Alma en el Diccionario apologético de la fe católica (original) (raw)

Una de las materias sobre que se suscitan ahora más objeciones anticatólicas es la que versa acerca del alma en general. Todas estas objeciones serán resueltas en dos artículos que tratan, el primero del alma humana, y el segundo del alma de los brutos.

1. El alma humana

El alma humana es necesariamente o un ser realmente existente, un hecho, o un concepto puramente ideal, una simple palabra. Si el alma humana es un ser realmente existente, habrá de ser o [75] substancia, como lo es por ejemplo una piedra, o accidente de una substancia, como la forma o figura rectangular, cúbica o redonda de la misma piedra. Si es substancia, habrá de ser o substancia corpórea, es decir, extensa, o incorpórea y simple. Si el alma humana es incorpórea o simple, habrá de ser espiritual, y tener subsistencia propia, no dependiente de un cuerpo ni del conjunto que forma con el mismo cuerpo; será o no espiritual si no subsiste según su propia naturaleza, si recibe la subsistencia del cuerpo o del compuesto que forma juntamente con el cuerpo. Ahora investigaremos si el alma humana es una realidad, si es substancia, si es simple y si es espiritual.

1º Algunos de estos problemas que acabo de enunciar son verdaderamente difíciles, y para resolverlos es preciso, a juicio de Santo Tomás, mucho estudio y penetración Requiritur diligens et subtilis inquisitio (Sum, Theol. p. 1. q. 87. a 1.)

Fácil será probar, sin embargo, si hemos de creer al gran Doctor, que el alma humana es una realidad, y no una simple palabra, o un concepto puramente ideal. Basta, en efecto, un sencillo raciocinio para convencernos de esta verdad. Se entiende aquí por alma humana, el principio, sea cual fuere, del conocimiento, y principalmente del pensamiento humano, que consiste en el acto de concebir o aprehender algún objeto inmaterial, algo que no esté sometido a las leyes y condiciones de la extensión, a diferencia de la sensación o percepción sensible, que no alcanza sino a los objetos concretos dotados de las propiedades comunes a los cuerpos que existen en el espacio. Determinado de esta suerte el sentido de estas dos palabras «alma humana y pensamiento», bien puedo afirmar desde luego, que el pensamiento es un fenómeno, un hecho real.

Cuando pensamos en el alma humana o en la célula nerviosa, en la elocuencia o en la poesía, el acto de pensar en estas diversas cosas es tan real como el que ejecutamos al mover un pie o levantar el brazo; estas ideas de nuestra mente tienen tanta realidad como los tallos de hierba que germinan en la tierra; surgen y brillan en [76] nuestra alma, con la misma realidad con que alumbra y brilla la luz del sol.

El pensamiento es, pues, un fenómeno, un hecho real; pero todo fenómeno, todo hecho real, supone una causa real. Luego el principio del pensamiento en el hombre, o sea el alma humana, es evidentemente un ser real.

2º ¿Es el alma una substancia? Para explicar el concepto de substancia, obscuro de suyo, nos serviremos de la definición de la misma substancia, y añadiremos un ejemplo.

Llámase substancia al ser u objeto real de tal naturaleza o esencia que puede mantenerse y permanecer sin necesidad de otro ser que le sirva de sujeto, y que es a su vez sujeto de indefinida multitud de modificaciones o mutaciones accidentales.

He aquí el ejemplo: Ved una moneda de oro. El oro de la moneda, es indudablemente, según la anterior definición, una substancia; porque se mantiene y permanece independiente de todo otro ser que le sirva de sujeto; mas en la misma moneda, cuya forma es redonda, como son ordinariamente las monedas, veo una corona y una efigie. Ahora bien: ¿serán también substancias la forma redonda de la moneda, los rasgos y el dibujo de la corona ? ¿Subsisten por sí la forma geométrica, los rasgos de la efigie, y la corona? Por ventura, ¿no es preciso que la forma geométrica, el dibujo, los rasgos de la efigie existan en alguna materia que les sirva de sujeto, la cual es el oro en el ejemplo propuesto, pudiendo ser en otro caso la madera, el lienzo o el mármol?

No cabe duda: aunque a estas cualidades se las suponga, como quiere Locke, agrupadas o reunidas, no podrían subsistir sin un sujeto, pues es imposible que ceros de subsistencia, aun sumados todos, compongan una substancia real o verdadera, como es imposible que una larga cadena de hierro se mantenga en el aire sin sujeción alguna, no pudiendo mantenerse un sólo eslabón. El oro es, pues, una substancia, pero la forma y los dibujos de la moneda no lo son. Hay dos grandes categorías de seres en el mundo: los seres nobles, fuertes, subsistentes en sí mismos, firmes, consistentes, estables por naturaleza, los [77] cuales son las substancias. Y además otros seres débiles que no pueden subsistir por sí solos, que necesitan un sujeto, realidades disminuidas, dependientes, fugaces, mudables. Estos seres son los accidentes.

Una palabra más para completar la teoría.

Las substancias, siguiendo la profunda observación de Aristóteles, no sólo son las realidades más nobles, sino además a ellas les pertenece el ser en el sentido absoluto y riguroso. En efecto, el accidente no hace propiamente hablando que una naturaleza exista; como indica su nombre, es algo que se añade a la naturaleza ya constituida y formada: accidit. La forma de moneda no hará que el oro exista rigurosamente hablando, sino sólo que exista de una manera determinada: esta forma no da al oro su ser primitivo, sino un ser secundario, un simple modo de ser. Lo mismo debe decirse del movimiento, de la temperatura, de la posición, del color de los cuerpos. La substancia es lo que subsiste por sí y para sí, el verdadero ser, το ὂν; el accidente es lo que es en otra y para otra cosa ὂντοσ ὂν. Y ahora bien: ¿en qué categoría colocaremos al alma humana, de la que sólo sabemos hasta ahora que es aquella realidad íntima de donde procede el pensamiento?

¿Es substancia? ¿Es accidente?

Fácil es contestar a esta pregunta. Todos concedéis que el hombre por su naturaleza, es un ser que piensa. Sin duda no admitiréis la opinión de Descartes, que afirma que toda la naturaleza del hombre consiste en pensar. Y no diréis como este filósofo «Yo no soy, precisamente hablando –este precisamente hablando, es admirable– más que una cosa que piensa; es decir, un alma, un entendimiento, o una razón. (Med. 2). No, pero aunque estéis convencidos de ser algo más que un espíritu o un pensamiento, de ningún modo dudaréis por un instante que la propiedad de ser un sujeto que piensa sigue a la naturaleza del hombre.

Si la facultad de pensar pertenece a la naturaleza humana, síguese claramente que el principio del pensamiento, lo que hemos llamado alma, es uno de los elementos constitutivos de su [78] naturaleza, que forma parte integrante de la esencia humana.

El alma, o sea el principio del pensamiento del hombre, forma parte integrante de su naturaleza. Así, pues, la naturaleza hombre, subsistiendo por sí misma, sin necesidad de otro ser, permaneciendo firme y estable en medio del proceloso mar de los sucesos que se suceden, es una substancia como el oro y la piedra. Luego el alma humana es una substancia.

¿Es substancia completa o incompleta, aislada o unida a otra? No tardaré en decirlo, pero no todavía; porque la cuestión que hay que resolver ahora, es solamente saber si el alma humana pertenece al orden de la substancia o al de los accidentes. A lo cual puede contestarse. El alma humana, formando parte esencial de un ser substancial, es evidente que pertenece al orden de las substancias.

3º Tenemos pues: 1º Que el alma humana es una realidad: 2º Que es una realidad substancial. Ahora bien: una substancia puede ser material o inmaterial. ¿Cuál de estos calificativos conviene a nuestra alma?

Damos el nombre de materia, a la realidad cuyas propiedades distintivas son: extensión, impenetrabilidad, movilidad. Otros la han definido diciendo que es una realidad extensa, resistente y movible. Esta definición declara suficientemente mi opinión respecto a la materia, y explica el sentido en que pregunto, si el alma es o no material.

Podría demostrar seguramente que el alma es simple, valiéndome de las razones que sirven para probar su espiritualidad; porque si se demuestra que es espiritual, es decir, tan perfectamente distinta y tan poco dependiente del cuerpo que le comunica la existencia, lejos de recibirla de él, con mayor razón quedará probado que es simple. Pero prefiero demostrar su simplicidad por medio de pruebas que le sean propias. Este procedimiento es desde luego mejor método, porque dará exactitud y realce a nuestra doctrina, haciendo resaltar la diferencia de las dos tesis, de la simplicidad y espiritualidad del alma, por la diversidad misma de argumentos que se emplean para probar una y otra. [79]

El alma humana es simple, porque en la sensación percibe los objetos materiales con una percepción total y una.

Es un hecho, que percibimos con el auxilio de nuestros sentidos y con una percepción total y única, los seres materiales, libros, mesas, ventanas, &c. Ahora bien; la percepción, no puede tener por sujeto o por causa a un ser compuesto de partes; porque si así fuera, o cada una de estas partes conocería al objeto todo entero y habría muchos conocimientos del mismo objeto, lo que es contrario a la experiencia, o bien cada parte adquiriría un conocimiento parcial, y no alcanzando cada una más que la porción de conocimiento que le correspondiera, ninguna de ellas alcanzaría el conocimiento total; lo cual es igualmente contrario a la experiencia, que nos dice que nuestros conocimientos son totales. Luego quien percibe en nosotros es uno e indiviso. Mas diréis acaso que esto no basta para probar que este sujeto que percibe sea indiviso hasta ser indivisible, y uno hasta ser simple. Es evidente que si los millares de papilas nerviosas que cubren la superficie palmaria de mis dedos estuviesen aisladas y no reunidas en un sólo principio de acción, no alcanzaría, como ahora alcanzo, una percepción total y única de la superficie sobre la cual apoyo mi mano en este momento. Pero, ¿porqué ha de admitirse que en mis dedos hay un principio simple e indivisible? Es preciso admitirlo, porque sin un principio simple e indivisible jamás explicaríais cómo por el tacto, sin el auxilio de ningún otro sentido, estando compuesto de partes, puedan ellas ser el sujeto realmente uno e indiviso que supone una sensación total y única.

¿Qué pensáis del siguiente principio de Santo Tomás: «Todo ser compuesto de partes, no es, ni permanece uno, si no posee por su naturaleza, además del principio que le hace múltiple, algún principio íntimo especial que le haga uno?» ¿No es evidente que siendo opuestos el ser uno y el ser múltiple no pueden ser explicados ni mucho menos producidos, sino por un doble principio, por un principio de [80] pluralidad y de unidad, principios ambos íntimos al ser, como le es íntima su doble propiedad de ser uno y múltiple. Y hablando de un modo menos abstracto, ¿se comprende que un cuerpo, una realidad extensa pueda ser, propiamente hablando, una sola substancia, una sola naturaleza de una existencia única, un solo foco de acción, si uno de estos principios constituyentes perfectamente uno e idéntico no penetra todas sus partes, reduciéndolas todas a la unidad de una sola naturaleza y haciendo de todas un solo sujeto de existencia, y por consiguiente un solo origen de actividad? En una palabra, ¿puede concebirse que lo que es múltiple por sí, posea la unidad de ser y la unidad de obrar, sin tener además un principio especial, generador especial de esta doble unidad?

Es seguro que después que hayáis reflexionado detenidamente no podréis menos de afirmar que tal cosa no puede concebirse, y diréis con Santo Tomás: «Omne divisibile indiget aliquo continente et uniente partes ejus.» (Cont. Gent. lib. II, cap. 65, núm. 3).

Por esto mismo, afirmaréis también –ya que estas dos proposiciones se siguen claramente una a otra– que en el sujeto que es susceptible de sensación, existe un principio que le penetra en todas sus partes, y del cual recibe la unidad para ser y para obrar.

Ahora bien: el principio que da unidad a esta corta porción de materia organizada donde se produce la sensación, ¿está compuesto de partes, siendo múltiple por su naturaleza, o por el contrario, es simple e indivisible? No dudaréis al contestar, si tenéis en cuenta cuál es su oficio: hacer del cuerpo organizado una substancia una; un principio de acción único, en cuya virtud millones de millones de moléculas llegan a formar no un grupo de seres, sino un solo ser, porque la unidad de la percepción sensible exige absolutamente la unidad en el ser que percibe. ¿Podría este principio producir tan íntima y substancial unificación, obrando sólo exteriormente sobre las moléculas, ya para imprimirles un movimiento especial, ya para disponerlas según algún fin particular? De ningún modo; porque no por estar así dispuestas o [81] agitadas las moléculas dejarían de permanecer en estado de fragmentos del ser, y de esta suerte no podría nunca explicarse en manera alguna la sensación «total y una.»

Para dar unidad a las moléculas, es preciso que aquel principio las penetre a todas a y cada una, comunicándose y dándose a todas ellas, haciendo que todas estén penetradas por él, que esté simultáneamente en todas, y que cada una, o más bien todas y cada una sean una sola cosa en él y por él, de suerte que no veamos más que un solo acto, una sola naturaleza y una sola existencia.

Decid ahora si cualquier cuerpo puede obrar de esta manera, si puede penetrar a otro del modo íntimo que acabamos de decir, y estar a la vez todo entero en este cuerpo y todo entero en cada una de sus partes. (Sum. cont. gent., lib. II, cap, 65, núm. 2).

Ya veis, pues, que la unidad de nuestras sensaciones o percepciones sensibles, prueba invenciblemente que en nuestro cuerpo hay un principio inmaterial, un alma indivisible y simple.

No se me oculta que para conocer toda la fuerza de este argumento se necesita un entendimiento ejercitado en la filosofía. Por lo cual, para satisfacer a los menos familiarizados con los razonamientos metafísicos, aduciré aquí una segunda prueba de la simplicidad del alma humana, prueba que tendrá sobre la primera la ventaja de ser no sólo demostrativa, sino fácil y nueva; y digo nueva porque está basada en uno de los descubrimientos más curiosos de la ciencia moderna.

Veamos primero los hechos. Imaginémonos hallarnos en el Museo de Historia Natural de París, oyendo a M. Flourens que dice lo siguiente:

«Cuando estudio el desarrollo de un hueso, veo que sucesivamente todas las partes y todas las moléculas de este hueso son eliminadas, y sucesivamente todas ellas reabsorbidas, sin quedar ninguna de ellas: todas desaparecen, todas se mudan, y el mecanismo secreto, el mecanismo íntimo de la formación de los huesos es la mutación continua.» (De la Vie et de l’Intelligence, 2ªe ed., p. 16). Lo que este ilustrado sabio francés asegura está basado en [82] experiencias que no dejan lugar a duda. «He rodeado el hueso de un pichón –dice– con un alambre de platino. Poco a poco el anillo se ha cubierto de capas de hueso, sucesivamente formadas y no tardó mucho tiempo el anillo en desaparecer del exterior, introduciéndose en medio del hueso; y por último, llegó a encontrarse en la parte interior del hueso, en el canal medular. ¿Cómo se hizo esto? ¿Cómo el anillo que al principio rodeaba al hueso llegó a ser cubierto por él? ¿Cómo el anillo que al principio de la experiencia estaba en la superficie del hueso, al fin de ella llegó a estar en la parte interior de él? Porque mientras que por una parte por la superficie adquiría el hueso capas nuevas que cubrían el anillo, por otra el lado interno perdía las antiguas capas, las cuales habían sido reabsorbidas. En una palabra: todo lo que era antes hueso, todo lo que rodeaba el anillo cuando lo coloqué, ha sido absorbido, y todo lo que es ahora hueso, todo lo que cubre actualmente al anillo se ha formado después: toda la materia del hueso ha cambiado pues durante mi experiencia (página 20).» M. Flourens, que ha repetido estas experiencias muchas veces y de varias maneras, siempre con el mismo evidente resultado, concluye su relación con estas graves palabras: «Toda materia, todo organismo material, parece y desaparece, se hace y se deshace; una sola cosa queda, es decir, aquella que es la que hace y deshace, la que produce y destruye, o de otro modo la fuerza que vive en medio de la materia, y la gobierna (p. 21).»

«Todo el organismo material y todo ser, parece y desaparece.»

Sin trabajo creemos, después de lo que acaba de ser tan claramente demostrado, que en el cuerpo del animal las partes más sólidas, y por lo tanto más resistentes, se descomponen y son arrastradas como las otras por la ola de la vida.

Mas notad que lo mismo que M. Flourens nos ha dicho acerca de esta perpetua mudanza que se verifica en el cuerpo de los animales, él mismo y los demás sabios lo afirman y demuestran también respecto al cuerpo del hombre, «Un animal, un hombre, dice [83] Draper (Les conflits de la science et de la religion, p. 91), es una realidad una forma a través de la cual pasa incesantemente una corriente de materia. Recibe de ella la que necesita, y rechaza lo superfluo; en lo cual se asemeja a un río, a una catarata, a una llama: las partículas que hace un instante componían su cuerpo, ya están dispersas, y sólo puede vivir recibiendo otras nuevas.» (V. además Cl. Bernard, La Science experiment., segunda edición, p.184, sq.)

Esto mismo afirma Moleschott, y añade: «Este cambio de materia, que es el misterio de la vida animal, se opera con notable rapidez... La conformidad en los resultados obtenidos en virtud de repetidas experiencias, es una garantía positiva de la hipótesis, según la cual se necesitan treinta días para dar al cuerpo entero una nueva composición. Los siete años que la creencia vulgar suponía necesarios para esto, son, pues, una exageración inadmisible.» (Circulation de la vie, t. I, p. 15).

Sea cual fuere el tiempo que se necesite para la renovación del cuerpo, es lo cierto que se verifica por completo en un período de tiempo relativamente muy corto.

Esto está comprobado y científicamente demostrado, y así lo confiesan los sabios: todo lo que en nosotros es materia, pasa, se deshace y se muda. En todo hombre adulto se ha cambiado la materia de que consta su cuerpo, no sólo algunas sino muchas veces, de manera que ya no le queda nada, ni aun una sola molécula de la primera materia del cuerpo.

¿Pero existe algo en nosotros que no pasa y que no se muda? Cuando con el auxilio de la reflexión y de nuestros recuerdos remontamos el curso de los acontecimientos personales; cuando seguimos aquella serie de hechos tan diversos que forman como la trama de la existencia pasada, los estados interiores que se han sucedido en nosotros, no menos variados que las circunstancias exteriores: no obstante todas estas mudanzas que han pasado a nuestro alrededor y en nosotros mismos, la conciencia nos dice que ha permanecido en nosotros un elemento, una realidad inmutable e idéntica, que [84] hallaréis dentro de vosotros mismos; una cosa que ha sido el sujeto y testigo de todos esos acontecimientos íntimos, que nos prueba y afirma esto mismo en este instante. ¿Por ventura, no sabéis deciros a vosotros mismos: fui desgraciado, mas ahora soy feliz; fui enemigo del trabajo, ahora soy laborioso; fui indiferente a la ciencia, ahora estoy deseoso de instruirme; fui niño, ahora soy hombre?

Nuestra conciencia nos muestra y nos hace ver ese algo permanente y estable que sin cesar nos repite en todo tiempo estas dos palabras de tan profundo sentido: fui y soy. Nuestra conciencia afirma que el yo substancialmente ha sido y ha permanecido siempre idéntico durante toda nuestra existencia.

Así, pues, si por otra parte asegura la ciencia con igual certeza que de toda la materia del cuerpo cuando fue criado, y durante el primer período de su vida no queda ni un solo átomo, ¿qué consecuencia se deduce de aquí, sino que el ser que se llama a sí mismo yo, este ser que se acuerda de lo pasado y que compara su estado presente con sus estados anteriores, el alma, en fin, no es materia ni participa de la naturaleza de la materia, ni está sometida a sus leyes?

Luego el alma no es materia; luego el alma no es el cerebro, ni ninguna otra parte del cuerpo.

Pero no ha faltado quien replique, que el alma es el tipo y la forma del cuerpo. La forma del cuerpo humano es siempre la misma y no se muda: luego puede sostenerse que el alma es algo material y que permanece sin embargo siempre idéntica. Me abstengo de calificar como se merece esta objeción que algunos hacen con toda sinceridad. Mas séame permitido observar que su inventor la formuló seguramente en un momento de distracción, y que es preciso estar en un estado mental semejante para repetirla.

Pocas palabras bastan para poner de manifiesto este miserable sofisma. El tipo del cuerpo humano permanece él mismo –según dicen– no numéricamente sino específicamente.

De dos personas puede decirse que llevan la misma vestidura, mas no numérica [85] sino sólo específicamente. Es el mismo vestido el que ambas usan, porque los dos trajes son de tela semejante y de forma también semejante; pero en realidad son dos trajes, y aun de dos telas y de dos cortes. Así, cuando se nos muda la materia de nuestro cuerpo, es como si nos mudáramos de vestidura, con lo cual esta misma vestidura, la tela y la forma de ella, es decir, el tipo, viene en realidad a multiplicarse.

—Mas la materia de nuestro cuerpo no se cambia de una sola vez, de la misma manera que nos mudamos de traje.

Esta réplica me obliga a ampliar mi comparación, aunque nada ganemos en ello.

Conocí a un avaro que por no comprarse ropa no cesaba de remendar un traje viejo que tenía. Una vez le ponía una manga nueva, otro día la otra, y así, al cabo de algún tiempo, había quedado todo el traje renovado pieza por pieza. ¿Era este traje el mismo que antes de haberlo remendado todo él? En cuanto a la materia es evidente que no era el mismo numéricamente. ¿Y en cuanto a la forma y al tipo? Es evidente que la forma de cada pieza es también numéricamente otra que la de las piezas anteriores; y no lo es menos que toda la forma, todo el tipo de la vestidura se ha renovado sucesivamente así como la tela misma.

Con este tipo, que no permanece siempre el mismo sino en vuestra imaginación, nunca lograréis algo permanente, numéricamente uno e idéntico, que sobreviva a ese cambio que sucede en nosotros, y que lo comprenda y lo afirme.

Excusado parece observar que este hecho de la identidad del yo, que dura en medio de la renovación incesante y total del cuerpo humano, basta por sí solo para destruir esta teoría del tipo constante o forma permanente, así como también las hipótesis análogas a ella de Simmías, de Alejandro, de Aphrodisio y de Galeno (Sum. cont. gent., lib. II, c. 62, 63, 64).

4º Queda que resolver esta cuarta cuestión: ¿Es espiritual el alma humana?

Cuando tratamos de inquirir si el alma es espiritual, de ningún modo admitimos que pueda darse el más ni el [86] menos en esta negación o ausencia de partes en que consiste la simplicidad del ser. La espiritualidad no es de ningún modo cierto grado de simplicidad, sino otra propiedad de diverso género que ésta. Simplicidad significa ausencia de partes; espiritualidad, manera de existir con independencia de una substancia conjunta. Para que el alma humana sea simple, basta que carezca de partes; mas para que sea espiritual es preciso además que no tenga la existencia ni del cuerpo, ni del compuesto que forma con él, sino sólo de sí misma, por supuesto hablando solamente del principio inmediato de la existencia que no excluye de ningún modo la causa primera. –Ya veis, por consiguiente, que hay gran diferencia entre la simplicidad y la espiritualidad.

Sin embargo, nunca quisieron Descartes y los cartesianos reconocer esta diferencia, por lo cual siempre desdeñaron el probar separadamente la espiritualidad del alma humana. Parecíales que bastaba saber que el alma es simple, inmaterial, y que su dignidad sobre los cuerpos queda perfectamente establecida en el mero hecho de ser una substancia que no tiene las tres dimensiones de los cuerpos.

Los antiguos escolásticos fueron todavía más allá. El alma es simple, decían: está unida al cuerpo, puesto que piensa en el cuerpo, y aun se lo asocia en cierta manera al trabajo de su pensamiento: luego subsiste en el cuerpo. Pero en realidad, ¿qué es lo que la hace subsistir? Concebimos fuerzas que siendo simples, inextensas, no subsistan sino por los cuerpos en que están, en virtud de su unión con la materia.

¿Subsiste de este modo el alma humana? ¿Por ventura no es más que simple, o es además espiritual; es decir, que tiene en sí misma la razón de su subsistencia? En toda demostración puede partirse de un hecho o de un principio, con tal que sean verdaderos. Hasta aquí, ha sido un hecho el punto de partida de todos nuestros razonamientos: ahora partiremos de un principio.

Helo aquí, según en otro tiempo era enunciado en las escuelas:

«La operación sigue al ser, y es proporcionada al mismo ser.» Esta fórmula no está, como se ve, tan anticuada, [87] que haya necesidad de traducirla en un lenguaje más moderno para que pueda ser entendida. Su exactitud es tan evidente, que se impone a todos los entendimientos.

M. Buchner reconoce formalmente su valor en estas palabras: «La teoría positivista se ve obligada a convenir en que el efecto debe ser proporcionado a la causa, y que, por consiguiente, los efectos complicados deben suponer en cierto grado combinaciones de materia complicadas. (Matiere et force, p. 218).

M. Karl Vogt la supone, e invoca implícitamente su autoridad cuando apoya uno de sus argumentos en esta observación:

«Además, es preciso, sin embargo, que la función (los escolásticos habrían dicho la operación) sea proporcionada a la organización y medida por ella.» (Leçons sur 1’homme, 2.e edic., p. 12).

También M. Wundt rinde homenaje a nuestro principio, cuando dice hablando de los sabios: «No podemos medir directamente, ni las causas productoras de los Fenómenos, ni las fuerzas productoras de los movimientos; _pero podemos medirlas por sus efectos,_» (Ribot: Psychologie allemande, página 222).

Lo cual da a entender que, ahora como siempre, todo el mundo reconoce que se puede juzgar de la naturaleza de un ser por su operación.

A tal operación corresponde tal naturaleza; a tal efecto, tal causa; a tal función, tal órgano; a tal movimiento, tal fuerza; a tal manera de obrar, tal modo de ser. De esta suerte hablan la razón y la ciencia en todos los siglos y en todos los países.

Luego si un ser ejecuta una operación a la cual el sólo puede llegar, y la ejecuta como agente aislado, libre, y trascendental, este ser ha de estar dotado necesariamente de una existencia trascendental, libre e independiente, que le sea propia según su misma naturaleza.

Ahora bien: en el alma humana hallamos esta manera de operación, pues vemos que ejecuta en un momento determinado sus actos de un modo libre, trascendental e independiente de la materia. Y si me preguntarais cuándo reconocemos en el alma esta elevada [88] y característica manera de obrar, os respondería, que cuando piensa, cuando tiene conciencia de sí misma y de su pensamiento.

Seguid ahora mi razonamiento. Se dice que una operación es absolutamente inmaterial, es decir, que excluye toda forma, actualidad y condición intrínseca próximamente material, cuando tiene por objeto una realidad absolutamente inmaterial. En esto no puede haber lugar a duda, porque la facultad alcanza su objeto por la operación; y si el objeto y la operación no pertenecen al mismo orden, si el objeto es de un orden superior al de la operación, siendo, por ejemplo, el objeto inmaterial y la operación material, la operación nunca podrá conseguir su objeto, como mi mano no puede alcanzar a una altura de tres varas: el objeto de la facultad y de la operación sería para ellas como si no existiera, y el acto nunca podría existir. Luego si se produce una operación cuyo objeto es una realidad por completo inmaterial, esta operación es, por necesidad, inmaterial. Tal es la consecuencia palpable del principio mencionado: que todo efecto debe tener su causa proporcionada.

Ahora bien: ¿cuáles son los objetos a que se dirige y da preferencia vuestro pensamiento?

¿No son, por ventura, la justicia, el honor, la virtud, el derecho, el deber, lo necesario, lo contingente, lo absoluto, lo infinito? Y estos objetos ¿son materiales si o no?

El derecho, el deber, la moralidad, la virtud, el honor, ¿son por ventura cuerpos? Tienen las dimensiones de los cuerpos.

Al dar la definición de derecho, contingencia, moralidad, libertad, o dar nociones de lógica o de metafísica, ¿hablaríais de altura, de anchura, de profundidad, de mitad, de tercera o cuarta parte, de volumen o de peso?

De ningún modo: en todos estos objetos, tales como los concebimos, no hallamos ni podrá señalarse ninguna de las propiedades esenciales de la materia: estos objetos son enteramente inmateriales y por consiguiente el acto que los alcanza, el pensamiento que 1os concibe, son inmateriales.

Por último, la fuerza de donde nuestro [89] pensamiento procede, no está limitada por completo en el cuerpo; antes por el contrario, su esfera de acción excede a los límites del mismo cuerpo; es una fuerza libre y trascendental, tanto en su modo de ser como en su manera de obrar.

Así como está dotada de una virtud que el cuerpo no puede darle porque él mismo no la tiene, está también dotada de una existencia que no procede de él, sino sólo de sí misma.

Muchas veces se ha intentado destruir esta prueba, diciendo en primer lugar, que todas nuestras ideas, aun las más sublimes, proceden de nuestros sentidos; y en segundo lugar, que el alma no puede pensar cosa alguna sin el concurso de la imaginación y de sus imágenes: hechos que prueban, según los adversarios que el alma carece de operación, y por consiguiente de una existencia trascendental. Pero estas objeciones carecen de valor.

¿Qué importa en la cuestión presente que nuestras ideas procedan de los sentidos o de otra parte, y sigan o no las percepciones sensibles de los objetos materiales?

Nada nos importa en el caso presente saber cuál es el origen de nuestras ideas, si son adquiridas o innatas, si nos vienen de arriba o de abajo: las aceptamos y consideramos tal como se hallan actualmente en nosotros, y nos preguntamos si tienen o no por objeto lo inmaterial. La respuesta no es dudosa.

El segundo hecho que nos oponen, tampoco nos da mucho que pensar. La inteligencia, dicen, no puede pensar, si la imaginación no le presenta sus imágenes. Sea así, en efecto. La imaginación suministra, según ellos, la materia primera de nuestras ideas. ¿Deducís por ventura de aquí que el objeto de nuestras ideas es material? Considerad cuáles son vuestros pensamientos más frecuentes, decidme si no pensáis en los objetos absolutamente inmateriales que hace un momento hemos mencionado. Los razonamientos que se oponen a observaciones directas de nada sirven.

¿Qué diríais del que hiciera el siguiente razonamiento? «Cuando salgo de París para ir a Córcega, viajo en [90] ferrocarril: el principio de mi viaje se hace por tierra: luego todo el viaje se hace por tierra: luego Córcega no es una isla» con enviarlo a ella se convencería de su error. Pues para estimar la condición de vuestro pensamiento no necesitáis salir de vuestra propia alma.

Pero acaso porque la inteligencia recibe de una facultad orgánica la materia primera de sus ideas, querréis deducir que no puede subsistir sino por el cuerpo. Esta consecuencia no es lógica. El hecho que alegáis, prueba que la inteligencia humana fue criada para estar unida al cuerpo, pero nada nos dice acerca de las relaciones o de la situación recíproca del cuerpo y del alma en orden a la subsistencia. Un ser puede muy bien recibir de otro el objeto sobre el cual ejerce su actividad, sin necesidad de depender de él para subsistir. Si no sucediera así, dice Santo Tomás a propósito de esta objeción, el animal mismo no sería un ser subsistente, porque para sentir necesita de los objetos exteriores del mundo material: «Alioquin animal non esset aliquid subsistens, cum indigeat exterioribus sensibilibus ad sentiendum.» (P. 1, q. 75, a. 2, ad 3).

Nosotros pensamos en cosas absolutamente inmateriales por su naturaleza, de donde se deduce inevitablemente «_inevitabiliter_», como dice Alberto Magno (De Nat. et Orig. anima, tractatus I, c. 8), que tenemos un alma espiritual. Pero nótese, que para establecer nuestra tesis no hay necesidad en modo alguno, de recurrir a las ideas que nos formamos de los seres inmateriales; podemos probarla cumplidamente discurriendo sobre la manera con que nuestro espíritu concibe los mismos seres sensibles.

Es tesis capital en ideología que no tenemos la intuición o percepción directa y propia de ninguna naturaleza o esencia.

La experiencia nos confirma en esta verdad. Nos formamos idea de los seres que nos rodean, discurriendo sobre sus varias propiedades. El conocimiento que tenemos de su naturaleza no es intuitivo, sino deducido. A más, esta idea deducida, tiene el defecto de no ser propia, cuanto sería necesario que [91] lo fuera, ni especial al ser a que se refiere. Examinad, en efecto, las ideas que formáis de diferentes seres, y veréis que todas las habéis adquirido con el auxilio de las nociones trascendentales y comunes de la Ontología; nociones generales de ser, de substancia, de calidad, de causa, de acción, de unidad y de pluralidad, de simplicidad y de composición, de duración, de espacio, &c. Según esto, las ideas que tenemos de las cosas materiales son como otros tantos haces, como conceptos adicionados, reunidos y agrupados de tan diversas maneras cuantos son los varios seres materiales que conocemos. Porque estas ideas no se diferencian sino por el número y por el agrupamiento de los elementos comunes que entran en su composición, así como las casas edificadas con materiales de la misma especie no difieren entre sí sino en el plano y en la cantidad de materiales empleados en su construcción.

Mas lo extraño es que entre los conceptos de que están formadas nuestras ideas de los seres materiales, hay algunos cuyos objetos no se refieren a la materia, sino hacen total abstracción de ella.

Concebid la idea de un cuerpo cualquiera y sometedla a un análisis metafísico. Veréis resolverse esta idea en elementos, muchos de los cuales, considerados aisladamente, no indican ni representan absolutamente nada material.

Pues la experiencia es tan fácil como decisiva, harémosla en presencia vuestra y con vosotros mismos.

Sin duda alguna tenéis, lo mismo que yo, idea, por ejemplo, de una encina. Esta encina que ahora os representáis, de seguro que no es la que en tal ocasión visteis acaso con vuestros propios ojos en tal monte o en tal pradera, y que ahora tenéis presente en vuestra imaginación, sino la encina en general, la encina abstracta de que se habla, por ejemplo, en la botánica. Ahora bien, descompongamos esta idea.

El análisis que hacemos de ella nos conduce a afirmar que la encina, tal como la concebimos, es un ser real, substancial, vivo...

He aquí cuatro conceptos, los cuales son todos generales; pero ¿de cuántos [92] otros cuerpos pudiéramos decir lo mismo que estamos ahora diciendo de la encina? Estos conceptos, considerados aisladamente, ¿se refieren por ventura a algún objeto material? ¿Qué significa el concepto, cuál es la definición generalmente admitida del ser?

Por ser se entiende sencillamente «lo que existe o puede existir»; ya veis que no hay huella alguna de materia en este primer concepto.

¿Pero la hallaremos en el concepto de ser real? –De ningún modo. Ser real no significa sino lo que existe o puede existir fuera del espíritu, en contraposición a las cosas que sólo existen en cuanto el espíritu piensa en ellas y sólo son ficciones, el famoso ente de «razón.»

¿Hallaremos, por ventura, las tres dimensiones en el concepto «ser substancial»?

Tampoco: «ser substancial,» ya lo hemos visto, significa únicamente «lo que subsiste por sí, o lo que para existir no necesita estar en otra cosa que le sirva de sujeto.» Este concepto de ser substancial no se apunta en modo alguno la materia.

¿Mas parecerá acaso en el cuarto término? –No: este concepto es _«viviente_» y nada más. Ahora bien: si sostenemos con Santo Tomás, con razón o sin ella, que la esencia de la vida es «la inmanencia de la acción» opinión muy generalizada, en cuyo favor pueden aducirse sólidas razones, este concepto sólo significa un ser cuyos actos son inmanentes.

Mas si decimos que la encina es un vegetal o ser que vive vida vegetativa, confieso que esta palabra suscitará en nosotros un concepto material en cierto modo por su objeto; pero estas cuatro ideas de ser, de ser real, substancial y viviente, no implican ni un átomo, ni una sombra de materia. Añadamos que el espíritu no ve la menor contradicción en que estas ideas se realicen en seres que no tengan nada de corporal. «Quae etiam esse possint absque omni materia.» (Sum. theol., p. I, q. 85, a. 1 ad. 2).

Nótese que no es exclusivo de esta idea de la encina el encerrar en sí conceptos inmateriales: lo mismo se observa en todas las ideas que tenemos de los seres materiales. No os costará [93] trabajo creerlo si analizáis la idea de cuerpo en general que acaso es la que menos se presta para confirmar esta ley que ahora enuncio.

¿Qué cosa es un cuerpo?

Por mucho que caviléis no podréis menos de convenir en que es un ser real, substancial. Ahora haremos acerca de estos tres términos el mismo raciocinio que hicimos antes acerca de los cuatro primeros de la definición de la encina.

Nuestras ideas de los seres materiales, contienen conceptos que no son materiales en cuanto a su objeto, que son tan inmateriales como el que tenemos acerca de un espíritu puro.

Lo cual no quiere decir que no haya alguna diferencia en nuestras ideas acerca de los cuerpos y acerca de los espíritus. He aquí la gran diferencia que media entre unas y otras. En la idea que nos formamos acerca de un ser material, descubrimos siempre un elemento o principio constitutivo especial, cuya consecuencia natural y necesaria es la extensión, mientras que si concebimos un espíritu puro, ninguno de los elementos que forman esta idea implican semejante propiedad. Cuando hace poco dijimos: la encina es un vegetal: al punto percibimos con completa evidencia, que no solamente ha de tener volumen como una piedra, sino también partes organizadas para la nutrición, crecimiento, reproducción, y una forma especial de ramas, raíces, hojas de tal o cual carácter, &c.

Pero en un espíritu puro, y que es un ser real, substancial, viviente, simple, espiritual, inteligente, libre, inmortal, no se hallará nada semejante.

Nuestro pensamiento comprende y percibe lo inmaterial aun en lo material. ¿Cómo sucede esto? La ideología de los grandes doctores escolásticos ha ilustrado maravillosamente esta cuestión; pero no es esta ocasión de plantearla ni de resolverla.

Lo que nos basta, lo que tenemos derecho de deducir, según el anterior análisis de nuestras ideas, acerca de los seres materiales, es que al concebirlos, concebimos lo inmaterial, y por consiguiente, ejecutamos un acto a cuya ejecución el cuerpo no puede aspirar, porque excede a los límites de [94] todo órgano: que para probar la espiritualidad del alma no nos ha sido necesario mostrar que concebimos seres inmateriales por naturaleza, porque nos bastan para conseguir nuestro intento, las ideas que nos formamos de seres materiales. Fácil sería multiplicar las pruebas.

Un sólo pasaje de las obras de Alberto Magno (de Anima, lib. III, c. XIV.) contiene más de diez: pero sólo citaré una sola, sacada de la conciencia que el alma tiene de sí misma.

Es breve y sólida. ¿No es por ventura cierto que cuando os place se vuelve vuestro espíritu sobre sí mismo hasta el punto de ver sus diversos estados, y de conocer lo que sucede aun en lo más recóndito de su ser? Vuestro espíritu conoce su propio pensamiento; muchas veces sabe cómo ha nacido en él este pensamiento, cuánto tiempo dura, y cuándo deja de ser. Esto mismo que experimentáis vosotros lo experimentan todos los hombres; con esta preciosa facultad pueden comunicarse los unos a los otros los íntimos sentimientos de su alma, y hacer agradable el comercio de la vida con las expansiones de la amistad. Vuestro pensamiento piensa en sí mismo, lo cual es un hecho que no puede negarse. Ahora bien: está demostrado que es geométricamente imposible que un ser material se convierta de esta manera sobre sí mismo, porque la materia es por su propia naturaleza impenetrable. Por esta razón los sentidos, que son órganos, no pueden volverse enteramente sobre sí mismos, como se vuelve el espíritu; ni la vista, que es el más perfecto de nuestros sentidos exteriores, puede verse a sí misma ni ver su propia visión. (Cont, gent» lib. II, c. 66, n. 4).

Del testimonio de la conciencia, así como del mismo pensamiento, resulta que el alma humana ejecuta una operación, en la cual el cuerpo no tiene parte inmediata, ni interviene directamente: operación libre, separada de las condiciones materiales, trascendental.

Ahora bien: hemos admitido que una operación trascendental, una operación libre e independiente de las condiciones materiales, supone una [95] existencia trascendental, una existencia libre e independiente del cuerpo.

Luego el alma humana tiene su subsistencia en sí misma, no recibe del cuerpo su existencia, y por tanto el alma humana es espiritual, en el sentido que hemos explicado.

5º Ante estas pruebas, expuestas y defendidas por Aristóteles, San Agustín, Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino y tantos otros ingenios, las razones aducidas en defensa del materialismo sólo causan lástima.

—Si hago el análisis químico del cuerpo humano, dice M. Moleschott, hallo en él carbonato, amoniaco, cloruro de potasio, fosfato de sosa, cal, magnesia, hierro, ácido sulfúrico y sílice; pero el alma, el espíritu no lo encuentro. Luego en el hombre no existe el alma.

Tan ingenioso, justo y concluyente es este razonamiento, como el de quien negara la existencia del sol por la razón sencilla de no haber logrado coger con pinzas un rayo de su luz. Carlos Vogt, busca principalmente en la anatomía la confirmación de su doctrina: «A grandes cabezas, dice, corresponden grandes talentos, Grosse Kopfte, grosse Geister.» Con sólo estas palabras trata de formular y probar la tesis materialista. La fuerza de la inteligencia, guarda relación con el volumen y peso del cerebro. Luego el cerebro es el único factor del pensamiento (Leçons sur l’homme, 2ª edic., p. 87-115). Mas por fortuna, después de haber anunciado y desarrollado M. Carlos Vogt su tesis, la refuta algunas páginas más adelante, porque él mismo nos enseña que está en contradicción con las famosas tablas de Wagner, en que este ilustre fisiólogo ha consignado el peso de gran número de cerebros, pesados por él, donde se ve que «hombres como Hausmann (de Gotinga) y Tiedemann que ocuparon un honroso puesto en la ciencia, se hallaban en una posición muy inferior, si se juzga por el peso de sus cerebros (p. 114).» También reconoce que la anatomía comparada se opone a sus conclusiones, porque el «cerebro de los colosos del reino animal, como el elefante y los cetáceos,» es mucho mayor, y sin embargo, su inteligencia es mucho menor que la del [96] hombre: y que por otra parte, si se tomara como medida de inteligencia, no el peso absoluto del cerebro, sino el peso relativo de éste en comparación con el del resto del cuerpo, el resultado sería irrisorio, porque los monos pequeños de América y la mayor parte de los pájaros que cantan, tendrían mayor inteligencia que el hombre (pág. 106 y 114. V. las curiosas tablas de M. G. Colin en su Traité de physiologie comparée).

En suma, las observaciones que se han hecho acerca de las relaciones que median entre el cerebro y el pensamiento, son poco sólidas y muy discutibles. Pero aunque fueran ciertas y evidentes, nunca podría deducirse lógicamente de ellas la conclusión «que el cerebro es el factor del pensamiento.»

Decís que el pensamiento depende del cerebro. Esta dependencia puede ser de dos maneras: o como de su principio directo, de su causa eficiente, próxima, inmediata; o como de un principio indirecto, lejano, mediato, que sería o poseería una simple condición, mas no constituiría la causa misma del pensamiento. ¿Podréis, pues, demostrar, ya sea por vía de simple observación o por vía de experimento, que el cerebro es la causa eficiente, directa, próxima, inmediata del pensamiento? Habéis visto, podéis mostrar a los demás algún pensamiento expresado por vibraciones del cerebro o de sus células? Ni lo hemos visto ni lo podemos ver, responden los materialistas. Sin embargo, podemos probar que el pensamiento se produce de esta suerte: el pensamiento humano tiene antecedentes, concomitancias, consecuencias cerebrales, materiales y determinadas; luego el pensamiento humano es material, es sólo una función del cerebro. Que el pensamiento humano germine o brille en medio de antecedentes, de concomitancias, de consecuencias materiales, está suficientemente demostrado, por todo lo que Lamettrie y Broussais han dicho acerca de la influencia recíproca de la parte física sobre la parte moral; porque nuestras ideas suceden a nuestras sensaciones; por el hecho fisiológicamente demostrado, de que el punto de partida de nuestras ideas es una alteración nerviosa, y su término, [97] un movimiento nervioso; y finalmente, por el hecho que se ha observado, que todos los estados del cerebro influyen sobre las ideas, y que estas a su vez influyen sobre los estados del cerebro. Además, la anatomía está en vías de probar que existe relación exacta entre la perfección del sistema nervioso y el desarrollo de la inteligencia.

Este argumento que los materialistas creen muy sólido, es en realidad muy débil, como pronto demostraremos. Contesten los materialistas desde luego a esta sencilla pregunta: La proposición que afirma que el pensamiento humano tiene antecedentes, concomitancias, consecuencias materiales, ¿es general o particular? ¿Afirman los materialistas que todos los antecedentes, todas las consecuencias, todas las concomitancias del pensamiento son materiales, o que solamente lo son algunas en mayor o menor número? Sea cual fuere su respuesta, cae por tierra el argumento.

Supongamos, en efecto, que responden: No tratamos de defender que todos los antecedentes, todas las consecuencias del pensamiento son materiales, sino que sólo algunas de ellas, aunque en gran número, lo son. En este caso, no pueden sacar esta conclusión: «Luego el pensamiento humano es material.» Su argumento se convierte en un grosero paralogismo.

En efecto, si sus antecedentes y consecuencias son unas materiales y otras inmateriales, ¿por qué habrá de ser el pensamiento material más bien que inmaterial? Si contestaran que la proposición es general, y que todos los antecedentes, todas las concomitancias, todas las consecuencias del pensamiento humano son materiales, nada saldrían ganando en defensa de su tesis, porque huyendo del paralogismo vendrían a caer en un sofisma. En este caso su argumento sería este: todos los antecedentes, todas las concomitancias, todas las consecuencias del pensamiento humano son materiales. Luego... Pero este aserto, todos, &c., carece de pruebas. Porque todos los hechos que, según hemos visto, citan los materialistas en defensa de su doctrina, tomados ya sea de la química, ya de la anatomía, ya de la fisiología, [98] ya de la experiencia vulgar, prueban solamente que algún número de antecedentes, algunos consiguientes del pensamiento, son materiales; pero no tienen que ver con esta otra proposición: «Todos los antecedentes, todas las concomitancias, todos los consecuentes del pensamiento humano son materiales.» Esta afirmación de los materialistas está pues, en el aire, y por consiguiente, la prueba que se funda en ella carece de fundamento, y la objeción cae por su base.

Refutados en el terreno de las ciencias y en el de la experiencia, los materialistas han acudido al de la metafísica, en el cual han salido igualmente derrotados. La fuerza, han dicho, es una propiedad de la materia. Una fuerza no unida a la materia, que libremente se extendiera sobre ella, sería una idea vacía de sentido. Sea enhorabuena. ¿Pero pueden probar la imposibilidad de la existencia de fuerzas que no sean materiales, es decir, que no existan en la materia ni dependan de ella? Ni pueden probarlo, ni aun tratan de intentar semejante prueba. Finalmente, habrá podido convencerse el que haya leído las obras de Moleschott, Buchner y Karl Vogt, de que esta afirmación tan grave, que tantas dudas suscita, que tiene contra sí tantas presunciones y que se muestra como la base del materialismo y fundamento de todo este sistema, es una afirmación enteramente gratuita, elevada a la dignidad de principio por la osadía de sus autores, y de la cual se sirven como de una verdad clara, evidente por sí misma e incontestable para todo el mundo. Mas acaso se trate de probar con el razonamiento de Holbach este aforismo de Moleschott: «Nos es imposible admitir una substancia que no podamos representarnos. Ahora bien: el medio de representarnos una substancia espiritual ¿no es por ventura la negación de todo lo que nosotros conocemos?»

La prueba basada en este razonamiento es tan débil, que con una simple distinción se desvanece.

Si la palabra representarnos se toma en el sentido de formarnos una representación en la imaginación, con figuras y colores, es cierto que no podemos [99] representarnos un espíritu porque no tiene figura ni color. Pero si esto de representarnos se toma en el sentido de concebir, pensar, nada hay que impida que nos representemos un espíritu, o en general cualquier naturaleza inmaterial.

Así, cuando los espiritualistas dicen que el alma humana es: 1º, una realidad; 2º, una realidad substancial; 3º, una realidad no compuesta de partes materiales; 4º, una realidad que posee en sí misma la facultad de subsistir y hacer subsistir a un cuerpo, una realidad inteligente, libre, &c., los espiritualistas conciben muy claramente la idea que expresan, y del mismo modo la concibe todo el mundo.

En honor de la verdad, esta dificultad es pueril, lo mismo que la objeción de los materialistas que afirman repugna a una alma espiritual el estar localizada dentro de un cuerpo y moverle, como admite el espiritualismo. Dos son las maneras, enseña Santo Tomás, de estar en un sitio: estar, del mismo modo que una mesa está en una habitación, de suerte que las partes de ella correspondan a las diversas partes de la habitación, y estar como por un simple contacto de virtud, de energía. Así se dice que los espíritus están presentes en un lugar y no en otro, porque se entiende que ejercen su influencia, su acción en un lugar y no en otro. De esta suerte el alma espiritual se dice presente en el cuerpo a quien anima, porque obra sobre su cuerpo y no sobre otro.

Esto es precisamente lo que repugna, prosigue el materialismo, porque repugna que un espíritu mueva a un cuerpo. Mas expliquemos el sentido de la palabra mover, y quedará resuelta esta dificultad.

Es imposible que un espíritu mueva a un cuerpo por medio de choque, dando unas partes sobre otras; porque no teniendo partes, nada puede mover en este sentido. ¿Mas repugna por ventura que obrando de un modo propio o conforme a su naturaleza ejerza acción sobre el cuerpo? He aquí lo que el materialismo ni aun ha intentado probar, y hace bien. Sólo le faltaría añadir, para mostrar su trivialidad, que no concibe cómo un espíritu puede obrar [100]sobre un cuerpo; porque nuestra ignorancia acerca de cómo suceden las cosas nada prueba en pro ni en contra de la existencia de ellas.

Por todo lo que antecede, se ve con cuánta razón decía Santo Tomás: «Ea quibus aliqui conati sunt probare animam esse corpus facile _est solvere._» (Cont. Gent. lib. 11, c. 64). Los argumentos de los materialistas sólo son sofismas que ni aun merecen ser tenidos por sutilezas, y sólo en momentos de distracción han sorprendido a personas de talento, por no estar suficientemente fundadas en los principios de la sana filosofía.

Queda, pues, sentado que el alma humana no sólo no es un cuerpo, sino que existe y subsiste independientemente del cuerpo a que está unida, porque ella misma le hace al cuerpo ser y subsistir. De este modo se hallan probadas las cuatro tesis que nos habíamos propuesto demostrar sobre el alma humana, a saber: que es una realidad, substancial, simple y espiritual,

6º De la espiritualidad se deducen dos consecuencias importantes:

La primera se refiere al origen del alma. Es un principio cierto que el origen del ser debe corresponder a su naturaleza, o dicho de otro modo, que su manera de llegar a la existencia debe estar en relación con su modo de existir. Siendo el alma humana independiente del cuerpo y de sus órganos, debe, por consecuencia, venir a la existencia de otro modo que por la acción de un cuerpo; porque no es posible que tenga por causa eficiente directa una operación orgánica. Luego, propiamente hablando, no es engendrada. Como por otra parte no puede proceder de otra alma por vía de fraccionamiento o como parcela separada de ella, porque las almas no se componen de partes, síguese que no puede ser producida sino por creación, y que es obra de la mano divina.

La segunda consecuencia, más importante todavía, que resulta de la espiritualidad del alma humana, es su inmortalidad. Sobre este punto debemos tratar más detenidamente.

Una cosa puede ser inmortal, o por naturaleza o por gracia, por favor, si se quiere. [101]

Qué cosa sea el ser una cosa inmortal por gracia, se comprende a primera vista. Es, no morir jamás, vivir siempre, mas no en virtud o por medio de los recursos o de la energía de su propia naturaleza, sino por un favor gratuito de Dios, suponiendo que Dios fuera servido de mantener en la existencia a un ser que abandonado a sus solas fuerzas sucumbiría. Dios, en efecto, podría hacer vivir eternamente a un árbol. El árbol que viviera de este modo, sin fin, sería inmortal por favor, por privilegio y no por naturaleza.

La inmortalidad por naturaleza o de naturaleza, es tan fácil de comprender como la inmortalidad por gracia, o favor; sin embargo, es preciso hacer una distinción, porque hay dos maneras de ser inmortal por naturaleza. La primera, que es la más noble, consiste en estar el ser en tan perfecta posesión de la existencia, que repugne absolutamente, o sea metafísicamente imposible no haber existido y ser privado de la existencia.

Como fácilmente se comprenderá, esta inmortalidad pertenece en propiedad y exclusivamente al ser necesario, cuya esencia es existir: es la inmortalidad de Dios.

Existe además otra inmortalidad de naturaleza, la cual conviene a un ser cuya naturaleza es tal, que una vez traído a la existencia debe siempre existir. Este ser, como se ve, no es inmortal absoluta y necesariamente, como Dios: no es inmortal y necesario, sino con necesidad e inmortalidad hipotéticas. No obstante, se dice con razón que es inmortal por naturaleza, porque supuesto que ha recibido existencia, su naturaleza exige que la conserve siempre.

Cuando decimos que el alma es inmortal queremos significar que no sólo es inmortal por gracia, sino también por naturaleza, que debe existir siempre por el sólo hecho de existir ahora.

Desde luego es cosa cierta que el alma subsiste aunque perezca el cuerpo al cual está unida, porque como hemos probado, el alma es espiritual, es decir, tiene subsistencia por sí misma, y no la recibe del cuerpo.

El alma humana, ya lo hemos visto, aventaja al cuerpo; según su naturaleza [102] está dotada de una existencia propia transcendental, independiente del cuerpo. Aun llegando a faltar el cuerpo, sigue subsistiendo en virtud de esta subsistencia que el cuerpo no podía darle; es semejante a un socio de una empresa comercial, el cual puede continuar su especulación aun después de terminada la sociedad, con tal que posea capital propio.

El alma humana subsiste aun después de ser su cuerpo destruido. Entonces disfruta de su existencia independiente. Pero el alma humana puede sobrevivir al cuerpo, sin ser por esto propiamente inmortal, inmortal por naturaleza; porque acaso tenga en sí misma un germen de destrucción. Veamos pues si su constitución, si su esencia es tal, que no pueda morir. ¿Mas cómo comprender esta esencia del alma, y cómo nuestras miradas podrán llegar hasta su íntima constitución? Sabemos, que la naturaleza íntima de los seres se revela, se refleja, por decirlo así, en sus propiedades y operaciones: veamos pues cuáles son las operaciones y tendencias del alma humana.

Observad cuál es el objeto preferente de su conocimiento, al cual tiende con imperioso anhelo.

Es indudable que el alma humana principia por el conocimiento del mundo sensible y de sus fenómenos: los sentidos le ofrecen desde luego la materia prima indispensable para la elaboración de sus ideas. Pero las nociones sensibles, los hechos no le sirven sino para levantar el vuelo. De los hechos pronto se eleva a las leyes, a las causas, a los principios: tiende a lo universal, a las verdades necesarias, inmutables, eternas. Con ser el espectáculo de la creación tan maravilloso y arrebatador, no tiene para el alma el atractivo encantador que la contemplación de las verdades racionales. Recordad el entusiasmo de Pitágoras, cuando sacrificaba su vaquilla a las Musas por haber descubierto algunas de las eternas propiedades de una figura geométrica. Recordad a Arquímedes meditando sobre las relaciones inmutables de los números, tan abstraído en sus ideas, que ni veía a los enemigos que le cercaban, ni a la muerte que le amenazaba. Oigamos a Platón celebrar [103] la felicidad de los que contemplan la hermosura y la bondad, primero en las artes, después en la naturaleza, y por último en su origen y en su principio, que es Dios. Sabemos que Aristóteles celebra estos felices instantes «en que el alma está poseída por la inteligencia de la verdad», y que juzga tal vida como la única digna de ser eterna, la única digna de ser la vida de Dios. ¡Con qué seguridad afirma además que el más leve destello de luz del mundo de las verdades eternas y divinas es incomparablemente más dulce y más precioso que todos los esplendores del sol que nos alumbra! Por último, no ignoráis que es tal el encanto que produce en los santos el divino ejercicio de conocer, amar y alabar a Dios, que nunca dejan de practicarlo, y que, como decía Bossuet, para continuarlo durante todo el curso de su vida, «apagaron todos sus deseos sensuales.»

Es pues, un hecho indudable, que nuestra alma se complace y se deleita en lo necesario, en lo eterno, en lo inmutable; allí es donde respira, donde se dilata, donde goza, porque así lo exige su naturaleza.

Mas este goce ¿no supone por ventura cierta relación y proporción entre el sujeto que goza y el objeto del goce, un punto en el cual convienen y se tocan la naturaleza del sujeto y la del objeto que le causa el goce?

Luego si el alma humana goza en aquellas cosas que están fuera de los límites del tiempo, o que no están sujetas a duración determinada, claro es que no está encerrada en los límites del tiempo, y que por naturaleza posee una existencia sin fin. A la misma conclusión podéis también llegar considerando cuál es el deseo natural del alma humana.

Es indudable el principio, que el deseo de la naturaleza no puede ser vano y sin objeto, porque la naturaleza no se engaña a sí misma. Ahora bien: ¿cuál es el mayor deseo y la mayor aspiración de nuestra alma sino el ser y existir siempre? Este es un deseo verdaderamente natural, que nace necesariamente en nosotros: deseamos la existencia porque todos los seres están dotados de la tendencia a la propia conservación: sólo hay esta diferencia entre [104] nosotros y los demás seres: nosotros somos los únicos que dotados de entendimiento concebimos la existencia, no concreta ni aprisionada en un punto del espacio ni en un momento del tiempo, sino la existencia en general, la existencia sin límites.

Luego nuestro deseo natural de existir se extiende a existir siempre, y prueba que en nosotros mismos hay un principio inmortal por su propia naturaleza; que además del cuerpo que muere, poseemos un alma inmortal por su naturaleza.

A estas dos sencillas pruebas añade Santo Tomás una tercera:

«El alma humana es naturalmente inmortal, porque no posee en sí misma principio alguno de destrucción». El alma humana, en efecto, es absolutamente simple; y por tanto, no es posible asignarle partes cuantitativas como a las realidades extensas, ni partes esenciales como a las substancias compuestas de muchos principios físicamente distintos. Toda división y toda descomposición es imposible en ella por su propia naturaleza. Luego por su propia naturaleza permanece siempre sujeto eternamente apto para la existencia, reclamando una existencia eterna. Sólo podría dejar de existir de una sola manera: por aniquilamiento. (Quaest, un. de animâ art. 14).

—Mas ¿será acaso el aniquilamiento o anonadamiento el escollo contra el cual pueda estrellarse nuestra inmortalidad?

Concíbese, en efecto, que un ser pueda ser destruido, de dos maneras: por división o descomposición, o por aniquilamiento. Una granada, por ejemplo, al estallar, es lanzada en pedazos en todas direcciones; la granada queda destruida por la división y dispersión de sus partes; y del mismo modo queda destruido el cuerpo del pobre soldado a quien hizo pedazos. Pero esta destrucción no es la más completa que podemos concebir. –De estos objetos así divididos y hechos pedazos, quedan los fragmentos. Mas puede concebirse una destrucción completa, de la que no quede nada: el aniquilamiento propiamente dicho. Es evidente que un ser simple y espiritual como nuestra alma no puede ser dividido ni descompuesto, [105] pero nada habríamos adelantado si pudiera ser aniquilado.

—Ante todo, observaremos a este propósito, que ninguna fuerza creada puede aniquilar a otra.

Sobre este punto podemos invocar el testimonio de los materialistas, porque uno de sus dogmas es, que en la gran lucha que sostienen entre sí todos los seres del mundo, sólo perecen los agregados, mas las fuerzas y los elementos que los componen nunca perecen. Los átomos de la materia, dicen con arrogancia, permanecen inmutables bajo la ola siempre movible de las combinaciones en que entran, y de las múltiples transformaciones de que son objeto.

Nada tenemos que decir contra esta afirmación de los materialistas: la experiencia nos muestra claramente a cada instante, que las fuerzas aun cuando obran con la mayor energía, respetan siempre el fondo de los seres sobre los cuales obran.

Lo mismo enseña la filosofía con no menor claridad: que la distancia de la existencia a la nada, es la misma que la que separa a la nada de la existencia; que para volver a una criatura de la existencia a la nada, es preciso el mismo poder que para sacarla de la nada a la existencia; y que por consiguiente, sólo un poder infinito puede dar el ser a una realidad que antes no existía, y sólo un poder infinito puede hacer que la nada suceda a la realidad. Ningún ser finito, ningún ser criado puede, por tanto, aniquilar al alma, lo mismo que ella no puede aniquilar ni aun el átomo más leve de la materia.

Si puede ser aniquilada, Dios es el único que puede aniquilarla.

—¿Mas no podrá Dios aniquilarla? Y si la puede aniquilar, ¿en qué viene a parar nuestra inmortalidad?

A este propósito, uno de los más ilustres apologistas del siglo pasado, Valsecchi, hace una observación muy justa y digna de ser mencionada: esta dificultad pueden oponerla los espiritualistas, pero los materialistas no pueden invocarla contra nosotros sin desmentirse a sí mismos, porque no reconocen la existencia de Dios.

La dificultad queda, sin embargo, en [106] pie para nosotros. Afortunadamente no es insoluble.

Es cierto que Dios puede aniquilar nuestras almas, porque Dios las ha criado, y su poder es infinito así para criar como para destruir.

Pero esta terrible omnipotencia de Dios, no aniquilará nuestras almas, porque está como impedida y ligada para este efecto por los demás atributos divinos. Expliquémonos: siendo Dios un ser infinitamente perfecto, posee todas y cada una de sus perfecciones en un grado infinito. Ahora bien: así como según esto de ninguna perfección carece, así también ninguna puede ser inferior a las otras; antes por el contrario, todas están, según nuestra manera de concebir, en admirable equilibrio, y obran con maravilloso concierto. Luego ninguna perfección divina puede ser pospuesta ni menoscabada por otra, y su omnipotencia, por ejemplo, no puede nunca ejecutar lo que su bondad, su justicia y su sabiduría no aprueben.

Ahora bien: la justicia y la sabiduría de Dios le impiden aniquilar al alma humana.

Desde luego la existencia de una vida futura no puede ser puesta en duda por el que admita la existencia de Dios; porque supuesta esta existencia concebimos necesariamente a Dios como providencia y como justicia infalible; y si Dios no nos reservara otra vida, no sería justo ni próvido. ¿No deben, por ventura, mostrarse sobre todo la justicia y la providencia de Dios en la diferente suerte que prepara al malvado y al virtuoso? ¿No deberá Dios, que es la suma santidad y justicia, castigar al uno y recompensar y glorificar al otro? ¿Acaso podría existir una providencia divina si quedara el mal eternamente impune y la virtud eternamente oculta y olvidada? ¿Es posible que existiendo Dios, mire del mismo modo, y trate con la misma indiferencia o con la misma benevolencia al crimen que a la santidad, a la caridad que al egoísmo, al orgullo que a la humildad, a la continencia que a la sensualidad, a la generosidad magnánima que a la sórdida avaricia? ¿Cómo es posible que Dios no establezca diferencia alguna entre un Nerón y un [107] San Luis, entre un San Vicente de Paul y un Voltaire, entre un Santo Tomás de Aquino y un Juan Jacobo Rousseau?

De ningún modo. Si Dios existe, es forzoso que se muestre efectivamente defensor y amigo de la virtud y juez y enemigo del vicio, y que llegue un momento en que estas preferencias divinas se muestren con evidencia a los ojos de todos.

Ahora bien: contemplad el mundo y decidme si la virtud lleva en él siempre la mejor parte, si triunfa en todos los lugares; y si el vicio, por el contrario, está en todas partes abatido, despreciado y castigado.

Irrisorio sería el intentar siquiera sostenerlo. Es, pues, preciso reconocer que en la vida presente la justicia divina detiene su curso y suspende sus efectos; que no pronuncia su última palabra, sino antes la reserva para otro estado de cosas, para otra vida que sucederá a la presente, y donde nuestro Dios, santo, justo y sabio, tratará a cada uno según sus merecimientos; donde realizará las compensaciones necesarias, estableciendo un orden perfecto, haciéndonos ver a «la virtud junta para siempre con la dicha, y al vicio con el sufrimiento.»

He aquí lo que nos dicta la razón: si Dios existe, debe dar a la virtud otra vida que sea una indemnización de la existencia presente.

Mas no me contento con probar que Dios dará al alma otra vida después de la presente; es preciso probar que esta vida será eterna, que Dios no aniquilará al alma.

¿Y quién podrá darnos esta certeza? ¿Quién saldrá fiador de nuestra existencia perdurable, no obstante ese poder que tiene Dios para aniquilarnos? —El mismo Dios.

En efecto, su justicia y su sabiduría se oponen a que seamos aniquilados.

No hay ser tan libre e independiente como es Dios respecto de sus criaturas. Ante Él, aun las más excelentes naturalezas, son como si no existieran, y nuestra nada no podría jamás fundar el menor derecho respecto del Criador. Pero Dios puede establecerlo y de hecho lo establece respecto de sí mismo. Dios es incontestablemente libre para no criar ser alguno; pero desde el instante [108] de criarlo Dios se debe a sí mismo el tratar a este ser conforme a la naturaleza que le ha dado. En esto consiste, según Santo Tomás, la justicia de Dios hacia las criaturas. Su sabiduría le obliga a no contradecirse a sí mismo, como en efecto se contradiría, si habiendo criado un ser y dotádolo de cierta naturaleza, tratara a este ser como si su naturaleza no fuera la que Él le dio. Si el hombre se cree obligado a ser consecuente y constante en sus juicios y en sus obras, ¿cuál no será la consecuencia y constancia de Dios?

Es pues propio de la justicia y sabiduría de Dios, tratar a los seres según su naturaleza particular. El alma humana es, según hemos probado, inmortal por su naturaleza. Luego Dios, supuesta la creación del alma humana, debe a su justicia y a su sabiduría el conservarle la inmortalidad.

Ahora diremos, que el alma humana es efectivamente inmortal como debe serlo, según su naturaleza, o más bien porque así lo exige su naturaleza.

Sería fácil aducir nuevas pruebas, y desarrollar, por ejemplo, la que está contenida en las conocidas palabras de Cicerón: _«Permanere animos arbitramur consensu nationum omnium._» Pero las razones expuestas bastarán para convencer a las personas reflexivas, si se toman el trabajo de meditar sobre ellas.

Acaso se dirá que no puede darse la existencia de un ser que no ejecute operación alguna, y que si el alma humana estuviera privada de su cuerpo y de sus sentidos, que le dan la materia de sus pensamientos, carecería de toda actividad. Esta es, en efecto, una de las veintiuna objeciones que Santo Tomás presenta contra la inmortalidad del alma humana en uno de sus tratados. (Quaest. un. de anima, art. 13).

Pero esta objeción carece de valor. Porque en efecto, ¿qué necesita el alma para poder obrar aun estando separada del cuerpo? Facultades y objeto. Ahora bien: el alma, aun separada, conserva la inteligencia y la voluntad, que, según hemos dicho, son facultades espirituales que flotan, por decirlo así, por cima del cuerpo, independientes de sus órganos, y que por consiguiente subsisten después de la destrucción del [109] cuerpo. El alma, a pesar de estar separada del cuerpo, tiene la doble facultad de pensar y de amar.

Si el alma separada del cuerpo no pudiera obrar, solo sería por falta de objeto. Mas los objetos de ningún modo le faltan.

Ella misma es su primer objeto. Por ventura, siendo simple y por consiguiente inmaterial, ¿no puede constantemente reflexionar sobre sí misma? He aquí amplia materia para el conocimiento y la reflexión. El alma puede investigar su propia naturaleza, discurrir sobre sus propios estados, sobre sus facultades, sobre sus actos.

Además, al reflexionar sobre sí misma, encuentra nuevos objetos aparte de su propia naturaleza y facultades. Encontrará un tesoro de nociones y conocimientos insensiblemente adquiridos cuando existía en su primer estado. Todas las ideas que nos formamos acerca de Dios, acerca del hombre y del mundo, las ideas morales, religiosas, filosóficas, científicas, todas ellas –por vuestra propia experiencia diaria lo sabéis– quedan fijas, grabadas, por decirlo así, en nuestra inteligencia; allí están aunque no pensemos en ellas, y basta un solo acto de nuestra voluntad para hacerlas brillar en nuestro espíritu, a veces tan claras y tan vivas como cuando las concebimos por vez primera.

Como todas estas ideas residen en el espíritu y no en los órganos, aunque el cuerpo desaparezca, no sufren ellas menoscabo alguno. He aquí otra nueva materia, la cual puede el alma explotar indefinidamente.

Y en verdad puede explotarla, porque el alma puede reflexionar sobre estas ideas, y reflexionando de este modo, meditando en estas nociones, no sólo puede tomar posesión y gozar de un bien interiormente adquirido, sino profundizar y extender sus conocimientos, y multiplicar así su perfección y su felicidad.

Por su propia naturaleza puede elevarse al conocimiento de Dios, y en virtud del nuevo estado en que se encuentra desarrollar sus conocimientos acerca del ser primero e infinito, estado que le ayuda a comprender mejor que antes la naturaleza de un espíritu puro y cómo puede este vivir.

Finalmente, ¿porqué no ha de poder [110] comunicarse con otras almas, separadas como ella de sus cuerpos, y aun con espíritus de naturaleza más superior a la suya?

Pero no necesitamos acudir a la hipótesis: lo que la razón nos dice de positivo sobre el estado del alma después de la muerte, basta para convencernos de que el alma no carece de objetos del conocimiento, y de que puede pensar.

Añadamos que también puede amar, porque es cierto que la facultad de amar recibe su objeto del pensamiento, y obra allí donde la inteligencia puede obrar.

El alma humana no sólo existe después que ha sucumbido el cuerpo, sino que vive vida activa y enteramente consagrada a las cosas del espíritu. Cierto es que como carece de órganos, no puede ejercitar las funciones de la vida vegetativa y de la vida sensitiva: pero conserva la conciencia de sí misma y de suyo: puede contemplar su naturaleza, sus facultades, sus actos y sus diversos estados; goza de los conocimientos que adquirió en su primer estado; puede crecer en la ciencia de la verdad, y particularmente en el conocimiento, y por consecuencia en el amor de Dios.

En suma, el alma puede pensar y puede amar.

Hemos discurrido filosóficamente acerca del alma humana, y hemos sacado la consecuencia, que el alma humana es una realidad, substancial, simple, espiritual, creada por Dios, e inmortal. Ahora bien, esto mismo, como todos sabemos, nos enseña la Revelación y la Iglesia. Deduciremos también, que sobre este punto del alma humana están completamente de acuerdo la Fe y la Razón.

El alma de los brutos