Infierno en el Diccionario apologético de la fe católica (original) (raw)

I. Esta palabra, en el lenguaje bíblico y teológico, designa:

1.º En un sentido general, la morada de las almas que no han sido aún admitidas a la visión beatífica y la de aquellas otras que no han de serlo jamás; tales son las almas de los justos antes de Jesucristo, las del Purgatorio, las de los niños muertos sin bautismo, y sobre todo las de los condenados.

2.º En un sentido especial, único de que debemos hacernos cargo en el presente artículo, el estado o permanencia de las almas condenadas a castigos eternos.

II. Con respecto al infierno así considerado, cuatro son las cuestiones principales que se presentan a la vista del teólogo, bien así como la de cualquier hombre que haga uso de su razón:

1.ª ¿Existe el infierno, es decir, hay castigos eternos para algunas almas?

2.ª ¿En qué consisten las penas del infierno?

3.ª ¿Cuál será realmente la duración de estas penas?

4.ª ¿Dónde se halla situado el infierno?

1.º En cuanto a la existencia del infierno, es indudable que los demonios y los hombres muertos en estado de pecado mortal son condenados por Dios con castigos proporcionados a la malicia de los mismos. La simple razón vulgar, así como la razón filosófica, nos persuade que no puede ser otra cosa. La doctrina de la Escritura es terminante y explícita sobre este particular, y nadie ignora que esto constituye un dogma de la fe católica; no hay, por tanto, necesidad de minuciosas pruebas.

2.º La pena principal del infierno es la pérdida del fin último, de la bienaventuranza sobrenatural, de la inefable gloria y del goce inmenso que se encierran en la visión intuitiva de Dios, bien supremo de la criatura racional. Este es el tormento más terrible de una inteligencia definitivamente descarriada y de una voluntad inexorablemente inclinada al mal. La desesperación, el odio a Dios, así como a toda clase de bienes que de él procedan, el dolor causado por un destierro sin posibilidad de regreso, todo ello resulta necesariamente de aquí. A esta pena esencial, que suele llamarse pena de daño, porque en ella consiste formalmente la condenación, hay que añadir la pena de sentido, así llamada por la causa sensible que la produce, cual es el fuego, con todos sus estragos sobre los cuerpos resucitados, que serán torturados sin ser destruidos, y con análogos efectos aun sobre los espíritus de los demonios y de los hombres. Que el suplicio del infierno sea muy principalmente el fuego, es ésta una afirmación tan frecuente y tan clara en la Biblia, que no cabe dudar de ella. (Cf. por ejemplo.: Matth., XXV, 41.) También Jesucristo hace mención (Marc., IX, 43 y siguientes) del gusano que roe la conciencia y que no muere, entendiéndose esto casi unánimemente en un sentido metafórico. ¿Podrá acaso interpretarse de igual modo lo que se dice del fuego y de los gemidos, de las lágrimas y del rechinar de dientes de que habla el Salvador? ¿Será acaso un fuego puramente ideal o moral que no produzca sino efectos también inmateriales, o será más bien un fuego real y físico capaz de obrar milagrosamente sobre los espíritus, y naturalmente sobre los cuerpos? No habiendo la Iglesia definido cosa alguna con respecto a este punto, hay una cierta libertad para adoptar tal o cual opinión. Hemos de observar, sin embargo, que la opinión que se decide por la existencia de un fuego real y físico, aunque diferente sin duda alguna del que nosotros conocemos, es casi universalmente admitida, y parece conciliarse mejor con los textos inspirados; esta opinión tiene también en su favor toda la tradición cristiana, y su única dificultad, la de concebir la acción de un fuego físico ejerciéndose sobre substancias inmateriales, se resolverá más adelante.

3.º Las penas del infierno son declaradas eternas por la Biblia (Matth., XVIII, 18; Marc., IX, 43; Joann., III, 36: XXV, 41-46; Apoc., XIV, 20: XIX, 2, &c.), por el V y el VII Concilios ecuménicos, por el símbolo atanasiano, y, en fin, por la tradición teológica y práctica de la Iglesia entera. Los demonios y los condenados, a quienes aquéllos atormentan con su presencia, y también probablemente con sus actos, no se convertirán jamás ni se verán jamás libres de sus padecimientos: su gusano no muere, su fuego no se apaga, su existencia no se extingue, su desorden no se corrige; hállanse condenados a un infierno eterno. Pero, ¿se mitigarán algún tanto sus penas con el tiempo, o se interrumpirán siquiera por algunos momentos? Ciertamente así se ha creído por algunos, aunque en corto número: mas esta manera de ver, aunque no condenada por la Santa Sede, dista mucho de encontrar buena acogida en la Iglesia.

4.º Es imposible fijar, e inútil investigar, dónde se halla situado el infierno. Su situación se contrapone evidentemente a la del cielo, apareciendo designada en la Escritura como inferior a la mansión actual del género humano, y aun probablemente a la de todo el mundo visible. El cielo estará, según esto, en el centro del sistema sidéreo hacia donde gravitamos nosotros; el infierno, por el contrario, se hallará lejos de toda luz, de todo calor y de toda vida. Estamos, pues, en libertad de formarnos sobre este punto opinión particular con tal que esté fundada en razón.

III. Con respecto a toda esta doctrina del infierno se nos objeta:

1.º Que está llena de mitos, leyendas, imaginaciones populares o teológicas, y por tanto que no tiene valor alguno real.

2.º Que la misericordia divina y el amor infinito del Creador hacia sus más nobles criaturas no pueden compaginarse con un infierno tan cruel como se nos pinta.

3.º Que la eternidad de las penas es sobre todo inconciliable con la bondad y aun con la justicia de Dios.

4.º Que el fuego, así como el gusano, los alaridos, rechinamiento de dientes, &c., no se avienen bien con seres espirituales como son los demonios y las almas de los réprobos.

5.º Que una atenuación progresiva de estas torturas hasta llegar a su final supresión es el solo dogma aceptable para una razón ilustrada y un corazón sensible.

6.º Que la divergencia y hasta contrariedad en las opiniones referentes a la situación local y a las condiciones del infierno, es una prueba de que no existe realmente.

7.º Que repugna admitir con la Iglesia que el infierno esté poblado de innumerables legiones de niños muertos sin bautismo, sin contar también innumerables falanges de paganos, herejes y cismáticos, arrojados allí por sus fúnebres sentencias.

IV. En cuanto a la primera objeción, no vacilo en conceder que la imaginación de los pueblos, de los poetas, de los artistas, y aun si se quiere de los teólogos mismos, ha inventado multitud de detalles que muchas veces nada tienen de sólido, de verosímil, de conveniente. Pero la Iglesia no responde de tales exageraciones, ni su dogmática grave y austera sufre por ello ningún detrimento. Es más: la fecundidad de las descripciones imaginativas del infierno en todas las épocas y en todos los países del mundo, es un valioso testimonio de la fe en este dogma fundamental, y en consecuencia, de su verdad misma.

A la segunda objeción he de contestar que si el amor y la misericordia de Dios son infinitos, su justicia no lo es menos, y no puede menospreciarse cuando se trata de calcular las penas y recompensas de la otra vida. Un Dios sin justicia que no vengara ni su honor ultrajado, ni el orden gravemente violado, no sería el verdadero Dios; digamos, pues, con la Escritura que es horrible caer en las manos del Dios vivo. El ángel y el hombre son, sin duda, sus más amables y más amadas criaturas; mas esta misma perfección y la abundancia de gracias con que los ha enriquecido exigen que sean castigados con tanto mayor rigor cuanto más hayan abusado de sus bondades.

Por lo que toca a la tercera objeción, se observará que la sanción de las leyes divinas, la represión de los crímenes y de las pasiones, la diferencia esencial entre el bien y el mal quedarían reducidas a bien poca cosa si los condenados hubiesen, por fin, de ser reducidos a la nada, o igualados a los justos y bienaventurados. Dios y el bien quedarían vencidos; el triunfo definitivo sería del demonio y del mal. Por lo demás, la Revelación en este punto no deja lugar a la menor sombra de duda: el infierno es tan eterno como el cielo (Matth., XVIII, 8: XXV, 46, &c.)

La cuarta objeción tiene el defecto de no distinguir entre los suplicios espirituales y las penas corporales del infierno. Es cierto que las lágrimas, rechinar de dientes y lo del gusano de los demonios y de las almas separadas de sus cuerpos, tienen sólo una significación metafórica, bien espantosa seguramente. También es cierto que no se opone a la fe definida el considerar el fuego infernal como una pena de orden moral sin realidad física. Pero si los ángeles pueden obrar sobre la materia y moverla, si las almas humanas pueden informar y vivificar un cuerpo, sentir y sufrir por su medio, ¿qué imposibilidad metafísica ha de haber en que Dios comunique cierta influencia a llamas análogas o semejantes a las que nosotros conocemos para que la ejerzan sobre los demonios y las almas de los réprobos? ¿Qué imposibilidad absoluta podrá verse en que los cuerpos de los condenados, después de la resurrección, sean entregados a las llamas de un fuego vengador, incapaz de apagarse ni consumirse?

En cuanto a la quinta objeción, ya hemos dicho que la Iglesia no ha condenado hasta ahora, al menos expresamente, las opiniones de aquellos que sueñan con momentos de tregua y de calma o alivio en el dolor de los condenados. Sin embargo, tales opiniones no son sino mera fantasía, poco a propósito además para reconciliar a los racionalistas y mundanos con el dogma del infierno; para conseguir esto sería necesaria la supresión pura y simple de su eternidad, y esto ni Dios ni la Iglesia lo conceden. Ni la sensibilidad, o mejor dicho, la sensualidad o sensiblería, ni la razón, que en este caso más bien pudiera llamarse sinrazón, pueden resolver nada en lo concerniente a dicha eternidad. En vano se hablará de la desproporción que algunos quieren encontrar entre un pecado de un instante y un castigo eterno. Preciso es que sea eterna si ha de ser una sanción suficiente de la ley divina, un preservativo eficaz contra las tentaciones que nos incitan a infringirla, un castigo en relación con lo infinito de la majestad y de la santidad ultrajadas por el pecado mortal. Fórmese exacta idea de lo que significa la palabra pecado mortal; téngase en cuenta que Dios no está obligado a prolongar indefinidamente la hora de la muerte del pecador, o de concederle también indefinidamente la posibilidad de empezar nuevos ensayos y nuevas pruebas, y entonces se comprenderá cómo, según la palabra evangélica, el árbol debe caer del lado a que se inclina y no levantarse jamás de la tierra en que ha caído. Y en último resultado, el condenado no puede culpar a nadie más que a sí mismo de su desdichada suerte; él no ha pecado mortalmente sin verlo, sin saberlo, sin quererlo, sin poder obrar de otro modo. No se empequeñezca la noción de Dios ni el concepto del pecado, y se explicará el infierno con mayor facilidad.

La sexta dificultad se reduce a decir que no hay seguridad sobre la existencia de una cosa, sino en tanto que se la conoce bajo todos sus aspectos y en sus menores detalles. Ahora bien; ¿qué cosa hay más contraria a la lógica y más favorable al escepticismo? Nosotros no sabemos el todo de nada, y esto no prueba que nada exista. Hay variedad de opiniones acerca del lugar en que se halla situado el infierno, sobre los detalles secundarios de la condición de los espíritus y de los cuerpos condenados a sus torturas, sobre los caracteres accidentales de éstas; pero la revelación es categórica sobre lo esencial del dogma, y la Iglesia no avanza ni un paso más en lo que propone a nuestra fe.

La séptima y última dificultad supone, muy sin fundamento, que la Iglesia arroja a las llamas del infierno a las almas que han permanecido, involuntariamente fuera del Catolicismo, guardando, no obstante, la inocencia o la justicia naturales. Todo el que haya usado de su razón sin cometer pecado alguno mortal será salvado seguramente, llamándole Dios a la fe, si necesario fuere, por un milagro. La condenación de los infieles de buena fe es el castigo, no de su ignorancia, sino de sus pecados mortales: crueldad, lujuria, &c. La pena de daño es consecuencia necesaria del pecado original no borrado; pero no parece debe decirse lo mismo de la pena de sentido, que parece estar reservada al pecado mortal individual, personal, voluntario. Los Padres y los teólogos que admiten esta doble pena para el pecado original en los niños muertos sin bautismo son raros, y puede decirse que el espíritu general de la Iglesia se pronuncia más y más en contra de esta opinión{1}. Por lo demás, y concluimos, aun estos mismos Padres y teólogos ponían buen cuidado en establecer una gran diferencia entre los suplicios de aquellos que se condenan voluntariamente y las penas de estos niños. El infierno, pues, tal como se propone a nuestra creencia, no se halla poblado de víctimas cruel e injustamente condenadas; así que la justicia eterna es la más fiel y delicada que pueda concebirse.

Vide Hurter, Theologia dogmatica, tomo III; Bougaud, Le Christianisme el les temps présents, tomo V.

Dr. J. D.

{1} San Agustín figura a la cabeza de los que suponen que los niños muertos sin bautismo padecen pena de sentido, pero es hermoso considerar el proceso de esta doctrina. Vio el Santo en el capítulo XXV de San Mateo que en el juicio universal los buenos estarán a la diestra de Jesús, que los llevará a reinar en el cielo, y a la izquierda los malos, que oirán la terrible sentencia de un infierno eterno: y estrechado por la dificultad, exclama: “No hay tercer lugar en que podamos poner a los niños.” Y como éstos que mueren sin bautismo es ciertísimo que no entran en el cielo, se ve precisado a decir que van al infierno. Pero en seguida su claro entendimiento, su buen sentido, su hermoso corazón, le hacen advertir que esos niños, para quien no encuentra más lugar que el infierno, tendrán allí una pena levísima, la más leve de todas; tan leve que añade: “Yo no sé determinar si sería mejor para ellos el no existir que el existir en esas condiciones.”

El parecer de San Agustín predominaba en la Iglesia latina, no entre los Padres griegos; pero vino Santo Tomás, y observó que la sentencia de los buenos va fundada en las buenas obras que habrán hecho. “Porque tuve hambre y me disteis de comer”, y la de los condenados tendrá por motivo su dureza de corazón y los pecados cometidos: “Id, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y no me disteis de comer”, &c. De aquí infiere el Angélico Maestro que ni la una ni la otra se refieren a los niños que mueren sin bautismo, ni a los que se les asimilan, como son los perpetuamente imbéciles o dementes. Desembarazado así de la dificultad, no vacila en creer que los tales inocentes muertos sin bautismo y con solo el pecado original no padecen por éste pena alguna de sentido, y pasa también a enseñar que vivirán unidos a Dios mediante la participación de dones naturales que les proporcionarán alguna alegría, y se esfuerza por hacer ver cómo no tendrán aquella tristeza y amargura que en los demás ha de originarse necesariamente del no gozar de Dios.

La Iglesia, lejos de condenar esta doctrina, ha censurado a los que jansenísticamente la calificaron de pelagiana. Cualquiera, pues, es libre para creer un limbo eterno, sin pena ni gloria, y aun agradable, donde eternamente vivan las almas inmortales de los que salen de este mundo con sólo el pecado original, y nadie tiene derecho para combatir a la Iglesia por una doctrina que ella no manda creer, sino que es opinión mejor o peor fundada por alguno de sus hijos o doctores, por más egregios que sean.

Nota de la versión española.