Francisco de Paula Canalejas, Del estudio de la ciencia política en España / Revista Ibérica (original) (raw)
Francisco de Paula Canalejas
A mi querido amigo el distinguido publicista D. Calisto Bernal
Carta primera
Hace ya muchos días, mi querido amigo, que cada vez que recuerdo su nombre de V. (cosa que me sucede muy frecuentemente), me avergüenzo de mi conducta; pero V. no ignora las graves ocupaciones que han caído sobre mí, el cambio de domicilio y otras tareas de este jaez, que me han ocupado el tiempo y el espíritu. Algún tanto repuesto, vuelvo en mí y acudo solícito al palenque a que V. me citó; en el artículo inserto en el número 3.958 de Las Novedades.
La cuestión que traemos entre manos, es ardua, y no es de poco momento, sino que su trascendencia es tal, que en mi sentir basta para explicar el estado de los partidos políticos. El no entendernos sobre los principios de la política, el no acertar a definirlos, el creer los más, que la política carece de fundamentos científicos y sólo es efecto de la necesidad y conveniencia, es causa de que V., después de quince años de periodista no sepa a qué partido pertenezca; fue causa de [314] que algunos de mis amigos sostuvieran una ruidosa polémica con La Discusión, que nos separó de su amistad; es causa de que los mismos que provocamos aquella contienda, viéramos con sorpresa, que también había entre nosotros tirios y troyanos, y deslindáramos campos; y es causa de que tras largo discurrir, convengan dos diarios tan entendidos como La Época y El Contemporáneo en que no existe ningún principio generador filosófico, en materias políticas. En verdad mi querido amigo, que el espectáculo es triste. Si hoy le preguntan a V., y nos preguntan a muchos ¿son Vds. conservadores?, estoy seguro que sin previo acuerdo contestaremos –en el sentido filosófico de la palabra lo somos; conocemos las leyes de la vida humana y anhelamos que esas leyes se cumplan; no queremos el movimiento sin ley, ni la vida sin fin, ni objeto; rechazamos la acción por la acción; queremos sólo la realización del destino humano. Y al escuchar estas palabras, los jóvenes progresistas batirán palmas y nos tenderán la mano, y cosa parecida oiremos a la brillante pléyada que hace del Contemporáneo un diario de propaganda eminentemente liberal. Lo mismo sucederá con el dictado de progresistas, que todos aceptarán, y tengo por cosa análoga con el de demócrata, cuando Rivero o Castelar desnuden a esta palabra, de algunas singularidades que se le han unido, por los varios accidentes de nuestra mezquina vida política.
¿Que significa este estado? Significa sencillamente, que la obra de 1793 está realizada, que la idea liberal ya no es idea, es un hecho, es la sociedad moderna, y que nadie se niega a sí mismo; pero significa a la par, que comienza otra faz histórica, a la que nos sentimos llamados por las leyes de la historia y que al poner mano en el trabajo, ignoramos la idea que debe inaugurarlo. Y aquí comienzan las divergencias: los unos creen que nada es, sino la idea, que la idea engendra el hecho, que la obra política le reduce a levantar el plano [315] trazado por la ciencia: los otros creen, que la ciencia no baja nunca a la política, que esto de gobernar es cosa de ojos, de audacia y de fortuna. Empíricos y racionalistas; estos son para mí los dos partidos, y este es para mí el campo de la política. Nada me importa que se llamen conservadores, progresistas o demócratas: ¿creen que la política es la acción y sólo la acción? pues esos son para mí mis contrarios; ¿creen que la ciencia para nada influye en la política? pues esos son en mi juicio los sectarios que es preciso combatir sin tregua ni descanso; esos los que han matado, cubriéndolos de lepra, a los partidos; esos los que borrando las ideas de la mente humana, han sumido a nuestra sociedad política en ese hondo abismo, donde ni las conciencias viven. Los partidos, mi querido amigo, no son, no pueden ser otra cosa que escuelas filosóficas, bien conociendo sus principios, bien ignorándolos; pero conociendo y amando las consecuencias de aquellos partidos. Si esto no sucede, entonces no extrañemos deserciones en masa, no culpemos la vacilación, ni la indiferencia de los repúblicos, ¿qué energía han de tener, ni qué carácter ha de vigorizarlos, cuando la inteligencia ni palpita siquiera? Puestos y honores, que halaguen la miserable vanidad que con tales triunfos se satisface, empresas en que goce y se recree el amor propio, planes que conspiren al enaltecimiento fugaz de sí propio, ante los deslumbrados ojos de la muchedumbre, leyes que nadie aplauda pero si es posible que nadie contraríe, concesiones alternadas en pro o en contra de esta o aquella ambición, y por último imperio y dominio de la fuerza: porque si la verdad no las domina, ¿qué sino la fuerza ha de imperar en las sociedades?
Y si la vida política carece de principios filosóficos que la motiven y la funden, ¿por qué los ha de tener la vida social? ¿Ni cómo los tendrá la vida social, si la vida política carece de ellos? Digan entonces en buen hora los [316] individualistas, que el Estado es una ficción sostenida por la violencia: sostengan que el derecho individual es absoluto, y la libertad es ilegislable; interpreten grosera y materialmente la idea de la autonomía humana, y entonces, mi querido amigo, será preciso, o asistir a la disolución social, y a la renovación de la sociedad por un pacto expreso, que se registrará en cada aldea; o será forzoso acudir a la dictadura de las muchedumbres, como V. quiere, o a la dictadura teocrático-militar, como otros desean.
Me dirá V. que exagero, ¡ojala! Escuche V. con atento oído a los que hoy hacen política, y después de haber escuchado la voz de la indiferencia y del escepticismo, escuche V. al pueblo, y oirá la voz del escepticismo y de la indiferencia; y cuando quiera V. consolarse de tales discursos, oiga V. a la juventud, y ciega por el ejemplo, la oirá formar cábalas, que admiraría el mismo Florentino. Estos hechos son naturales efectos de la doctrina que hoy domina, de la bandería que cree es la política, puro efecto del acaso y de las circunstancias.
Creyendo como digo, no extrañará V., mi querido amigo, que se me aparezca como el mayor de los errores, el separar la ciencia de la política; no extrañará V., que al ver que en su apreciable y por tantos títulos notabilísima obra, divorciaba V., como otros, la práctica de la teoría, el hecho de la idea, escribiera aquellas líneas que motivaron su réplica de V. Que su libro de V. es quizá una generosa tentativa para dar ley al gran partido progresista, no lo desconozco; que es hoy necesario, urgente, renovar el caduco credo de ese partido, razonando los instintos, que tan por completo personificó en 1843 y 1855 su antiguo jefe, convirtiéndolos en doctrina política, nadie lo niega; pero creo que el camino seguido por V., no es el más recto ni seguro, porque pienso que equivale a restaurar, lo que debe ser destruido. [317]
En la réplica a que pretendo contestar, como experto polemista se prepara V. acusando ya mis doctrinas alemanas. Confieso que prefiero una escuela alemana a otra inglesa o francesa, porque las inglesas y francesas no han cautivado mi razón, ni han vencido mi espíritu. Si de las escuelas modernas hay alguna que venza en verdad a la que profeso, declaro desde luego que la desconozco, y por lo tanto, hasta que no luzca a mis ojos, estoy en mi derecho adhiriéndome a la alemana. Todo ello es de poca monta, sea alemana, inglesa o francesa, lo que importa es que sea verdadera y sistemática.
Comencemos.
Decía yo, que faltaba en su obra de V. una concepción de derecho, y V. me contesta, que existe la definición y la deducción del derecho, y me cita V. la definición, y repite la deducción. A pesar de contestación tan categórica y terminante, repito el cargo: falta en su obra de V. una concepción de derecho. Recordemos que se trata de un libro de filosofía política, recordemos que se trata de estudiar el organismo político de la sociedad, en cuyo organismo engranan, entes o seres, como son la sociedad, el Estado, el individuo el municipio y la nacionalidad; y lo que yo pedía era una doctrina del derecho, sintética, que abrazara a la sociedad, al Estado, al individuo, y que me marcara, como el derecho del individuo vive en el seno del derecho de la sociedad. A este deseo se me contesta indirectamente, es cuestión de método, es cuestión de escuela; yo no creo que la política como sostenía Platón, y han creído otros eminentes pensadores, sea hijuela de las ciencias filosóficas; yo construyo mi teoría partiendo de un hecho constante, de un hecho observado en toda ocasión.
Sea en buen hora, pero eso se llama empirismo. El derecho es la potestad de gobernarse a sí mismo, por medio de la [318] inteligencia, dice V.; yo a esa potestad le llamo libertad pero no derecho, porque la potestad supone el derecho, y el derecho engendra la potestad. Reconociendo mi libertad interna, afirmo mi libertad externa, la potestad de gobernarme. Pero esta potestad se me da para algo, y se me da por algo. Yo soy libre porque soy inteligente, luego la raíz de mi libertad está en mi inteligencia, y tengo el derecho a la libertad, porque soy inteligente; luego mi cualidad o condición de inteligente me da un derecho, el derecho a gobernarme a mí mismo, el derecho a la libertad, es decir, a mi medio de obrar. Decir que tengo la potestad de gobernarme a mí mismo, es afirmar un hecho, no es fundarlo: gobernarme a mí mismo, supone que me rijo con arreglo a algo, por medio de mi libre voluntad; supone que obedezco o me separo de una ley, que es el norte según el cual me gobierno. Luego hay en mí, condiciones de inteligencia, y de inteligencia que conoce la ley de la vida humana (es decir, su ser racional), según las que yo me gobierno; ese es mi derecho como ser inteligente, y en virtud de ese derecho que no es más que aquella condición, reivindico la libertad que corresponda, como su medio de acción, a aquel derecho, la libertad de pensar, la libertad de imprenta. Por idéntico procedimiento irá deduciendo de todas mis cualidades, mis derechos, y estas cualidades, comprendo yo muy luego que necesito realizarlas, para cumplir el destino que me señaló la Providencia al crearme; y de la misma manera que alcanzo, son condiciones de mi desenvolvimiento, que heridas matan mi vida, de la misma manera comprendo, que tengo cualidades como ser social, y condiciones que crean derechos bajo este aspecto, porque no sólo tengo un destino individual que cumplir, sino que he de concurrir a la obra de mi edad, al empeño en que se ve comprometida mi generación, porque tanto como ser individual soy ser social. [319]
Estas indicaciones, mi querido amigo, nada tienen de alemanas; son de sentido común. No las amplio ni las sigo, porque preveo objeciones fundamentales, y porque bastan para justificar mi acusación de empirismo. No basta dar por supuesta la sociedad, con algunas consideraciones sobre los beneficios que la sociedad procura; precisa que conozcamos lo que es en sí eso que se llama sociedad. Si tiene su derecho natural, como lo tiene el individuo, o si todo lo que a ella respecta, es o puede ser hecho de la voluntad colectiva, y de la misma manera el Estado y las demás entidades sociales.
Me pregunta V., viniendo a la teoría de la soberanía popular, si la considero falsa, y le contesto a V. terminantemente, que de la misma manera, y hasta por las mismas razones que considero falsa la soberanía de derecho divino. No reconozco más autoridad que la autoridad de la razón, la autoridad de la verdad: no es justo lo que la unánime voz del pueblo declare como tal, si la idea de lo justo lo rechaza. No es derecho, lo que el pueblo unánimemente consigne como tal, si la razón y la naturaleza deponen en contra de semejante declaración: el número de votos no pesa en la balanza en que se precia la verdad, y el error, lo justo y lo injusto.
¿Extravío la cuestión? ¿No es este su verdadero terreno? No es mía la culpa sino de V.; que afirma que existe una verdadera concepción de derecho en su libro, lo que hace ir tras las ideas de verdad y bondad, hermanas y colaboradoras de la de derecho en la vida humana. Culpa es de V., que me dice que la autonomía individual conduce derechamente a la soberanía colectiva: ¿cómo? será por el asentimiento; pero y si falta el asentimiento del autónomo ¿qué es de la soberanía individual? Y si es sola la soberanía nacional el resultado del acuerdo expreso de la unanimidad de los soberanos individuales, no es más que el resultado del pacto, es la misma soberanía individual. [320]
La autonomía es infecunda, porque no es verdad, y no es verdad porque no es natural. El hombre no es autónomo, ni siquiera en las leyes de la conciencia: está en relación constante por todas partes y en todas las fases de su ser, y el ser que está en tal relación por todos lados, en una relación omnilateral, no es ley de sí, porque no crea ni sus leyes, ni sus ideas, ni sus derechos, ni sus deberes, que existen y existirán a pesar de su voluntad. Luego si el hombre no crea sus derechos ni sus deberes, tampoco los pueden crear los hombres, porque el número nada consigue, y en este particular tanto montan millones de millones, como la humilde unidad.
¡La soberanía nacional! ¿y qué significa esta palabra sino un grito de guerra lanzado en contra de la soberanía de derecho divino? ¿Qué se nos quiere decir? ¿que el hombre es libre? tal es el único sentido que encarna, y a lo sumo una noción de la igualdad política. Pero dar al ciego voto popular la misión de crear derechos y fundar principios y conducir la marcha de las sociedades según los planes que fragüe y desheredar a la ciencia, por acatar las intuiciones fosfóricas de las muchedumbres, convenga V., mi querido amigo, que es harto pedir al que está acostumbrado a la dulce autoridad de la verdad y a la esplendente soberanía de la razón.
Pero la cuestión se reduce a términos muy concretos, cuando hacemos abstracción de todo eso que se llama filosofía política. La autoridad se ejerce siempre por algo y para algo: no basta saber quién la ejerce. Usted dice que la debe ejercer el pueblo, pero en la Teoría de la autoridad no se encuentra marcado el fin con que se debe ejercer, y no conociendo el fin de la autoridad, no podemos comprender la razón de la autoridad ejercida por la soberanía nacional. Descartando esta nueva serie de cuestiones, queda sólo la constitución externa, el traje de la sociedad política, que es lo [321] único que V. estudia. La organización de los poderes públicos, siguiendo el criterio histórico que V. acepta, se hace también empíricamente, es decir, buscando lo que ofrece menos inconvenientes, eligiendo lo más hacedero. Esto reduce su libro de V., a un preámbulo de una constitución política, y respecto a constituciones, participo del escepticismo general, con tanto más motivo, cuanto que todas se engendran para el día. Reducida la cuestión a este terreno, no vale la pena de discutirla: todo lo que fabriquemos serán castillos de naipes, porque fabricamos sin cimiento.
Sirvan de proemio estas indicaciones, y sirvan para que V. elija el terreno, seguro de que aún cuando temeroso de justar con tan esforzado contrario, hará lo que pueda por cumplir con su empeño su seguro y afectísimo amigo y admirador,