Movimiento de la naturaleza... el materialismo más puro (original) (raw)

Redacción de la Gaceta · Madrid 13 de abril

Es imposible saber sin sorpresa y espanto, que se ha publicado en Madrid en el año 1838 un folleto, intitulado Movimiento de la naturaleza, en el cual se preconiza y se cree haber demostrado el sistema del materialismo más puro. El estilo es hinchado y declamatorio, como el del impío e infame libro que se publicó en Francia a mediados del siglo XVIII con el título de Sisteme de la natura. El autor del folleto procura persuadir en el prólogo, que ha debido a su propia observación las doctrinas que vierte; pero ningún lector instruido lo creerá, observando que no ha hecho otra cosa sino reproducir los argumentos de Lucrecio y de Espinosa, sin el talento del primero, sin la lógica del segundo: y aun dudamos que los haya visto en estas fuentes venenosas, sino en alguna miserable rapsodia de tantas como produjo la monstruosa revolución de Francia.

La publicación de este folleto es un anacronismo. Pertenece a los tiempos en que estaba en su auge la secta filosófica del siglo XVIII; pero esta época, de funesta gloria para la irreligión, ha pasada ya, y ha pasado para siempre. Los hombres y los pueblos, que no reconocen otro maestro sino el escarmiento, han aprendido ya muy a costa suya las tristes consecuencias del sistema que destrona a Dios y degrada al hombre a la condición de un ser puramente material.

En este sistema se sustituye al Ser Supremo, a la primera causa inteligente, al primer motor, al creador del orden del universo, ¿qué? una palabra vacía de realidad; la palabra naturaleza. En el lenguaje común de los filósofos esta voz significa la esencia, la manera particular de existir de cada uno de los seres: y en el idioma vulgar, el universo entero con las relaciones que ligan todas sus partes. Pero no es más que una voz abstracta, una fórmula en la cual se comprenden muchas ideas de relación, abstractas también.

Y a esta palabra supone el autor inteligencia, miras, planes: a ella quiere que rindamos el homenaje de nuestra gratitud y admiración: esta palabra es para él un Dios.

Para él nuestros conocimientos no son más que modificaciones de la masa cerebral; y confundiendo perpetuamente el instrumento con la causa, parece que ignora que la actividad de la voluntad humana y la facultad de combinar ideas, juicios y raciocinios, son incompatibles con las propiedades esenciales de la materia, con la inercia, con la impenetrabilidad, con la extensión. De dos moléculas combinadas no puede resultar un juicio: de dos movimientos resulta otro tercero, no un discurso. No hay fuerza en la materia para moverse por sí misma a combinar dos sensaciones. No la hay tampoco para reunir las semejanzas y desechar las desemejanzas de varios objetos: esto es, para abstraer. En fin, no la hay para desear, para querer; porque la materia es inerte.

En buena filosofía estamos más seguros de la existencia del alma que de la del cuerpo; del espíritu que de la materia. ¿Qué es espíritu? Un ser dotado de inteligencia y voluntad. Ahora bien, de la existencia del espíritu estamos convencidos por el sentimiento interior, que a cada paso nos avisa de que entendemos y queremos: y nadie ignora cuánto trabajo ha costado al célebre ideólogo Desttut Tracy demostrar la existencia de los cuerpo, y probar que no son meras ideas o modificaciones de nuestra alma.

Esto es cuanto a la ideología del autor: veamos si su física es más feliz. Suponiendo la materia increada y eterna, era consiguiente que la creyese también inmensa, omnipresente e infinita; así es que supone el vacío imposible, al mismo tiempo que da a sus moléculas elementales la figura esférica. El autor debe de ignorar este principio elemental de geometría, a saber, que las esferas yuxtapuestas unas a otras, deben dejar entre sí espacios vacíos. Pero no importa: lo que conviene es dar a la materia todas las propiedades de Dios, para no tener necesidad de ocurrir a esta primera causa.

Censura a Condillac; porque dice que a la causa desconocida del movimiento se ha llamado fuerza, sin que se tenga idea de lo que significa esta palabra. Ya se ve: como el autor es tan exacto y consecuente en su nomenclatura, no puede sufrir ni un lapsus linguae en aquel profundo e ilustre filósofo. Pero por ventura, ¿carece de sentido la palabra fuerza? A cualquiera que se pregunte su definición, ¿no podrá responder que fuerza es la causa del movimiento? ¿Hay en esta definición, que es la base de una ciencia exacta, de la mecánica, alguna cosa vaga o indeterminada?

A la verdad, el hombre no entiende lo que es la fuerza, considerada en su esencia; lo mismo le sucede con otras muchas cosas; y sin embargo, sabe compararlas y medirlas. Newton valuó la fuerza impelente de los planetas, sin conocer el agente primitivo de la impulsión. Ningún físico ha podido explicar hasta ahora el principio de la comunicación del movimiento, y sin embargo se han demostrado sus leyes y calculado sus efectos. Si no hubiésemos de dar nombre sino a las cosas que conocemos perfectamente, sería cortísimo el Diccionario de las lenguas.

Pero el autor ha hallado la causa del movimiento: esta es en su opinión el calórico que tiende a ponerse en equilibrio y que obliga a todos los cuerpos, que están empapados en él, a moverse también. Tenemos ya pues el motor universal, el primer motor: el Dios del universo: este es el calórico. ¡Admirable hallazgo! Sólo nos falta saber de dónde le ha venido al calórico ese movimiento por el cual tiende al equilibrio: porque él no ha podido dárselo a sí mismo. Si el calórico es material, el calórico es inerte, y no puede ejercer acción alguna que no le haya venido de otra parte.

Alumnos de la filosofía racional, ¿queréis saber de dónde procede el orden del universo, atribuido hasta ahora a una causa suprema e inteligente? Un folleto de 140 paginas os lo va a decir en pocas palabras. Consiste en el perfecto contacto de las moléculas primitivas, en su redondez y en la fuerza que adquieren los cuerpos por medio de la velocidad. Es verdad que la redondez se opone al entero contacto: es verdad que no se sabe cómo estas cosas contribuyen al orden, cuya definición es la combinación de elementos para fines determinados: es verdad que es falso lo que dice el autor, a saber, que un cuerpo que se mueve tiene dos movimientos, uno de traslación y otro de rotación, porque los mecánicos demuestran que para que haya movimientos de rotación es necesario que la resultante de las fuerzas que obran sobre el cuerpo, no pase por el centro de gravedad: es verdad que la materia redonda o esquinada, en contacto o sin él, con velocidad o quieta, es incapaz de dirigirse a un fin, de tener un objeto, de preparar causas para producir un efecto. Pero ¿qué importa? antes devorar todos los absurdos y contradicciones imaginables, que reconocer la existencia de un hacedor y conservador del mundo.

Cáusanos risa lo que dice en la página 51 hablando de la ciencia médico-quirúrgica. «El que bien la posee, es quien mejor penetra los arcanos de la naturaleza.» Nosotros convendríamos con esta opinión, siempre que un médico supiese todo lo que ignora el autor de folleto en materia de ideología, de geometría, de mecánica y de física.

De todas las profesiones ninguna hay que excite o debe excitar con más vehemencia el sentimiento de nuestra debilidad que la medicina: ciencia inmensa, ciencia sublime, para la cual no basta el estudio ni la experiencia de toda la vida. Y así hará muy mal el que confíe su salud a quien escribe folletos cosmogónicos y disparatados, en vez de consagrarse al estudio de su facultad. El médico, por el examen que debe hacer del cuerpo humano, conocerá mejor que todos el instrumento de nuestras percepciones, pero la ley de ellas y de su combinación pertenece a otra ciencia, que es la ideología o la filosofía racional.

Vengamos a la parte moral, en la cual el autor habla de la virtud, del vicio, de la libertad, de la igualdad y de la educación, como hablan generalmente todos los moralistas; lo que prueba que su corazón está libre de los monstruosos absurdos que circulan por su espíritu. La mismo dicen que sucedía a Helvecio.

Es fácil de notar la contradicción. Si el hombre es materia, ¿cómo puede ser libre? ¿cómo capaz de virtud y de vicio? En la materia todo es físico, todo está sometido a la ley de la necesidad. Si cada individuo no es más que una porción de moléculas organizadas, ¿por qué se ha de creer igual el sano al enfermo, el inteligente al estúpido, el rico al pobre? ¿No ve el autor que la igualdad entre los hombres no puede depender de sus cuerpos, en los cuales hay tanta variedad, sino de los espíritus inmortales que los animan, capaces de libertad, de mérito, de inteligencia, de deseo, y que son iguales ante el Dios que los crió?

Si a tantos dislates y contradicciones se añade el tono magistral y declamatorio, la osada seguridad con que se anuncian, causarían indignación, si antes no hubiesen movido a risa, porque ningún lector puede enfadarse cuando se ríe.

Es preciso poner un coto a esa desenfrenada libertad de imprenta, que no contenta con las cuestiones políticas, traspasa los límites de su jurisdicción y se cree autorizada para atacar los fundamentos de la moral pública, de la religión de nuestra patria y de la creencia universal del género humano. Esta cuestión no es de aquellas que se entregan a la disputa de los hombres: tiene embebida en sí la suerte de la sociedad. No olvidemos que el filosofismo convirtió la revolución política de Francia en revolución social.