueros y privilegios de prioridad y pertenencia. No hay un espectáculo más divertido que las ardientes polémicas entre Cayol y Lordat, recluta aquél del vitalismo anímico, veterano éste del vitalismo barthesiano o dinámico.
El humo de la pólvora con que anublan su campo de batalla, no les deja ver que el vitalismo de Montpellier, a lo Barthez, con sus dos principios vitales, uno para la vida orgánica y otro para la psíquica, no es, en fin, más que un fósil, desenterrado de los jardines de Academo, donde le dejó dividido Aristóteles en alma sensitiva, nutritiva y racional; que el vitalismo de la Revista no viene a ser más que un escudete de estalianismo, injerto en el árbol hipocrático del siglo XIX.
Y risum teneatis amici; todos esos vitalistas se amparan bajo el patronato exclusivo del pontífice de Coos, todos graban en su escudo el dictado de hipocráticos; todos prenden en su sombrero la escarapela coaca, como una exhibición de documentos legítimos para declararse herederos de la gran fama, para ser ellos los Levitas de esa arca santa que llevan a los combates.
¡Hipócrates, filósofo de los tiempos gentílicos, en que las almas no existían o eran tres; Hipócrates, el de las cualidades, el de los cuatro elementos, el de los cuatro humores, el del libro de los aires, aguas y lugares, el de las epidemias, el de la naturaleza, vitalista anímico y dinámico! ¡Metafísico o psíquico! ¡Qué vitalismo es ese que así se presta a las elucubraciones platónicas, cartesianas y yoístas de los Cayol, como el método a posteriori de Bacon, acariciado por los Barthez y Lordatt! ¿Quién engaña a quién?
¿Y ese es el vitalismo hipocrático, el hipocratismo que en nuestros días se levanta como concepción más acabada, más progresista, más digna de la confianza de los médicos? ¿Qué resta ya de Hipócrates en esa destilación de quinta esencia, obtenida en el alambique de los neostalianos y barthesianos?
Señores, no es tiempo ni ocasión de tomar por lo serio esos delirios, sólo posibles en una época de reacción como la nuestra; pero de reacción pasajera como una aurora boreal. Vuestro cansancio me advierte que debo concluir, y voy a hacerlo con unas palabras de Jesucristo: A fructibus eorum agnoscetis eos, decia el Redentor, hablando de los Fariseos y Escribas. Yo digo mismo de los vitalistas montpellerianos, que han tenido más tiempo de producir algo, que los flamantes stalianos de París.
¿Qué han hecho esos metafísicos con sus altaneras pretensiones, con sus miradas olímpicas, con sus arrogantes actitudes? ¿Qué obra útil para la medicina práctica, ha salido de la pluma especulativa de unos 50 años a esta parte? ¿Qué hay en fisiología, en patología, en terapéutica, confeccionado con arreglo a sus doctrinas? ¿Qué descubrimiento se les debe, qué [26] mejora les corresponde, qué progreso han promovido? ¿Qué parte han tomado en las grandes luchas del siglo? ¿Qué ha escrito Lordat, ese último albacea de la escuela de Barthez? ¿La insenescense du sens intime? ¡Oh, si todo se reduce a eso, será muy posible que hasta el más tolerante recuerde la antigua fábula del mons parturiens!
La escuela de Montpellier vitalista, ya veterana, partiendo del principio que todo está ya hecho, que todo se hizo en Coos, y meciéndose en la ilusión de que ella es ahora la isla de Stankio, permanece inmóvil y en beatífico reposo como un dios egipcio, no sale de su misterioso santuario, y cerniéndose en las nubes de la especulación, desdeña los trabajos particulares y minuciosos de la plebe, por más que la práctica del arte viva de esos trabajos y no de las elucubraciones metafísicas de la familia neo-platónica.
¿Y se extrañará que haya quien diga que el vitalismo es la escuela de la pereza vanidosa, el inmovilismo elevado a la altura de sistema, que trapeado en su majestad, se congratula de dos mil años de cristalización, y se vanagloria de no ser más que un puro y fiel eco de la gran voz de Hipócrates?
¡Médicos españoles, que aspiráis a ser algo en el vasto y escabroso campo de la medicina práctica!, no os dejéis arrastrar por el torrente reaccionario que baja de la política a la filosofía, y de la filosofía a la medicina; no caigáis en el pérfido lazo que se os tiende con el disfraz hipocrático: ved que el hipocratismo de que se os habla, no tiene ya, no digo precisamente nada de las doctrinas del gran médico de Coos, insuficientes e inútiles para nosotros, sino ni aun su espíritu filosófico; el método a posteriori, la observación ilustrada con el raciocinio, la experiencia razonada, a cuyos albores el hipocratismo debió su primera restauración en el siglo XVI, a cuya proclamación más acabada por la concepción baconiana, tornó a brillar en el siglo XVIII, y a cuyas reglas os inclináis todos, porque la conciencia os dice que es el método mejor para dar con la verdad donde quiera que se oculte para que la busque el hombre: os está llamando a voz en grito al estudio de las ciencias físicas y químicas, al estudio de la anatomía química y microscópica, para rasgar el velo que cubre los arcanos fisiológicos; al estudio experimental de los fenómenos objetivos, para elevarse desde ellos de generalidad en generalidad a la gran síntesis.
Que no os arredre el dictado de materialistas con que se os quiere espantar, si abandonáis la gimnástica metafísica por el estudio de las organizaciones, con los mismos medios que tantas ventajas reportan en el de los cuerpos inorgánicos; ese injusto y mal intencionado anatema es la primera y más elocuente revelación de la flaqueza de los que tal dictado os dan, es su impotencia que chilla, es un mal pleito que se defiende a voces.
¿Queréis marchar siempre a remolque de las naciones extranjeras, quedaros al ínfimo nivel en que os han dejado vuestros padres, no figurar jamás donde se escriben los nombres de los que empujan la humanidad hacia el progreso? Seguid durmiendo en el regazo de la especulación con que, a nombre de Hipócrates, se os brinda por vez tercera.
¿Queréis elevaros al nivel de las demás naciones, tomar activa parte en ese movimiento científico que las ha colocado a tanta altura; dar a la España médica las proporciones de un gigante? Levantaos todos, sacudiendo las trabas de la idolatría que os subyuga, y gritad a voz en cuello: a trabajar.
Madrid, 16 de enero de 1859.
{Transcripción íntegra del texto contenido en un opúsculo de papel impreso de 26 páginas más cubiertas.}