Marcelino Menéndez Pelayo / De la filosofía platónica en España [3] (original) (raw)
De las vicisitudes de
la filosofía platónica en España
III
Tres grandes nombres compendian en España el movimiento platónico del siglo XVI: León Hebreo, Miguel Servet, Fox Morcillo. León Hebreo, representante el más puro del neoplatonismo florentino, renovado y vivificado por la infusión de un elemento semítico-español muy poderoso, que da a su doctrina una trascendencia ontológica, no lograda jamás por Bessarion ni por Marsilio Ficino; Miguel Servet, el neoplatónico heterodoxo y panteísta en quien reencarna el espíritu de Plotino y de Proclo en su mayor grado de exaltación y delirio: Fox Morcillo, el filósofo sintético y armonista, que volviendo la espalda al sincretismo alejandrino, busca un modo más alto de concordia entre los dos príncipes del pensamiento griego, y da con una fórmula fecunda que lleva en potencia toda una revolución metafísica.
Caracterízase la filosofía de los siglos XV y XVI, vulgarmente llamada Filosofía del Renacimiento (y en la cual cabe a Italia y a España la mayor gloria), por una reacción más o menos directa contra el espíritu y procedimientos del peripatetismo escolástico de los siglos medios. La difusión del conocimiento de las lenguas antiguas; el estudio directo de las obras de los filósofos griegos en sus fuentes; los grandes trabajos de investigación y de filología que entonces comenzaban y que hoy gloriosamente vemos cumplidos; la mayor pureza de gusto que traía por consecuencia forzosa una nueva forma de exposición y una aversión cada día mayor a las sutilezas y argucias, deleite de la escuela degenerada; la importancia que ya se iba concediendo a los métodos de observación, no reducidos aún a nuevo órgano, pero próximos a serlo; los descubrimientos que cambiaban la faz del mundo, completándolo, por decirlo así, con nuevas tierras y nuevos mares, y difundiendo por medio de la imprenta la verdad y el error en innumerables libros; la vida artística cada vez más avasalladora y más luminosa; la heroica infancia de las ciencas naturales, que fueron desde su principio el más formidable ariete contra [63] el formalismo vacío y contra el despótico dominio de las combinaciones lógicas, que por tanto tiempo habían sustituido a la realidad activa y fecunda; todo, en suma, concurría a acelerar el advenimiento de la libertad filosófica, por la cual en diversos sentidos, pero con igual ahinco, trabajaban los platónicos, los peripatéticos helenistas adversarios suyos, los renovadores de la Dialéctica como Lorenzo Valla, Rodolfo Agrícola, el salmantino Herrera y Pedro Ramus; los teósofos como Agripa y Paracelso; los cabalistas como Reuchlin, y levantándose sobre todos ellos el poderoso espíritu crítico de Juan Luis Vives. La obra de aquel gran pensador, prez la más alta de nuestra filosofía, no produjo ni podía producir entonces todos sus frutos ni aun ser entendida de muchos. Vives no era platónico ni peripatético, rigurosamente hablando: filosofaba por su cuenta y con extraordinaria novedad de método, lanzando las semillas del experimentalismo baconiano, del psicologismo cartesiano y en algún caso, hasta las del mismo criticismo kantiano {1}. Pero antes de llegar a [64] tales resultados, antes de recobrar su autonomía y entrar con paso firme en los nuevos métodos, era necesario que el pensamiento moderno velase largo tiempo en la escuela de los humanistas y filólogos, y diera, por decirlo así, una vuelta completa a la filosofía antigua que tomaba como punto de partida. Hubo, pues, en la segunda mitad del siglo XV y en todo el XVI una restauración más o menos artificiosa y erudita, pero a veces muy original en los detalles, de casi toda la ciencia clásica libremente interpretada. Platón fué el primero que volvió a las escuelas cristianas a disputar a su famoso discípulo la hegemonía de que por tantos siglos venía disfrutando. Conocidos ya por entero y en su lengua Aristóteles y Platón, puestos enfrente [65] y cotejados, hubo de surgir, y surgió desde luego, el pensamiento de concordarlos, de resolver su aparente antinomia en un armonismo superior.
El primer representante de esta tendencia armónica dentro del neoplatonismo que comúnmente se llama florentino, y con más propiedad y vocablo más comprensivo debería llamarse neoplatonismo italo-hispano, fue un médico, judío español de los que arrojó a Italia el edicto de los Reyes Católicos en 1492. Llamábase entre los hebreos Judas Abarbanel; entre los cristianos, León Hebreo, y era hijo primogénito del célebre maestro don Isaac Abarbanel, arrendador que fue de las rentas reales y proveedor de nuestros ejércitos durante la guerra de Granada. Desde 1502 tenía acabada su obra capital, los Diálogos de amor, cuyo texto original no ha sido impreso nunca, haciendo veces de tal la versión italiana, de la cual no he visto edición anterior a la de Roma de 1535 {2}. El libro de [66] Judas Abarbanel es, como su título lo indica, una filosofía o doctrina del amor, tomada esta palabra en su acepción platónica y vastísima. A esta nueva ciencia, que en rigor abraza un sistema metafísico total, la llama el autor Philographia, y en ella vienen a fundirse la filosofía de Platón y la de Aristóteles con el misticismo judaico y con la Cábala. Si Marsilio Ficino y los suyos eran cristianos platonizantes, León Hebreo era un judío que platonizaba, como Philon y como los antiguos judíos helenistas de Alejandría. Érale familiar todo el movimiento intelectual de la Sinagoga durante los siglos medios, y así le vemos gloriarse de discípulo y compatriota del que llama «nuestro Albenzubrón en su libro de la Fuente de la Vida», mostrarse muy enterado de la doctrina de los peripatéticos árabes y judíos sobre la feliz «copulación del entendimiento posible con el entendimiento agente», y de todas las variantes que el sistema de la emanación había recibido en sus escuelas: «de esta suerte hacen los árabes una línea circular del Universo, cuyo principio es la Divinidad y su término la materia prima, y de ella va subiendo y allegándose de grado en grado hasta fenecer en aquel punto que fue principio, que es en la suma hermosura divina, por la copulación con ella del entendimiento humano».
Pero en León Hebreo, sobre el carácter de judío y sobre la educación de sinagoga, predomina el carácter y la educación de hombre del Renacimiento. En él se juntan dos corrientes filosóficas que habían caminado distintas, pero que emanaban de la misma fuente, es decir, de la escuela alejandrina, del neoplatonismo, y especialmente del de las Enéadas. En la Edad Media, los hebreos habían sido el más eficaz conductor de la ciencia arábiga a las escuelas cristianas. En el Renacimiento, el destierro de los judíos castellanos y portugueses lanza de nuevo por Europa las semillas de la ciencia arcana encerrada en la Fuente de la Vida o en el Zohar. Pero esta ciencia hebraicoespañola, al ponerse en contacto con la ciencia italiana renovada de la antigüedad, se transforma; y al paso que reconoce sus comunes origenes, y remontando la corriente de los siglos, vuelve a anudar la cadena de Plotino, de Proclo y del falso Hermes Trismegisto, se va despojando de las embarazosas vestiduras de la Sinagoga, abandona sus tiendas, abandona sus fórmulas y ritos, y hace [67] oír su voz al aire libre y a la radiante luz del sol, bajo los pórticos de la Atenas Medicea. Estudia el griego, para conocer de cerca a los maestros del pensamiento antiguo; restaura la forma dramática del diálogo, y hace uso de los desarrollos oratorios en contraste con la forma rígida del razonamiento escolástico. Y no es esto sólo, sino que extiende y agranda su concepción, dando a los términos valor universalísimo; y desde el primer momento plantea juntos el problema ontológico y el cosmológico, reconociendo que entre Platón y Aristóteles no hay diferencia esencial en cuanto a ellos Es claro que todas las predilecciones filosóficas de León Hebreo están por Platón y no por Aristóteles, de quien llega a decir que «tuvo en las cosas abstractas vista un tanto más corta». Y ¿cómo no había de parecer pobre y apegado a la tierra todo otro sistema metafísico que el platónico, al que con temor religioso enseñaba que «para contemplar la verdad y la hermosura conviene hacer como el sumo Sacerdote, que cuando en el día sagrado de los Perdones entraba en el Sancta Sanctorum, dexaba las vestiduras doradas llenas de piedras preciosas, y con vestimentos blancos y cándidos impetraba el divino perdón»? Persuadido de la antigua tradición arábiga y cristiana que suponía en Platón conocimiento de los sagrados libros, se empeñaba en hacerle creyente judaico y hasta cabalista, porque «al fin, en las cosas divinas, habiendo sido Platón discípulo de nuestros viejos, aprendió de mejores maestros y más que Aristóteles, y tuvo mayor noticia de la antigua sabiduría». Y no era sólo su entusiasmo religioso lo que le arrastraba hacia Platón: era también su vivo sentimiento de la belleza, que le hacía preferir el poético y vago modo de filosofar de la Academia, a la oración disciplinal del Liceo. Es más: deseaba restaurar, si fuese posible, aquello tiempos en que la Metafísica y la Poesía eran una misma cosa; en que se mezclaba «lo historial, deleitable y fabuloso con lo verdadero intelectual»; en que «se encerraban los secretos del conocimiento dentro de las cortinas de la fábula con grandísimo artificio, para que no pudiese entrar dentro sino ingenio apto para las cosas divinas e intelectuales». Ya el mismo Platón, con abandonar el uso de los versos, «rompió una parte de la ley de la conservación de la ciencia»: pero Aristóteles «quebró totalmente la cerradura de la [68] fábula y dio atrevimiento a otros no tales como él (árabes y escolásticos), a escribir la filosofía en prosa suelta, y de una declaración en otra, viniendo a mentes inhábiles, ha sido causa de falsificarla, corromperla y arruinarla». En esta cuasi perfecta identidad que León Hebreo establece entre la Metafísica y la Poesía, se funda la interpretación, a veces pedantesca, a veces ingeniosa y sutil, que va haciendo de la teogonía helénica, en la cual quiere encontrar más o menos velado el sistema de las ideas, eternos paradigmas de las cosas.
Pero cualesquiera que fuesen sus prevenciones, más bien artísticas que científicas, contra Aristóteles, no podía cerrar los ojos León Hebreo a la grandeza especulativa de la concepción aristotélica, y lejos de negarla, trató de resolverla en el platonismo, como se resuelve lo particular en lo general. Después de sentar como hecho inconcuso que las ideas, en el sentido de prenoticias divinas de las cosas producidas, no las niega el Stagirita, puesto que él mismo supone que en la mente divina preexiste el Nomos del Universo, que es el orden sabio de él, del cual se deriva la perfección y ordenación del mundo y de todas sus partes; expone así la famosa antinomia: «Sabrás, en suma, que Platón puso en las ideas todas las esencias y substancias de las cosas, de tal manera, que todo lo procreado de ellas en el mundo corpóreo se ha de estimar más bien sombra de substancia y esencia, que verdadera esencia ni substancia. Aristóteles quiere en esto ser más templado, porque le parece que la suma perfección del artífice debe producir obras de perfecto artificio en sí mismas, por donde sostiene que en el mundo corpóreo y en cada una de sus partes hay esencia y substancia propia de cada una de ellas, y que las noticias ideales no son las esencias y substancias de las cosas, sino causas productivas y ordenadoras de ellas: de donde infiere que las primeras substancias son los individuos, y que en cada uno de ellos se salva y conserva la esencia de las especies. Y no quiere que los universales sean las ideas que son causa de los seres reales, sino que los tiene meramente por conceptos intelectuales de nuestra alma racional, sacados de la substancia y esencia que hay en cada uno de los individuos reales... Pero la diferencia más bien está en la corteza de los vocablos que en la [69] significación de ellos. Platón, hallando que los primeros filósofos de Grecia no estimaban otras esencias ni substancias que las corpóreas, y pensaban que fuera de los cuerpos no había nada, se fue al extremo contrario al de los físicos, enseñando que los cuerpos por sí mismos no poseen ninguna esencia, ninguna substancia, ninguna hermosura como ella es verdaderamente, ni tienen otra cosa que la sombra de la esencia y hermosura incorpórea e ideal que reside en la mente del Sumo Artífice del mundo. Aristóteles, que halló a los filósofos, por la doctrina de Platón, apartados ya de la consideración de los cuerpos, porque estimaban que toda la hermosura, esencia y substancia, estaba en las ideas y nada en el mundo corpóreo, viendo que por esto se hacían negligentes en el conocimiento de las cosas corpóreas, de la cual negligencia había de resultar defecto y falta en el conocimiento abstracto de sus espirituales principios, juzgó que era ya tiempo de templar el extremo que en esto había, y demostró haber propiamente esencias en el mundo corpóreo, y substancias producidas y causadas de las ideas, y haber también en él verdaderas hermosuras, aunque dependientes de las purisimas y perfectísimas ideas» {3}.
Fácil es inferir las consecuencias del armonismo anunciado en este curiosísimo pasaje. La pluralidad, división y diversidad de las cosas mundanas no preexisten en las nociones ideales de ellas. Aunque la primera idea del universo, que está en la mente del Sumo Hacedor, sea multifaria, esto es, de muchas maneras en orden a las esenciales partes del mundo, no por eso aquella multiplicidad induce en ella diversidad esencial separable ni número dividido, sino que es de tal modo múltiple, que queda en sí indivisible, pura y simplicísima, y en perfecta unidad, «conteniendo juntamente la pluralidad de todas las partes del universo producido, con todo el orden de sus grados, de tal suerte, que donde está la una están todas, y todas no quitan la unidad de la una... Allí el ser contrario no está dividido del otro en lugar ni es diverso en esencia oponente, sino que [70] en la idea del fuego y en la del agua, y en la del simple y en la del compuesto, y en la de cada parte, está la del universo todo, y en la del todo la de cada una de esas partes, de tal suerte, que la muchedumbre, en el entendimiento del primer artífice, es pura unidad, y la Divinidad es la verdadera identidad de lo uno y de lo múltiple».
Viene a ser, pues, la Idea, en el sistema de León Hebreo, «una esencial luz solar, que en su unidad contiene todos los grados y diferencias de los colores». Identifícase con la sabiduría divina o con el Logos, porque no sólo en el entendimiento divino, sino en todo actual entendimiento, la sabiduría y la cosa entendida y el mismo entendimiento son una sola cosa en sí. Y si esta hermosura cabe en cualquier entendimiento creado, ¡cuánto más en el purísimo entendimiento divino, que de todas maneras es uno mismo con la sabiduría ideal; y «así como produce el mundo, lo conoce todo y conoce todas sus partes y las partes de las partes, en un simplicísimo conocimiento, esto es, conociéndose a sí mismo, y en él es lo mismo el conociente y el conocido, el sabio y la sabiduría, el inteligente y el entendimiento y las cosas de él entendidas! Están, pues, las ideas en el entendimiento divino, «todas juntamente, abstractas de materia, de mutación o alteración y de toda manera de división y muchedumbre».
¿Cómo se efectúa en este sistema el tránsito del orden ontológico al psicológico, del conocimiento divino al conocimiento humano? Platón y Aristóteles, concordados bajo los auspicios de Plotino, van a darnos la respuesta. Nuestra alma es una figuración latente de todas aquellas espirituales formas (las ideas) por impresión que en ella hace el alma del mundo, origen ejemplar suyo; lo cual llama Platón reminiscencia, y Aristóteles, interpretado platónica y libérrimamente por León Hebreo, entendimiento en potencia. Las formas o especies representadas por los sentidos, hacen relumbrar las formas y esencias ideales que están latentes en nuestra alma. «A este relumbrar llama Aristóteles acto de entender, y Platón, recuerdo, pero la intención de ambos es una misma en diversas maneras de decir.» El alma intelectiva aunque de suyo sea clara como rayo de la luz divina, está ofuscada por la densidad de la materia, y no puede llegar [71] a los resplandecientes conceptos de la sabiduría y a los ilustres hábitos de la virtud, sino realumbrada por la luz divina, la cual, reduciendo el entendimiento de la potencia al acto, y alumbrando las especies y las formas que proceden del acto cogitativo, le hace actualmente intelectual, con acto claro y perfecto. El entendimiento, por su propia naturaleza, no tiene una esencia señalada, sino que es todas las cosas; y si es entendimiento posible, es todas las cosas en potencia; y si es entendimiento en acto y pura forma, contiene en sí todos los grados del ser de las formas y de los actos del universo, todos juntamente en ser, en unidad, en pura simplicidad, con mucha mayor perfección y pureza intelectual que la que ellos tienen en sí mismos. El entendimiento actual que alumbra al nuestro posible, no es otro que el Altísimo Dios, y así, la bienaventuranza consiste en el conocimiento del intelecto divino, en el cual están todas las cosas primero y con más perfección que en ningún entendimiento criado, porque están en él esencial y causalmente, sin división o multiplicación alguna, antes en simplicísima unidad. El último término a que en la vida terrena puede ascender este conocimiento intuitivo, tiene su nombre en la Psicología alejandrina: se llama el éxtasis, y León Hebreo le describe en los mismos términos que Plotino y Abubeker, pero mezclando siempre algo del tecnicismo peripatético: «entonces el entendimiento, alumbrado de una singular gracia divina, sube a conocer más alto que al humano poder y a la humana especulación conviene, y llega a una tal unión y copulación con el sumo Dios, que nuestro entendimiento se conoce como siendo razón y parte divina más que entendimiento en forma humana...; y, en conclusión, te digo que la felicidad no consiste en aquel acto cognoscitivo de Dios que guía al amor, ni consiste en el amor que al conocimiento sucede, sino que solamente consiste en el acto copulativo del íntimo y unido conocimiento divino, que es la suma perfección del entendimiento creado.»
Tales son los fundamentos metafísicos del neoplatonismo de León Hebreo, pero no bastan ellos solos para dar idea cabal de la extraña originalidad de los detalles y de la riqueza del sistema. Nada hemos dicho de su cosmogonía, verdadero poema peri fusewV, más inspirado en el Timeo que en la Física: nada de sus disquisiciones [72] sobre la comunidad del ser del amor y su amplia universalidad, sobre los amores y la unión generadora del gran cuerpo del cielo con la materia prima: nada de su filosofía de la voluntad, ni de su estética, brillante comentario del Simposio y del libro VI de la primera Enéada; nada, en fin, de su temeraria exégesis, que, a pesar de sus inauditos arrojos y cavilaciones, ni retrajo a los intérpretes cristianos, ni hizo sospechoso el libro. Todo lo cubría el exaltado misticismo del autor, su bella y simpática doctrina del amor como espíritu vivificante que penetra el mundo y como atadura del universo. Nadie espiritualizó tanto el concepto de la forma, nadie le unificó más, y nadie se atrevió a llegar tan lejos en las conclusiones de la teoría platónica, hasta construir esa síntesis deslumbradora que abarca todo el cerco de los entes, afirmando donde quiera la eterna fecundación del amor. Doctrina que puede ser telematológica en el punto de arranque, puesto que León Hebreo usa el mismo procedimiento psicológico que los Alejandrinos, pero que en su término es esencialmente ontológica, puesto que viene a considerar el mundo como una objetivación del amor o de la voluntad, que se revela y hace visible en infinitas apariciones y formas {4}.
Si los diálogos de Judas Abarbanel estaban escritos (como de un pasaje del tercero de ellos se infiere) desde el año 1502 (5262 de la creación, según el cómputo hebreo), es indudable que precedieron bastante, y debieron de influir de un modo muy eficaz en los diversos libros de platonismo erótico-recreativo, publicados en Italia y España desde la primera mitad del siglo XVI. Entre ellos baste recordar, por el hecho de haber sido inmediatamente trasladados a [73] nuestra lengua, los Asolani del cardenal Bembo, razonamientos algo pedantescos sobre el amor, que se suponen habidos en la corte de la Reina de Chipre; y el Cortesano del conde Baltasar Castiglione, Nuncio que fue de Clemente VII en España, desde 1525 hasta su muerte, acaecida en Toledo el 10 de febrero de 1529. El cuarto libro de esta especie de Manual de cortesía y buen tono caballeresco, termina con un largo y bellísimo razonamiento sobre el amor y la hermosura, puesto en boca del mismo cardenal Bembo, trozo muy digno de memoria, no sólo por la peregrina hermosura de la dicción, que resulta mayor, si cabe, en la prosa castellana de su intérprete Boscán; sino porque el mero hecho de intercalar una paráfrasis del Phedro y del Banquete en un libro de urbanidad, demuestra hasta qué punto había penetrado la moda platónica en el mundo elegante de Italia, y en el círculo de sus poetas y de sus artistas. El ejemplo de estos libros italianos que difundían hasta en el vulgo y entre las mujeres los principios de la filosofía del amor, contribuyó, sin duda, a multiplicar en España los diálogos de asunto estético y philográphico, todos esencial y declaradamente platónicos. Así, el célebre botánico Cristóbal de Acosta escribió Del amor divino, natural y humano; el heroico capitán Francisco de Aldana compuso un Tratado de amor en modo platónico; el grave jurisconsulto aragonés micer Carlos Montesa, mal consejero del justicia Lanuza, una Apología en alabanza del amor. Finalmente, pueden recordarse el ingenioso y ameno Diálogo de amor, obra rarísima de autor anónimo, publicada en Burgos por Juan de Encinas en 1593, y el voluminoso Tractado de la hermosura y del amor {5}, de Maximiliano Calvi (italiano de origen, pero no de lengua), el cual Tractado, en la mayor parte de su contexto, es un mero plagio de los Diálogos, de León Hebreo, y de los dos libros De pulchro y De Amore, del célebre peripatético Agustín Nipho Suessano, como largamente he probado en otra ocasión.
Esta philographia (o disciplina amatoria) y esta estética platónica, fueron una especie de filosofía popular en España y en Italia [74] durante todo el siglo XVI. Su expresión más alta debe buscarse en aquella incomparable oda de Fr. Luis de León a la música del ciego Salinas, donde, con frases de insuperable serenidad y belleza, está expresado el poder aquietador y purificador del arte; la escala que forman las criaturas para que se levante el entendimiento desde la contemplación de las bellezas naturales y artísticas hasta la contemplación de la suma increada hermosura; la armonía viviente que en el Universo rige; armonía de números concordes que los pitagóricos oían con los ojos del alma; música celeste, a la cual responde débil y flacamente la música humana. Pero la expresión popular y más difundida y vulgarizada, aparece todavía más de resalto, por lo mismo que es menos metafísica, en los poetas eróticos, tales como Camöens, Herrera {6} y Cervantes (en el libro IV de la Galatea), los cuales, por lo mismo que no procedían de un modo discursivo, sino intuitivo, y tomaban llanamente sus ideas del medio intelectual en que se educaban y vivían, nos dan mucho mejor que los filósofos de profesión, ya escolásticos, ya místicos, ya independientes, el nivel de la cultura de su edad, mostrándonos prácticamente cómo esos conceptos idealizaban y transformaban la manifestación poética del amor profano, y cómo al pasar éste por la red de oro de la forma poética perdía cada vez más de su esencia terrena y llegaba a confundirse en la expresión con el amor místico, como si el calor y la intensidad del afecto depurase y engrandeciera hasta el objeto mismo de la pasión. Es cierto que para la mayor parte de los artistas y de los hombres de letras no era el platonismo otra cosa que un recurso semejante a la mitología, una retórica de lugares comunes, medio paganos y medio cristianos, sobre el Bien Sumo y la Belleza Una en Dios y derramada difusamente en las criaturas. Pero el sólo hecho de insertar tales teorías, como Cervantes lo hizo, en una pastoral, en un libro de ameno entretenimiento, destinado a correr en el cestillo de labor de dueñas y doncellas, demuestra cuán vigoroso era el empuje de la corriente [75] platónica en el siglo XVI. Platónico, y probablemente derivado de Castiglione, era el sentido de aquella cierta idea que venía a la mente de Rafael y le servía de modelo para sus creaciones. Platónicos son los sonetos de Miguel Ángel y los de Victoria Colonna, y las elegías del divino Herrera, y los diálogos del Tasso y sus sonetos, y los cantos de innumerables poetas eróticos que juntaron a los recuerdos de la antigua casuística amorosa de la Edad Media, tal como el Petrarca la había interpretado y tal como Ausias March la había realzado con mayor sinceridad de sentimiento y más intimidad de espontánea psicología, las enseñanzas de la nueva Academia Florentina y las de aquel judío español cuya influencia no era menos honda, aunque se confesase menos. Puede decirse que las lecciones de Diótima (la fada Diótima, que decía León Hebreo) estaban entonces en la atmósfera, y que todo el mundo la respiraba hasta sin darse cuenta de ello: en los libros místicos, las almas piadosas; en los de erudición y preceptiva, los doctos; en los de apacible entretenimiento, los mundanos. El que, para recoger piadosamente su espíritu, soltaba de las manos la Galatea, y buscaba en las obras del venerable Granada el Memorial de la vida cristiana, tropezaba allí con la doctrina de las ideas arquetipas, expresada con encantadora ingenuidad y modificada conforme al sentir de San Agustín y de Santo Tomás: «Y si es lícito comparar las cosas altas con las bajas, así como en la oficina de un famoso impresor, además del maestro mayor que rige la estampa, hay muchas formas y diferencias de letras, unas grandes y otras pequeñas, unas quebradas y otras iluminadas y de otras muchas maneras, así, Dios mío, contemplo yo vuestro divino entendimiento como una grande y real oficina, de donde salió toda la estampa deste mundo, en el cual no está solamente la virtud eficiente y obradora de todas las cosas, mas también infinitas diferencias de formas y de hermosísimas figuras, conforme a las cuales salieron las especies y formas criadas que vemos y que no vemos, aunque estas formas en Vos no sean muchas, sino una simplicísima esencia, la cual, de diversas maneras, por diversas cristuras es participada. De suerte, que no hay criatura fuera de Vos que no tenga su forma y modelo dentro de Vos, conforme a cuya traza fue sacada. Estas son aquellas ideas que los [76] filósofos ponían en vuestro divino entendimiento» {7}. Y si del Memorial pasaba a las Adiciones, allí se encontraba traducido a la letra la mayor parte del razonamiento de la forastera de Mantinea, recomendado y encarecido con estas tan expresivas y aun hiperbólicas palabras: «Casi todo esto que aquí habemos dicho acerca de la divina hermosura, dice maravillosamente Platón, en persona de Sócrates, en el diálogo que llaman del Convite... _¿Qué cristiano habrá que no se espante de ver en estas palabras de gentiles resumida la principal parte de la filosofía cristiana?_» {8}. Escribía el admirable prosista franciscano Fr. Juan de los Ángeles su regalado libro de los Triumphos del amor de Dios (1590), siguiendo «la doctrina del divino contemplativo Dionysio, y de Platón en su Convite de amor, porque entre todos los que de esta materia hablaron, con justo título llevan la palma». El beato Alonso de Orozco, mostrándose digno hijo de San Agustín, esmaltaba su tratado De la suavidad de Dios (1576), de sentencias platónicas, y no teniendo reparo en llamar divino filósofo al autor de ellas, añadía con verdadero asombro: «Platón, en aquel Convite que escribió, me admira, en sola lumbre natural, las grandezas que dice de Dios.» El archiplatónico Tratado del amor de Dios, compuesto por otro agustino, Cristóbal de Fonseca, obtenía la honra, no sé si enteramente merecida, de ser citado por Cervantes nada menos que al lado de los diálogos de León Hebreo {9}. Y, finalmente, para no hacer interminable a poca costa esta enumeración, pues nada hay más abundante que estos rasgos platónicos en nuestros libros de devoción, citaré el ejemplo decisivo de Malón de Chaide, que en la parte cuarta de su lozanísima Conversión de la Magdalena, intercaló un verdadero tratado de [77] Metafísica alejandrina, siguiendo (como él dice) a los que mejor hablaron desta materia del amor, que son: Hermes Trimegisto, Orfeo, Platón y Plotino, y al gran Dionisio Areopagita, y a algunos de los anriquísimos filósofos, mezclando lo que en la Sagrada Escritura hallare que pueda levantar esta materia». Pero, en realidad, la mayor parte del trabajo se le dio hecho Marsilio Ficino en su diálogo sopra l'amore, no sólo imitado y explotado, sino traducido alguna vez literalmente por Malón de Chaide, como acaba de probar un joven y docto escritor, ornamento de la Orden a que Malón de Chaide pertenecía {10}. No sólo en la teoría de la belleza y en la teoría del amor era Malon de Chaide fervoroso platónico; lo era también, y no podía menos de serlo, en la doctrina de las ideas, sin la cual aquellos conceptos no pueden ser entendidos ni explicados. Pero al admitir las ideas, rechazaba los sueños y oscuridades de aquellos primeros platónicos que las imaginaban distintas y separadas de la mente divina, o bien contenidas en el alma del mundo, y por el contrario, se declaraba neoplatónico y secuaz de Plotino, que dijo divinamente que las ideas están en el mismo Dios, y de él lo tomó mi Padre San Agustín, y de San Agustín los teólogos. Son, pues, las ideas (según el parecer de Malón de Chaide comentando a Plotino), «las fuerzás infinitas e inefables de la sabiduría divina, inmensas fuentes fecundísimas, formas primeras que concurren en una divinidad, esto es, que son una cosa con Dios, porque aunque se llaman por diversos nombres, y en el nombrallas nos parezcan muchas, pero en hecho de verdad no lo son, porque Dios es simplicísimo y son el mismo Dios, y así las llamamos muchas y una... En hecho de verdad, todo lo criado e infinito, y más que Dios con su infinito poder puede criar, no es más que retrato de las perfecciones que en sí tiene, porque si en sí no tuviera perfección de ángel, no le pudiera criar, y si no tuviera perfección de sol y estrella, y hombre y de lo demás, mal pudiera criar el sol, las estrellas, el hombre y lo demás que está criado; de suerte que en sí tiene las ideas o perfecciones que decimos, y porque él es infinito, por eso [78] tiene infinitas, y porque conforme a aquéllas cría las cosas, por eso puede hacer infinitas. Hace como si vos tuviésedes un sello ochavado de oro que en la una parte tuviese un león esculpido; en la otra, un caballo; en otra, un águila, y así de las demás; y en un pedazo de cera imprimiésedes el león; en otro, el águila; en otro, el caballo; cierto está que todo lo que está en la cera está en el oro, y no podéis vos imprimir sino lo que allí tenéis esculpido. Mas hay una diferencia, que en la cera al fin es cera, y vale poco; mas en el oro es oro, y vale mucho... En las criaturas están estas perfecciones finitas y de poco valor: en Dios son de oro, son el mismo Dios».
¿Y quién ha de negar sabor platónico a aquellos incomparables diálogos de los Nombres de Cristo, en que Fr. Luis de León rivalizó con el mismo fundador de la Academia, si no en la fuerza de interés dramático, a lo menos en el arte luminoso con que los conceptos más abstractos aparecen bañados y penetrados por el divino fulgor de la hermosura? Otras doctrinas, además de la platónica, han influido ciertamente en el pensamiento de Fray Luis de León: mucho la escolástica tradicional, algo el lulismo; pero no puede negarse que al insistir con tanto encarecimiento en la noción de unidad, punto nada secundario, sino trascendental en grado sumo, y al buscar con tanto ahinco la conciliación entre este concepto y el de diversidad, obedecía a aspiraciones armónicas que en la escuela de Alejandría tuvieron su primer origen. «La perfección de todas las cosas, y señaladamente de aquellas que son capaces de entendimiento y razón, consiste en que cada una dellas tenga en sí a todas las otras, y en que siendo una, sea todas cuantas le fuere posible, porque en esto se avecina a Dios, que en sí lo contiene todo. Y cuanto más en esto creciere, tanto se allegará más a él, haciéndosele semejante. La cual semejanza es, conviene decirlo así, el pío general de todas las cosas, y el fin y como el blanco a donde envían todos sus deseos las criaturas... Consiste, pues, la perfección de las cosas en que cada uno de nosotros sea un mundo perfecto, para que por esta manera, estando todos en mí y yo en todos los otros, y teniendo yo mi ser de todos ellos, y todos y cada uno de ellos teniendo el ser mío, se abrace y eslabone toda aquesta máquina del universo, y se reduzca a unidad la muchedumbre de sus diferencias, y quedando [79] no mezcladas se mezclen, y permaneciendo muchas no lo sean, para que extendiéndose y como desplegándose delante los ojos la variedad y diversidad, venza y reine y ponga su silla la unidad sobre todo. Lo qual es avecinarse la criatura a Dios, de quien mana, que en tres personas es una esencia, y en infinito número de excellencias no comprensibles, una sola, perfecta y sencilla excellencia. Y porque no era posible que las cosas así como son, materiales y toscas, estuviesen todas unas en otras, les dio a cada una de ellas, demás del ser real que tienen en sí, otro ser del todo semejante a este mismo, pero más delicado que él y que nace en cierta manera dél, con el qual estuviessen y viviessen cada una dellas en los entendimientos de sus vecinos, y cada una en todas y todas en cada una.» ¡Siempre la misma tendencia al armonismo en todos los grandes esfuerzos de la Metafísica española, lo mismo en Aben Gabirol que en Raimundo Lulio, lo mismo en Sabunde que en León Hebreo o en Fox Morcillo! {11}.
Si apartamos la vista de la numerosa y brillante falange de los místicos, para ponerla en el no menos lucido y alentado escuadrón de los teólogos y filósofos escolásticos, no nos será difícil tropezar con huellas platónicas, aun reconociendo que en la Escuela predominaron siempre con gran exceso y ventaja la autoridad de Aristóteles y el método y las tendencias peripatéticas. Ya la antigua escolástica, especialmente la de Santo Tomás, había incorporado en [80] su vasto organismo algunos conceptos platónicos de la mayor importancia, admitidos generalmente entre los teólogos cristianos desde la época de San Agustín. Pero no me refiero a este primitivo caudal que de Santo Tomás hubo de pasar a todos sus expositores, sino que pongo la atención en algo que los del siglo XVI añadieron, tomándolo directamente de Platón o de sus intérpretes florentinos. Ya Melchor Cano, en el libro X de sus Lugares Teológicos, al discurrir sobre la autoridad de los filósofos y la utilidad que pueden prestar al teólogo, y vindicarlos del ignorante desdén de los luteranos {12}, que dirigían entonces contra las fuerzas naturales de la razón humana argumentos no muy diversos de los que luego puso en moda la escuela tradicionalista, mostró inclinarse a una mayor benevolencia respecto de Platón, y a restringir un tanto la sentencia de Santo Tomás respecto de la primacía filosófica de Aristóteles. Concedía de buen grado a los platónicos aquel profundo teólogo y elegantísimo escritor, que en las cuestiones de la inmortalidad del alma, de la providencia de Dios, de la creación, del Sumo Bien y de los premios y castigos de la otra vida, Platón se había explicado con más claridad y firmeza que Aristóteles, acercándose más que él a la doctrina católica. Pero al mismo tiempo observaba que no era posible ni conveniente desarraigar de las escuelas la enciclopedia de Aristóteles, puesto que los diálogos de Platón, por su manera libre y poética, y por no abarcar metódicamente las diversas partes de la filosofía ni tocar siquiera muchas de sus cuestiones, no podían en manera alguna sustituirla como texto de enseñanza. Sin despreciar, pues, ni el parecer de San Agustín, que prefirió a Platón, ni el de Santo Tomás, que prefirió a Aristóteles, aceptaba el segundo cum moderatione quadam, concediendo algo a los amigos de Platón, y no empeñándose vanamente en convertir a Aristóteles en filósofo cristiano, violentando y torciendo sus palabras {13}. [81]
La grande autoridad de Melchor Cano llevó al partido de esta moderatio quaedam, o sea, benevolencia relativa, que no nos abrevemos a llamar eclecticismo, a los más grandes teólogos de nuestra edad de oro, sin excluir a los más fervorosos tomistas de la misma Orden de Predicadores a la cual Melchor Cano pertenecía. Él mismo era continuador en esto de la sabia y prudente libertad de ánimo de su maestro Francisco de Vitoria, de quien dice Cano, por el mayor elogio, que «en algunas cosas disintió de Santo Tomas, y que mereció, a su juicio, mayor elogio disintiendo que consistiendo, porque no conviene recibir las palabras del Santo Doctor a bulto y sin examen».
Aun siendo Aristotélicos, pues, dieron cierta importancia al elemento platónico, no ya sólo los que pudiéramos llamar escolásticos humanistas, verdaderos escolásticos del Renacimiento, como Vitoria y su glorioso discípulo, sino los que, a juzgar por otros indicios, más bien debieran colocarse en el grupo de los intransigentes y de los desafectos a novedades. Tal acontece, por ejemplo, con el dominico Fr. Bartolomé de Medina, uno de los acusadores de Fr. Luis de León. Pues bien; Bartolomé de Medina, cuando en su exposición de la primera parte de la Summa, llega a tratar por incidencia de la [82] hermosura y del amor, junta amigablemente doctrina de platónicos y de peripatéticos, refriéndose con especial elogio a Plotino y al «divino Platón en aquel elegantísimo diálogo de su _Convite_» {14}. Sigue las huellas de Medina su ilustre sucesor en la cátedra, Domingo Báñez, y al tratar de igual cuestión, acepta la definición platónica de la belleza, citando expresamente el Fedro, el Simposio y el Hipias Mayor, como fuente de su doctrina {15}.
Todavía son más frecuentes los vestigios platónicos y neoplatónicos en los grandes maestros de la Compañía de Jesús, que en la antigua España se distinguieron siempre por su indepencia filosófica, hasta el punto de constituir una verdadera disidencia dentro del escolasticismo tomista; disidencia que se hizo principalmente visible en las cuestiones de Gracia y libre arbitrio, pero que en Vázquez, en Toledo, en Suárez, en Rodrigo de Arriaga (especialmente), alcanza un carácter más general y se extiende a puntos filosóficos de tanta importancia, como la no distinción real entre la esencia y la existencia, el concepto propio de la unidad trascendental, el conocimiento intelectual de los singulares, la identificación de la cantidad con la materia, la no distinción real entre las potencias del alma y el alma misma, &c. Libros hay de jesuitas nuestros, como el elegantísimo de Benito Pererio De Communibus omnium rerum naturalium principiis et affectionibus {16}, que más que a la escolástica parecen pertenecer a la filosofía del Renacimiento; y los diálogos De Morte et Inmortalitate del P. Mariana, aunque reproduzcan doctrina de la Escuela, lo hacen en modo y forma tal, que [83] al mismo Cicerón diera envidia, y la presentan tan artísticamente engastada, que parecen un eco cristiano del Phedon. Resolvió Pererio la cuestión de principiis con sentido aristotélico puro; pero como era hombre de inmensa erudición clásica, conocedor, no sólo de las doctrinas de Platón y Aristóteles, sino de las de Anaxágoras, Demócrito y Leucipo, Pitágoras, Xenóphanes, Parménides, Meliso y Heráclito, que largamente expone y discute en su libro, hizo desde las primeras páginas de él bizarra declaración de libertad filosófica {17}, advirtiendo que en materias de ciencia física, el primer lugar correspondía a la observación y a la experiencia, el segundo a la razón, y sólo el último a la autoridad de los filósofos. Y si no en ésta, en otras obras suyas que se conservan inéditas, se mostró decidido partidario de la teoría platónica de las Ideas, y trató de conciliarla con la teoría aristotélica de la forma, en términos bastante parecidos a los que en su plan de concordia propuso Fox Morcillo {18}. [84]
Por distinto camino la había buscado en Florencia Juan Pico de Mirándola, si bien no llevó a cumplida sazón sus trabajos, divulgando sólo, a ruegos de Angelo Policiano, la parte de ellos que se refiere al concepto aristotélico del Ser y al concepto, plotiniano más bien que platónico, de lo Uno, considerados por Pico como igualmente universales, aunque no lo habían sido ciertamente en el pensamiento de los alejandrinos. El tratado De Ente et Uno alcanzó bastantes simpatías entre nuestros escolásticos, y mereció la honra insigne de que Suárez, en su inmortal Metafísica (disp. XXVIII, sec. III, núm. 13), calificase de egregias las razones con que Pico de la Mirándola y otros neoplatónicos abonaban su nuevo y singular sentir, que excluye a Dios del concepto de Ente, y le pone sobre el Ser y sobre lo Uno {19}. Con menos atenuaciones que en Suárez se mostraba la inclinación platónica y realista en Gabriel Vázquez, [85] constituyendo quizá la nota más saliente de su doctrina. No dudaba el ilustre autor de las Disputaciones Metafísicas {20} en dar cierto género de realidad a las ideas, esencias o posibilidades de las cosas, afirmando que cuando una cosa está objetivamente en el entendimiento divino, está ya con su existencia, y con las otras circunstancias con que ha de manifestarse después; y con ellas es aprehendida por Dios como posible. Y aunque sólo después de producida haya de tener al exterior la existencia real que antes tenía en la aprehensión divina, sin embargo, como fue aprehendida con la misma existencia posible, no se puede decir que fue únicamente hecha a semejanza de su idea, sino a semejanza de sí misma, puesto que Dios exprime en la obra lo mismo que antes pensó como posible, sin formar nuevo concepto. Sobremanera nuevas y trascendentales eran las consecuencias que Vázquez infería de esta doctrina. Para él, antes del concepto del poder divino estaba el concepto de posibilidad de las cosas. Dios puede o no puede hacer una cosa en cuanto ella es o no es posible. El fundamento metafísico de la ley está, pues, en la inteligencia de Dios, en lo que él llama la ciencia de Dios, y no en la voluntad divina. Esta doctrina, contraria, a lo menos en su primera parte, al universal sentir de los escolásticos, fue seguida, au20ue con ciertas reservas, por stino Fr. Basilio Ponce de León, y renovada luego por Leibniz, como capitalísima en su Teodicea. Mostrábase también la tendencia realista de Vázquez en admitir y dar por bueno el argumento de San Anselmo, rechazado generalmente por los conceptualistas escolásticos como un sofisma de tránsito {21}. [86]
Si en tan amigables relaciones vivió la doctrina de Platón con la de nuestros místicos y escolásticos, aun predominando en ellos la tradición peripatética, mayores sufragios parece que había de lograr en el campo de los pensadores independientes, que en tanto número [87] produjo nuestro siglo XVI. Y, sin embargo, fuera del gran nombre de Fox Morcillo, la filosofía de los humanistas tiende más al Liceo que a la Academia, y la filosofía de los naturalistas (Laguna, G. Pereyra, Valles, Huarte), busca en la observación física y psicológica su criterio. Italia misma no posee un grupo de aristotélicos puros (llamémoslos alejandristas, helenistas o clásicos), tan compacto y brillante como el que forman Sepúlveda, Vergara, Govea, Cardillo de Villalpando, Martínez de Brea, Fr. Arcisio Gregorio, Pedro Juan Núñez, Monzó, Monllor, Bartolomé Pascual y Antonio Luis. Por obra y diligencia de estos beneméritos varones, a cuyos esfuerzos cooperaron dignamente algunos escolásticos reformados, tales como Pedro de Fonseca, Couto, Goes y D. Sebastián Pérez, hablaron de nuevo en lengua latina la mayor parte de las obras de Aristóteles con una exactitud, claridad y elegancia que no habían alcanzado en las versiones anteriores; hízose texto de nuestras escuelas el texto griego de Aristóteles; restablecióse la antigua alianza entre los estudios matemáticos y los filosóficos; divulgóse el conocimiento de los comentarios helénicos de Aristóteles, especialmente del de Alejandro de Afrodisia; fueron victoriosamente refutadas las superficiales innovaciones ramistas, y restablecido en su propia y justa estimación científica el Organon, que Núñez comentó y defendió egregiamente; y, finalmente, fue traída a lengua castellana, mucho antes que a ninguna otra de las vulgares, toda la enciclopedia aristotélica, merced a los esfuerzos de Simón Abril, de Funes y de Vicente Mariner, a quien pudiéramos llamar el Tostado de los traductores {22}. [88] Con esta universal difusión de la doctrina de Aristóteles hasta en sus tratados más abstrusos y más apartados de la vulgar inteligencia, contrasta la penuria de versiones de Platón en lengua castellana durante todo aquel siglo, en términos tales, que, salvo la del Cratylo y la del Gorgias, hechas por Pedro Simón Abril, que ni siquiera llegaron a imprimirse, y las del Critón y el Fedón, por el bachiller Pedro de Rhua, que corrieron igual fortuna, pero que todavía se conservan, no recuerdo por el momento otra ninguna, si bien fuera temerario afirmar que no existen. Aun los mismos comentarios latinos, reducidos como están a los trabajos de Fox Morcillo sobre el Timeo, el Phedon y la República, no pueden competir ni remotamente en número, aunque sí en calidad, con la copiosa biblioteca que formarían reunidas las obras de nuestros peripatéticos helenistas. El mismo Simón Abril traducía a Platón con intento puramente literario, puesto que él en filosofía era aristotélico puro, como lo prueban la elegante Lógica o Filosofía Racional que imprimió en castellano, y otro tratado de Física o Filosofía Natural, que se conserva manuscrito {23}: obras de vulgarización inteligentísima, donde tiene bien que aprender el que intente adaptar el tecnicismo filosófico a nuestra lengua, tan maltratada, por lo común, en esta parte.
De los que venían al campo de la filosofía desde las escuelas de Medicina y otras Ciencias Naturales, podía esperarse todavía menos que de los humanistas, adhesión ni simpatía hacia el realismo platónico. Eran algunos de ellos adversarios tenaces y francos de Aristóteles; pero entre el empirismo y el idealismo no podían menos de propender al empirismo y de mirar como sueño y cavilación de espíritus ingeniosos, el fantástico mundo intelectual de las ideas [89] separadas. Gómez Pereira, verdadero iniciador de la doctrina psicológica y predecesor de Descartes en muchas cosas, combate a muerte el nombre y la autoridad del Estagirita, marcando su total disidencia de la Escuela en las más esenciales cuestiones ideológicas y físicas; pero en su Antoniana Margarita trata con no menor desenfado a Platón y a los platónicos cristianos como San Agustín, discutiendo con áspera crítica y rechazando, como pura retórica, todos los argumentos de aquella escuela en pro de la inmortalidad del alma, que el médico de Medina del Campo intenta probar por muy diverso camino. No era él hombre que fuese a trocar una servidumbre por otra. En materias especulativas proclamaba el desprecio de toda autoridad (authoritatem quamlibet contemnendam) y el imperio exclusivo de la razón «_dum de religione non agitur, rationibus tantum innixurum_». Y en sus teorías físicas, si a alguno de los antiguos se acercó, no fue ciertamente a Platón ni a Aristóteles, sino a Demócrito o a Leucipo. Partidario como él de doctrinas semiatomísticas, pero divergentísimo en todo lo demás, especialmente en la cuestión del alma de los brutos, el Hipócrates complutense Francisco Valles, mostró en sus ultimas obras, especialmente en la Philosophia Sacra, marcadas tendencias a la conciliación platónico-aristotélica, si bien dando al elemento peripatético cierto predominio sobre el académico, y mezclando uno y otro con reminiscencias pitagóricas {24}, tales y tantas, que a veces más le convierten en [90] discípulo de Filolao o de Arquitas, y de su teoría de los números, y de sus razones matemáticas, que no de la filosofía post-socrática. Eran ya para Valles tres y no dos los términos de la concordia, la cual se iba ampliando más y más conforme iba siendo más claro y completo el conocimiento histórico de la primitiva filosofía griega, y sintiéndose la necesidad de remontarse, aunque fuese por fragmentos, leves indicios y testimonios dispersos, a las fuentes mismas de donde los sistemas de Platón y de Aristóteles por ley de generación racional se habían derivado. A esta necesidad histórica respondieron, sin duda los trabajos de la Academia Aristotélica que durante el Concilio de Trento establecieron D. Diego de Mendoza y varios obispos españoles, siendo alma de ella el insigne helenista Juan Páez de Castro, que se internó más que otro alguno de su tiempo en el escabroso estudio de comentadores y escoliastas, y en la crítica y revisión de los textos. «Yo estoy todo metido en Aristóteles (escribía a su amigo Zurita en 1547), con el mayor aparejo que jamás creo que christiano lo emprendió...; tengo los textos de Aristóteles más correctos que los ha tenido hombre de ochocientos años a esta parte. Tengo todo cuanto se ha impreso de comentarios griegos. _Allende desto voy juntando á Aristóteles con Platón, y Platón con Aristóteles._» Para preparar esta síntesis, se valió de todo género de auxilios: Teofrasto, Sexto Empyrico, Cantacuzeno, Jorge Scolario, Miguel Psello y hasta las paráfrasis de autores innominados le dieron singulares luces. Sabemos que, por lo tocante a Platón, dispuso de los comentarios, entonces aun inéditos, de Olympiodoro al Gorgias, al Alcibiades, al Phedon y al Philebo, de Theon (De necessariis mathematicis in Platonem), de la Teología Platónica de Proclo y de sus comentos al Parménides y al Cratylo. Excusamos advertir que esta enorme labor, hecha principalmente sobre los códices griegos de las dos famosas colecciones de D. Diego de Mendoza y del Cardenal de Burgos, no llegó ni podía llegar a su término, [91] aunque Dios hubiese alargado mucho más allá de los límites naturales la vida de Juan Páez de Castro. Pero su método filológico era seguro, aunque la aplicación fuese prematura; y quien recorre hoy, por ejemplo, las hermosas colecciones de los fragmentos de filosofía griega formadas por Mullach, no puede menos de mirar con respeto a aquel ilustre español que en el siglo XVI comprendió todo el partido que podía sacarse de los exégetas y de los escoliastas. «Lo que buscaba en ellos (dice muy bien Carlos Graux) {25}, no era la manera con que habían comprendido y expresado el pensamiento de su maestro, sino el texto mismo de éste: bajo el escolio, se adivina, como por transparencia, la lección de manuscritos más antiguos en diez siglos que los nuestros: Páez había adivinado todo esto.»
Hay un grupo de pensadores del siglo XVI, que, superficialmente considerados y atendiendo a sus propias declaraciones, parece que habría que colocar en el número de los Platónicos, aunque, bien mirado, su platonismo es puramente exterior y retórico, y más que otra cosa una bandera de motín contra la autoridad de Aristóteles, y una aspiración de reforma, mal definida y poco concreta, importante como síntoma revolucionario más bien que como doctrina. Me refiero a los llamados ramistas o partidarios de Pedro Ramus. Ramus, que era un gramático y no propiamente un filósofo, emprendió arruinar, no solamente la escolástica, sino la misma doctrina de Aristóteles, dando clarísimas muestras de no entenderla. Sus innovaciones no pasaron de la Lógica, y aun allí se detuvieron en la corteza. Invocaba el nombre de Platón, como era moda entre los agitadores filosóficos de entonces; pero en lo poco que escribió de Metafísica, se mostró ajeno a toda concepción realista, y en la misma dialéctica nunca vio más que el arte y la práctica de la disputa. No basta llamarse platónico para serlo: no todos los que llevan el tirso están iniciados en los misterios de Baco. El que ofrecía [92] demostrar en público certamen, que todo lo que había enseñado Aristóteles era error y mentira, bastante indicaba con esto sólo, que ni el pensamiento de Platón, ni el de Aristóteles, habían encarnado muy adentro de su espíritu frívolo, bullicioso y temerario. Con alguna mayor templanza siguieron sus huellas algunos humanistas españoles, siendo los dos más notables el protestante abulense Pedro Núñez Vela, profesor de griego en Lausana, y el memorable autor de la Minerva y padre de la Gramática General, Francisco Sánchez de las Brozas. Pero Núñez, en su rarísima Dialéctica {26}, se limitó a combatir la superstición de los que miraban a Aristóteles como un Dios, y ponían sus sentencias en el mismo grado de estimación que las de los Sagrados Libros, y aunque era amigo personal de Pedro Ramus y aceptaba una parte de sus innovaciones, nunca le imitó en su intemperancia contra los peripatéticos. En cuanto al Brocense, cuyas doctrinas de filosofía gramatical son independientes de la dirección de Pedro Ramus, es cierto que en muchas cosas de su Organon Dialecticum et Rhetoricum y de su tratado De los errores de Porfirio, siguió a Ramus y a Omer Talón, su discípulo, absorbiendo, como ellos, la Retórica en la Lógica, o viceversa; desterrando de la Lógica misma todas las cuestiones físicas y metafísicas; haciendo cruda guerra a la división de los silogismos, a las proposiciones modales, a los términos vocales, mentales, cathegoremáticos y equívocos; negando la autenticidad de diversas partes del Organon; ensañándose con los predicables de Porfirio, y dando alguna muestra de inclinarse al sentido realista y platónico en la teoría de los universales, si bien trató el punto tan de paso, que apenas puede alcanzarse el verdadero fondo de su pensamiento. De todos modos, fue el único que en este grupo de insurgentes tuvo una aspiración verdaderamente fecunda, a la cual no fueron extrañas, a lo menos en su punto [93] inicial, las enseñanzas del Cratylo {27} sobre la filosofía de la palabra.
Independientemente y aislada de todos los grupos hasta aquí mencionados, levántase la sombría y trágica figura de aquel antitrinitario aragonés, víctima de los odios teológicos de Calvino, y eternamente memorable en los anales de la ciencia, por haber descrito con claridad y exactitud, antes que otro ninguno, la pequeña circulación o circulación pulmonar {28}. Espíritu aventurero, pero inclinado a grandes cosas, pasó como explorador por todos los campos de la ciencia, y en casi todos dejó algún rastro de luz. Inteligencia sintética y unitaria, llevó el error a sus últimas consecuencias, y dio en el panteísmo, como solían dar los herejes españoles e italianos de aquellos tiempos, cuando discurrían con lógica. Teólogo herético, predecesor de la moderna exégesis racionalista, filósofo neoplatónico, médico, geógrafo, editor de Tolomeo, astrólogo perseguido por la Universidad de París, hebraizante y helenista, estudiante vagabundo, controversista incansable a la vez que soñador místico; extremoso en todo, voltario e inquieto, errante siempre, como el judío de la leyenda, espíritu salamandra, cuyo centro es el fuego (según la expresión de uno de sus biógrafos alemanes), la historia de su vida y de sus opiniones excede a la más complicada novela. Esta historia he procurado trazarla en un libro mío, y no es del caso [94] repetirla: baste fijar la parte que el elemento neoplatónico puede reclamar en la concepción cristológica de Miguel Servet. El desarrollo de esta doctrina tiene dos fases principales, aparte de otras secundarias que ha distinguido con mucha sutileza Tollin, el más erudito y mejor informado de los biógrafos y expositores de Miguel Servet. La primera fase, contenida en los siete libros De Trinitatis erroribus (1531) y en los diálogos De Trinitate (1532), es puramente teología arriana, sin mezcla ni intrusión de elemento filosófico alguno. El Logos está entendido en la significación material de oráculo, voz o palabra de Dios {29}; las Divinas personas no son todavía para Servet hipostases, sino formas varias de la Divinidad, facies multiformes, Deitatis aspectus: el vocablo emanación está expresamente rechazado, como de sabor demasiado filosófico {30}, aunque por otra parte, Servet parece profesar un emanatismo de la especie más ruda y materialista que puede imaginarse, hasta afirmar que «la carne de Cristo fue educida o sacada de la substancia divina». No hay, pues, filosofía de ninguna escuela en estos primeros escritos; pero hay ya un verdadero y resuelto panteísmo, lo cual debe tenerse muy en cuenta para no achacar a las doctrinas de Alejandría más responsabilidad de la que realmente tuvieron en los últimos delirios de Servet. Servet, mucho antes de haber estudiado a Philón y a Proclo, y cuando no se inspiraba más que en el texto bíblico interpretado a su modo, y en los primeros escritores de la Reforma, enseñaba {31} ya, sin ambajes, que «Dios es nuestro espíritu», que «Dios es la esencia universal y esenciante», que «Elohim es la fuente, de donde [95] todas las cosas emanaron», y que «Dios, en sí mismo, no tiene naturaleza alguna».
Durante los años que transcurrieron desde 1532, fecha de los Diálogos, hasta 1553, en que publicó el Christianismi Restitutio, las ideas de Miguel Servet experimentaron una modificación profundísima. El antiguo teólogo persistió en él, pero se amalgamó extrañamente con el anatómico y el fisiólogo, condiscípulo de Vesalio y ayudante de Winter, con el astrólogo y matemático del Colegio de los Lombardos; y de una manera no menos extraña, con el pensador idealista imbuído, hasta los tuétanos, de las doctrinas neoplatónicas que en la Florencia del Renacimiento se predicaban, y aun cegado por reminiscencias y vislumbres de la escuela unitaria de Elea. Así nos aparece Servet en aquella especie de enciclopedia gnóstica, en aquel torbellino cristocéntrico, que acabó por arrastrar a su autor a la hoguera de la colina de Champel, encendida por los calvinistas con leña verde para alargar el suplicio. No es posible engañarse sobre el carácter de esta última evolución del pensamiento servetiano. El mismo autor disipa toda duda con sus citas de Hermes Trismegisto, Jámblico, Porfirio, Proclo y Plotino, y aun de algunos filósofos hebreos, como Aben-Ezra y Maimónides. La teoría de las Ideas está expuesta en toda su amplitud, al tratar del nombre Elohim. Desde la eternidad estaban en Dios las imágenes o representaciones de todas las cosas, reluciendo en el Verbo (Logos) como en su arquetipo. Dios las veía todas en sí mismo, en su luz, antes que fueran creadas, del mismo modo que nosotros, antes de hacer una casa, concebimos en la mente su idea, que no es más que el reflejo de la luz de Dios, porque el pensamiento humano, como dice Philón, es una emanación de la claridad divina. Sin división real de la sustancia de Dios, hay en su luz infinitos rayos que relucen de diversos modos. La Idea es luz que enlaza lo espiritual con lo corpóreo, conteniéndolo y manifestándolo en sí todo. Las imágenes que están en nuestra alma, como son lúcidas, tienen íntima conexión y parentesco con las formas externas, con la luz exterior y con la misma luz esencial del alma. Y esta luz esencial del alma contiene las semillas de todas esas imágenes, por comunicación de la luz del Verbo, en el cual está la imagen ejemplar de todas. [96]
Esta doctrina, más que platónica, es philoniana; pertenece a aquella escuela judaica de Alejandría que quiso llevar a término la unión de la filosofía griega y de la teología hebrea, y abrió los caminos del neoplatonismo. De Philón ha pasado íntegramente a Miguel Servet la distinción entre el Logos interno y externo (logoV endiaqetoV, logoV proforikoV): y aun el mismo concepto del Logos como lugar de las ideas, de los ejemplares eternos y razones de las cosas, o lo que es lo mismo, como un mundo intelectual, prototipo del mundo visible, el cual realmente no nos ofrece más que simulacros vanos y sombras que pasan. Pero el idealismo de Miguel Servet no se explica totalmente con Philon, ni con los alejandrinos propiamente dichos. Es cierto que Miguel Servet afirma, como Plotino, la Divinidad de lo Uno, la unidad universal en su simplicidad perfecta, el ente universalísimo pero abstracto, ente incomprensible, inimaginable, incomunicable e impersonal, que en rigor tampoco puede llamarse ente ni esencia, porque está sobre la esencia y el ente, y viene a confundirse con la nada o con la mera posibilidad de ser. Pero como Miguel Servet se empeña en aparecer a un tiempo cristiano y panteísta, empieza por corregir la doctrina de Plotino con ayuda de la de Proclo, y admite, siguiendo al filósofo ateniense, una doble consideración de lo Uno: 1º Como cosa inimaginable e inaccesible en sí; 2º Como esencia uniforme, fondo y substratum de todos los seres. Bajo este aspecto, «Dios es la mente omniforme, el piélago infinito de la substancia, que lo esencia todo, que da el ser a todo, y que sostiene las esencias de infinitos millares de naturalezas metafísicamente indivisas» {32}. De Proclo acepta también Miguel Servet el proceso o desarrollo de la esencia unidad por cuatro diversos grados, que llama modo de plenitud de substancia, modo corporal, modo espiritual, y modo ideal, singular y específico.
El modo de emanación por plenitud de substancia se da sólo en el cuerpo y espíritu de Jesucristo. Y véase de qué modo tan extraño [97] viene a injertarse el cristianismo unitario de Servet en su concepción panteísta. Veinte veces afirma que «Dios es todo lo que ves y todo lo que no ves», que «Dios es parte nuestra y parte de nuestro espíritu», y, finalmente, que «es la forma, el alma y el espíritu universal» {33}, y a pesar de fórmulas tan desoladas y tan crudas, su alma, naturalmente mística y enamorada de lo suprasensible, no puede resignarse ni a la unidad yerta de la concepción de Plotino, ni al frío deísmo de los socinianos, ni al grosero empirismo de los antiguos sabelianos y patripassianos. En el fondo de su alma quedaban semillas cristianas, y era, a su modo, más que devoto, ebrio de Cristo, de un Cristo ideal y arquetipo, harto semejante al de la Dogmática de Schleiermacher; y a este Cristo así concebido le puso como centro del mundo de las Ideas. Para Servet, todo vive idealmente en Dios y todo se concentra realmente en Cristo. El panteísmo de Servet más bien debiera llamarse pan-cristianismo, porque en su sistema, Cristo es la fuente de todo, la deidad sustancial del cuerpo, del alma y del espíritu, y de su sustancia espiritual emanó por espiración la sustancia de los ángeles y de las almas.
La Cosmología y la Antropología de Miguel Servet son una mezcla confusa e incoherente de ideas materialistas y platónicas en que Leucipo y Demócrito se dan la mano con Anaxágoras, Philón y Clemente de Alejandría. Lo más original de ella es una teoría de la luz, así material como espiritual, teoría cuyos gérmenes quizá pudieran encontrarse en los diálogos de León Hebreo. A esta palabra luz da Servet unas veces el sentido directo y otras el figurado. La asimila con la entelechia de Aristóteles: es la madre de las formas, el resplandor o refulgencia de la idea, la agitación continua, la energía vivificadora, el principio de la generación y de la corrupción, la fuerza que traba los elementos, la forma sustancial de todo, o el origen de todas las formas sustanciales, puesto que de la variedad de formas y combinaciones de la luz procede la distinción de los objetos. Cuanto hay en el mundo, si se compara con esta luz, es [98] materia crasa, divisible y penetrable. Esa luz divina penetra hasta la división del alma y del espíritu penetra la sustancia de los ángeles y del alma, y lo llena todo. Así como la luz del sol penetra y llena el aire, la luz de Dios penetra y sostiene todas las formas del mundo, y es, por decirlo así, la forma de las formas {34}.
Parece que descansa el ánimo cuando de la atmósfera tormentosa en que míseramente se perdió el genio de Miguel Servet, se pasa a la atmósfera serena y lúcida en que vivió el más ilustre de los platónicos españoles del Renacimiento, Sebastián Fox Morcillo, a quien la severa disciplina de su espíritu, guiado a un tiempo por la luz de la dialéctica socrática y por el rigor deductivo del método geométrico, salvó constantemente de tropezar en los escollos de la gnosis, de la teosofía, de la cábala, de la teurgia, del misticismo panteísta en que rara vez dejaron de naufragar los que en aquella era se [99] decían discípulos de Platón, siéndolo más bien del misticismo alejandrino. De tales quimeras y fantasmagorías, deleite senil de la Grecia degenerada y corrompida por el Oriente, estuvo siempre libre el ánimo austero del joven filósofo sevillano, que, al buscar la concordia entre los dos príncipes de la especulación griega, huyó cuidadosamente de todo lo que pudiera recordar la intuición plotiniana de lo Uno, no dejó penetrar por ningún resquicio en su ontología la doctrina del éxtasis, volvió los ojos a la naturaleza y al método experimental, olvidados y desdeñados de propósito por los alejandrinos; reivindicó altamente el concepto de la forma, y mantuvo sus derechos en el mundo físico contra la absorción idealista. Con él volvió el problema a plantearse en sus verdaderos términos, no en la fantástica región en que había querido plantearle y resolverle Juan Pico de la Mirándola. Los estudios habían caminado bastante para que en tiempo de Fox Morcillo no fuese ya posible la peregrina confusión entre el Parménides y las Enéadas, que todavía a los ojos de Ficino y de Lorenzo el Magnífico encerraban una misma y sola filosofía. Era preciso aislar a Platón de sus discípulos y no confundir la Academia con el Museo, por la misma razón que no era lícito ya confundir a Aristóteles con Averroes ni con la Escolástica. Aristóteles y Platón debían ser colocados frente a frente sin intermedios oficiosos, vistos en su propia obra, tales como son, distintos y singulares, pero no sistemáticamente contrapuestos ni tampoco torpemente fundidos en un sincretismo que anula sus rasgos característicos y no deja ver la razón superior bajo la cual se componen sus particulares oposiciones. Suponer que Platón enseña las mismas cosas que Aristóteles, sólo que las enseña de diversa manera, es desconocer el alcance de la polémica de Aristóteles contra la dialéctica platónica. Es cierto que el concepto de la ciencia no difiere sustancialmente en Aristóteles y en Platón; pero en Platón los principios del pensar son los mismos principios del ser, y la Lógica y la Metafísica vienen a reducirse a una sola disciplina. Por el contrario, en Aristóteles existe una diferencia profunda, radical, infranqueable, entre el mundo de la Lógica, ciencia puramente formal, y el mundo de la Metafísica, ciencia de lo real. No importa que se hayan deslizado muchos principios metafísicos en el Organon: aun [100] las categorías mismas están estudiadas allí como principios formales, no como entidades metafísicas. El pensamiento de Aristóteles no ofrece en esta parte la menor sombra: toda su crítica se encamina a separar el orden del conocimiento del orden de la existencia.
Pero sin pretensión de hacer decir a Aristóteles otra cosa de lo que realmente dice, y conservando su carácter propio al pensamiento peripatético, que precisamente por eso tiene en la historia de la cultura humana consecuencias tan diversas de las del pensamiento platónico, bien puede afirmarse con el gran historiador alemán de la filosofía griega {35}, que el Liceo no es una contradicción, sino una evolución de la Academia, y que en rigor es un mismo principio el que Sócrates, Platón y Aristóteles nos muestran en diversos grados de desarrollo: Sócrates, apartando la vista de la exclusiva consideración física dominante en las escuelas jónicas, y trayendo la filosofía de los conceptos, la dialéctica, de donde forzosamente había de resultar el idealismo; Platón, objetivando los conceptos y declarando que ellos solos poseen la realidad plena y total, siendo todo lo restante realidad derivada o participada de ellos: Aristóteles, poniendo por principio de realidad y causa esencial de las cosas un solo concepto, el de forma, no trascendental ni separado, como la idea platónica, sino inmanente en las cosas. «El mismo Aristóteles ha notado (escribe Zeller) que las ideas platónicas son los conceptos generales que Sócrates buscaba y que Platón separó del mundo fenomenal. Pero estos mismos conceptos son los que forman el centro de las especulaciones de Aristóteles: para él, la idea o la forma constituye por sí sola la esencia, la realidad y el alma de las cosas. Sólo la forma sin materia, sólo el puro espíritu que se piensa a sí mismo, es la realidad absoluta; y aun para el hombre el pensamiento sólo es la realidad superior y la suprema felicidad de la existencia. La única diferencia está en que el concepto, que Platón había separado del fenómeno y considerado como una idea existente en sí misma, Aristóteles le hace inmanente en las cosas. Esta concepción no implica que la forma tenga necesidad de la materia para realizarse: tiene, al contrario, su realidad en sí misma, y si [101] Aristóteles se resiste a relegarla fuera del mundo sensible, es únicamente porque aislada no podría constituir lo que hay de general en las cosas particulares, ni la causa y sustancia de estas cosas» {36}.
He querido transcribir literalmente estas palabras del ilustre profesor de Berlín, porque resumen en breve trecho las últimas conclusiones de la ciencia moderna respecto del problema platónico-aristotélico, que es, bajo una determinación particular e histórica, el problema capital de toda metafísica: concordar el mundo de las ideas con el mundo de los fenómenos. Pues bien; digámoslo sin falsa modestia y con fundado orgullo de raza: todas estas soluciones habían sido propuestas y desarrolladas, con gran alteza de pensamiento, por Sebastián Fox Morcillo en casi todas sus obras filosóficas, y señaladamente en la muy célebre que lleva por título De naturae philosolhia seu de Platonis et Aristotelis consensione libri quinque, [102] impresa por primera vez en 1554 {37}. He aquí, en breves términos, su doctrina. Materia de la ciencia es para Fox todo lo que puede caer bajo el conocimiento humano, ora esté abstracto de los cuerpos y sea perceptible por la sola inteligencia, como la idea platónica, ora esté adherido a la naturaleza corpórea, como la forma aristotélica. Pero lo mismo la idea que la forma son conceptos puros, aunque sean a la vez fundamento de toda realidad. La principal diferencia entre Aristóteles y Platón está en el método. Parte Aristóteles de las cosas sensibles (in sensum cadentibus), Platón de las nociones ideales (a rebus mente perceptis). Platón separa de las cosas la forma ideal, y la coloca en la mente divina como ejemplar y prototipo; Aristóteles la une y liga a los cuerpos como parte de su sustancia. La idea platónica, con ser una, infinita y eterna, contiene y abraza bajo su unidad las ideas de todas las cosas singulares. Es doctrina de Platón en el Parménides. La idea es como el sello que se va imprimiendo en las formas singulares. El mismo Aristóteles, en el libro II de la Física, parece reconocer cierta forma divina, de la cual todas las demás formas proceden, y que las contiene y abarca todas. Y es cierto que aquí Aristóteles viene a decir lo mismo que Platón, puesto que si esa forma primera y divina existe, tiene que ser algo universal separado de la cosa misma. Para la explicación de los principios de las cosas naturales puede bastar con la materia y la forma [103] de los aristotélicos. Pero si es verdad, como el mismo Aristóteles afirma, que el físico debe remontarse a los principios elementales, hay que buscar algo superior a la materia y a la forma, algo que preceda a toda composición, y sea por sí mismo realidad simplicísima. Y esta realidad sólo puede encontrarse en las ideas divinas {38}.
Consecuente con la Metafísica armonista de Fox Morcillo es su sistema ideológico. Admitiendo en la mente humana las ideas o nociones innatas, rectifica en los mismos términos que Leibniz el antiguo aforismo peripatético (comúnmente atribuído a Straton de Lampsaco): «nada hay en el entendimiento que antes no haya pasado por los sentidos», añadiéndole esta limitación, «excepto las nociones naturales del mismo entendimiento». Pero estas nociones, en Fox no son meras formas subjetivas, como en Vives, ni ideas innatas virtualiter, como en Leibniz, sino ideas innatas con verdadero y real y actual innatismo, trasunto y reflejo de las ideas divinas. Sólo esas ideas hacen posible la demostración y la ciencia, la ciencia de los universales y de los primeros principios, única que merece tal nombre {39}. Sólo con ellos puede contestarse al [104] Pirronismo de la Academia Nueva. Innatos son para Fox los axiomas matemáticos; innatas las ideas morales; innatos, sobre todo, los generalísimos conceptos del ser, de la esencia y del accidente, de la cualidad y de la modalidad, principales grados del conocimiento en su sistema, por virtud de los cuales el alma va purificando y haciendo incorpóreas las imágenes que le transmiten los sentidos.
Fox Morcillo señala, sin duda, el punto de apogeo de esta escuela durante el siglo XVI. Fue platónico puro, del más alto y metafísico platonismo, del platonismo dialéctico del Parménides, no del platonismo cosmogónico del Timeo, lleno de símbolos místicos. Sus trabajos, que se extendieron a casi todas las ramas de la Filosofía, persiguiendo en la Moral, en la Política y aun en la doctrina literaria el mismo plan de concordia que aspiró a realzar entre la Metafísica y la Dialéctica, son, por su forma elegantísima, dignos del más atildado pensador del Renacimiento a la vez que, por el fondo, se adelantan bastante a la mayor parte de los escritos filosóficos de aquella época de transición, y marcan con decisión y fijeza un rumbo nuevo. Clásicos por el temple del estilo, como cumplía a un tan ferviente y amoroso discípulo de Platon, parecen contemporáneos nuestros por el pensamiento, y no rara vez nos parece sorprender en ellos algún eco de la filosofía novísima.
Sería cosa de todo punto imposible, dados los breves límites en que ha de encerrarse una disertación académica, proseguir el [105] estudio de las vicisitudes de la idea platónica en pensadores nuestros de menos cuenta, ya del mismo siglo XVI {40}, ya de los dos siguientes. Por otra parte, este estudio no añadiría ningún dato nuevo a los que ya conocemos. No porque la filosofía española del siglo XVII, decadente y todo, deje de ofrecer manifestaciones y accidentes muy curiosos, tales como el estoicismo de los moralistas, el nihilismo místico o quietismo buddhista de Miguel de Molinos {41} las singulares [106] aplicaciones que del método matemático hizo Caramuel, la invasión del cartesianismo y del gassendismo en la Philosophia Libera de Isaac Cardoso, sino porque las tendencias de la época se alejaban cada vez más del punto de vista objetivo y ontológico, propio de la antigua metafísica, cobrando, por el contrario, desusada importancia en los escritos de Descartes y de sus continuadores, el principio subjetivo y el método psicológico, anunciado en el Renacimiento por nuestros Vives, Pereiras y Sánchez. En España, la escolástica prolongó, no sin gloria, su oda durante todo aquel siglo; Juan de Santo Tomás, Basilio Ponce, Montoya, Baltasar Téllez, Henao, Quirós, Arriaga, son nombres que todavía suenan bien después de los grandes nombres del siglo XVI, y hay entre ellos alguno que basta para honrar a una Orden y a una Escuela; pero otros muchos se limitaron a conservar, buena o malamente, el caudal adquirido, sin acrecentarle en cosa alguna, desentendiéndose, por sistema o por ignorancia, de la grande y total revolución que las ideas filosóficas habían experimentado en Europa. Otro tanto puede decirse de los lulianos, que vivían confinados en su isla de Mallorca, defendiendo y comentando en innumerables libros las doctrinas de su maestro, sin penetrar las más de las veces todo su alcance metafísico. Pero sobre el elemento platónico en las doctrinas lulianas y escolásticas, queda ya dicho lo esencial antes de ahora. Persistía, además, dicho elemento; aunque tan extraordinariamente modificado, que Platón no le hubiese conocido de fijo, y a duras penas le hubiera reconocido Plotino, en las especulaciones cabalísticas de algunos hebreos peninsulares refugiados en Holanda y Alemania. El célebre libro de la Puerta de los cielos, que en lengua castellana compuso Abraham Cohen de Herrera o Irira, y tradujo al hebreo R. Isaac Aboab en 1655, es un continuo paralelo entre la cábala y la filosofía platónica. Análoga tendencia manifiestan otros dos libros cabalísticos que compuso Moisés Cordero o Corduero con los poéticos títulos de Jardín de las Granadas y Palmera de Débora. Menaseh ben Israel llegaba hasta defender el [107] sistema de la reminiscencia {42} y la metempsícosis pitagórica, rompiendo por todas partes la ortodoxia del dogma israelita. Pero nada de esto tuvo ni podía tener eco en España, aunque deba mencionarse en la historia de nuestra filosofía, por la patria y muchas veces por la lengua de sus autores.
Limitándonos a los pensadores cristianos, no dejaremos de recordar que el platonismo místico tuvo su última y brillante manifestación en el Tratado de la Hermosura de Dios y su amabilidad por las infinitas perfecciones del ser divino, obra que dio a la estampa en 1641 el P. Juan Eusebio Nieremberg, y que resume, con grandeza de conceptos y de imágenes, y en estilo apenas contagiado del mal gusto reinante, todo el cuerpo de las doctrinas estéticas y filográficas de Platón, de Aristóteles, de Plotino, del Pseudo Dionisio, de San Agustín y de los escolásticos. Doctrinas de análoga procedencia exponía casi simultáneamente, aunque con intento más profano, el Conde don Bernardino de Rebolledo en su elegante Discurso sobre la hermosura y el amor, compuesto en Copenhague en 1652, para obsequiar a una dama amante de la filosofía {43}. Ya lo he dicho en otra parte: este discurso fue como el canto de cisne de la estética platónica entre nosotros, el último eco de la vigorosa inspiración de León Hebreo y de Malón de Chaide. El platonismo aparece ya en Rebolledo muy empobrecido de sustancia metafísica. La forma es elegante todavía, pero algo afeminada y, en suma, más elegante y graciosa que bella. Ha perdido la amplitud, el número y la arrogancia con que se movía en las páginas de Boscán y del Inca, y hasta en las de Calvi, y aparece muelle, oscilante y poco precisa. Una especie de dulcedumbre empalagosa se derrama con uniformidad por todas las partes de esta obrita, respondiendo a la monotonía del pensamiento. Y era menester que así sucediese: no hay escuela alguna, por alta, por noble que sea, cuya vitalidad no se agote cuando sus sectarios ruedan en el mismo círculo durante [108] dos siglos. A la larga todo se convierte en fórmula vacía, y llega a repetirse mecánicamente como una lección aprendida de coro. Entonces se cae en el amaneramiento científico, hermano gemelo del amaneramiento literario. Es señal cierta de que aquel modo de pensar ha dado de sí cuanto podía, y que es necesario cambiar de rumbo, y tener en cuenta otros datos del problema olvidados o desconocidos hasta entonces. Tal aconteció a la estética idealista y platónica, cuya juventud tan vigorosa y tan audaz hemos admirado en León Hebreo. Sucumbió, pues, primero por el agotamiento de fuerzas, y luego por la indiferencia y el silencio, no interrumpidos durante el siglo XVIII sino por la voz extranjera de Mengs, a quien refutaron sus amigos españoles.
Pero si el platonismo dogmático puede decirse que murió entre nosotros en el siglo XVII, el platonismo crítico, o sea el escepticismo académico de Arcesilao y de la Academia Nueva, tuvo en España un sapientísimo intérprete en la persona de Pedro de Valencia, autor de un opúsculo sobre el criterio de la verdad, que es verdadero monumento de erudición filosófica {44} muy superior a aquel siglo.
La abundante literatura filosófica del siglo XVIII no nos presenta la huella de Platón en parte alguna. Todas las tendencias de la época eran y debían ser contrarias al idealismo absoluto. Los más espiritualistas, se detenían en el dualismo y mecanismo cartesiano; los más audaces se lanzaban a banderas desplegadas en el campo del empirismo sensualista. La fácil y elegante crítica del P. Feijoo, vulgarizando los principios baconianos y el método experimental, había puesto de moda cierto injusto desdén sobre las especulaciones puramente metafísicas, que repugnaban a aquel espíritu más brillante que profundo. Para contestarle lanzó la escuela luliana, y a la verdad no sin gloria, sus postreras llamaradas, especialmente en los escritos del cisterciense Pascual, que, permaneciendo fiel al sentido del gran pensador realista del siglo XIII, se mostró, no obstante, originalísimo y enteramente moderno en la interpretación y en los detalles. Su hábil y profunda restauración llegó antes de tiempo; hecha [109] un siglo después, hubiera dado a la obra luliana lugar eminente entre las más fecundas direcciones del renovado escolasticismo {45}. Pero en el siglo XVIII las corrientes iban por otro camino. La tradición nacional no estaba completamente olvidada, pero en ella se estimaba sobre todo el elemento crítico y psicológico. Piquer, Forner y Viegas resucitaron algo del espíritu de Luis Vives, acomodándolo con habilidad suma a las nuevas exigencias de los estudios, pero no lograron contener la desbordada avenida del sensualismo lockiano y condillaquista, que bajo la pluma de sus católicos intérpretes españoles, tomó muchas veces un tinte y sabor tradicionalista. Reducida cada vez más la filosofía a un empirismo ideológico, rebajada en muchas ocasiones hasta confundirse con la Gramática, envuelta con deplorable frecuencia en el tumulto de la controversia política y social que por momentos arreciaba, bajó de su pedestal para convertirse en arma de combate en manos de enciclopedistas y de apologistas, mucho más atentos a las consecuencias y aplicaciones que a los principios. La Metafísica propiamente dicha fue teniendo cada día menos cultivadores, y aun la misma tendencia sintética y armónica, inseparable del pensar de nuestra raza, hubiera carecido de verdadera y notable representación en ese siglo, a no ser por el libro leibniziano de Pérez y López, Principios del orden esencial de la naturaleza (1785), donde parece que a través de los tiempos vuelve a sonar la voz de Raimundo Sabunde.
Del estado de conocimiento filosófico que hemos alcanzado en este siglo, parece prematuro, y no sé si conveniente, hablar desde esta tribuna. La posteridad ha de apreciar en su día los méritos, los esfuerzos y los propósitos de cuantos han tomado parte en esta labor, y dar a cada cual de ellos el galardón debido o la justa [110] censura. Hoy, y pronunciada desde este sitio, la alabanza parecería lisonja, la censura temeridad, irreverencia o ansia de combate. El método histórico se ejercita con más serenidad sobre cosas lejanas. Musas colimus severiores. Por otra parte, nuestra historia no queda incompleta, porque en rigor no existe platonismo del siglo XIX ni en España ni fuera de ella. Platón pertetenece hoy a la literatura mucho más que a la filosofía: los helenistas son los que mejor le entienden e interpretan. Con haber sido tan poderosa la corriente idealista en la primera mitad de nuestro siglo, ha corrido siempre por cauce muy diverso del cauce socrático. Ni Hegel es Platón, ni Schelling es Plotino, a pesar de aparentes y superficiales semejanzas. Basta la posición del problema crítico, para aislar del mundo antiguo toda filosofía posterior a Kant. En realidad, hasta el dialecto filosófico ha cambiado: si duran los antiguos términos, es con distinto valor y sentido {46}. Y para traer un ejemplo no lejano de mi asunto, y casi obligado por el lugar y ocasión presente, recordad aquel peregrino discurso inaugural de 1862, en que el elegante estético Núñez Arenas desarrollaba, en una lengua que parecía robada a nuestros prosistas del siglo XVI, el principio de la Unidad como pío universal de las criaturas. Las palabras eran de Fr. Luis de León; pero ¿creéis que el autor de los Nombres de Cristo se hubiera reconocido en el racionalismo armónico de su castizo panegirista?
No entendemos negar con esto la solidaridad del pensamiento filosófico ni la unidad de su historia, sino sólo determinar claramente el carácter de sus evoluciones. También en Filosofía tiene capital interés la forma, no, a la verdad, en el sentido de forma literaria, sino entendida como una particular manera de exponer y sacar a luz el contenido de la conciencia; como una particular posición del filósofo respecto de la realidad incógnita; como una singular armonía dialéctica que rige todas las partes de un sistema. Las ideas son de todo el mundo, o más bien, no son de nadie: en el pensador más original [111] se pueden ir contando uno por uno los hilos del telar ajeno que han ido entrando en la trama; la originalidad sólo en la forma reside. Pues bien; es cosa de toda evidencia que la forma del pensar filosófico ha cambiado esencialmente desde los días de Kant, aunque los términos del problema metafísico continúen los mismos y no lleven traza de variar. El mismo principio fundamental de la crítica kantiana, es a saber, la distinción entre el fenómeno y el nóumeno, estaba dado en la filosofía platónica, había sido desarrollado con sentido crítico o, más bien, escéptico, por Arcesilao y por la Academia Nueva, que a su vez dejaron profundísima huella en la mente de algunos filósofos nuestros del siglo XVI, tales como Luis Vives, el médico Francisco Sánchez y el doctísimo Pedro de Valencia. Y, sin embargo, ¡qué abismo hay entre el dogmatismo platónico y el criticismo kantiano, y aun el de todos los pensadores modernos que a más o menos distancia le prepararon! Por otra parte, las conclusiones escépticas lo mismo pueden nacer de un exceso de idealismo que de un exceso de empirismo. David Hume las extrajo de la filosofía sensualista de su tiempo, y nadie influyó más poderosamente que Hume en el pensamiento de Kant, hasta como estímulo de contradicción dialéctica.
Con un poco de ingenio y de buena voluntad, es todavía más fácil encontrar un fondo platónico en todas las manifestaciones de la doctrina de lo absoluto o filosofía trascendental, sin que para lograrlo sea necesario convertir a Platón en secuaz del monismo idealista, cerrando los ojos al espiritualismo y a la dualidad que en su sistema campean (en medio de sombras y de contradicciones) y que le han valido tantas simpatías de parte de los teólogos cristianos. Es claro que Schelling y Hegel platonizan cuando afirman la identidad de las leyes de lo racional y de lo real, y reducen a una sola la dialéctica del Espíritu y la dialéctica de la Naturaleza. Hasta el mismo principio de la identidad o indiferencia de los contrarios parece enunciado en el Parménides. Pero también es principio no menos esencial de la doctrina hegeliana el Werden o devenir, y éste ciertamente no pertenece a Platón, sino a Heráclito, interpretado de una manera amplia y metafísica. El mundo de la dialéctica platónica no es el mundo del Werden o de la evolución: es el mundo de las ideas eternas e inmutables [112] que no se hacen, sino que son, con perfecta y plenísima realidad. Esta sola distinción abre un abismo entre la dialéctica de Platón y la de Hegel. Se ha dicho que el hegelianismo era un platonismo inmanente, pero la idea platónica, aunque (siguiendo el profundísimo sentir de nuestro Fox Morcillo) la supongamos inherente en las cosas como la forma aristotélica, nunca perderá su carácter de causa ejemplar, ni estará sujeta a las leyes de la generación y del movimiento. Todo lo imperfecto, todo lo mudable, todo lo relativo y contradictorio es ajeno del purísimo ser de la idea platónica, que jamás se digna descender de su solio para lanzarse en el irrestañable torrente del heraclitismo. En este punto, Schopenhauer, inspirado por su odio feroz contra Hegel, se ha mostrado mucho más fiel al verdadero sentido platónico, aun absorbiendo la teoría de las ideas en su teoría de la voluntad radical. La idea platónica para Schopenhauer no es más que representación de la voluntad, pero representación independiente del tiempo y del espacio, y anterior a la misma ley de causalidad que Schopenhauer llama principio de la razón suficiente y considera como forma general de todo conocimiento subjetivo. El mundo de la voluntad y el mundo de los fenómenos están enlazados en la metafísica de Schopenhauer por una cadena de ideas que en toda naturaleza inorgánica y orgánica se manifiestan como especies predeterminadas, como propiedades primordiales, como formas inmutables exentas de pluralidad, como prototipos de innumerables individuos, como símbolos de las especies y como primer elemento armónico y estético en el caos de la creación. Pero aquí se detienen las analogías entre Platón y Schopenhauer. Todo lo restante de la filosofía pesimista puede distribuirse entre Kant y Buddha. Su metafísica de las costumbres, su ascetismo enervante como el opio, no fue, ciertamente, engendrado en aquellos sagrados bosquecillos donde filosofaba Platón «a orillas del Iliso, a la sombra del plátano, sobre la blanda hierba, lugar acomodado para juego de doncellas, santuario de las Ninfas y del Aquelóo, donde espira fresco viento y resuena el estivo coro de las cigarras» {47}. Fue menester que el pensamiento griego, ya agotado y decrépito, plantase sus tiendas a la escasa sombra de [113] las palmas de Alejandría, para que se dejase contagiar y rendir por esa pérfida languidez contemplativa, que por medio del Egipto le inoculó el extremo Oriente, donde una naturaleza exuberante y despótica, engendradora de ponzoñas y de monstruos, aniquila la generosa fibra del esfuerzo individual, y disipa, como entre los vapores de un perpetuo sueño, la noción de la integridad de la conciencia.
Pero no conviene extremar relaciones y semejanzas, ni decorar con nombres antiguos y exóticos desfallecimientos y flaquezas bien modernas. Cada nuevo sistema es un organismo nuevo, y como tal debe estudiarse, aceptando íntegramente la historia y llegándonos a ella con espíritu desapasionado. De las traducciones, aun de las mejores, dijo Cervantes que eran tapices vueltos del revés; pero hay algo peor que las traducciones de palabras, y son las traducciones de ideas y sistemas ajenos a nuestro propio sistema e ideas. Por eso los grandes filósofos han solido ser tan malos historiadores de la filosofía, al paso que esta historia ha debido servicios eminentes a espíritus relativamente medianos y modestos, como Brucker, como Tennemann, como Ritter. Bástale al historiador de la filosofía comprender lo que expone: con esto se librará de la peligrosa tentación de rehacerlo. Pero no hay cosa más rara en el mundo que este género de comprensión, el cual en cierto altísimo grado viene a constituir una verdadera filosofía, un cierto modo de pensar histórico, que los metafísicos puros desdeñarán cuanto quieran, pero que, a despecho de su aparente fragilidad, no deja de ser la piedra en que suelen romperse y estrellarse los más presuntuosos dogmatismos. La historia es la filosofía de lo relativo y de lo mudable, tan fecunda en enseñanzas y tan legítima dentro de su esfera como la misma filosofía de lo absoluto, y mucho menos expuesta que ella a temerarios apriorismos. Exponer con intento polémico una doctrina que ha pasado a la historia y que no nos agita ya con el calor de las pasiones contemporáneas, es procedimiento anticuado y risible. Estudiemos desapasionadamente lo que fue, y cuantas menos anticipaciones llevemos a tal estudio y menos nos preocupemos de su aplicación inmediata, más luces encontraremos en él para columbrar lo que será o debe ser. Al que con verdadera vocación y entendimiento sano emprenda este viril ejercicio de la historia por la historia misma, todo lo demás [114] le será dado por añadidura, y cuando más envuelto parezca en el minucioso y deslucido estudio de los detalles, se abrirán de súbito sus ojos y verá surgir, de las rotas entrañas de la historia, el radiante sol de la metafísica, cuya visión es la recompensa de todos los grandes esfuerzos del espíritu. Por todas partes se camina a ella, y en todas partes se la encuentra al fin de la jornada. Quizá es una aspiración sublime más que una ciencia, pero sin esa aspiración, tan indestructible como las leyes de nuestro entendimiento, no hay vida científica que valga la pena de ser vivida.
Al desarrollar ante vosotros en breve cuadro, no exento, sin duda, de errores y omisiones, las vicisitudes de la filosofía platónica en nuestro suelo, no he pretendido hacer obra dogmática sino obra de expositor, obra histórica. Ni soy ni dejo de ser platónico; ni soy ni dejo de ser aristotélico. Creo que en el pensamiento de Platón, como en el de Aristóteles, hay principios de eterna verdad, elementos integrantes de todo pensar humano, algo que no negará ninguna metafísica futura; pero si estos principios han de tener alguna eficacia y virtualidad, será preciso que cada pensador los vuelva a pensar y encontrar por sí mismo. Y entonces no serán ya de Platón ni de Aristóteles, sino del nuevo filósofo que los descubra y en sí propio los reconozca. Todo organismo filosófico es una forma histórica que el contenido de la conciencia va tomando según las condiciones de tiempo y de raza. Estas condiciones ni se imponen, ni se repiten, ni dependen, en gran parte, de la voluntad humana. La historia de la filosofía no vuelve atrás, como no vuelve ninguna historia; pero a través de las formas pasajeras y mudables, el espíritu permanece, y Platón y Aristóteles son tan eternos como la conciencia humana.
Malos vientos parece que corren hoy para el idealismo de Platón y aun para todo idealismo, pero puede preverse casi con certidumbre que estas nubes se disiparán mañana. Es cierto que ha pasado el tiempo de los jefes de escuela, y ninguno de los rarísimos que aparecen puede pretender una dominación que no sea muy efímera. Las consecuencias del hegelianismo, el mayor esfuerzo metafísico de nuestro siglo, quedan y se disciernen en toda la ciencia alemana, aun en los espíritus que más rechazan tal filiación; pero el hegelianismo, como sistema, ha dejado de existir hace muchos años. La [115] moral del pesimismo, o más bien la parte crítica y negativa que esta moral entraña, influye en Alemania, aunque menos que en los países eslavos, donde la favorecen el malestar social y el genio de la raza; pero la metafísica del pesimismo, hondamente quebrantada por los aditamentos y retoques que en ella hizo Hartmann, pasa más bien por objeto de ociosa especulación que por materia de fundamental estudio. Por un lado la ausencia de metafísicos de primer orden, y por otro el prodigioso desarrollo de los estudios críticos y de las ciencias históricas, verdadera gloria de la Alemania moderna, hace que muchos estudien la filosofía como una especie de literatura, como un objeto de investigación y de curiosidad erudita, como una rama de la arqueología y de la filología, ciencias que hoy reinan en aquellas universidades con imperio casi despótico. Con esta forma, la más elevada y noble del espíritu crítico, alterna el positivismo de las escuelas experimentales, cuya expresión, por lo tocante a los estudios filosóficos, son la psico-física y la psico-matemática. El laboratorio de Wundt ha reemplazado a la cátedra de Schelling, y hoy se comenta la ley de Fechner con el mismo calor que hace cuarenta años las evoluciones de lo absoluto. En suma: el realismo, el pesimismo, el positivismo, el materialismo, el empirismo en todas sus formas, el criticismo y el escepticismo, han contribuído juntos o aislados a difundir en la atmósfera de las escuelas un marcadísimo desdén hacia la filosofía pura. Los excesos del idealismo fantástico e intemperante no podían menos de traer esta reacción, la cual desgraciadamente ha ido tan lejos, que está solicitando ya otra en sentido contrario. Lo particular, lo individual, lo infinitamente pequeño, lo accidental y fortuito, se ha sobrepuesto en tales términos a lo general, a lo trascendental y a lo absoluto; ha llegado a tal desmenuzamiento el trabajo intelectual; han triunfado de tal modo las monografías sobre las síntesis, que, en vez de la luz, comienza a producirse el caos, a fuerza de amontonar sin término, y a veces sin plan, hechos, detalles, observaciones y experiencias.
Y esa reacción ha venido, o comienza a venir por lo menos. La humanidad está condenada a plagiarse siempre y a ser siempre distinta. Síntomas observados en las escuelas y en los medios filosóficos más diversos, nos indican en aquellos pensadores que serán [116] gloria más indiscutible de nuestra edad, un hastío creciente del puro empirismo y del puro criticismo, y una tendencia a volver a la afirmación metafísica más o menos disimulada; y observadlo, esa afirmación, cuanto más se aclara, más próxima parece al armonismo, más semejanzas íntimas presenta con la solución adivinada por Leibniz, y antes que por Leibniz por Fox Morcillo. Hasta el mismo Lange, en su Historia del materialismo, reconoce la necesidad que el hombre tiene de completar la realidad por un mundo ideal, «donde nuestro yo reconoce la verdadera patria de su ser íntimo, mientras que el mundo de los átomos y de las vibraciones le parece extraño y frío», y, a pesar del punto de vista subjetivo y estrecho, propio de su filosofía, y de la notable influencia que en él ejercen el mecanismo y el determinismo, no deja de hacer graves afirmaciones en favor de lo que él llama una libre síntesis del espíritu. Aun de las filas del nominalismo más intransigente han salido singulares concesiones. Stuart Mill murió afirmando que el modo positivo de pensar no implica la negación de lo absoluto ni de lo sobrenatural. Pasó el idealismo de Hegel, pasó el realismo de Herbart, y en la profundísima tentativa de Lotze (1879) vemos levantarse triunfante el realismo-idealista, a cuya sombra empiezan a congregarse numerosos partidarios. Lo que Lotze ensaya no es una construcción del mundo por medio de la idea, sino una interpretación regresiva que intenta referir a un origen incógnito el conjunto de los hechos observados y reconocidos, haciendo converger nuestros pensamientos al centro del mundo. Hasta los antiguos hegelianos transigen: un discípulo de Rosenkranz, el sabio estético Max Schasler, levanta también la bandera del Real-Idealismus y trata de combinar la dialéctica de Hegel con el método experimental e inductivo, que pone al espíritu en comunicación directa con la realidad. En Francia, el vigoroso entendimiento de Ravaisson, espiritualista independiente, que siempre ha marchado solo y con grandes bríos por el camino de la especulación más ardua, aspira a reconciliar la ciencia positiva con la metafísica tradicional, en su expresión más castiza y sistemática, en la metafísica de Aristóteles, e intenta llegar a la noción de lo absoluto, no por una síntesis dialéctica, sino por una síntesis psicológica, por una conciencia inmediata de nuestra [117] naturaleza íntima, de nuestra personalidad imperfecta y relativa, que reclama por su misma imperfección lo absoluto de la perfecta personalidad, que es la sabiduría y el amor infinitos. De este modo la Metafísica brota de las entrañas de la Psicología, y al mismo tiempo la explica y le da su razón última por analogía trascendental. Dios sirve para entender el alma, y el alma para entender la naturaleza, porque según la profunda sentencia de Aristóteles, el alma es el lugar de todas las formas, y según la no menos profunda de Leibniz, «el cuerpo es un espíritu momentáneo, una dispersión o refracción del espíritu». Sin llegar a tales extremos de misticismo y de espiritualismo (por no decir de acosmismo), la prudentísima escuela escocesa, enriquecida y transformada en sus postreras evoluciones por la poderosa dialéctica de William Hamilton y el sutil análisis de Mansel, salva el abismo de la crítica kantiana, admitiendo una primitiva unidad sintética de la conciencia, y dentro de ella encuentra y legitima, en nombre de las mismas limitaciones del conocimiento, la afirmación de lo necesario y de lo incondicionado.
¡Quien sabe lo que puede esperarse mañana de estas direcciones fecundísimas! ¡Felices vosotros (jóvenes alumnos que me escucháis), felices si llegáis a ver en pleno desarrollo esa planta del idealismo realista, cuyo germen está escondido en nuestro suelo bajo la espesa capa que tantos años de decadencia han amontonado; felices si, al realizarse la evolución metafísica, que ya por todas partes, aunque de un modo vago, se presiente, alcanzáis de la realidad un concepto más amplio e ideal que el que nosotros hemos logrado!
HE DICHO.
{1} Entre Platón y Aristóteles, Vives prefirió siempre el método del segundo. Encontraba el de Platón poco acomodado a la enseñanza. «Primus omnium Plato scripsit eleganter sane multa et docte, sed ad docendum discendumque parum accommodate: Aristotelis omnia ordinem et formam habent institutionis ac disciplinae_», dice en su Censura de operi bus Aristotelis. Sería difícil encontrar en Vives ninguna teoría realmente platónica. Algunos han querido hacerle partidario de las ideas innatas, interpretando mal unas palabras con que empieza el tratado de Instrumento Probabilitatis: «_Mens humana, quae est facultas veri cognoscendi, naturalem quandam habet cognationem atque amicitiam cum veris illis primis et tanquam seminibus, unde reliquia vera nascuntur, quae anticipationes atque informationes nominantur, a Graecis «catalepses»: hinc Platonis est orta opinio recordari nos, non addiscere, et animas hominum magnarum multarumque rerum habuisse cognitionem, priusquam in corpus mergerentur, sed profecto non magis quàm habent oculi notitias colorum priusquam ex matris utero in hanc lucem prodeant: potestas ea est ad ista, non actus: ex principibus illis veris paullatim alia vera colligit, sicut ex seminibus stirpes crescunt.»
Prescindiendo de que las últimas palabras de este trozo, en verdad muy importante, determinan su verdadero alcance y sentido, hay que tener en cuenta otras declaraciones muy explícitas de Vives, para fijar su verdadera teoría del conocimiento, que está muy lejos de la de Platón y muy cerca del criticismo kantiano. Las que Vives llama naturales informationes, cánones, fórmulas o catalepses, no son ideas innatas, sino formas subjetivas. Vives distingue [64] en el conocimiento un elemento material y un elemento formal, que llama efección o forma del conocimiento, y otras veces artificio natural, y fermento de la masa del conocimiento: «Ex hac materia per universum diffusa, sumit semper natura velut ex silva, et addi suum artificium quasi massae fermentum... quibus de eodem fermento indit, nam fermentum illud est pro effectione aut forma.»
La crítica de Vives, idéntica en esto a la de Kant, responde del elemento formal, pero no del material del conocimiento. En este punto son terminantes las afirmaciones del tratado De Prima Philosophia: «Ergo nos quae dicimus esse aut non esse, haec aut illa, talia aut non talia, ex sententia animi nostri censemus, non ex rebus ipsis, illae enim non sunt nobis mensura sed mens nostra, nam quum dicimus bona, mala, utilia, inutilia, non re dicimus sed nobis. Quocirca censendae sunt nobis res non sua ipsorum nota sed nostra aestimatione ac judicio...» Hay también en Vives algo semejante a la distinción del fenómeno y del nóumeno, que él llama sensile y sensatum: «Id quod sensili est tectum et quasi convestitum, quod appellamus sane sensatum...» Tum quiddam intimum esse necessum et quod nec oculis nec ulli sensu est pervium, a quo manat actiones et opera... Neque enim vim aut facultatem aut potentiam ipsam cernimus, nec sensu ullo usurpamus, quae in penetralibus sita est cujusque rei quo non penetrant sensus nostri hebetes.
Aún pueden hallarse en Vives otros singulares gérmenes de kantismo. La mucha importancia que concede a la distinción entre la ratio speculativa y la ratio practica y, sobre todo, la insistencia con que repite e inculca el principio de la subjetividad del conocimiento: «_Itaque modus cognitionis lucisque in assequenda veritate nostrarum est mentium, non rerum._», indican que la tendencia crítica del pensamiento de Vives le llevó a presentir algunos de los resultados de la Crítica de la razón pura.
Estas indicaciones hallarán su complemento en una extensa monografía que nos proponemos escribir sobre la vida y obras del gran filósofo de Valencia.
{2} Son muy numerosas en todas lenguas las ediciones que de este libro filosófico se hicieron durante el siglo XVI. Tengo a la vista las cinco siguientes:
— Dialogi di amore, composti per Leone Medico, di nationi Hebreo, et dipoi fatto Christiano, Venecia, in casa dei Figliouli di Aldo, 1541.
— Dialoghi di Amore di Leone Hebreo Medico. Di nuovo correti et ristampati, Venecia, presso Giorgio de' Cavalli, 1565.
— Leonis Hebraei, Doctissimi atque sapientissimi viri, De Amore Dialogi tres, nuper a Joanne Carolo Saraceno Latinitate donati, Venetiis, 1564.
— La traduzion del Indio de los tres Diálogos de Amor de Leon Hebreo, hecha de Italiano en Español por Garcilaso Inga de la Vega..., 1590, 4º
— Philographia Universal de todo el mundo, de los Diálogos de León Hebreo, traduzida de Italiano en Español, corregida y añadida por Micer Carlos Montesa, Zaragoza, 1602, 4º
En mi Historia de las ideas estéticas, tomo II (1884), dediqué un largo estudio a la estética de León Hebreo. Dos años después (1886), el docto israelita de Breslau, Dr. B. Zimmels, ha publicado una interesantísima monografía sobre este filósofo español, llena de curiosidades biográficas y críticas:
— Leo Hebraeus, ein jüdischer Philosoph der Renaissance; sein Leben, sein Werke und seine Lehren..., Breslau, 1886, 4.º [Véase también ídem: Leone Hebreo, Neue Studien, Wien, 1892. Hoy se discute si el autor de los Dialoghi es León Hebreo o Messer Leo el mantuano. He reproducido la versión castellana del Inca Garcilasso, según la edición madrileña de 1590, en el tomo IV de los Orígenes de la Novela, de Menéndez y Pelayo (Madrid, 1915). (A. B)]
{3} Utilizo, con leves correcciones encaminadas a hacer más claro el sentido, la traducción del Inca Garcilaso, que me parece más elegante y clásica que la de Montesa.
{4} La metafísica pesimista de Schopenhauer tiene evidentes relaciones con esta metafísica optimista. Schopenhauer admite en términos expresos las ideas platónicas como primera objetivación de la voluntad racional y esencial, que en su sistema equivale a la unidad de los Alejandrinos. El mundo fenomenal es una mera apariencia (maia de los filósofos del Indostán), y sólo tiene valor como expresión del etwas nouménico (la cosa en sí). Las ideas sirven de cadena entre el mundo de la voluntad y el mundo de los fenómenos. Son la abjetivación inmediata y adecuada de la cosa en sí, pero están sujetas todavía a la forma de la representación.
{5} Impreso en Milán, 1576. De todos estos libros doy más larga noticia en el mío ya indicado, Hist. de las ideas estéticas.
{6} Herrera, además, trata dogmáticamente del amor y de la hermosura en las anotaciones a los sonetos 7º y 22 de Garcilaso, y en otras partes de su célebre comentario a aquel gran poeta.
{7} Cap. I, 2.ª parte.
{8} Cap. XIV de las Adiciones al Memorial.
{9} «Si tratáredes de amores con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia.» (Prólogo de la 1.ª parte del Quixote.) Cervantes olvidaba, sin duda, que León Hebreo era tan español como Fonseca, o quiso aludir tan sólo a la lengua en que por primera vez se imprimieron sus diálogos.
{10} Vid. Fr. Luis de León y ta filosofía española del siglo XVI, por Fr. Marcelino Gutiérrez. (Madrid, 1885, pág. 114.)
{11} Es casi inútil advertir que al recoger aquí algunos rasgos de la doctrina platónica esparcidos en nuestros místicos, no pretendo en modo alguno dar a estas nociones, puramente filosóficas y humanas, más valor del que tienen y alcanzan, accidental y no esencialmente, en aquella ciencia misteriosa y altísima que San Juan de la Cruz (Noche escura del alma), define «_contemplación infusa o mytica theología en que de secreto enseña Dios al alma y le instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada más que atender amorosamente a Dios, oirle y recibir su luz sin entender cómo es esta contemplación._» Tal ciencia intuitiva es evidente que trasciende, no ya del conocimiento filosófico, sino de la misma teología escolástica, que, como prueba Santo Tomás (I. q. I., art. IV), es ciencia más especulativa que práctica. Y cualesquiera que sean las semejanzas aparentes entre el misticismo racionalista de Plotino y el misticismo de las escuelas cristianas, siempre habrá entre ellos todo el abismo que separa el orden natural del orden sobrenatural y de Gracia.
{12} Nec video equidem cur ejusmodi Philosophos tanto Lutherani odio prosequantur, nisi quod auctores obscuros intellectuque difficiles perdiscere nec volunt nec vero possunt. (De locis Theologicis, lib. X, cap. II.)
{13} Enimvero quis primas inter Philosophos habeat, quisve proinde ille sit, cui praecipuam dare operam operae pretium sic, variae sunt doctissimorum homienum discrepantesque sententiae... D. Augustino Plato summus est, D. [81] Thoma summus est Aristoteles: sic fere res habent, ut id doctrinae genus quisque maxime probet cui a teneris annis maxime assuetus est. Exoritur Augustini ratio ex altera parte, nullus esse omnium Christianae magis doctrinae concordes quam Platonicos... Ac D. Thomae sententia quidem et omnium pene gentium et multorum saeculorum usu probata est... Illud constat, neminem in rebus naturalibus plane eruditum esse posse, si solum Platonem legat. Solus autem Aristoteles abunde sat est, ut sit homo in Philosophiae tribus omnino partibus eruditus... Sed enim, ut mihi quidem videtur, nec Augustini nec Thomae contemenda est sententia. Nam et iis concedendum est qui Aristotelem amant et iis forsitan qui Platonis amici sunt. Quorum judicium, in eo quod de animi inmortalitate, de Dei providentia, de rerum creatione, de Finibus bonorum et malorum, deque alterius vitae vel praemio vel poenis, Platonem apertius constantiusque locutum asserant, difficile factu est non probare. Probanda vero magis est divi Thomae opinio, sed ita tamen ut adhibeatur moderatio quaedam, sine qua probari illa non potest. Placet enim quoque nobis Aristoteles, et recte placet, modo ne repugnantem etiam illum ad Christi velimus semper dogma convertere, et quod interpretes fere solent qui vim contextui saepe afferunt, atque Aristotelem cogunt, ut velit nolit pro fide catholica pronuntiet. (Libro X, cap V.)
{14} Expositio in primam secundae Angelici Doctoris Divi Tomae Aquinatis... Salamanticae, 1582. P. 378, q. 27: «Sed sunt etiam causae aliae cur amorem ad se pulchritudo attrahit, quas ex Platone et Platonicis desumemus... De qua re divinus Plato elegantissime in primis disseruit in Dialogo qui Convivium appellatur.»
{15} Scholastica Commentaria in Primam Partem Angelici Doctoris D. Thomae usque ad sexagesimam quartam quaestionem complectentia. Auctore Fratre Dominico Bañes Mondragonensi... Salmanticae, 1584, col. 401. «Circa solutionem ad primum nota ex Platone in Phedro et in Symposio et Hyppia Majori, quod pulchritudo est quaedam gratia et splendor rei, quae percepta per mentem vel auditum vel visum allicit animam.»
{16} Me valgo de la edición de Colonia, 1609.
{17} Ego multum Platoni tribuo, plus Aristoteli, sed rationi plurimum. In explicandis Philosophiae quaestionibus disceptandisque controversiis, equidem quid Aristoteles senserit diligenter considero, sed multo magis quid ratio suadet, mecum ipse perpendo. Si quid Aristotelis doctrinae congruens et conveniens esse intelligo, probabile duco: si quid autem rationi consentaneum esse video, verum certumque judico. Itaque in Physiologia primas iudicio sensuum, longa experientia et diligenti observatione explorato ac confirmato, secundas rationi, auctoritati Philosophorum postremas defero. (Praefatio).
{18} Existen en la Biblioteca Ambrosiana, de Milán, tres volúmenes manuscritos de lecciones de Benito Pererio, que reproducen su enseñanza filosófica en Roma por los años de 1566 a 1568. En uno de estos códices, el D.-426 inf., que contiene las anotaciones Super libros de Anima Aristotelis, hemos leído el curioso pasaje siguiente, refutando lo que Aristóteles dijo de las ideas platónicas: «Haec Peripatetici, sed profecto haec est mera calumnia in Platonem, nam quae de Ideis a Platone dicta scriptaque sunt, sunt longe verissima. Plato namque posuit quidem Ideas sed non quales isti confingunt et imponunt Platoni, vocavit igitur Plato ideas rationes, opifices et effectrices omnium rerum, insitas in mente divina... quas Ideas non modo non respuunt nostri Theologi, sed et amplexantur: esse autem has Ideas necessarias sic ostenditur, nam in omni eo quod agit per intellectum inest ratio et forma rei quae debet fieri, alioquin non ageret per intellectum... Hanc autem formam intelligibilem appellat Plato Ideam... Haec autem ideae habent divinas illas proprietates quas [84] Plato illis tribuebat, sunt namque separatae a rebus singularibus, sunt intelligibiles, sunt immortales, propterea quod sunt in mente divina, deinde sunt priores causae cognoscendi et producendi... Istae ideae sunt multae objective et terminative, repraesentant namque multa, sunt autem unum subjective, quia sunt in natura divina quae una est repraesentans imaginem omnium rerum. Ceterum non posum non mirari hos Philosophos dicentes Platonem posuisse has Ideas in concavo lunae vel in alio loco, cum Aristoteles qui videtur male audisse has Ideas, tamen in 3.º Phys. dicat apud Platonem, Ideas nusquam esse et in nullo loco collocasse et sub fine libri, quasi concludens aliquid contra Platonem, si hoc esset, inquit, Ideas essent in aliquo loco, quod Plato minime vult.
{19} Metaphysicarum Disputationum, in quibus et universa Naturalis Theologia ordinate traditur... Tomus Prior. Authore R. P. Francisco Suárez, e societate Jesu. Moguntiae, excudebat Balthasarus Lippius, sumptibus Arnoldi Mylii, 1599, tomo II, pág. 12. Esta disputación trata de la división del ente en finito e infinito.
Es lástima que la filosofía del Doctor Eximio apenas haya sido estudiada hasta ahora más que por escolásticos de profesión, empeñados en borrar o atenuar a toda costa las diferencias, que es donde reside principalmente el interés y la originalidad de un sistema. En Psicología (y daremos este solo ejemplo) distaba Suárez mucho de ser un peripatético intransigente. Encontraba en el tratado De Anima, de Aristóteles, muchas lagunas y evidentes errores, que trató de corregir y salvar con sutil análisis y singular delicadeza de observación interna: «Quod vero Aristoteles hoc nunquam dixerit, non urget, multa enim alia praeterivit, alia exacte non tractavit.» (De Anima, lib. III, cap. IX, núm. 14.)
{20} Con este título se coleccionaron e imprimieron (Madrid, 1617, Amberes, 1618) las cuestiones filosóficas esparcidas en los diez tomos de las obras de Gabriel Vázquez. La teoría de este profundo teólogo acerca de la Ciencia Divina debe buscarse con todos sus desarrollos en el tomo I de sus Commentariorum ac Disputationum in Primam Partem Sancti Thomae... Antuerpiae, 1631, pág. 31 y siguientes.
{21} Como se ve, la doctrina de Vázquez acerca de la ley moral representa, dentro de la escolástica, el punto de extrema antítesis respecto de la doctrina de Duns Escoto, acérrimo propugnador de la Libertad Divina, hasta el punto de dar a entender que Dios, por arbitrario decreto, podría modificar [86] la bondad o malicia intrínseca de un acto. Fuera de esta temeraria consecuencia, a la cual el exceso de su piedad arrastró a aquel gran teólogo (demasiado sacrificado en nuestros días a la gloria de sus rivales), en el resto de su filosofía predomina una tendencia realista innegable, que se amalgama mejor o peor con el espíritu crítico, cualidad dominante en Escoto. No es cierto que su doctrina de los universales conduzca ni poco ni mucho al espinosismo, como han repetido tantos, desde Pedro Bayle acá; nada más lejos de la mente del Doctor Sutil que la doctrina de la unidad de sustancia: ni él ni sus discípulos admitieron nunca un universal positivo y común «a parte rei»; pero admitieron y admiten que la naturaleza humana, por ejemplo, es una con cierto género de unidad inferior a la unidad numérica de los individuos y no susceptible de división. En este sentido, y sólo en éste, pero usando de fórmulas que fácilmente se prestan a una interpretación panteísta, llegó a decir Escoto que había unidad de ser en los seres múltiples (esse unum in multis et de multis). Por otra parte, afirmaba y defendía, con Avicebrón, la unidad de materia: Ego autem ad positionem Avicembronis redeo, et primam partem scilicet quod in omnibus creatis per se subsistentibus, tam corporalibus quam spiritualibus, sit materia, teneo. Deinde, probo quod sit unica materia (De rerum principio, q. VIII, art. 4.º, número 24). Sabido es que los escotistas, para explicar el principio de individuación, no acuden a la materia ni a la forma, sino a una nueva entidad metafísica que llaman heceidad (haecceitas), ultima realidad del ente, última actualidad o formalidad. Pero júzguese como se quiera de esta nueva abstracción, añadida a tantas otras, es cierto que la unidad de materia que Escoto admite no es unidad numérica, sino unidad de semejanza, la que él llama minor unitas.
La filosofía de Duns Escoto ha tenido entre los franciscanos españoles muy ilustres representantes, comenzando por el aragonés Antonio Andrés (Doctor Dulcifluus), discípulo inmediato y fidelísimo del Doctor Sutil, y continuando en los siglos XVI y XVII, con nombres tan dignos de recuerdo como los de Miguel Medina, Pedro de Hermosilla (Fermosellus), Gaspar Briceño, Gaspar de la Fuente, Llamazares y Merinero. La fecundidad e influencia de esta escuela fue, sin embargo, inferior a la de otras fracciones escolásticas, porque dentro de la misma orden de San Francisco muchos prefirieron a San Buenaventura, y otros muchos a Ramón Lull, tanto por el carácter místico de ambos y por la patria española del segundo, como por ser el realismo del Doctor Iluminado mucho más sintético, y estar más en armonía con los geniales y ocultos impulsos de nuestra raza.
{22} Simón Abril tradujo la Política y la Ética (impresa la primera en Zaragoza, 1584; MS. la segunda en la B. Nacional) {*}. Ordoñez das Seixas, la Poética (1626). Diego de Funes y Mendoza, la Historia de los Animales (1621), aunque ésta más bien debe llamarse refundición que traducción. Vicente Mariner, el más fecundo de todos los helenistas españoles, trajo a nuestra lengua todos los tratados del Organon, la Física, los tratados de la Generación y corrupción, los Meteorológicos, el de mundo (tenido hoy por apócrifo), los tres libros del Alma, los opúsculos psicológicos, la Historia de los [88] animales, los cuatro libros De las partes de los animales y causas dellas, los cinco De la generación de los animales, las dos Retóricas y la Poética. Todos estos MSS. se conservan en la Biblioteca Nacional. Es de presumir que tradujese también la Metafísica, pero este códice no parece. De la mayor parte de estas obras aristotélicas no ha logrado Francia traducción hasta nuestros días, con Barthélemy Saint-Hilaire.
{*} La versión de la Ética a Nicómaco por Abril, ha sido impresa recientemente (1918) por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, con Introducción y Notas de A. Bonilla. (A. B).
{23} En la biblioteca de nuestro sabio amigo D. Aureliano Fernández-Guerra.
{24} Véanse especialmente los capítulos 69 y 70 del célebre libro De Sacra Philosophia sive de iis quae scripta sunt physice in libris sacris. Augustae Taurinorum, 1587.
«_Hujus pulchritudinis (mundi) rationem aggresi sunt Phythagorei investigare. Res prorsus divina, humanis viribus impar, neque ulli arbitror, praeter ipsum Deum satis cognita. Illorum vero conatum quis non laudet et suspiciat? qui non solum aggressi sunt, sed per numerorum etiam scientiam, pro hominum captu, assequuti sunt multa... Adjiciam de numeris quae necesse erit, non quasi omnium numerorum naturam persequar, sed ut viam a longe indicem cui Phythagorei institerunt, mirabilem quidem illam et verissimam neque ulla in parte philosophiae Aristotelicae, quae merito nunc omnium maxime probatur, repugnantem._»
No se le ocultó a Valles la semejanza y parentesco entre los principios de Platón y los de R. Lulio, a quien, por otra parte, era poco afecto, tachándole [90] de tendencias panteístas: Maxime mihi videtur errare quod divinam naturam cum creaturis ineptè et arroganter conjungat... Illud solum interfuit dicere, sua illa tria principia, ivum, ibile et are eadem esse prorsus cum Platonicis, eodem, altero et essentia.
{25} Essai sur les origines du fonds grec de l'Escurial. Épisode de l'Histoire de la Renaissance des Lettres en Espagne..., París, 1880, pág. 81.
La extensa e importante correspondencia de Páez con varios eruditos, especialmente con Jerónimo Zurita y Honorato Juan, se halla en los Progresos de la Historia de Aragón, de Dormer, y en las notas que puso Cerdá y Rico al Canto de Turia, de Gil Polo.
{26} Nec vero illos imitari debemus qui Aristotelem deum ferè putant... Qui vero Aristoteli, Pythagorae, Platoni et similibus hominibus, quoniam ipsi sic dixerunt, credit, eos videtur divinis litteris aequare, quod absit.
(Petri Nunii Velii Abulensis, Dialecticae, libri tres. Basileae, apud Petrum Pernam, 1570.)
Es mucho más ramista la 2ª ed. (P. N. V. A. Dialecticorum, libri III... Eiusdem Disputationum Logicarum, libri tres, nunc primum in lucem dati, 1578.)
{27} Audi Philosophos, qui nihil fieri sine causa obnixe testantur: audi Platonem ipsum, qui nomina et verba constare affirmat, qui sermonem esse a natura non ab arte contendit. Scio Aristoteleos aliter sentire... (Minerva, lib. I, cap. I.)
{28} En vano el Dr. A. Chéreau ha intentado negar esta verdad inconcusa en una Memoria leída en la Academia de Medicina, de París, atribuyendo a Realdo Colombo el descubrimiento de Servet. Sus argumentos han sido victoriosamente refutados en Alemania por el infatigable y docto servetista H. Tollin (Die Entdeckung des Blutkreislaufs durch Michael Servet (Jena, 1876), y Ueber Colombo's Antheil an der Entdeckung des Blutkreislaufs (Berlín, 1883), y en Francia por Carlos Dardier. (Revue Historique, tomo X, mayo y junio de 1879.)
Llamo aragonés a Servet porque así se llamaba él mismo, y de Aragón descendía; pero su ciudad natal fue Tudela de Navarra, según consta por declaración suya en el proceso de Viena del Delfinado, y por los registros de la Universidad de París.
{29} Nam logos non philosophicam illam rem, sed oraculum, vocem, sermonem eloquium Dei sonat... Et multo magis est temerarium de sermone facere filium. (De Trinitatis erroribus, libri septem, fol. 47, vto.)
{30} Emanationis vocabulum quid philosophicum sapit, quod infra Dei naturam cadere non potest.
{31} Ipsemet Deus est spiritus noster. (Fol. 67.)
Imo dico quod omnium rerum essentiae est ipse Deus et omnia sunt in ipso. (Fol. 102.)
Christus ipse Elohim erat essentiae fons a quo omnes res mundi emanarunt. (Fol. 98.)
Deus in seipso nullam habet naturam.
{32} Deus ipse essentia sua est mens omniformis... Deus est substantiae pelagus infinitus, omnia essentians, omnia esse faciens... Ea ipsa Dei universalis et omniformis essentia homines et res alias omnes essentiat... Habed itaque Deus infinitorum millium essentias, et infinitorum millium naturas, non metaphysice divisas...
{33} Deus est id totum quod vides et id totum quod non vides. Deus est omnium rerum forma et anima et spiritus... Ipse est pars nostra et pars spiritus nostri.
{34} Lux est quae cum corporalibus spiritualia connectit, omnia in se continens et palam exhibens. Imagines in anima sitae sunt natura lucidae, naturalem lucis cognationem habentes cum externis formis, cum externa luce et cum essentiali ipsa animae luce. Quae a luce sunt orta, in unum cum lucecöe unt, cum luce ipsa quae est mater formarum. Spiritus et lux sunt unum in Deo... Usque ad divisionem animae et spiritus penetrat lux illa. Ipsam angeli et animae substantiam penetrat et implet lux Dei, sicut lux solis aërem penetrat et implet. Ipsam quoque lucem solis penetrat et sustinet lux illa Dei: omnes mundi formas penetrans et sustinens, est forma formarum.
(Christianismi Restitutio... 1553. Me valgo de la reimpresión hecha en Nuremberg el año 1791, procurando remedar el papel y letra de la primitiva y rarísima, cuya fecha conserva. La más extensa y concienzuda exposición que conozco del sistema de Servet es la obra de Tollin, en tres volúmenes, Das Lehrsystem Michael Servet's genetlisch dargestellt, Gütersloh, 1876-78.)
Esta teoría, más poética que filosófica, del conocimiento por medio de la luz, reaparece en la Esquisse d'une philosophie, de Lamennais (1843-46), obra esencialmente gnóstica, que no deja de tener profundas relaciones con el Christianismi Restitutio.
En Lamennais, como en Miguel Servet, esa luz es luz física cuando nos revela y manifiesta el mundo real, particular, variable y limitado; pero es luz divina, refulgencia de la forma una e infinita, luz increada o esencial, cuando nos pone en contacto con el mundo de lo inteligible, con el mundo de las leyes y de las causas. Esa luz divina es la que forma en el hombre la palabra interior, y le da, por último término del conocimiento intuitivo, la apercepción de lo infinito, la visión de Dios en vista real.
{35} Ed. Zeller, profesor de Filosofía en la Universidad de Berlín.
{36} Lo mismo, aunque en otros términos, viene a decir el sutilísimo crítico Alfredo Fouillée en su estimada obra sobre La Filosolía de Platón (2ª edición, 1889, tomo III, pág. 51): «Platón y Aristóteles nos presentan el espectáculo de una evolución que parece estar en la naturaleza del pensamiento humano. Si profundizáis la noción de lo individual, encontraréis en el fondo de ella la noción de lo universal, y recíprocamente. Del mismo modo, si profundizáis la noción de la sustancia inmanente al ser, vendréis a encontrar en ella la nocion del ente trascendental. Basta llevar los contrarios hasta lo absoluto, para concebir su unidad... El entendimiento no la comprende, pero la razón concibe la necesidad de esa idea, inmanente y trascendental a la vez; interior a las cosas, y, no obstante, separada de ellas. Es lo que Platón enseñó el primero en el Parménides, y su discípulo acaba por volver a la misma concepción de un principio interno y externo a la vez, causa universal de las diversas individuaidades, individual, por otra parte, en sí mismo, síntesis de los opuestos, que es el uno y el otro sin ser ni el otro ni el uno (amfotera kai oudetera). En esta cumbre del pensamiento, donde brilla la unidad fecunda del ser perfecto, toda contradicción desaparece, y la oposición entre Platón y Aristóteles no puede ya subsistir. Toda esta oposición procede de que el primero considera el principio interno del ser, el segundo su principio externo. Pero aun aquí, Platón y Aristóteles, después de haberse separado al principio, van a reconciliarse en una teoría menos exclusiva. Nuestro principio es externo a nosotros (decía Platón); pero Platón llega a comprender que este principio es al mismo tiempo interno. Nuestro principio es interno (dice Aristóteles); pero él mismo prueba que este principio está a un tiempo dentro y fuera de nosotros.»
{37} Me valgo de la edición de París, 1560, y de la de Witemberg, 1594.
Léanse, ademas, para apreciar totalmente el pensamiento filosófico de Fox Morcillo, su opúsculo De ratione studii philosophici, que sólo he visto en la reimpresión de Amberes, de 1621, unido al libro De Studio Philosophico, de Pedro Juan Núñez; los dos importantísimos tratados De demonstratione ejusque necessitate ac vi, y De usu et exercitatione Dialecticae (Basilea, 1556); los comentarios al Timeo, al Phedon y a la República, impresos en Basilea, 1554 y 1556, y, finalmente, su Éthica (Ethices philosophiae compendium, 1553). No me dilato más en el juicio de este filósofo, a pesar de su grande importancia, porque creo difícil añadir nada al magistral estudio que le dedicó un amigo mío muy querido, a quien debo mi primera afición a estas investigaciones. (Véase el Discurso inaugural de la Universidad de Santiago, en el curso académico de 1884-85, por el Dr. D. Gumersindo Laverde y Ruiz.) [Y el excelente libro sobre Fox Morcillo, por D. Urbano González de la Calle, premiado por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. (A. B)]
{38} Véase especialmente el cap. VI del lib. I: «_PIato formam illam sive ideam quam affert, a rerum corporearum concretione sejungit, et in Dei mente veluti exemplar cujusque effectionis collocat. Aristoteles eam rebus conjugit, tanquam alteram corporeae substantiae partem. Itaque Plato in Timaeo, Phedone, Parmenide, locisque aliis... Sed hoc tamen discrimen inter ejusmodi ideam menti divinae insitam et cogitationem nostram ponit Plato quod illa divina, aeterna, efficiendi vi praedita, corporeaque omnis cogitationis sit expers, atque adeo ipsamet Dei mens, haec autem nostra corporea, nihilque per se efficere valens. Hanc porro ideam ille unam esse, infinitam, aeternam ac singularum rerum. Ideas unitate quadam in se comprehendentem, in Parmenide inquit, itemque Plotinus in libro De Idaeis et earum multitudine. Ab hac una Plato singularum formas tanquam e sigillo exprimi ait. At vero Aristoteles... formam rebus insitam principium constitutionis esse vult. Nihilominus in secundo Physicorum divinam quandam formam statuit, a qua caeterae formae omnes oriantur, quas eadem ipsa complectitur. Qua in re mihi ille videtur cum Platone sentire aut in pugnantem sententiam pene inscius prolabi. Si enim formam aliquam primam ac divinam esse putat, ad quam veluti ad finem aliae referantur omnes... tanquam universale quiddam separatum ante re ipsa sejunctum faciat, necesse est._»
{39} Véanse especialmente los capítulos III y IV del tratado [104] De Demonstratione ejusque necessitate et vi: «Debere autem aliquid esse in mente nostra certum ac firmum, quo tanquam instrumento et exemplo intelligentiae ipsius multa sciantur, id est, formas notionesque rerum a natura nobis impressas... Quoniam enim ad omnia intelligenda et agenda, veluti semina quaedam habemus a natura, ut et si duo triaque nunquam viderimus, eadem si conjungantur, esse quinque fateamur, et si quid boni aut mali objiciatur, alterum sponte sequamur, alterum vitemus, et si quale sit alterutrum non judicetur, ut denique ad omnia capienda mens quasi apta et proclivis per se sit atque aliquid in se simile iis videat, quasi alias illa vidisset aut didicisset: necesse profecto est, aliquas mentibus nostris impressas esse a natura rerum formas putare, non facultate tantum, ut putat Aristoteles, sed actu... eo modo ut nec sensus sine iisdem notionibus satis ad scientiam pariendam sint, nec sine sensibus ipsae notiones.» Todavía es más importante el capítulo V, en que explica el modo de la intelección.
{40} Por ejemplo, el cardenal García de Loaysa, en el brillante prefacio que puso al frente de los Comentarios De Coelo et Mundo, del peripatético clásico Martínez de Brea (Alcalá, 1561), presenta un verdadero plan de concordia, aunque menos extenso y desarrollado que el de Fox Morcillo, y no se harta de encarecer a la juventud de las escuelas que mire con la mayor reverencia las palabras de Platón y no le sacrifique a la autoridad de su discípulo, como era frecuente hacerlo: «Haec obiter a me dicta de Platone sint, ut juvenes interim admoneam magna cum reverentia de Platone ejusque conditione esse agendum, et quidquid Platonicum inciderit, altiore esse mente reputandum.»
El cronista Ambrosio de Morales, en el segundo de los quince discursos que añadió a las Obras de su tío Hernán Pérez de Oliva (Córdoba, 1586), discurre sobre la diferencia grande que hay entre Platón y Aristóteles en la manera de enseñar: «Muchas de las cosas que ambos enseñan son todas unas mismas, mas la manera de enseñarlas es tan diferente, que las hace parecer diversas.»
El importante y rarísimo libro del médico Luis de Lemos (Paradoxorum Dialecticorum, libri duo, Salamanca, 1558), puede considerarse como perteneciente a la escuela platónica mucho más que al ramismo. La tesis principal del autor es demostrar, contra Núñez y demás peripatéticos, que el nombre de Dialéctica debe reservarse para la Metafísica o primera filosofía, y no aplicarse de ningún modo a la Lógica formal de los aristotélicos.
Es luliana, todavía más que platónica, la aspiración unitaria y sintética del arquitecto Juan de Herrera en su inédito Discurso sobre la figura cubica: «Sabe cualquier entendimiento que nunca halla reposo hasta que topa con la armonía y orden sin falta ni sobra, en la cual armonía reposa, porque halló allí la verdad que buscaba con gran ansia.» Todo el razonamiento de Herrera está fundado en lo que él llama «la armonía de los socorros y comunicaciones de unas naturalezas con las otras y unos principios con otros.»
{41} Sin duda por las relaciones íntimas que tiene con el pesimismo de Schopenhauer, hemos asistido en nuestros días a una singular resurrección de la doctrina de Molinos, especialmente en Inglaterra. El representante y corifeo de esta doctrina allí es J. Henry Shorthouse, hombre de mucho [106] talento literario. Véase su célebre novela quietista «_John Inglesant_» (ed. Tauchniz, 1882), y su traducción abreviada de la Guía espiritual. (Golden thoughts from the Spiritual Guide of Miguel Molinos the quietist, Glasgow, 1883.)
{42} En su Spiraculum vitae (1652). Véanse, además, sus Problemata XXX de creatione mundi (1685).
{43} «La Academia (decía Rebolledo) parece que tomó esta doctrina de la Escritura, para restituirla a San Hierotheo y a San Dionisio, pues la pone Platón en boca de la docta Diótima.»
{44} Academica sive de judicio erga verum ex ipsis primis fontibus. Opera Petri Valentiae Zafrensis in Extrema Baetica (Amberes, 1596).
{45} Puede mencionarse como curiosidad no ajena de nuestro asunto, el libro que otro luliano, el P. Luis de Flandes, publicó con el título de El Académico Antiguo contra el Scéptico Moderno: Defensa de las Ciencias y especialmente de la Physica Pitagórica (1742), exponiendo un plan de filosofía sincrética, en que entran como elementos, además del pitagorismo (que con extraordinaria sorpresa vemos renacer aquí), la lógica aristotélica, la metafísica platónica y el arte luliana, dando trabazón y enlace a todo ello el principio de que las universales máximas abrazan las opuestas inferiores.
{46} Por ejemplo, en las escuelas antiguas se conocía con el nombre de realismo lo que ahora llamamos idealismo, y se decía nominalismo lo que hoy empirismo y positivismo. El realismo de algunas escuelas alemanas modernas es ciertamente antítesis del idealismo, pero no quiere ni debe contundirse con el positivismo.
{47} Véase el principio del Phedro.