Juana la Papisa en el Diccionario apologético de la fe católica (original) (raw)

El contenido de esta fábula es como sigue: Hacia mediados del siglo IX nació en Maguncia, aunque otros escriben en Ingelheim, el personaje femenino destinado a ocupar el solio pontificio. Su padre era misionero inglés; el nombre de aquélla, Juana, Gilberta, Gildeberta o Inés. A la edad en que suelen entablarse relaciones mundanas, dicha joven se unió con un monje, disimuló su sexo y tomó hábito religioso en el monasterio de su amante.

No contentos con vivir a sus anchuras en el claustro, los dos enamorados creyeron que un poco de aire y de libertad aumentaría los encantos de aquella existencia, y hélos ya camino de Atenas.

En Atenas estudiaron las letras con verdadero entusiasmo; mas no mucho después ocurrió la muerte del monje. Juana se volvió a Roma, entregándose allí a la enseñanza de la Filosofía con el nombre de Johannes Anglicus. Tal renombre y tal éxito alcanzó con sus lecciones el nuevo doctor, que a la muerte de León IV, ocurrida en 855, se le eligió por unánime acuerdo para la Sede pontificia. Todo marchó a maravilla hasta el día en que un malhadado incidente vino a descubrir todo el misterio. Juan Ánglico fue atacado de los dolores de parto durante una procesión pública desde el Vaticano al palacio de San Juan de Letrán, y murió tan luego como hubo dado a luz. Fijase con exactitud, según parece, la duración de su pontificado, que fue de dos años, cinco meses y cuatro días según unos, y sólo de dos años, un mes y cuatro días según otros.

Esta historia, tan extraña en sí misma, y rodeada de circunstancias novelescas e inverosímiles, como, por ejemplo, los estudios literarios en Atenas, y el entusiasmo de los romanos por la Filosofía, debiera obligar a sus vulgarizadores a presentar pruebas algo más serias que las vagas indicaciones proporcionadas por crónicas sospechosas o sin autoridad. Mas la sucesión de los Papas es completamente clara y no deja lugar en absoluto al reinado de la supuesta papisa, cuyos partidarios, además, tampoco han podido encontrar nunca el dato cronológico.

Estos últimos han recurrido a dos clases de pruebas: los testimonios históricos, y los monumentos.

El más antiguo documento que se ha alegado es el Liber pontificalis terminado por Anastasio el Bibliotecario († 886). Algunos manuscritos de este libro refieren, efectivamente, el pontificado de la Papisa Juana. Según esto habría un testimonio contemporáneo, y por decirlo así, local, favorable al hecho en cuestión. Pero si se compara el relato de Anastasio con el del dominico Martín Polono, de que hablaremos luego, no es difícil convencerse de la identidad de ambos. Como, por otra parte, los manuscritos conocidos son todos posteriores a Martín Polono, resulta de aquí que los copistas de Anastasio creyeron completar su obra intercalando allí una leyenda del siglo XIII. Así lo han demostrado hasta la evidencia los editores de Anastasio, Fabretti y Bianchi.

Si efectivamente se hubiese encontrado en Anastasio la historia de la Papisa Juana, ¿qué publicidad no hubiese alcanzado gracias a la extensión y autoridad de este libro? Pues, al contrario: hay necesidad de llegar al siglo XI, dos siglos más tarde; hay que acudir a Mariano Scot († 1086) para encontrar un testimonio, testimonio muy sospechoso por cierto, sobre la existencia de la Papisa Juana. Mariano Scot refiere, con fecha de 854, que una mujer llamada Juana sucedió a León y ocupó la Silla pontificia durante dos años, cinco meses y cuatro días.

Casi con las mismas palabras, y sin más detalles, se cuenta este hecho por un cronista de la misma época, Sigberto de Glembours († 1113). Pero, con respecto a estos dos autores, hay motivos para sospechar que nos hallamos con una interpolación de los primeros editores, por cuanto ninguno de los manuscritos conocidos contiene tales pasajes. Gförer y de Perzasi lo afirman.

Sea de esto lo que fuere, parece bastante demostrado que hacia fines del siglo XII y principios del XIII la historia de la Papisa Juana era conocida, pues la mencionan cuatro cronistas: Othón de Frisinga (1160), Rodulfo de Flais (de la misma época), Godofredo de Viterbo (hacia 1191), y el teólogo Esteban de Narbona (hacia 1125); los tres primeros hacen mención de ella con las simples palabras: “_Papissa Joanna non numeratur._” Faltan, pues, detalles, y uno de ellos hace vivir a su personaje a principios del siglo VIII.

Es preciso llegar a fines del siglo XIII para encontrar una relación auténtica y completa de la historia de la Papisa Juana. Martín Polono († 1289), dominico de Silesia, que fue confesor en la corte pontificia, insertó esta fábula en su crónica al lado de otras fantasías históricas igualmente dignas de crédito. De Martín Polono pasó sin cambio alguno apreciable a algunos otros, aunque raros escritores, y lo que es más, sin provocar siquiera las sospechas de los cándidos cronistas, hasta el día en que los protestantes la sacaron de su obscuridad para hacer de ella un ariete contra el Pontificado. Entonces fue cuando Anastasio, Mariano Scot, Martín Polono, &c., fueron puestos en línea de batalla. Los partidarios de la fábula de la Papisa Juana adujeron también monumentos de dos géneros que, según ellos, confirmaban de una manera irrecusable la realidad histórica del personaje en cuestión: estatuas de la Papisa misma en Siena, en Roma y en Bolonia, y además una sella stercoraria o perforata, que se destinaba, según ellos, a la comprobación del sexo cuando el Papa electo tomaba posesión del trono pontificio. Suponen que la elección de Juana hizo necesaria esta prueba.

En realidad, ¿qué hay que pensar sobre tales monumentos y la interpretación que se les da?

Un secretario pontificio de principios del siglo XV, Dietrich de Niem, dice que vio en Roma una estatua de la Papisa Juana; realmente, ni el secretario, ni nadie en su tiempo, podían afirmar nada con entera seguridad acerca del origen de esta estatua, pues otros creyeron poder sostener que la tal estatua era un iíolo.

Burnet pretende también haber visto en una plaza de Bolonia una representación de la misma clase; pero otros observadores han dicho que se trataba de un monumento erigido a Nicolás IV.

Las mismas vacilaciones y dudas se presentan con respecto a la estatua de Siena, con ser ésta la de que más se ha hablado. Esta tenía primitivamente formas femeninas muy marcadas; así que Clemente VIII († 1605) la hizo retocar con el fin de oponerse a la creencia del pueblo, y la dedicó al Papa Zacarías. Alejandro VII († 1659) parece que la hizo desaparecer por completo.

Aun admitiendo que los hechos atribuidos a estos dos Papas sean reales, como resulta de los testimonios de Magnelli Launoy Pagi (Annal. Baron. cum critica Pagi, t. XIV, pág. 429), la única conclusión que de aquí podría sacarse lógicamente es que en Siena, y en época indeterminada, se creía, como lo creía Martín Polono, que una mujer había ocupado el trono pontificio. Estas estatuas probarían, si acaso, la extensión de dicha tradición, pero no demuestran su verdad.

Por lo que a la sella stercoraria se refiere, es de gran importancia observar que son pocas las personas que la han visto, y que se ha empezado a hablar de ella cuando ya su uso se había abolido. Existió, sin embargo, y he aquí lo que de ella ha escrito Mabillón en el Museo Itálico:

«Habiéndonos transladado a la basílica lateranense el domingo en la octava de San Juan, vimos en el claustro contiguo a la basílica tres sillas amontonadas allí en unión de otros muebles; una de estas sillas, llamada stercoraria, era de mármol blanco, y hallábase colocada antiguamente en el pórtico de la basílica, siendo costumbre que se sentase en ella el nuevo Pontífice; las otras dos de pórfiro y agujereadas. En otro tiempo estas últimas se hallaban colocadas en la capilla de San Silvestre. El Pontífice nuevamente consagrado se sentaba también en ellas.

A propósito de estas sillas hay que advertir que los Papas, al tomar posesión de la basílica de Letrán, observaban el ceremonial siguiente. Desde luego admitían al ósculo, junto al trono pontificio que se había levantado en el ábside de la basílica, a todos los Obispos y Cardenales, como dice Cencio: iban luego a la silla de piedra llamada stercoraria, que se hallaba situada bajo el pórtico de la basílica, para que pudiera decirse con toda verdad: Suscitat de pulvere egenum et de stercore erigit pauperem. Conducidos luego a la capilla de San Silvestre, cerca del palacio de Letrán, se sentaban a la derecha en una de las sillas de pórfiro, en donde recibían las llaves de la basílica de manos del prior de San Lorenzo como signo del poder que iban a ejercer. Finalmente, pasando a la otra silla de la izquierda, volvían a entregar las llaves al mismo Prior. Por donde se ve que la sella stercoraria no ha sacado su nombre de la forma particular que tuviese, puesto que no estaba agujereada como las otras, sino de las palabras del salmo cantadas por los Papas cuando estaban sentados en ellas: “_Et de stercore erigit pauperem._” En el libro II de la coronación de Bonifacio VIII se la llama foeda por el sitio en que se colocaba, pero no a causa de su forma, y menos aún en consideración a su uso. Puede verse esto en el tomo IV del mes de Mayo de los Bolandos, en que el Cardenal Santiago describe en verso el rito concerniente a las tres sillas: “Es foeda, dice este escritor, porque se encuentra colocada en la parte baja de la basílica, bajo del pórtico.”

¿A qué época se remonta el uso de estas sillas? Se ignora. Nosotros no hemos hallado vestigios de ellas antes del siglo XII, época en la cual son mencionados por Cencio; pero, aun así, las tenemos ya cien años antes de que naciera la fábula de la papisa Juana, es decir, antes de Juan Polonio o Polono, que fue el primero que la lanzó al público. En fin, este rito, que había sido introducido primitivamente para excitar la humildad de los nuevos Pontífices, vino a ser objeto de comentarios absurdos cuando la fábula de la Papisa Juana encontró acogida en las masas demasiado crédulas, y por este motivo fue derogado. Aconteció esto, según creemos, en el siglo último, después de León X. Por lo demás, parece verosímil que estas sillas fuesen halladas en las Termas romanas, y utilizadas luego en la ceremonia de la basílica de Letrán, no por razón de su forma, sino por el valor de la materia.» (Mabillón, Museo Itálico, t. I, pág. 59.)

Como se ve, pues, todo es falso o infundado en esta fábula de la Papisa Juana; pero, además, todos los testimonios invocados, considerados en conjunto y en su trabazón histórica, se presentan con un aire que manifiesta en el más alto grado el carácter legendario de los mismos.

Por de pronto, un silencio absoluto durante cerca de tres siglos, desde el año 855, época presunta de la exaltación de Juana al trono pontificio hasta los cronistas del siglo XII. Además, estos primeros cronistas más bien parecen descartar un rumor popular que consignar un hecho real: “Papissa Joanna non numeratur.” Ningún detalle se da entonces todavía; los datos aparecen en el aire. Transcurre un siglo, y la leyenda se ostenta en pleno florecimiento. En esta época de sencillez y falta de crítica el relato de una aventura en que una mujer elocuente y filósofa se eleva a la más alta dignidad eclesiástica no excita sospecha de ningún género, y hasta halaga en cierto modo las tendencias galantes de la imaginación popular.

Si se hubiese pensado desde un principio en confrontar la historia de la pretendida Papisa con la cronología de los Papas, bien pronto se hubiera aclarado la cuestión, pues falta en absoluto el espacio para el pontificado de Juana.

En este terreno no hay necesidad de recurrir a testimonios posteriores en tres o cuatro siglos al acontecimiento, sino que nos referimos tan sólo a testimonios contemporáneos.

Se nos dice que Juana ocupó la Sede pontificia desde el 855 al 857; pero no hay medio alguno de poner de acuerdo los hechos con esta hipótesis. Refiere Anastasio que Benedicto III sucedió inmediatamente a León IV, muerto en 17 de Julio de 855; Prudencio de Troyes († 866), dice que León IV murió en 855, y tuvo por sucesor a Benedicto III. Lupo, Abad de Ferrière († 882), escribe a Benedicto III “que ha sido deputado para con su predecesor León”; Odón, Obispo de Viena († 875), escribe igualmente que “después de León IV fue elegido Papa Benedicto III”. Y, en fin, como dato más decisivo diremos que Hincmaro, Arzobispo de Reims, se expresa de este modo con fecha de 866: “Como el Emperador Lotario hubiese enviado algunos delegados a Roma para conseguir un privilegio, en el camino tuvieron noticia de la muerte de León IV, y encontraron a su llegada que Benedicto III ocupaba el trono pontificio.”

Como las leyendas tienen con frecuencia por punto de partida hechos mal interpretados, y encierran de ordinario un símbolo o una censura, se ha investigado, como es natural, el sentido legendario de la fábula de la Papisa Juana. No han faltado interpretaciones. Baronio creyó que el nombre de Papisa pudo darse a Juan VIII por razón de su debilidad para con Focio, y que esta denominación, con el transcurso del tiempo, dio lugar a un menosprecio, cuya consecuencia fue el que se duplicase la persona de este Papa.

Belarmino recuerda, al ocuparse de esto, que León IX (1002-1054), fundándose en denuncias falsas, reprochó a los griegos que hubiesen llamado a una hembra al trono patriarcal de Constantinopla. Y de aquí ha supuesto que la fábula de la Papisa Juana fuese el desquite de los griegos contra los romanos.

M. Gfrörer (Hist. des Carolingiens franks, &c.) se muestra más ingenioso. Pretende que el nombre de Papisa contiene una alusión a las Falsas Decretales, nacidas, como Juana, en Maguncia, y en el viaje a Atenas ve una sátira de los Papas León IV y Benedicto III, que habían solicitado y conseguido la alianza de los bizantinos.

Todas estas explicaciones son en rigor posibles; mas para merecer nuestra atención debieran estar fundadas en datos históricos más positivos.

Acaso fuese más acertado buscar la solución del problema en el escandaloso cortejo de ciertos Papas de la primera mitad del siglo X. Damas como Teodora y Marozia ejercían entonces una influencia bastante considerable en los asuntos eclesiásticos. Marozia tuvo poder suficiente para reponer en el solio pontificio a Juan XXII, depuesto por un momento. Pero en esta hipótesis los autores de la sátira se habrían equivocado en cien años. En verdad que, en cuestión de anacronismos, se ha visto con frecuencia mucho más que esto.

Por lo demás, el carácter fabuloso de la historia de la Papisa Juana es independiente de toda interpretación. Y para no hablar de los escritores católicos que así lo han proclamado unánimemente, los protestantes más eminentes, Blondel, Leibniz, Gabler, Mosheim, Gieseler, Scroëkl y Neander así también lo han reconocido y resueltamente afirmado. Esta fábula ya no es hoy más que un tema vulgar para uso de algunos traficantes literarios y de aficionados a anécdotas verdes.{1}

P. Guilleux

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{1} Véase el precioso libro Juana la Papisa, publicado por D. Francisco Mateos Gago en 1878. (Nota de la versión española.)