Antonio María Fabié, Examen del materialismo moderno 6 (original) (raw)
Examen del materialismo moderno
Filosofía de la historia. Comte, Buckle
Supuesta la formación de las sociedades, por virtud de las causas que he expuesto sumariamente refutándolas, tratan de explicar los positivistas su progreso y desarrollo, de la misma manera con que pretenden dar razón de todas las cosas del universo, admitiendo contra lo que es fundamental en sus sistemas, principios, tendencias y leyes a que obedece el desenvolvimiento humano; y en general, prescindiendo del método que proclaman, como único instrumento de la ciencia, no inducen tales principios y leyes de los hechos, no los descubren por medio de la observación, ya que la experiencia, propiamente dicha, es de muy difícil o de imposible aplicación a los fenómenos sociales, sino que los presuponen y crean empeñándose luego en encajar las infinitas manifestaciones del espíritu en los estrechos moldes de sus clasificaciones artificiales.
El padre de los modernos empíricos, llamados ahora positivistas, Augusto Comte, apropiándose un concepto ya conocido y formulado con su natural claridad y brillantez en la misma Francia por Coussin, poco antes de que Comte diera a luz su sistema de filosofía positiva, expuso en esta obra la ley que podemos llamar de los tres periodos del desarrollo humano. Había dicho, después de otros, el fundador del eclecticismo, que los sistemas filosóficos nacían de las religiones positivas para defender sus dogmas por medio del razonamiento, recordando aquel apotegma que caracteriza a la escolástica, philosophia ancilla theologiae, y añadía, que, andando el tiempo, la esclava se emancipa y al cabo se vuelve contra su antigua señora, procurando negarla y destruirla.
Comte no hizo más que añadir a estos dos términos un tercero, constituyendo una serie con la teología, la metafísica y la ciencia, y afirmando que cada uno de ellos es peculiar y característico de otros tantos períodos sucesivos de la humanidad, denominados por el teológico, metafísico y científico. Esta doctrina, más o menos explícitamente admitida, es el fondo de la filosofía de la historia, tal como la entienden los modernos positivistas, y la exponen, entre otros, Enrique Tomás Buckle en su Historia de la civilización de Inglaterra, Draper en la Historia del desarrollo intelectual de la Europa, y Bagheot en las Leyes del desarrollo de las naciones, no siendo distinto el criterio que guió a Grote en su Historia de Grecia. Por tanto, antes de ocuparme de lo que es peculiar de cada una de estas obras, diré lo que creo necesario para demostrar el error fundamental de que adolece la doctrina histórica de Augusto Comte.
El fundador del positivismo afirma que la teología, la metafísica y lo que él llama ciencia, son no sólo tres cosas diversas, sino incompatibles, suponiendo además que aparecen en la historia y en el individuo humano en épocas distintas, y aunque añade que cada una engendra o produce la que le sigue en el orden cronológico, no dice en virtud de qué principio ni por qué ley esencial y necesaria sucede esto; por lo cual, con la misma razón que él supone que la serie de los tres estados mentales y de los tres períodos históricos empiezan en la teología y acaban en la ciencia, puede decirse que empiezan en la ciencia y acaban en la teología, y no habían de faltar argumentos en apoyo de este punto de vista, que tampoco es exacto.
Podría, en efecto, decirse con más fundamento que el contenido en la serie histórica de Comte, que en Grecia empezó el desarrollo intelectual por lo que los positivistas llaman ciencia, esto es, por las observaciones de los físicos y por las teorías matemáticas de Pitágoras; después de esto apareció la filosofía reflexiva de Sócrates, y se creó la metafísica que reina en los admirables diálogos de Platón, y la que ya escribió, como especialidad independiente, Aristóteles: y por último, los Alejandrinos crean el dogma del verbo [400], del Dios hombre, que es el cristianismo, tal como se expone en el evangelio de San Juan; y debe advertirse que esta serie del desarrollo intelectual de los pueblos de nuestra raza, no la creo arbitrariamente para la discusión, sino que está implícitamente contenida en las doctrinas de la escuela crítica que se ha confundido con el positivismo, según resulta de la última obra de Strauss, titulada La antigua y la nueva fe, en la que el antiguo idealista aparece convertido al materialismo de Darwin y a Haeckel.
La causa de que pueda trastornarse el orden asignado por Comte a las manifestaciones del espíritu, consiste en que es arbitrario suponerlas sucesivas pues en realidad son simultáneas y asimismo necesarias, porque no son más que determinaciones de una sola idea, y en cierto sentido, relaciones distintas del sujeto con el universo. Lo que llaman los positivistas edad o período teológico de la humanidad, corresponde a la esencia religiosa del espíritu, que con decir que es esencia, está dicho que no es cosa accidental, ni mucho menos transitoria; podrá haber algún individuo que prescinda en una época de su vida de las manifestaciones religiosas de su espíritu, y que por medio de una falsa dirección de su mente olvide esas relaciones de su ser con el ser que es su sustancia, sin embargo que esto es más fácil de afectar que de realizar; pues bien, el individuo en quien se dé este caso, será un monstruo semejante a un padre que no sienta el amor de sus hijos, porque haya llegado a persuadirse de que el amor filiar es un mero sentimiento, incompatible con el estado superior y más perfecto del desarrollo mental que sustituye el cálculo a los afectos, y por tanto, siendo los hijos un inconveniente en el orden económico, porque consumen y no producen, deben suprimirse antes o después de nacidos para someterse de este modo a la ley de Malthus.
La religión es una manera de ser necesaria del espíritu, y por lo tanto peculiar del hombre, porque siendo una explicación del origen, naturaleza y fines del hombre y del universo, es además ante todo, el sentimiento de la unión del individuo con el ser absoluto y de la dependencia en que está con respecto de Dios, en quien nos movemos, vivimos y somos, como dice el Apóstol; y lejos de destruir este sentimiento, pudiendo sólo negarse por esa ciencia parcial y meramente reflexiva que se conoce con el nombre de racionalismo, cuya última esencia son las antinomias, que llama Kant, de la razón pura y que no lo son sino de la mera inteligencia unilateral, que no abarcando la idea en su totalidad, no afirmándola como absoluta, ni comprendiéndola como sistema, lo mismo puede afirmar que negar cualquiera de los términos de las pretendidas antinomias, prescindiendo de sus síntesis superior y verdaderamente especulativa.
Así como el filósofo de Kenisberg admitió en la Crítica de la razón práctica lo que ha negado en la Crítica de la razón pura, con menos espontaneidad, y sustituyendo al genio la extravagancia, admitió también Augusto Comte la religión en su sistema, intentando crear una arbitraria y ridícula, a que dio el nombre de religión positiva o de la humanidad, con su culto y hasta su calendario, en todo lo cual hay tanto de risible y de grotesco, que se han avergonzado de ello la mayor parte de los positivistas y han rechazado en esta parte las doctrinas de su maestro, permaneciendo, respecto a la religión, en un estado meramente negativo, muy inferior al de Comte, que reconoció la necesidad de esta determinación del espíritu, tan propia suya, como lo es del organismo de los vertebrados la circulación de la sangre.
El concepto de la sucesión cronológica en las manifestaciones del espíritu es tan absurdo, que para hacerlo ver con más claridad presentaré otras consideraciones. El arte es una manifestación del espíritu, si no anterior, porque no puede haber anterioridad ni posterioridad en lo que es absoluto, tan antigua al menos como la religión, alcanzando desde su origen en la más elevada de sus formas, que es la poesía, el mayor grado de perfección: los cantos del Rig-Veda, los rasgos épicos de los homéridas, los arranques líricos de los primitivos semitas y aun antes los poemas egipcios, son obras que admira y admirará la humanidad eternamente, porque el espíritu jamás rayará más alto en las esferas del arte: parecería, pues, natural creer que la época artística de la humanidad ha pasado, y que el espíritu ha alcanzado nuevas y más propias manifestaciones de su esencia; pero los hechos demuestran que esto es inexacto, porque el arte aparece, aunque con diversos caracteres, en todas las épocas de la historia.
Hay en la historia una verdadera continuidad, una unidad que traba y enlaza todas las partes del gran drama humano, desde que los primitivos aryas y los primitivos semitas plantean los problemas, cuya solución es el móvil de la actividad humana; pues bien, desde aquel momento el arte ha atravesado diferentes crisis, ha revestido varias formas y ostentado diversos caracteres, pero ha existido siempre; es más, se puede él arte, el arte único, la manifestación sensible de la idea, es eterna y es siempre sustancialmente la misma; así como también se debe afirmar que ha habido siempre una religión única y real, y por tanto verdadera, desde Adán hasta nuestros días, y la habrá hasta la consumación de los siglos; así lo afirman todos los doctores y maestros, diciendo que los patriarcas anteriores a la ley escrita, y el pueblo, a que éste se dio, creían en Cristo, que había de venir; y después de su advenimiento, su doctrina es el viático que alimentará y fortificará en su largo camino a la humanidad mientras exista; porque el cristianismo es la religión [401] del espíritu, la religión absoluta, fuera de la cual no hay más que la negación del espíritu mismo, que es para la humanidad la oscuridad y el horror de la muerte, y esto lo demuestra la imposibilidad de hallar fórmulas religiosas, distintas de los grandes principios cristianos.
Respecto a la metafísica y al período del desenvolvimiento mental, que los positivistas llaman metafísico, ya he indicado que no es una manera de ser accidental y transitoria del espíritu, sino que constituye su propia esencia, ni más ni menos que la religión. No es exacto que los principios metafísicos se reduzcan a la categoría de causa de sustancia de eternidad y otras que enumeran los positivistas, ni que la especulación consista en averiguar el principio y fin de las cosas; ésta es una parte del contenido de la metafísica, el cual es la idea pura, y, juntamente con la exposición de sus momentos, nos manifiesta dicha ciencia la ley de su deducción necesaria, por lo que la metafísica y la lógica forman una sola y misma ciencia, la cual informa luego en la realidad y en el pensamiento la naturaleza y el espíritu, formando estos tres términos el sistema acabado y completo, el sistema absoluto o de la idea. Si los positivistas de todos los matices fuesen consecuentes y observaran y se atuvieran con escrúpulo a sus principios fundamentales, no darían por supuesto en sus elucubraciones algunas de las categorías metafísicas, pues sólo deberían admitir tos hechos materiales o, como ellos dicen, los fenómenos, esto es, la apariencia subjetiva de las cosas, o sea las meras impresiones de los cuerpos en el organismo, porque ni al concepto de sensación pueden llegar los positivistas si niegan o prescinden de lo que es inmaterial; pero como de este asunto he de ocuparme especialmente cuando trate del método, o lo que es lo mismo, de la lógica positivista, me limitaré ahora a otro género de consideraciones.
Mr. Litré, en su obra titulada Augusto Comte y el positivismo, dice que éste no niega los principios o categorías metafísicas, pero afirma que por su carácter son imposibles de conocer, pues la relatividad es la condición de nuestras facultades y del conocimiento que por su medio nos es dado adquirir, y valiéndose de una alegoría, presenta lo absoluto como un mar, y la inteligencia humana, como una nave sin timón y sin velas para surcarlo. Esta alegoría es tan contraproducente, que ni las palabras que la componen tendrían sentido si no se sobreentendieran y se supusieran enteramente conocidas varias categorías, porque o Mr. Litré habla, como produce sonidos un instrumento músico, o debe saber lo que es absoluto y lo que es relativo, al emplear esta última palabra; si dice que lo absoluto es para él como las letras de que usan los matemáticos para expresar las incógnitas, debe decir lo mismo de lo relativo, porque lo relativo lo es respecto a lo absoluto, y sino, sería una cosa subsistente por sí y que en si misma tendría su razón de ser, y por tanto sería verdaderamente absoluto.
Lo mismo que con lo absoluto y lo relativo, sucede con la causa y el efecto; en vano dirán los positivistas que para ellos no hay más que efectos, porque todo efecto supone una causa, y las causas segundas una causa absoluta, y ésta un efecto absoluto; es decir, que hay un momento de la idea que es la categoría de causa-efecto, de la que se pasa a la reciprocidad de acción. Ni se adelantará más diciendo, como Stuard Mill, que no hay causa ni efecto, sino mera sucesión de fenómenos, porque esta sucesión ha de verificarse en el espacio o en el tiempo, formas puras del mundo fenomenal que no caen bajo la jurisdicción de los sentidos, y por otra parte, es arbitrario confundir la sucesión con la causa, porque aun en la esfera de los hechos sensibles son cosas distintas.
Los positivistas usan una terminología especial para apartarse de la que siempre ha empleado la metafísica, hacia la cual sienten un horror tan irracional como su fe en los hechos, pero ese tecnicismo no hace más que velar la dificultad sin resolverla, porque los términos que emplean, o significan lo mismo que los de la metafísica, o carecen de sentido; examínense por ejemplo las palabras fenómeno y ley que tanto emplean. El fenómeno, si no es una cosa meramente accidental o incomprensible, tiene que ser un caso de la ley, que es y no puede menos de ser eminentemente metafísica, o mejor dicho, ideal, porque nadie hasta ahora ha visto, ni oído, ni percibido por los órganos ley alguna, siendo su comprensión un fenómeno meramente intelectual; por lo tanto, los términos causa y ley son y representan nociones, y asimismo las palabras efecto y fenómeno; véase cómo los positivistas, creyendo haber eludido una dificultad gravísima, no han hecho más que sustituir a ciertas voces otras que, o no tienen significación ninguna o tienen la misma que las empleadas por los metafísicos.
Por lo que respeta al estado mental y al período que Comte llama científico, poco hay que añadir después de lo dicho, pues no serían posibles, las ciencias de la naturaleza sin la metafísica; y por lo que toca a su aparición en la historia, sabido es que las matemáticas, base de todas ellas, es tan antigua, cuando menos, como la metafísica, y el desarrollo de ciertas especialidades científicas tiene una explicación muy diferente de la que Comte pretende darle.
Pasando de estas consideraciones al examen de las principales obras en que se trata de la filosofía de la historia con arreglo a las doctrinas materialistas, empezaré por una que ya he nombrado, a saber, la Historia de la civilización de Inglaterra, por S. T. Buckle, la cual, a pesar de su título, se ocupa de casi todas las naciones de Europa, y expone las leyes de su desenvolvimiento con un criterio positivista, [402] si bien distinto del de Comte, de quien dice que ha hecho más que ningún otro escritor para realzar la importancia de la historia, y acepta la opinión del jefe del positivismo, según el cual la mayor parte de los libros históricos son compilaciones incoherentes de hechos; pero añade que en su filosofía positiva, que califica de obra grande, hay muchas cosas que no puede admitir, aunque reconoce su extraordinario mérito.
En efecto, el autor inglés ni siquiera menciona las tres épocas teológica, metafísica y positiva; pero yendo más adelante que el jefe de la secta, y siguiendo su método con mayor rigor que el mismo Comte, pretende inducir las leyes históricas de los hechos, por lo cual da grandísima importancia a la estadística, que llama ciencia nueva, y de la que espera que se ha de obtener mayor resultado que de las elucubraciones de todos los sabios de los pasados tiempos.
Sin ir más adelante, se puede ya notar en lo dicho el error fundamental de Buckle, común a todas las escuelas positivistas, que con mayor razón pudieran llamarse empíricas. La estadística merece el nombre de mera e informe compilación de hechos que da Comte a la historia llamada ad narrandum, y a la pragmática, con más motivo del que hay para aplicar a estos géneros literarios esa desdeñosa calificación; pues aunque sólo sea por razones estéticas, suelen tener y tienen las obras históricas una tendencia, un plan, un principio de sistematización, que las distingue de las crónicas o meros registros de hechos que por cierto se parecen, más que a otra cosa, a la estadística. Para que ésta sea instructiva, es menester concebirla y ejecutarla con cierto criterio, estableciendo clasificaciones que ordenen y agrupen los hechos que se registran, para poder hacer entre ellos comparaciones y deducir consecuencias; ahora bien: esas clasificaciones, ¿no se fundan en conceptos anteriores y distintos de los hechos mismos? y ¿de dónde proceden? Sin duda de la inteligencia de las opiniones o ideas del sujeto que forma la estadística, quien, en realidad, sólo trata de probar con ella la ley, principio o regla que previamente ha establecido o supuesto.
No tengo para qué esforzarme en demostrar lo que va dicho, pues es cosa sabida que, a pesar de la pretendida inflexibilidad de los números, con ellos se demuestra lo que se quiere demostrar en virtud de lo que se ha llamado con exactitud el arte de agrupar las cifras; y la razón de que así suceda consiste en que la categoría de cantidad, cuyas leyes y desarrollo forman las matemáticas, que es la más abstracta de todas la ciencias, es decir, la menos varia y rica en su contenido, no puede por lo mismo comprender ni explicar, no ya las condiciones y esencia del espíritu, pero ni aun siquiera las de la naturaleza en sus más elevadas esferas, en la de la vida, por ejemplo; así es que la estadística puede servir y sirve como auxiliar de la historia y del derecho, pero no basta para constituir y fundar, ni en el conocimiento ni en la realidad, el principio o norma que ha de dirigir estas esferas de la idea. Sería absurdo, por más que lo pretendan los bhentamistas antecesores de los positivistas, medir la criminalidad de ciertas acciones por la frecuencia con que se cometen, y aunque alguna vez se ha hecho, no dejará nunca de ser profundamente inmoral y atrozmente inicuo castigar el simple hurto de las cosas de menos valor con la pena de muerte, porque la frecuencia de este delito pone la propiedad en peligro, y por !o tanto ataca una de las bases de la sociedad.
Buckle, si bien emplea y preconiza como único eficaz el método inductivo para la historia, incurriendo en una de las contradicciones que ya hemos notado como frecuentes en los positivistas, da por supuesta la existencia de leyes que gobiernan a la humanidad, cuyos actos, así como los de los individuos que la componen, no provienen del acaso, no son fortuitos y variables, y la estadística, enumerándolos y clasificándolos, descubre y pone de manifiesto esas leyes. Sin duda que no es el mero azar lo que da origen a la organización de las sociedades, pero tampoco depende de un mero encadenamiento de hechos que, empezando en los más sencillos del mundo físico, acaba en los más complicados del orden intelectual y moral. Esta hipótesis de Buckle es idéntica, como desde luego puede notarse, a la de Haeckel, quien, según hemos visto, supone que cuanto existe es la simple trasformación de una sustancia única, y asimismo Spencer dice que todo es producto de la evolución de la fuerza.
Por más que Buckle pretenda disimularlo, su concepto fundamental de la ley histórica es un fatalismo tan absoluto y, por decirlo así, tan tosco, como jamás se ha profesado en orden a las acciones humanas, pues no las distingue del movimiento y de los demás fenómenos de la naturaleza; las pruebas que saca de la estadística para fundar su tesis, que no es nueva, pues antes que él la sostuvo M. Quetelet, no demuestran, ni mucho menos, su aserto. Demos de barato que se cometan todos los años igual número de homicidios y de suicidios, lo cual es evidentemente falso, porque el número de ésta y de otra clase de crímenes varía de tal suerte, que el suicidio, frecuente en la antigüedad, fue raro en la Edad Media y ha aumentado en nuestra época, y como se sabe, ha sido siempre común en China; variaciones que son debidas al influjo de causas morales que no provienen de las físicas, de que, según Buckle, todo depende; pero repito que doy por cierta esa pretendida regularidad en la perpetración de los crímenes; aun en este supuesto, no se podrá negar sin cerrar los ojos a la evidencia, que un sujeto que se halla en las mismas circunstancias que otro, puede dejar de cometer un crimen que éste lleva a cabo; luego no es un encadenamiento de hechos anteriores lo que determina el acto criminal; la libertad interviene en ésta como en todas las acciones humanas, por más que [403]no sea omnipotente ni caprichosa, porque la libertad no es la mera arbitrariedad; pero las condiciones para el ejercicio de aquella, no son las que supone Buckle, quien, olvidando los caracteres propios y diferenciales del espíritu, supone que el hombre y la sociedad son meros resultados de la evolución, de la materia y de la fuerza.
Sentada esta base, establece Buckle otro principio del orden económico, cuyo enlace con la teoría evolutiva ni se demuestra ni se explica; dicho principio consiste en que, según opinión de Buckle y de otros muchos de su escuela, el primer destello de la vida del espíritu, o hablando el lenguaje de los empíricos, la actividad teórica de la mente, no aparece en ninguna asociación humana, hasta que por efecto de la acumulación de la riqueza existan individuos que teniendo por algún tiempo asegurada su subsistencia puedan dedicarse a la contemplación y al estudio. Antes de pasar adelante, conviene observar que aquí se establece un verdadero círculo vicioso, pues para conservar por el ahorro una parte de los productos del trabajo con la mira de asegurar por más o menos espacio una existencia ociosa, se necesita un desarrollo intelectual que, según Buckle, no es posible que le alcance sino el que haya conseguido un gran desahogo por medio de la acumulación de riquezas.
Es verdad que Buckle señala dos series de causas posibles a esa acumulación; una de causas físicas y otra de causas que él llama mentales, y de aquí deduce que la humanidad está sometida en su desarrollo a dos órdenes de leyes de la misma índole que las referidas causas, y sin negar que ambas cooperan al mismo fin, que es la civilización, afirma que en unos períodos y en ciertas regiones predominan las leyes físicas, siendo en otras circunstancias predominantes las mentales; pero según la teoría que voy examinando, el origen, el punto de partida de la civilización son las causas físicas y las leyes que engendran, lo cual deja entrever, aunque se calle por prudencia, que el hombre primitivo es un mero animal, y que por lo tanto está sujeto y como aprisionado en la red de las leyes de la naturaleza, en vez de dominarlas y dirigirlas. El clima, comprendiendo en esta palabra la temperatura, el grado de humedad, la latitud, etc., favorece en ciertas regiones de un modo particular la producción de las cosas que sirven para alimento del hombre; esto fomenta la procreación, y según una ley económica, el trabajo muy ofrecido es baratísimo, en tales circunstancias por motivos de diversa índole algunos hombres se apoderan de la tierra, y con poquísimo gasto se hacen dueños de todo su producto, con lo cual, y por medio del ahorro, aumentan en grandísimo grado sus riquezas, siendo la distribución de ellas en esta clase de sociedades, sumamente desigual, pues la masa de los individuos sólo alcanza lo necesario para sostener miserablemente su vida, y unos cuantos nadan en la opulencia; de aquí la división de castas y la esclavitud, como la vemos o como ha existido en la India y en Egipto, regiones de Asia y de África, que por sus condiciones físicas han sido, según Buckle, la cuna de la civilización del antiguo mundo; habiéndolo sido por causas idénticas en América, Méjico, en el Norte y en el Sur, el imperio de los Incas.
Basta esta sencilla exposición para comprender cuántas suposiciones gratuitas y cuántas imposibilidades hay en la hipótesis de Buckle. En efecto, no se comprende en el origen de las sociedades, tal como lo suponen las doctrinas positivistas, qué diferencia pueda haber entre los hombres, como no sea la de sus fuerzas físicas, nunca tan considerable que baste a hacer a unos señores y a otros esclavos; por otra parte, según Darwin y sus partidarios, esa superioridad de fuerza se emplearía necesariamente en la lucha por la existencia, asegurando la de los más fuertes y destruyendo la de los más débiles, que sin embargo, según Buckle, son los que más se multiplican, siendo esto causa de que su trabajo alcance una retribución ínfima.
Todas estas contradicciones e imposibilidades nacen de que Buckle olvida que la influencia del clima en la marcha de la civilización no es ni puede ser predominante; la familia, la propiedad y el Estado, aunque sólo sean rudimentarios en sus formas, son hechos del orden espiritual, independientes del clima, que suponen la acción eficaz y constante de lo que él llama leyes mentales, y su predominio absoluto sobre las físicas. Además, para llegar a la inducción formulada por Buckle, ha sido menester falsear la historia, pues ella nos dice que lo que llaman los franceses el salariado no ha producido nunca ni en ninguna parte la esclavitud; por el contrario, la emancipación de los siervos ha tenido, entre otras consecuencias, la retribución del trabajador libre, o lo que es lo mismo, el salario, situación más elevada que la servidumbre y de la que no se desciende en ningún pueblo como no sea de un modo anormal y pasajero. Las castas no son tampoco ni han sido nunca resultado de hechos económicos, sino de causas de muy diversa especie, tales como la diferencia de raza, la superioridad intelectual, y sobre todo la conquista: además, la división de castas no es peculiar de los climas cálidos en que se produce con abundancia el sustento humano, pues ha existido en las regiones templadas de Europa, en Grecia y en Roma; en la primera, aun después de las monarquías heroicas, había los caballeros, el demos o pueblo y los esclavos; en la ciudad de las siete colinas, el patriciado, los caballeros, la plebe y los siervos, y hasta hace poco, millones de ellos constituían la base de la organización social del imperio ruso; por otra parte, el mismo Buckle tiene que confesar y reconocer que no existía la esclavitud ni en Méjico ni en el Perú, [404] donde, según su teoría, deberían haber estado en esa condición la mayor parte de los seres humanos que constituían aquellas civilizaciones rudimentarias. Véase, pues, qué fe puede prestarse a inducciones contradichas por tan gran número de hechos y no fundadas, porque tal es la condición esencial del método positivista, en ningún principio racional, en ninguna idea a priori de las que forman la esencia del espíritu humano.
Otra ley física que según Buckle preside al desenvolvimiento de nuestra especie, se funda en la que él llama «aspecto de la naturaleza:» cuando éste es imponente, cuando el teatro de una sociedad que principia a formarse ofrece espectáculos pavorosos: tempestades, erupciones volcánicas, terremotos, la imaginación de los hombres que la componen se exalta, ofusca la razón y favorece el desarrollo de la religión y del arte. Esta pretendida ley peca por lo mismo que la que anteriormente he examinado, y es hija del completo desconocimiento de la esencia del espíritu; además, ni siquiera tiene el mérito de la novedad; ya había dicho Vico a fines del siglo XVII, que el temor del rayo había despertado en el hombre la idea de la divinidad y desencadenado al propio tiempo su lengua, que pronunció entonces el monosílabo jus, exclamación de terror, y según el autor de la Ciencia nueva, raíz de todas las palabras que expresan la noción de Dios; por otra parte, aunque no en el sentido material que indica Buckle, dice la Biblia que el temor de Dios es el principio de la sabiduría, lo cual significa y es cosa además evidente, que la religión ha sido la primera maestra de la civilización de todos los pueblos.
La ley que se funda en el aspecto de la naturaleza es tan insuficiente como la que deduce Buckle de la abundancia de los alimentos para explicar los orígenes de la civilización y para determinar su carácter; ambas cosas pueden influir e influyen en la manera de ser de las sociedades, pero no las determinan ni son sus condiciones esenciales. Dígase lo que se quiera, la poesía griega, producida en medio de la plácida y serena naturaleza de la Hélade y del Archipiélago, no es inferior bajo ningún aspecto a los himnos védicos ni a los demás poemas de la India. Este punto de vista desarrollado por Taine en diferentes obras y aplicado por él a la historia de la literatura inglesa, es completamente falso: el arte no es resultado de las impresiones que produce en el artista la naturaleza en medio de la cual vive, pues hay otras causas que determinan con más eficacia su carácter; y si no ¿cómo se explica que la misma Italia produjera en la edad antigua a Virgilio, en la media a Dante y en el renacimiento a Tasso y a Ariosto que sólo tienen de común el haber nacido en la misma península? Ejemplos análogos pudieran citarse en todas las regiones que han servido de teatro a civilizaciones distintas, lo cual prueba que, así el arte como las demás manifestaciones del espíritu humano, tienen por principal origen las determinaciones de la idea en la más elevada esfera de su desenvolvimiento, y las circunstancias físicas sólo pueden producir en la civilización modificaciones superficiales.
Pero como queda dicho, Buckle atribuye los orígenes de la civilización a causas meramente físicas; en virtud de ellas acontece que en ciertas regiones se producen con abundancia las sustancias que pueden servir de alimento al hombre en los climas cálidos, a saber: semillas, frutos o tubérculos como el arroz en la India, los dátiles en la región meridional de Egipto, el maíz en Méjico y la patata en el Perú; estas circunstancias engendran una distribución sumamente desigual de la riqueza, y en su virtud se crean las castas; una, poco numerosa, de gente rica, otra que forma la universalidad de la población compuesta de siervos o de jornaleros; aquella con holgura bastante para consagrarse al arte y a la ciencia teniendo a su cargo la dirección del Estado y el culto religioso; ésta sin más ocupación que el trabajo mecánico, con cuyo concurso pudieron hacerse obras como las pirámides de Egipto y tos palacios de los emperadores de Méjico y del Perú, en que se emplearon durante muchos años millares de operarios, instrumentos ciegos en manos de la raza privilegiada, que representa la inteligencia, mientras que aquellos son la fuerza muscular del organismo colectivo.
Otro orden de circunstancias físicas, cuyo conjunto denomina el autor «aspecto de la naturaleza», determinó la manera de ser de las manifestaciones del espíritu, produciendo el arte y la religión. Las aparentes perturbaciones de la naturaleza, que se presentan de un modo gigantesco en ciertas regiones, excitaron la imaginación sobreponiéndola a la inteligencia y dando lugar al carácter al par fantástico y terrible de la poesía y del culto mientras que en otras regiones del globo, los fenómenos naturales son menos terribles y dan origen a manifestaciones artísticas y religiosas en que se sustituye a lo sublime, lo bello y lo gracioso.
Ya he dicho que estas generalizaciones de Buckle, no sólo son inexactas y trastornan y falsean los hechos históricos, sino que al hacerlas se desconoce completamente el carácter y la virtud del espíritu; sin duda la naturaleza influye en sus manifestaciones, pero no las determina. Hablando de esto dice un conocido y profundo filósofo: «la influencia de la naturaleza no debe ni desconocerse ni exagerarse; el cielo sereno de las islas Jónicas debió contribuir mucho a la hermosa poesía homérica, pero no bastó a producir a Hornero; bajo el despotismo turco no ha habido quien eleve en aquella región tan divinos cánticos», porque no es la naturaleza sino el espíritu quien produce y determina el arte, cuya esencia, como con repetición he [405] dicho, es la poesía, por lo mismo que es la determinación más ideal de la belleza.
Las leyes físicas, que en el sistema que voy examinando han producido las primeras civilizaciones en las tierras cálidas del mundo, se oponen al propio tiempo a su adelanto y perfección. Buckle, que en política pertenecía a la escuela democrática, fundada en el individualismo que va en el terreno de los hechos económicos a darse la mano con las escuelas socialistas, dice que las civilizaciones que llamaré tórridas son eminentemente conservadoras; porque la casta superior mantiene en una ignorancia absoluta a los trabajadores, que bajo el terror religioso son incapaces de concebir ni aun la más ligera aspiración a su mejoramiento, profesando un respeto supersticioso a las tradiciones y a la organización de la sociedad en que viven. De esta manera, estrecha y mezquina, pretende explicar uno de los positivistas más insignes el carácter de las civilizaciones orientales y de las americanas, en muchos y muy sustanciales puntos que él desconoce y oculta, distintas de aquellas; cuando la verdad es que no por las meras circunstancias físicas, sino por las condiciones propias del espíritu en determinados períodos de su desenvolvimiento, se produjeron los imperios asiáticos y africanos, y los que al tiempo de su descubrimiento y conquista existían en el Norte y en el Sur del Nuevo-mundo; siendo evidente, porque resulta de los mismos hechos, que el desenvolvimiento de la idea en la esfera del espíritu y no las circunstancias físicas, es lo que determina la organización política de los pueblos, y si no ¿por qué en el Norte de América existe hoy la poderosa nación que todos vemos donde mismo vivían, no más que hace tres siglos, los pieles-rojas?
Pero sin insistir en estas indicaciones diré que, notando meramente los hechos de una manera superficial, Buckle ha visto que las civilizaciones de la zona tórrida no marchan desde cierta época en adelante; y desconociendo que son resultado de un progreso anterior, y que es propio de la vida del espíritu que cada uno de sus momentos esenciales se encarne en una nacionalidad distinta, que se estaciona o se destruye, cuando se realiza una determinación nueva del mismo espíritu, por lo que se ha dicho con tanta profundidad como exactitud, que las naciones históricas están sujetas a la muerte, sin duda porque son las que en realidad viven o han vivido, como en el mundo occidental lo demuestran Grecia, Roma y esta desventurada España, que quizá paga con su actual agonía el tributo de su pasada grandeza, que debió a su altísima, aunque olvidada misión histórica; desconociendo, digo, todo esto, de pronto, sin transición, sin explicación ninguna satisfactoria, sino sólo alegando hechos cuyo sentido no penetra, Buckle traslada de las regiones cálidas a las templadas el teatro de la civilización, y dice que siendo en ellas menos fecunda la tierra y los fenómenos de la naturaleza menos imponentes, la actividad del espíritu se excita para alcanzar los alimentos que no da espontáneamente el suelo; y las fuerzas de la razón dominan o cuando monos dirigen la fantasía, que no se exalta en estas latitudes de Europa por la excitación poderosa de las revoluciones titánicas de la naturaleza; aserto gratuito, porque en las regiones del Norte no son menos aterradores los fenómenos naturales; además, ¿puede darse nada más imaginativo y lúgubre que la poesía primitiva de los pueblos septentrionales?
De resultas de tales circunstancias, así como en las regiones cálidas dominaban en la civilización las leyes físicas, en las templadas rigen las leyes que, como ya he dicho, llama Buckle mentales; éstas se dividen, según el mismo autor, en dos grupos, el uno compuesto de las leyes morales, y el otro de las intelectuales: bien pudo suprimir en su clasificación las primeras, porque en su sentir, ningún influjo ejercen en el adelanto y perfección de la vida humana, debida solamente, según él, a las segundas, y he aquí uno de los caracteres fundamentales que ofrecen las doctrinas positivistas relativas al hombre y a las sociedades; la noción del orden y las leyes que de ella se derivan, no existen para los positivistas, parientes muy allegados de los utilitarios, tanto que en Inglaterra benthamistas y positivistas han llegado a ser una sola cosa. Buckle representa tan bien o mejor que Mr. Mill esta fusión, y por lo tanto para él no hay más causa de progreso que la inteligencia; conviene a saber la inteligencia unilateral, y por lo tanto contradictoria, que engendra el seco y mezquino racionalismo, el cual o llega en los altos problemas de la ciencia a conclusiones meramente negativas y escépticas, o suprime aquellos elevados conceptos que no pueden medirse con el compás de sus pobres sistemas, y hallándose en este caso la ética, que es justamente lo que impele y regulariza a la humanidad en todas sus funciones, supone que no existe; porque a eso equivale decir que el conjunto de sus leyes son preocupaciones que sólo obran en el individuo o en algunos individuos, sin que sus efectos sean sensibles en las sociedades; de aquí la afirmación que antes he combatido, de que en cada nación y en los períodos determinados e iguales de su existencia, en que puede considerarse dividida, v. g., en cada año o en cada lustro, es idéntico el número y calidad de los delitos que se cometen; suposición inconcebible, pues está desmentida por los hechos, como antes he manifestado y no debe olvidarse; pero el espíritu de secta produce estas increíbles obcecaciones.
Para Buckle, el ideal, si un positivista puede admitir esta palabra, la aspiración, el objeto de los adelantos humanos no es más que proporcionar a los individuos la mayor suma de goces materiales; es decir, que el hombre y la humanidad están sometidos a la misma ley que, según Darwin y Haeckel, rige al mundo físico [406] y especialmente al reino orgánico, mediante la cual, después de haber llegado desde las moneras hasta el hombre, es posible que de éste provenga y se derive un animal más perfecto; es decir, de más complicada organización, con funciones más numerosas y más enérgicamente desempeñadas. Estas posibilidades, hijas de la indeterminación, nos llevan derechos a las regiones de la fantasía, y sustituyen a la ciencia los delirios y los sueños en que la realidad se destruye y desaparece.
Pero el supuesto de Buckle es completamente inexacto, y la historia lo desmiente en todas sus páginas; grandes son, sin duda, los adelantos, con que se enorgullecen los positivistas, que se han hecho en los conocimientos naturales desde el siglo XVI en adelante; pero el progreso de las ideas morales es evidente en anteriores épocas, y aun en esta última; por tanto no se comprende siquiera, cómo puede un escritor de la inteligencia de Buckle, consagrado al estudio de la historia, afirmar que siempre han sido idénticas las reglas morales a que ha obedecido el hombre. Todavía existen tribus de caníbales que representan uno de los grados inferiores de la existencia humana; compárese semejante estado con el que nos revelan las leyes de Manú, y se verá el inmenso adelanto que representan en el orden moral; pero todavía, según ellas, el hombre de la última casta no alcanza ninguna condición de persona, y tampoco la mujer ha adquirido, ni aun la posición que tiene en el gineceo en la época helénica. Cotéjese semejante estado moral con la República de Platón, ideal de la civilización griega: el progreso moral que respecto a las épocas anteriores nos muestra esta admirable concepción del discípulo de Sócrates, es portentoso, y las doctrinas que en esa obra se exponen sobre la ética, son en general sublimes, pero sus errores son por lo mismo más notables; la negación de la familia y la promiscuidad de los sexos repugnan a nuestro criterio moral. La mujer no ocupa en el estado platónico la posición secundaria que entonces tenía en la vida real; mas para esto se prescinde de sus caracteres propios, se la somete a la misma educación que al hombre, aunque no llega, ni podía llegar un entendimiento como el de Platón, al delirio de concederles los mismos derechos políticos; y si bien las dedica a los ejercicios de la palestra, no exige de ellas que tomen parte en las batallas ni en las discusiones del ágora; porque Platón, aun sin llegar a determinar exactamente las diferencias sexuales en el orden espiritual, no podía desconocer esas diferencias en el orden físico, que sólo se ocultan a la ceguedad de los positivistas.
El pueblo romano, elaborando el derecho privado, dio grandes pasos en el camino del progreso moral, y sin embargo, todavía se afirma en su código fundamental que nos es dada toda potestad sobre los enemigos y se dispone que el prisionero de guerra quede reducido a la condición de siervo, que es la misma en que está el hijo respecto al padre, quien para elevarlo al rango de hombre sui juris tenía que usar del procedimiento de la mancipitio, como para la liberación del esclavo; la mujer, si bien no estaba en la potestad, estaba todavía en la mano del marido; en suma, ni en el orden privado, en la organización de la familia, en lo que constituía lo que con tanta propiedad se llamaban mores; ni en el orden público en que se arreglaban las relaciones de los individuos, de las familias y de las clases por medio de las leyes, adquirió en Roma el principio ético su perfección definitiva, y no se dedujeron de él las reglas absolutas de las acciones humanas, por más que, exagerando su valor, se haya dicho que las leyes civiles romanas son la razón escrita.
Las mejoras alcanzadas después de esta época en el orden moral no son menos notables; la dignificación de la mujer; su equivalencia, aunque no su igualdad respecto al hombre; la constitución de la familia que de esto se deduce; la creación del derecho de gentes, que puede decirse que ha sido obra de la civilización moderna, todo esto equivale, mejor dicho, supera en el orden de los adelantos morales a los que se han hecho en la circunscripción de las ciencias de la naturaleza, meras colecciones de hechos que en los escritos de los empíricos no se nos muestran informados por un principio superior que los ordene y sistematice, o hacen esta función meras hipótesis, que hay que abandonar apenas se crean.
Desconociendo tales adelantos, pretende Buckle probar su tesis, aseverando que los principios morales no han bastado para poner coto a dos males que considera como las plagas más terribles que han afligido a la humanidad; estos dos males son las persecuciones religiosas y la guerra. Como se ve, a pesar del pretendido rigor científico de los positivistas, presentan los hechos sociales o meramente históricos ad libitum, como meros accidentes que ningún enlace tienen entre sí, y sin elevarse siquiera a aquellas explicaciones de sentido común que ordinariamente se dan a tales fenómenos. Conténtase Buckle con decir que, mientras mejores sean las intenciones o los móviles de una persona dotada de poder, si se cree en posesión de la verdad religiosa, más dura y cruel será contra los disidentes, y para demostrarlo, trae en su apoyo algunos hechos de la historia romana, ocultando otros que los contradicen, para fundar su tesis; pues afirma que los Antoninos, y especialmente Marco Aurelio, fueron crueles perseguidores de los cristianos, a pesar de haber llamado sus contemporáneos a este emperador «delicias del género humano;» mientras que Heliogábalo y Cómodo, profundamente corrompidos, fueron más tolerantes con ellos; pero antes, Nerón, el mayor de los monstruos, ¿no fue cruel enemigo de los cristianos, y no siguieron su ejemplo otros emperadores poco menos inmorales que el asesino de su propia [407] madre? Fácil es sentar reglas generales y pretender inducirlas de los hechos prescindiendo de aquellos que contradicen los conceptos que nos proponemos establecer y que son hijos de la opinión meramente subjetiva.
Las persecuciones religiosas cesan cuando se eleva el criterio moral de los pueblos, y éstos comprenden el verdadero sentido de los principios religiosos, que en la civilización cristiana han oscurecido causas distintas, pero todas ellas hijas de antecedentes históricos que han contrariado el desarrollo y perfección de las leyes morales; las cuales no impedirán, sin embargo, la actividad de propaganda, inherente al espíritu religioso, y que sólo influirán en los medios que se elijan para realizarla, cada vez más puros, aunque siempre influidos por las pasiones que son peculiares de la mera animalidad del hombre o del cálculo egoísta que se apoya en un concepto incompleto, y en general puramente materialista, del bien individual y colectivo.
En cuanto a la guerra, es cosa verdaderamente admirable la incapacidad para comprenderla que revelan los positivistas, y en general todas las escuelas racionalistas abstractas. Buckle no ve en la guerra más que sus horrores; no considera que hasta ahora ha sido, y probablemente seguirá siendo, el gran instrumento de la perfección humana; y aunque reconoce que el guerrero hasta en los últimos tiempos de la edad antigua era, por decirlo así, el representante más genuino de la civilización, en cuyo nombre combatía, cree que los adelantos de las ciencias, y especialmente la invención de la pólvora, han variado por completo las condiciones militares de los pueblos modernos, creando en ellos como función particular el arte de la guerra contrapuesta y subordinada a las funciones intelectuales que tienen en las naciones cultas una influencia decisiva; esto, unido al desarrollo económico, es, a su parecer, lo que dificulta y ha de dificultar cada día más la guerra; creencia que llegó a generalizarse de resultas de la paz relativa en que vivió Europa después de la caída del primer imperio napoleónico.
Cuando Buckle escribía su libro, acababa de ocurrir la guerra de Oriente de 1884, y la atribuye al atraso intelectual de los dos principales combatientes que la provocaron, Rusia y Turquía; y pregunto yo: ¿cómo y por qué acudió Europa en auxilio de la potencia más atrasada y más caduca? ¿No le indicaba esto a Buckle que había otras causas, muy diversas del atraso intelectual de Rusia y de Turquía, en aquel grave conflicto que habrá de repetirse, cuando sea mayor el desenvolvimiento intelectual de uno de los contendientes? En este caso, como en todos, los positivistas se fijan en la circunstancia exterior y aparente, que más conviene a su punto de vista, y olvidan las demás, aunque sean, como son de ordinario las más importantes.
Pero ¿cómo hubiera podido explicar Buckle por medio de sus reglas o pretendidas leyes históricas los grandes conflictos que han surgido en Europa en los últimos años, todos ellos resueltos por medio de las armas en guerras breves, pero las más sangrientas que la historia registra? Guerra de Austria y Prusia con Dinamarca, por los Ducados; guerra de Francia y el Piamonte contra Austria; guerra de Prusia contra la antigua Confederación Germánica, y por último, guerra del nuevo Imperio Alemán contra Francia; en todas ellas han luchado entre sí las naciones más cultas de Europa; pero en la postrera la lucha se ha entablado entre dos pueblos que pretendían ser el cerebro de Europa, y uno de ellos el corazón además del cerebro; la victoria ha quedado por la Prusia; mas la Francia no se resigna a su vencimiento y todo indica que se renovará la guerra, en la que llegaron a tomar parte las dos naciones enteras representadas por todos sus individuos viriles, y no por los que hacen su profesión de la milicia. Por otra parte, cuantas fuerzas económicas y científicas existían en ambos pueblos, otras tantas se pusieron al servicio de la guerra, que en resumen no es mas que el choque de la resultante que se origina en cada nación del conjunto de tales fuerzas, resultantes que tienen sus personificaciones y sus signos representativos en la esfera militar; el general Molke es todo el saber alemán convertido en especulación guerrera; el cañón Krupp, que figuró en la última exposición universal, era el resumen de todas las ciencias físico-matemáticas aplicadas a la milicia y el símbolo del poder alemán en estas terribles, pero necesarias manifestaciones de la vida de la humanidad, que vienen a ser lo que los períodos críticos en la vida de los individuos.