Ontología en el Diccionario de filosofía contemporánea (original) (raw)
El problema de la ontología ha ido configurándose cada vez más, dentro de la filosofía contemporánea, como el problema de su propia posibilidad. Tradicional núcleo (o «culminación», o «base», según metáforas) de las disciplinas filosóficas, el puesto de la ontología (al menos, en cuanto denominación tradicionalmente sinónima de «metafísica» o «filosofía primera») comenzó a ser controvertido a fondo con la crítica de Hume a algunos de sus contenidos esenciales (las ideas de yo, causa o Dios), y las antinomias de la dialéctica trascendental kantiana parecieron relegar semejante tipo de especulación al mundo de las contradicciones y las gratuidades (al menos, para cierta versión del kantismo, aunque no es posible olvidar que Kant proyectó la exposición metafísica de su sistema, ni que el aspecto «antinómico» de las ideas de la metafísica quedaba de algún modo compensado con la «postulación» de las mismas para la razón práctica). Desde ciertas perspectivas actuales, la ontología (o metafísica) no habría cesado de decaer a partir de entonces: un contenido decisivo de la «muerte de la filosofía» sería, precisamente, la muerte de la ontología. Hablar de ontología parecería significar hoy, y primordialmente, hablar del sentido que tiene hablar de ella. Naturalmente, si se cree que eso sí tiene sentido, entonces es preciso hablar también, siquiera mínimamente, de su posible contenido.
1. Ontología y metafísica
Distinguiremos, antes de nada, entre ontología y metafísica. La estrecha asociación de ambos vocablos en la tradición filosófica no justificaría –creemos– que hoy sigan asociándose. La voz «metafísica» está hoy cargada, quiérase o no, de contenidos «ontológicos» muy determinados, contenidos que serían ajenos al tipo de ontología que aquí vamos a esbozar, en líneas muy generales, como ontología compatible con una posición materialista crítica (y no sólo compatible, sino indisociable de ella). En efecto: parecen inseparables de la voz «metafísica», de una parte, cierta connotación «espiritualista» o «transfísica», y, de otra, una consideración positiva de aquello que constituiría su objeto más peculiar: la idea de «ser en general». Ahora bien: por una parte, la dimensión de la «espiritualidad» (de un género de realidad no corpórea ni «ideal»: lo que más adelante llamaremos «M₂»), sería, en todo caso, una de las dimensiones o géneros de lo que aquí vamos a considerar como «ontología especial» (y decimos «en todo caso» porque tal dimensión podría ser descrita sin necesidad de suponer que, en su trasfondo o como su soporte, se halla la idea de «substancia espiritual»); pero no se identificaría, sin más, como el contenido de la ontología. Y por otra parte, la concepción que de «ser en general» ofreceremos, como contenido de la «ontología general», no sería una concepción positiva (y, por tanto, dogmática) sino negativa, crítica. La palabra «metafísica» no estaría hoy libre de connotaciones espiritualistas y monistas: se trataría de una clase particular de ontología (y precisamente –entendemos– de aquella clase que justificaría las críticas que se dirigen contra la ontología como globales «críticas antimetafísicas»). Creemos, por ello, que resulta hoy más neutra la voz «ontología» que la de «metafísica» para designar la materia de que este artículo se ocupa. De hecho, y como ha sido reiteradamente subrayado, ya desde Aristóteles la «metafísica» –lo que desde Andrónico de Rodas se llamó así– versaba, o podía hacerlo, sobre dos cuestiones distintas: la estructura de los principios más generales acerca de la «realidad», de un lado, y, de otro, esa «realidad» misma como positiva y substancialmente existente. El primer aspecto sería, por decirlo así, más «ontológico formal»; el segundo, más «metafísico material» (permitiendo su vinculación a la teología, como dijo el propio Aristóteles). Y esa doble posibilidad ha sido transitada en la historia de la disciplina. Al escoger la voz «ontología» nos incluiríamos más bien en la línea del examen de aquellos principios más generales acerca de la estructura de la realidad (por vía «trascendental crítica», como veremos), que en la línea del examen de las «realidades» (substanciales, «metafísicas» en el sentido espiritualista-transfísico mencionado), que serían el contenido de aquellos principios. En este sentido, nuestra posición ante el tema de la ontología reclama sus antecedentes –inevitablemente– en Kant, aunque se cree en la obligación de mencionar también a Spinoza (sin que aquí pueda justificarse esa mención) como el primer caso claro de «metafísico crítico», más allá del monismo panteísta que tantas veces se le asigna.
2. Ontología y marxismo
Esta exposición no pretende en modo alguno ser histórica. Con todo, nos referiremos brevísimamente a alguna de las cuestiones planteadas por el tema de la ontología en la filosofía contemporánea. Una importante es la de si el pensamiento del materialismo dialéctico significa o no un abandono de la disciplina ontológica. Estaría claro que sí significa eso para quienes entienden (siguiendo, por ejemplo, a Althusser) que el genuino pensamiento marxista se constituye mediante la ruptura con Hegel y toda su problemática metafísica, sustituida por el descubrimiento del «continente científico» de la historia (en El capital): la ciencia desplaza a la ontología. Igualmente, tenderían a desconectar el marxismo de los problemas ontológicos quienes preconizan su entendimiento como «dialéctica sin dogma» (en la célebre expresión de Havemann). Opuestamente, entre nosotros, G. Bueno ha mantenido la significación de los marcos ontológicos para el marxismo: cabría interpretar los Grundrisse como el lugar en que, invirtiendo a Hegel, Marx lo utiliza, sin embargo, como repertorio ontológico que sirve de marco a El capital. La idea central a ese respecto sería la de «espíritu objetivo» (inseparable, en cuanto legalidad cultural que está por encima de las voluntades individuales, de la perspectiva predominantemente estoica –y no epicúrea– desde la cual las categorías económicas de El capital podrían haber sido elaboradas).
De hecho, la pervivencia de los problemas ontológicos en el pensamiento marxista apenas puede ser discutida. Las precisiones en torno al concepto de «materialismo», que pasan por la caracterización de la «materia» (o la «historia») como categorías filosóficas, son constantes en la bibliografía. Tales precisiones serían ontológicas, más bien que epistemológicas, en la medida en que siga aceptándose como tesis fundamental del materialismo dialéctico la independencia de la realidad respecto de la conciencia: ahora bien, la aceptación de esa tesis parece, todavía, indisociable del marxismo. La oposición al planteamiento de cuestiones ontológicas nacería de la desconfianza hacia el «dogmatismo» o «realismo ingenuo» que los planteamientos ontológicos parecerían conllevar (desconfianza acaso no desprovista de fundamento, si se atiende a los resultados que la ontología marxista clásica ha ofrecido en su elaboración por parte del Diamat). En ese sentido, la ontología marxista aparecería como una doctrina ingenua y acrítica en torno al ser (o la «materia»), a la que se opondría una doctrina crítica acerca del conocimiento; y desde el marxismo clásico, esta doctrina crítica sería, a su vez, considerada como, en definitiva, hipercrítica escéptica, idealista. En los últimos tiempos, esa oposición «doctrina acrítica del ser/doctrina hipercrítica del conocimiento» resulta acaso demasiado simplista para describir la situación (aunque no debería ser perdida de vista como útil punto de referencia: las complicaciones y refinamientos de la discusión resultan ser, con frecuencia, sólo aparentes). Mantener la tesis marxista fundamental (producción de la conciencia por la realidad, y no viceversa), procurando que ese mantenimiento no comporte actitud dogmática o acrítica parece, pues, el desideratum de una ontología materialista: desideratum que, desde luego, no queda satisfecho mediante una yuxtaposición de los deseos, a modo de «solución». Pero eso cae de lleno en la parte constructiva de este artículo.
3. Fenomenología y existencialismo
Fuera de la filosofía materialista, el puesto de la ontología ha sido reconocido por distintas direcciones del pensamiento contemporáneo (y no ya sólo por el escolástico tradicional). Señaladamente, por la fenomenología y el existencialismo. La ontología fenomenológica habría consistido con Husserl, fundamentalmente, en una ontología formal, dado que la «materialidad» de las ontologías regionales se subordina a la absoluta generalidad de la ontología formal, descripción de las esencias más genéricas, de aplicación universal. Esa descripción generalísima de esencias se habría transformado, con Heidegger, en indagación generalísima de las condiciones de posibilidad de la existencia. En ambos casos –esencialista o existencialista– la indagación lo es de ciertas condiciones positivas; consiste en la investigación de un trasfondo general de la realidad, positivamente mencionado como un fundamento de positividades ontológicas: un fundamento de lo regional o de lo óntico. El campo de «lo que hay» (las realidades regionales u ónticas) está positivamente vinculado a su «fundamentación» (componentes esenciales «últimos» o condiciones existenciales «primarias»). Desde este punto de vista, la ontología de N. Hartmann pudo aparecer como ontología crítica, en la medida en que el papel de la ontología, en ella, no sería necesariamente el de una construcción lógica de las realidades desde sus «supuestos últimos» (o «primeros»), sino el papel analítico de una disciplina que, situándose en una instancia exterior a la construcción racionalista, tiene de la idea general de «ser» no un concepto positivo (un concepto lógicamente apto para ser «aplicado a», o para ser «participado por» los diversos entes, o, incluso, para ser «analogado» por ellos), sino que, junto al reconocimiento de una positividad dada en las regiones del ser –por otra parte, diversas entre sí: ser real, pensamiento y ser ideal– incluye el reconocimiento de los límites racionales de esa misma noción de ser; sería propio de la ontología reconocer siempre un residuo de ininteligibilidad racional del ser, y por ello sería crítica. Esta general característica de la ontología de Hartmann la haría valiosa desde nuestros supuestos; si bien, desde luego, está ausente de ella la consideración dialéctica que aquí vamos a sobreañadir sobre un esquema, en principio, similar al suyo.
4. Ontología y análisis
Ese tipo de disquisiciones difícilmente encuentran el favor de filosofías más centradas en el conocimiento que en el ser. En el seno del empirismo lógico, por ejemplo, sería sumamente significativa la posición de Carnap, cuya oposición a la «metafísica» va acompañada de la negación de toda posibilidad de plantear auténticas cuestiones «ontológicas» (posibilidad que, con diversas matizaciones, habrían admitido otros miembros de tendencias similares a la suya). La idea de «ontología» como marco genérico de las cuestiones filosóficas es controvertida por Carnap mediante su distinción entre «cuestiones internas» y «cuestiones externas»: las primeras, suscitadas dentro de un marco determinado, y las segundas, relativas al marco mismo. Dentro del marco del sistema de los números es cuestión interna la de si hay un número primo mayor que 100; es externa la cuestión acerca de la clase de realidad que posean los números. Para Carnap, las cuestiones externas no son teóricas ni poseen relevancia alguna para el conocimiento: se trata de cuestiones «pseudoontológicas», consistentes en meras decisiones sobre el uso de un lenguaje, y que nada dicen acerca de la realidad. La elección de una forma lingüística no debería ser descrita como una opción «ontológica»: la admisión –por ejemplo– de «entidades abstractas» no tiene por qué implicar –pongamos por caso– la cuestión del «platonismo» («realismo de las esencias»). No se trataría de una cuestión teórica, sino de un uso del lenguaje justificable sólo por sus resultados en el tratamiento de las verdaderas cuestiones: las internas. También Nagel se preocupó, por ejemplo, por mantener el estatuto de la lógica desligado de una supuesta ontología que le sirviera de trasfondo. Así, el principio de no contradicción –por ejemplo– nada tendría que ver con un supuesto marco «real» «no contradictorio» que dicho principio reproduciría en el plano lógico; decir que no convienen a un sujeto un predicado y su negación no expresaría un «componente último, e inmutable, de la realidad»; por ejemplo, el enunciado «una moneda no puede ser redonda y no redonda a la vez» pone entre paréntesis ciertos componentes reales –la percepción de la moneda oblicuamente a su cara– y privilegia otros: es una verdad dependiente de la condición «contemplar la moneda perpendicularmente a su cara», y así, el principio de no-contradicción no es la expresión de alguna estructura inequívoca de la realidad, sino que se da en determinadas condiciones del uso de los términos que a la realidad se aplican. Quine sostuvo el término «ontología» –en cuanto «trasfondo de una teoría»– como teoría de la referencia (campo semántico diverso de la teoría de la significación): el dominio semántico de la designación, la extensión, la denotación, los valores de las variables, la verdad... en cuanto dominio al que se «refieren» las concretas teorías, podría ser llamado «ontológico» (si bien se trataría, en todo caso, de una ontología, por así decir, «intradiscursiva» o «intralingüística», que no pone las entidades ontológicas más allá de las condiciones de referencia de un discurso teórico cerrado en cuanto lenguaje). Al referirnos a estos autores, sólo pretendemos insinuar que las cuestiones ontológicas son debatidas por ellos, en todo caso, dentro de una impostación reductiva lingüística (como cuestiones, por ejemplo, «semánticas») de la ontología: ésta no podría en ningún caso constituirse como reflexión sobre el estatuto de realidades que trascendiesen el lenguaje teórico mismo.
Dentro de la filosofía analítica, las cuestiones ontológicas habrían encontrado un amplio puesto en, por ejemplo, P. F. Strawson, a través de su concepto de «metafísica descriptiva»: descripción de la «estructura efectiva de nuestro pensamiento acerca del mundo». Esa estructura estaría patente en el uso de nuestro lenguaje, y su análisis sería, en definitiva, análisis del lenguaje (si bien aquí el lenguaje no es «lenguaje teórico», como en el caso del empirismo lógico, sino «lenguaje ordinario» y, por tanto, podría también recoger ese rasgo «ordinario» del lenguaje consistente en referirse a otra cosa que el lenguaje mismo...).
Podemos decir, pues, con carácter general, que la ontología en el sentido más tradicional sería mantenida por la fenomenología en sus diversas formas, negada (a través de su reducción lingüística teórica) en las diversas variedades de «filosofía científica», admitida (si bien en su vinculación al uso del lenguaje ordinario) por la filosofía analítica, y controvertida en el seno del materialismo dialéctico (donde su aceptación o rechazo dependería, en buena medida, de la mayor o menor impregnación «positivista» de la teoría materialista correspondiente; aunque también del mayor o menor grado de «voluntarismo político» presente en la interpretación de ese materialismo: la cuestión ontológica parecería «superflua» tanto al cientista como al activista).
5. Perspectiva trascendental
Ahora bien: nuestra postura ante la actual situación de los temas ontológicos aplica a la historia el carácter trascendental que constituye nuestro punto de partida. Se trataría de afirmar que incluso las doctrinas negadoras del sentido de las cuestiones ontológicas practican ellas mismas una ontología, se determinan por una interpretación ontológica más bien que por otras; y ello no podría por menos de ser así, supuesto que la configuración de nuestra conciencia sería indisociable de unas determinadas opciones ontológicas: de no estar presentes, ello haría que nuestra conciencia se configurase de otro modo distinto, hasta el punto de no reconocernos en ella (por eso nuestro punto de partida es «trascendental»: no meramente empírico, ni «racionalista»). A esta luz, por ejemplo, el propio Carnap, al exponer en La estructura lógica del mundo la doctrina de los «tres niveles», e independientemente de su voluntad de tomar o no en consideración «trasfondos ontológicos», estaría ejercitando una distribución trigenérica de la realidad que se correspondería con lo que aquí vamos a llamar los tres géneros de la ontología especial. Y algo semejante ocurriría con la doctrina de los «tres mundos» de Popper, tan próxima (como ha mostrado G. Bueno) a reflexiones ontológicas que, como la de los «tres reinos» de Simmel, distan bastante del ámbito de «filosofía científica» al que Popper, en principio, habría de ser asociado. Según nuestra posición, el problema de la posibilidad de la ontología no se resolvería mediante una confrontación abstracta de pareceres, ya que los contenidos mismos de los pensamientos filosóficos actuales, incluidos los pensamientos que afectan prescindir de la ontología, estarían trascendentalmente incluidos en los marcos de ciertas alternativas ontológicas, en razón de un funcionamiento de la conciencia que, aunque no tenga por qué ser considerado «eterno», resulta estar dado así (si se quiere, «todavía») en el presente. Los principios ontológicos de que vamos a hablar inmediatamente son, pues, una exposición muy general de la ontología que, a más de «doctrina ontológica», sirve de pauta para clasificar las posiciones filosóficas históricas ante los temas ontológicos; y esta su, por así decir, «verificación histórica» (que aquí no puede hacerse) sería inseparable de su «verdad»: mostrar cómo el esquema ontológico que vamos a exponer funciona en la historia de la filosofía sería, pues, una tarea complementaria de la exposición del esquema mismo, aunque en esa tarea no podamos entrar por obvias razones de limitación de espacio.
La metafísica wolffiana, cristalización escolástica sobre la que se ejerció la crítica de Kant, puede servir de punto de referencia para una temática ontológica de carácter general (que deberá, desde luego, ser reexpuesta en distinto sentido que en Wolff mismo, para anular sus componentes «metafísicos»). Aparece en ella clásicamente distinguida la ontología en ontología general y ontología especial. La primera trata de «ser en general»; la segunda, de las regiones o géneros de ser (las tres ideas de la metafísica: mundo, alma, Dios, objeto de la crítica kantiana en la dialéctica trascendental). Vamos a exponer aquí lo que consideramos ser principales temas ontológicos siguiendo esa distinción y mostrando, al paso, en qué medida estimamos que sigue poseyendo un sentido.
6. Ontología general
La característica fundamental del concepto de «materia» (voz que aquí substituye a «ser»), en el sentido ontológico-general, es la de tratarse de un concepto crítico-negativo (no dogmático-positivo), concepto que arranca de una consideración pluralista de la idea misma de materia. En este sentido, la afirmación metafísica por excelencia, en el ámbito de la ontología general, sería la afirmación de la unicidad del ser: el entendimiento monista-cosmista de la idea de materia (o de ser). «Materialismo», en ontología general, valdría tanto como «negación de la unicidad del ser, y del orden o armonía universal que ese concepto unicista postula»: monismo de la sustancia y monismo del orden serían sus contrafiguras «metafísicas» (advirtamos de pasada que algunas filosofías históricas, como la de Spinoza, ordinariamente descritas como «monismo de la sustancia», serían, en realidad, radicalmente pluralistas y, en ese sentido, precedentes de la concepción materialista que estamos enunciando). La «materia» de que se trata en la ontología general no puede ser un concepto genérico abstracto (a la manera como el propio Engels la entendió en su Dialéctica de la naturaleza), resultado de un «proceso de abstracción» sobre las distintas «materialidades» del mundo: ello la convertiría en un concepto positivo abstracto que anularía su aspecto crítico, aspecto crítico que sería el inevitable resultado de reconocer la inconmensurabilidad entre los distintos géneros de materialidad (los distintos géneros de la ontología especial). Como esos géneros son inconmensurables, la idea «general» de materia que a partir de ellos pueda formarse (y, desde luego, tiene que formarse a partir de ellos, a partir de «lo que hay» en el mundo de los fenómenos, que no son meras «apariencias») no puede ser una abstracción que «prescinda de diferencias y obtenga rasgos genéricos comunes». Proceder de tal modo sería incurrir en monismo (como si las inconmensurabilidades –las _contradicciones_– de la realidad pudieran pacíficamente resolverse en una unidad final conciliadora que «las abarcara todas»); monismo incompatible con una auténtica perspectiva materialista, que ha de tomar en cuenta la radical pluralidad de los fenómenos materiales («materia» es partes extra partes), fenómenos que están en oposición, que son inconmensurables, y cuya inconmensurabilidad, por tanto, debe ser recogida a la hora de hablar, «en general», de «la» materia. Ello produce como consecuencia que no se pueda hablar, precisamente, de «la» materia en general como algo positivo y determinado y que, por tanto, el concepto de materia en ontología general sea negativo y crítico. Hablar de «la realidad en general» consistiría en decir que «no hay tal cosa como la realidad en general»: la idea de «realidad en general» sería metafísica, esto es, monista-cosmista y, en definitiva (aunque se empleen términos «materialistas» para referirse a ella), espiritualista. Ciertamente, «sólo hay _materia_», pero ésta «se dice de muchas maneras»...
La convicción de que el materialismo no puede disociarse de la creencia en unas «leyes necesarias» de la materia, leyes deterministas que ordenan esa materia «como un todo», es una convicción cosmista que muestra bastante claramente la huella de su origen mítico. Lo hipostasiado aquí es la idea (ontológico-especial) de «mundo», idea referida eminentemente a la materialidad física, corpórea, que, vista como «cosmos», invade el terreno de la ontología general, practicando lo que llamaremos metafísica corporeísta. Pero, por «escandaloso» que ello pueda parecer a un entendimiento superficial del materialismo, resulta imprescindible negar el carácter «corporeísta» de la materia ontológico-general. La metafísica corporeísta se da en los marcos de una capciosa disyunción exclusiva: o la materia es entendida como cuerpo (como «bulto», aunque sea «muy pequeño»...) o no es entendida de ninguna manera. Tal visión corporeísta estaría gobernada por una evidencia «mundana», en principio legítima (o mejor: que no necesita ser siquiera legitimada, pues ella misma «legisla la razón»): la de que la representación en términos corpóreos de la realidad es indispensable para pensar su «manipulación», que exige la corporeidad, aunque sea microscópica. Pero esa exigencia lo es de la posibilidad de representación a escala humana corpórea de los procesos que han de ser entendidos: nada dice de la «esencia corpórea» de los procesos mismos. Por ejemplo: el «manejo» (esto es, la comprensión) de las partículas elementales requiere cosas físicas como aceleradores de partículas, o rastros en placas fotográficas, pero no contiene la afirmación del carácter «corpóreo en-sí» de las partículas mismas, cuya inestabilidad propicia más bien la imagen de un perpetuo fluir que la de una realidad estable, más bien la de una interpenetración constante que la de realidades distintas, más el esquema «homeomería» que el esquema «átomo», y, por consiguiente, más bien un esquema alejado de la representación «mundana» de la corporeidad. Pensar la realidad en términos de sus componentes físicos «últimos» se ha hecho hoy muy problemático, y, según creemos, significaría retransitar hoy la vía presocrática de la búsqueda del arjé, o el camino metafísico del atomismo. Pensar así las cosas obedece, acaso, a un temor al espiritualismo, en el sentido de que una materia de predicados «no corpóreos» sería «inasible», en el literal sentido de «no manipulable». Pero creer que una materia «no corpórea» sería «espiritual» significa caer prisionero del propio espiritualismo que quiere ser evitado: quedar preso en sus categorías. En efecto: es una constante espiritualista la de interpretar en beneficio propio cualquier descubrimiento físico que parezca poner en entredicho la corporeidad de la realidad: así ocurrió cuando alcanzó estatuto físico el estado gaseoso de los cuerpos (pues lo gaseoso era mucho menos evidentemente corpóreo que lo sólido o líquido: ya, desde el principio, «_pneuma_» fue algo «gaseoso», y el espiritualismo, entonces, aparecía curiosamente como un corporeísmo de otra escala), y así ha ocurrido recientemente cuando se ha sacado partido al principio de indeterminación de Heisenberg como si implicara la introducción de un motivo espiritual frente al grosero materialismo determinista, o cuando se ha hablado de la «creación de materia» en hipótesis astrofísicas; olvidando que la «creación de materia» es una condición para el mantenimiento de la hipótesis de la densidad media constante del universo material, o que la «indeterminación» se refiere al ámbito concreto de la microfísica, y no a «la» realidad simpliciter (aparte de que la racionalidad estadística que conlleva no es una negación de la causalidad, sino un tipo de ella); «olvidando», en suma (o fingiendo olvidar) el componente teórico (lo que llamaremos «M₃», tercer género de la ontología especial) de tales afirmaciones, y tomándolas, «ingenuamente» al parecer (ideológicamente, diríamos) (ideología) como afirmaciones incondicionadas y unívocas acerca de «la realidad en general»... Hablar de una realidad no-corpórea no significa hablar de una realidad espiritual más que para el espiritualismo, y es caer en esa trampa el hecho de temerlo al reconocer aspectos no-corpóreos de materialidad.
La idea de materia ontológico-general no puede reducirse, pues, al corporeísmo, en cuanto que éste alude a un género especial de materialidad, y no el único. La idea de materia ontológico-general significa precisamente la negación de la posibilidad de que el entendimiento de la realidad quede definitivamente cancelado en virtud de explicación alguna unívoca. Es un conocimiento negativo; pero «conocimiento negativo» no quiere decir «negación del conocimiento». Muy al contrario: es conocimiento de que la hipótesis monista-cosmista es imposible; la realidad no es armoniosa ni está nunca clausurada: Spinoza habría dicho que de la infinita naturaleza de Dios se siguen infinitas cosas de infinitos modos...
Ahora bien: ese carácter negativo no autoriza a decir que la materia, «en el fondo» («en general»), sea equivalente a la idea de nada: como si el criticismo ontológico-general fuese equivalente al nihilismo, como si la «realidad definitiva», al no ser nada positivo, supusiera la disolución de la realidad, postrero argumento del quietismo. Cierto que la temática nihilista está muy próxima de la temática ontológica crítica: si el noúmeno kantiano representó ese límite de la cognoscibilidad que la idea de materia ontológico-general, tal como aquí la exponemos, también representa, su pronta reinterpretación en términos de voluntad schopenhaueriana mostró la vecindidad de esos temas a los del irracionalismo radical. Pero la negatividad del concepto de materia que aquí presentamos no es la del nihilismo, precisamente porque cuenta con el mundo de «lo que hay» –el mundo de los fenómenos comprendidos en los diversos géneros de la ontología especial como el material mismo inexcusable sobre el cual ejercita su regressus crítico–. Ese material no queda convertido en «apariencia» por el concepto de materia ontológico-general, como si ésta fuese la «última y definitiva realidad» ante la que las demás se esfuman. Por consiguiente, si cancelar la realidad es imposible, también resulta imposible cancelarla en la nada: el alimento de la conciencia crítica son las formas de lo real (de la ontología especial), y debe volver a ellas, volver a los fenómenos («volver a la caverna», en términos platónicos) en un incesante esfuerzo de racionalización. El «momento escéptico» es inseparable de la constitución de la conciencia filosófica, pero no es su último momento. La superación de las hipótesis, la disolución crítica de todos los marcos conceptuales «recibidos» para ir a parar a la materialidad trascendental (a la materia en sentido ontológico-general), es un regressus que cuenta con el progressus hacia las formas de lo real como su reverso: y este proceso constante es el ejercicio de la conciencia filosófica misma.
Como la reflexión crítica que permite la instauración del concepto de materia ontológico-general brota necesariamente, según vemos, del contexto del «mundo» (de la reunión de los géneros especiales de materialidad: M₁, M₂, y M₃), puede suscitarse la tentación de pensar aquella idea como reducida (reducción) al propio mundo (sea a alguno de sus géneros –ya hemos hablado de la reducción «corporeísta»–, sea a la reunión de ellos). Se trataría del mundanismo en ontología general, que suprime precisamente a ésta, convirtiéndola en un apéndice de la especial. Ese mundanismo desemboca, según creemos, en el propio monismo que se trata de expulsar del ámbito del materialismo, por más que pueda aparecer como una sana expresión de «fidelidad a la tierra», evitadora de un regressus crítico que «alejaría de la realidad» (la mundanización del noúmeno kantiano por Hegel estaría en esa línea). El esquema del «mundo» funcionaría como unidad cósmica, dentro de la cual aparecería, en todo caso, como un producto, la idea de materia ontológico-general. Pero esa idea de materia es un «producto» tal que niega la causa que lo produce como algo a lo que pueda «reducirse», pues surge de la constatación de incompatibilidades, de inconmensurabilidades, en el seno mismo de ese «mundo» que, entonces, no puede decirse la produzca como si se tratase de una causa de inequívoca significación. Según las distintas clases de «mundanismo» ejercitadas por los distintos sistemas filosóficos, podrían ser éstos clasificados: el mundanismo que piensa «el mundo» desde el género de la corporeidad (M₁), reduciendo a él a la materia ontológico-general, sería un naturalismo; el que lo piensa desde la espiritualidad –o la conciencia como realidad radical– sería un idealismo en el sentido más estricto; y el que lo piensa desde el género de las ideas abstractas como verdadera realidad –el «platonismo» de las esencial–, sería un esencialismo. La posición materialista, en ontología general, chocaría con cualquiera de las variedades del mundanismo, al sostener que una reflexión autocontextual, practicada en el interior del mundo, conduce necesariamente «fuera» de él: conduce a un concepto de materia «extramundano», y por ello mismo, no positivo, sino limitativo, crítico.
7. Ontología especial
Es aquella parte de la ontología que se refiere a las regiones o géneros del ser: géneros de materialidad. Se supone que no «agotan el ser» (en virtud de lo dicho), pero tampoco son entendidos como meras apariencias, sino como el material mismo de la reflexión. La distribución en precisamente tres géneros no es mística, pero tampoco empírica a secas: tendría el fundamento trascendental de la apelación al funcionamiento de la conciencia, que sería gravemente alterado si la distribución se pensase de otro modo. El «mundo» ontológico-especial consta de tres géneros: M₁, M₂ y M₃ (simbolizamos con «M» a la materia ontológico-general). Esos géneros son inconmensurables entre sí, esto es, no pueden reducirse los unos a los otros: ninguno de ellos es la verdad de los otros. Por ello, así como el monismo era la contrafigura del materialismo en el plano ontológico-general, podemos decir que, en el ontológico-especial, la contrafigura del materialismo sería el reduccionismo o «formalismo» (decimos «formalismo», porque la reducción de algún género o géneros a otro u otros significa que se anula la significación material que poseen, para verlos como «formas»).
«M₁» tendría que ver con la idea de «mundo» como «idea de la metafísica»: en el sentido de «mundo exterior» o «mundo corpóreo». Se trata de la dimensión ontológica de la exterioridad, esto es, de lo que es percibido (actualmente o no: el centro de la tierra) como realidad corpórea: la percepción «ordinaria», pero también los campos electromagnéticos son vistos como «exteriores», como «realidades exteriores existentes en acto» (aunque no sean «percibidas en acto»). Es el mundo de los cuerpos.
«M₂» comprende los procesos dados, no como exteriores, sino como interiores a la conciencia: es el mundo de la interioridad. Ahora bien: no se trata meramente de la «interioridad psicológica» de un sujeto psicológico sustancializado, aunque esa interioridad psicológica sea la manera que tiene de manifestarse dicha dimensión fenoménicamente, en primer grado. Antes de nada, conviene señalar que la dimensión ontológica de la interioridad no anula su realidad por el hecho de que pueda ser –genéricamente– pensada como resultado de procesos fisiológicos (de procesos, en suma, dados en «M₁»). Nadie podrá dudar de que, genéticamente, las cosas ocurren efectivamente así: pues, claro es, la dimensión M₂ no fundamenta su autonomía e inconmensurabilidad en el hecho de estar sustentada en una «substancia espiritual» irreducible a cualquier explicación fisiológica. Pero una cosa es la explicación genérica, y otra el reconocimiento de la realidad ontológica. La apelación, por ejemplo, al sistema nervioso como «causa» de la interioridad no reconstruye dicha interioridad en su dimensión original, en sentido semejante a como la explicación de los colores en términos de longitudes de onda lumínica, captadas por un aparato óptico visual, no puede reconstruir el color mismo como realidad inmediatamente percibida. Hay una «distancia» entre la génesis y la estructura de la interioridad, distancia que hace posible hablar de «irreducibilidad» de la estructura a la génesis, sin que esa génesis sea, por lo demás, negada. La afirmación de la realidad de la interioridad se opondría a lo que podríamos llamar «ontología behaviorista radical» (sin que ello tenga nada que ver con los resultados del behaviorismo en el terreno científico-categorial). La reconstrucción de la interioridad desde instancias «M₁» no sería un argumento –por así decirlo– contra la célebre expresión de Ortega según la cual «nadie puede dolerme mi dolor de muelas».
A «M₂» pertenecerían también los contenidos que, no siendo de la experiencia propia, son mencionados como interioridades ajenas. Sin duda, se ha hecho muchas veces la crítica de la posibilidad de tales menciones, que serían «proyecciones injustificadas de la propia interioridad»; pero esa crítica, en cualquier caso, es puramente «académica» (las cuestiones en torno al problema del «lenguaje privado» se moverían en este plano). La falta de justificación de las menciones a la interioridad ajena jamás puede impedir el constante recurso práctico a ellas; nuestra conciencia funcionaría de un modo totalmente extravagante (encontrando por ello una resistencia «mundana» como resistencia «legisladora de la razón») si, bajo la presión de argumentos académicos, calificásemos de «sinsentidos» a expresiones como «X siente ahora un gran dolor» y recomendásemos su sustitución por expresiones más neutralmente descriptivas de lo que actualmente percibimos en «X» (que sus músculos faciales se contraen, que emite sonidos inarticulados de tal o cual frecuencia, &c.): en la práctica, nadie que no fuese lo que ordinariamente se considera un «enfermo» apalearía a nadie escudándose en su imposibilidad de conocer adecuadamente si con ello le ocasiona dolor o no. Y quizá no cabría considerar como cordura teorética lo que sería insania práctica más que desde cierta esquizofrenia analítica.
Ahora bien: el hecho de que sea posible mencionar la interioridad ajena nos ilustra acerca de que la dimensión M₂, como interioridad, no equivale al solipsismo. Apelar a la interioridad como dimensión ontológica es apelar a toda posible interioridad, de un modo trascendental. Ningún «interior exclusivo» –diríamos– tiene la exclusiva de la interioridad: hablar de «mí» es hablar de los otros. «M₂», así visto, sería un ámbito legal, legalidad manifestada desde el momento en que el acceso a «otra interioridad» está objetivamente presupuesto en el lenguaje. Precisamente por ello cabría hablar racionalmente de M₂, sin convertirlo en el caos del solipsismo. Las subjetividades aparecen dadas en un –por así decir– «reino de las almas», y la subjetividad tiene su propio espacio objetivo: el lenguaje, los usos sociales, las normas morales y jurídicas que conforman esa subjetividad, no desde un «fuera» físico (como la «explicación fisiológica»), sino en el seno mismo de la dimensión ontológica que consideramos. Para emplear términos hegelianos, se trataría del «espíritu objetivo», que no suprime al «subjetivo» como realidad, sino que lo enmarca en las formas que lo hacen posible y en las que, de hecho, se da, incluso cuando se presenta como pura subjetividad (los marcos que permiten decir que hasta el dolor tiene una significación «cultural», por ejemplo).
«M₃» alude a una dimensión no «exterior» ni «interior»: el mundo de los objetos abstractos, el mundo de los conceptos como «objetividades ideales» que son, sin embargo, tan materiales como las realidades aludidas por los otros dos géneros. Eminentemente, el mundo de la lógica y la matemática, pero también de otras abstracciones reguladoras del conocimiento, como puedan serlo desde la langue de Saussure hasta la idea de «imperativo categórico» como reguladora de relaciones morales... La entidad de tales objetos no es física, desde luego, pero tampoco «mental» o «interior». Si los conceptos son «productos de la mente», son en todo caso unos productos a los que es esencial el ser pensados, precisamente, como independientes de su producción (la idea de su «validez objetiva» eso significa). Pensar contenidos «M₃», es pensarlos como no necesitando ser pensados por nadie. La idea de un color es un acontecimiento M₂, pero la teoría de los colores es un acontecimiento «M₃», que nada incluye de subjetivo. Y, así como la alusión a M₁ no envuelve la idea de una substancia extensa como soporte de esa realidad, ni la alusión a M₂ la de una substancia espiritual, tampoco M₃ alude a un cielo de las ideas, o a una res divina que lo sustente; aunque, sin duda, este género represente en la ontología especial el papel de «Dios» (el «Dios de los filósofos», el Dios garantía del orden racional o más bien orden racional él mismo, tras la secularización o «inversión teológica» realizada a partir de Descartes), y sea posible, por tanto, otorgar a la idea de Dios un estatuto ontológico, como es posible otorgárselo a las ideas de mundo y alma, eliminados sus componentes metafísicos.
Hemos dicho que los tres géneros que acabamos de describir son inconmensurables. Lo contrario del materialismo filosófico, en el plano de la ontología especial, sería pensarlos como conmensurables, como reductibles los unos a los otros. Ninguno de ellos es la «auténtica materialidad». M₂ y M₃ no son «espirituales» frente a un «material» M₁: son distintos entre sí. Sin duda, contemplar así los tres géneros de materialidad supone una especie de «objetivación impersonal» que suprime (y esa supresión, «mundanamente» hablando, sería artificiosa) la efectiva inmersión de la conciencia que así objetiva en la realidad objetivada, pues la conciencia siempre se mueve en el interior de alguno de los tres géneros. Pero esa objetivación «artificiosa» es consustancial a la exposición académica de la ontología, y no representa un peligro cuando tiene hecha ya su propia crítica: cuando sabe que incluso la doctrina de los tres géneros no es «eterna», y que la conciencia académica deberá plegarse a las modificaciones «mundanas» que pudieran sobrevenir.
La reducción formalista puede efectuarse de distintas maneras (y al contemplar esas maneras, el modelo ontológico que así se propone se convierte en un útil instrumento clasificatorio de las ontologías históricas, instrumento no «neutral», pues procede a partir de una doctrina ontológica concreta). Una combinatoria de todas las posibilidades abstractas de reducción arrojaría doce tipos de «formalismos» (sumados los bigenéricos y los unigenéricos: los que reducen a dos géneros y los que reducen a uno). Nos referimos rápidamente a los unigenéricos, como casos más sencillos, para ilustrar este punto.
a) Formalismo primario. Consiste en la reducción de todos los géneros a M₁. Su prototipo sería el mecanicismo, atomístico u holístico. Este formalismo es presentado muchas veces como el auténtico materialismo. Aclaremos, para no confundir nociones, que este formalismo puede teóricamente ser compatible con un materialismo en el plano ontológico-general (es decir: puede pensarle la reducción de toda la ontología especial a M₁, reservando la posibilidad de que M₁ no sea, con todo, el «último estrato» de la realidad). Ello, sin embargo, es sumamente improbable, aunque posible. El formalismo primario suele ser, a la vez, monismo. Y puede darse en dos formas: la inmanentista del orden del mundo físico cerrado en sí mismo, «finito e ilimitado» (concepción que es muchas veces, por así llamarla, la «filosofía espontánea de los científicos»), y la trascendente de la totalidad de un mundo físico como expresión de una realidad «trasmundana» pero concebida, a su vez, en términos físicos: el «Dios corpóreo» de Hobbes... El formalismo primario reaparece constantemente, como decimos, en filosofías de científicos, como «materialismo positivista» (así Monod, por citar un caso reciente ampliamente difundido).
b) Formalismo secundario. Consiste en la reducción de todos los géneros a M₂. Esa reducción «subjetivista» puede ser de dos clases: individual (el solipsismo, el empiriocriticismo) y social (el sociologismo: «sociologizar el cogito no es sino cambiar de prisión», se ha dicho, y ya Lenin afirmaba que no por traspasar la conciencia a la colectividad humana desaparece el idealismo, como no desaparece el capitalismo al sustituir el capitalista individual por una sociedad de acciones). Tipos de semejante formalismo podrían ser: las doctrinas de la verdad basadas en el consensus (Hempel), la reducción «psicologista-asociacionista» de la causalidad, tipo Hume (salva veritate: esto es, suponiendo que Hume fuese efectivamente un «psicologista-asociacionista», lo que no está nada claro). Se trata, en general, del idealismo en su sentido más fuerte, sobre todo cuando va acoplado a la negación de la idea de materia ontológico-general, como ocurre casi siempre. Caso extremo sería el esse est percipi berkeleyano. Pero también aquí, como ocurría en el formalismo anterior, sería compatible un formalismo secundario con un materialismo ontológico-general: el caso de Schopenhauer es ilustrativo de esta posibilidad, en cuanto que el mundo de los fenómenos, como mundo de la representación, se reduce a M₂, pero dejando a salvo un trasfondo no-representativo de la realidad (la voluntad que ocuparía el puesto de la materia ontológico-general); y así podría llamarse a Schopenhauer –como se ha hecho– un «materialista idealista», con diagnóstico más atinado que el simple remoquete de «irracionalista» que Lukács empleó para su caso.
c) Formalismo terciario. Consiste en la reducción de todos los géneros a M₃. La realidad de los fenómenos físicos o mentales se trueca en pura apariencia ante las «esencias», «verdadera realidad». En el platonismo, las esencias son la verdad de los fenómenos; en la fenomenología husserliana, el «esencialismo» opera desde la crítica del psicologismo (el platonismo reduciría predominantemente M₁ a M₃; la fenomenología, M₂ a M₃). El formalismo terciario suele ir acompañado de la negación de la idea de materia ontológico-general: la definitiva realidad es el mundo de los conceptos. La posición que B. Russell llamó del monismo neutro probablemente quedaría bien descrita como formalismo terciario.
La inconmensurabilidad de los tres géneros no excluye el reconocimiento de correspondencias entre ellos. Se trata de un proceso dialéctico, donde la inconmensurabilidad rectifica las identidades establecidas entre los géneros –prohibiendo la hipóstasis definitiva de cualquier «explicación», esto es, de cualquier establecimiento de identidad–, y las correspondencias rectifican la pluralidad absoluta obtenida como último resultado del regressus hacia la materia ontológico-general. Conocimiento negativo y positivo se entrecruzan, pues, constantemente.
Las correspondencias entre dos géneros cualesquiera de materialidad (correspondencias que designamos, en general, con el nombre de paralelismos, que mantiene la idea de inconmensurabilidad) se establecen, no desde una perspectiva «externa» a los géneros (perspectiva que sería utópica, pues no hay nada fuera de ellos), sino en cada caso, desde el interior de un género determinado, cuando en términos de éste se expone un proceso real, teniendo en cuenta la existencia del otro género. Así, el «paralelismo» entre M₁ y M₂ puede exponerse, según los casos, desde M₁ o M₂; cuando suponemos, por ejemplo, que hay correspondencia entre ciertos rasgos de un encefalograma y ciertas imágenes oníricas, pensamos esa correspondencia entre un contenido psíquico (M₂) y una estimulación eléctrica del cerebro (M₁) desde el interior de M₂; cuando Descartes afirmaba que la desviación de las voluntades humanas, rectas, en principio –como creadas por Dios– se producía en virtud de causas externas, de un modo paralelo a como los cuerpos, cuyas trayectorias son en principio rectilíneas en virtud de la inercia, se desvían de ellas por causas igualmente externas, establecía también un paralelismo entre M₁ y M₂, pero su perspectiva estaba ordenada desde el interior de M₁. Cuando pensamos que a cada movimiento de un lápiz que se desliza a lo largo de un hilo fijado a dos puntos «corresponde» un punto geométrico de una elipse, pensamos el paralelismo entre M₁ y M₃ desde el nivel conceptual M₃, y cuando notamos que ciertas relaciones áxicas de los cristales de azufre, establecidas mediante cálculos teóricos, «se corresponden» con las relaciones halladas mediante el método röntgenográfico, pensamos esa correspondencia «M₁-M₃» desde M₁ (como si el cálculo teórico fuese un apriorismo respecto de su «confirmación física»). Cuando se habla de la correspondencia «base-superestructura» (en términos de la clásica «teoría del reflejo»), como si ciertos contenidos teóricos (M₃: por ejemplo, las doctrinas kantianas) se correspondiesen con ciertos contenidos M₂ vistos como «sociales» (los sentimientos de una clase social, por ejemplo), al modo como Goldmann, pongamos por caso, habló del «sentimiento trágico» en la obra de Kant, entonces pensamos el paralelismo en términos de M₂; mientras que si concebimos ciertos rasgos psicológicos privados de los miembros de un grupo social (M₂) como correspondiendo a ciertos rasgos de la estructura de ese grupo (M₃), entonces contemplamos dicho paralelismo desde M₃ (desde, por ejemplo, las «estructuras elementales del parentesco», al modo de Lévi-Strauss).
Todos esos paralelismos son «modos de conocer»: en la malla de los géneros y de su referencia de unos a otros, diversamente polarizada, se mueven las «explicaciones». Explicaciones que, como queda dicho, son perpetuamente rectificadas por la perspectiva crítica de la inconmensurabilidad de los géneros. De suerte que pertenecería a un estado acrítico de la conciencia (estado tan frecuente como «enfermedad infantil» de toda nueva perspectiva científica, que cree poder «dar cuenta de la realidad», volviéndose «ismo»: fisicalismo, psicologismo, sociologismo, etnologismo, etologismo o ecologismo...) el hecho de pretender asumir una determinada correspondencia, orientada en un determinado sentido, como definitivamente más pregnante que otra cualquiera. No hay esperanzas en este sentido, o no las hay mientras nuestra conciencia siga teniendo la misma estructura. Pues, en definitiva, toda conmensurabilidad recíproca de los géneros (y los géneros son siempre recíprocamente conmensurables: el proceso que se «explica» predominantemente desde uno puede explicarse desde otro) es internamente contradictoria. Es evidente que las coincidencias extensionales entre los géneros (el hecho de que «se refieran a lo mismo») no conllevan coincidencia intensional; y, aunque esa no coincidencia no comporte, en principio, contradicción (como no la comporta la discordancia intensional «triángulo-trilátero», cuya identidad puede establecerse sintéticamente, a través de la común referencia), sí la comporta en el caso de que las notas intensionales sean indefinidas. Y así, siendo, por ejemplo, los géneros M₁ y M₂ indefinidos en cuanto a su intensión, esa intensión recoge, incluso, las incompatibilidades entre ellos, y, por ello, la identidad entre M₁ y M₂ no puede nunca verificarse partiendo de aquella mutua conmensurabilidad. Correspondencia e inconmensurabilidad son, pues, los conceptos que recogen la permanente conexión e inconexión entre los géneros que, como materialidades que son, son multiplicidades cuya unidad, aunque constantemente perseguida, no puede nunca ser definitivamente establecida. Y estos rasgos ontológicos que configuran el proyecto de la conciencia como «tarea infinita» son indisociables de cualquier posición que no quiera ser metafísicamente cientista.
8. Relación entre ontología general y especial
Entre la idea de materia ontológico-general y las materialidades ontológico-especiales se da, como hemos ya insinuado, una especie de circularidad. La materia ontológico-general no es un todo del que M₁, M₂ y M₃ sean partes, ni un género del que sean especies. Ya hemos aludido a la necesidad de esa doble vía «regressus desde las formas de lo real-progressus hacia ellas». Ahora bien, ¿en qué medida la idea de materia ontológico-general sirve para algo a efectos del conocimiento de la realidad ontológico-especial? Y, además, ¿acaso no es la idea de «M», en cuanta idea crítica que implica pluralidad infinita, una idea que ha de permanecer inafectada por las variaciones del plano ontológico-especial, insensible al desarrollo de los conocimientos, uniformemente monótona y vacía en su misma indeterminación? Esa idea «crítica», ¿no es tal que ha de permanecer indiferente a toda nueva información que reciba del mundo de «lo que hay»? ¿Una crítica estéril, en suma? ¿La adopción de un punto de vista de Dios –un Dios sin designios providentes– que de nada sirve al conocimiento, al consistir acaso sólo en la vacua tautología de que «nunca lo sabemos todo»?
La idea de materia ontológico-general es, ciertamente, la crítica de todo intento de substancialización del mundo. Pero este aspecto negativo suyo conlleva una «positividad» (íntimamente dependiente, por cierto, de aquella negatividad). En virtud de la intervención de esa idea, contenidos «mundanos» que aparecen como irrevocables (por ejemplo, la existencia corpórea de los hombres como condición del pensamiento racional) resultan ser algo más que meras tautologías «triviales», y toman la significación de determinaciones positivas, no tautológicas. La «trivialidad» aludida sería tal desde un punto de vista acrítico que da por evidente algo que no lo es; la intercalación de la perspectiva crítica –la crítica radical que la idea de materia supone– permite que, al recobrar la evidencia «mundana», ésta adquiera novedad, revelándose su verdad no como trivial, sino como problemática. Y, por otra parte, la idea de «M» no permanece indiferente a los cambios del mundo más que desde un entendimiento quietista de la cuestión. Aunque el regressus crítico sea negativo, la negación está siempre cualificada por la naturaleza de lo negado (el ateísmo que niega el Olimpo no es lo mismo que el ateísmo que niega a Yahvé, o que el que niega al Dios cristiano: la función es constante, pero cambian los parámetros de las variables). Y la negación crítica es una infinita recurrencia sobre los materiales del mundo, esencialmente heterogéneo. Siendo ello así, la conciencia filosófica que asume esos marcos ontológicos conlleva inexcusablemente lo que podríamos llamar una actitud moral particular. Precisamente por razón de su estructura, esa conciencia desea el cambio; escribe G. Bueno: «La razón materialista se constituye por la crítica a los conceptos del entendimiento, como conceptos mundanos, crítica que está vinculada a la misma posibilidad que tienen las cosas para autodestruirse, por la mediación de otras. La conciencia racional, en tanto que ligada al mundo, in medias res, sólo puede desarrollarse y avanzar con el proceso mismo del mundo haciéndose y deshaciéndose: no puede ir más allá del estado en que el mundo se encuentra. Pero la conciencia de su limitación por el estado del mundo le hace desear el cambio del mundo como condición necesaria para que nuevas determinaciones puedan producirse, nuevos problemas resolverse. Al mismo tiempo, tiene que desear la permanencia de los cuerpos, en cuanto es solidaria con ellos. Este interés de la conciencia filosófica por el cambio del mundo, como condición de su propio progreso, y, al mismo tiempo, esta experiencia de permanencia en los cuerpos, como condición de su existencia, es la antípoda, por un lado, del inmovilismo, y por otro, de la visión escatológica»{1}. Como se ve, en la constitución de la razón materialista están presentes ciertos componentes que otras actitudes materialistas llamarían quizá «idealistas»; la conciencia filosófica es, ciertamente, un posterius respecto del mundo, pero su estructura es tal que, endógenamente, postula el «cambio de las cosas y la conservación de los cuerpos» (postula, entre otras cosas, la actividad política), en cuanto que esos postulados son la condición de su desarrollo como conciencia filosófica; de un modo quizá algo pintoresco, podríamos decir que la conciencia filosófica postula el cambio para tener en qué pensar, y por eso no coincide con la conciencia política, ni es un derivado o subproducto suyo, aunque pueda marchar unida a ella en amplios tramos.
Una consecuencia del tipo de marcos ontológicos que acabamos de exponer a grandes rasgos sería la de la «recuperación» racional de la metafísica tradicional, como venero de reflexiones ontológicas que mantienen una relativa independencia respecto de sus propósitos metafísicos. En efecto; cuando se rechaza la metafísica como especulación absurda que versa sobre algo tan ridículo como «el ser en cuanto ser», se olvida que la metafísica histórica no trató sólo de eso (e incluso el tratar de eso, por otra parte, puede tener un sentido, como hemos intentado hacer ver hasta ahora), sino sobre otras cosas. Las ideas de materia y forma, todo y parte, substancia y esencia, &c., son ideas tratadas históricamente por la metafísica, y que tienen su puesto en una ontología, en la medida en que funcionan como esquemas ontológicos cuya persistencia hasta hoy es notoria: figuran como marco de afirmaciones científicas o políticas, de un modo constante. Aquí no podemos tratar de ellas, pues nos importaba más que nada hablar de los presupuestos más genéricos del pensamiento ontológico. Pero cabe decir que esa «técnica ontológica» histórica es la que puede «recuperarse», más allá de los designios metafísicos de quienes la elaboraron. Se dirá –para concluir–que lo recuperable será, en todo caso, análisis del lenguaje: los conceptos ontológicos compondrían una especie de «gramática» muy general, aplicable a distintos géneros de discurso... La ontología se convertiría así en un análisis de significaciones. Puede asentirse a eso, en la medida{2} en que la geometría, por ejemplo, también pueda ser un «análisis del lenguaje cristalográfico» (un análisis de la significación geométrica de los sistemas de cristalización y, en ese sentido, una especie de «gramática de la cristalografía», sin dejar por ello de ser geometría); así, la ontología podría ser «gramática de los discursos científicos», sin dejar por ello de ser ontología; sus temas tienen sentido autónomo (a ninguna disciplina compete tratarlos como tales) (symploké, dialéctica).
Vidal Peña
Nuestra exposición «constructiva» de la temática ontológica sigue la obra de G. Bueno, Ensayos materialistas, Madrid 1972, si bien nuestro apretado resumen podría incluir asomos de interpretación personal.
F. Arjiptsev, La materia como categoría filosófica, México 1962; G. Bergmann, A note on ontology: Philosophical studies I (1950); G. Bueno, Sobre el significado de los «Grundrisse» en la interpretación del marxismo: Sistema 2, y Los «Grundrisse» de Marx y el «espíritu objetivo» de Hegel: Sistema 4; R. Carnap, Empiricism, semantics, and ontology: Revue internationale de philosophie 11 (1950); J. Ferrater Mora, On the early history of «ontology»: Philosophy and phenomenological research XXIV (1963-1964); N. Hartmann, Ontología, México 1954-1964; M. Heidegger, El ser y el tiempo, México 1951; Id., Kant y el problema de la metafísica, México 1954; E. Husserl, Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, México ²1962; V. I. Lenin, Materialismo y empiriocriticismo, Buenos Aires 1969; S. Lesniewski, Über die Grundlagen der Ontologie, en Comptes rendus des séances de la Société des Sciences et des Lettres de Varsovie, Classe III, 1940; K. Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, Madrid 1972; E. Nagel, Lógica sin ontología, en M. Bunge (ed.), Antología semántica, Buenos Aires 1960; K. R. Popper, Epistemology without a knowing subject, en Logic, methodology and philosophy of science III. Proceedings of the third international congress for logic, methodology and philosophy of science, Amsterdam 1968; Id., On the theory of the objective mind, Viena 1968; W. v.O. Quine, Acerca de lo que hay, en Desde un punto de vista lógico, Barcelona 1962; G. Simmel, Problemas fundamentales de la filosofía, Madrid 1946.
——
{1} G. Bueno, Ensayos materialistas, Madrid 1972, 182.
{2} Ibídem, 12-13.