Augusto Riera, El trébol de cuatro hojas (original) (raw)
[ Augusto Riera y Sol ]
Pluma y Lápiz
Barcelona, 28 de junio de 1903 número 140
página 17
Álbum de Damas
México, julio de 1907, segunda quincena número 14
página 16
Si llega a nacer quince siglos antes le canonizan. Era bueno como el pan, crédulo, generoso y testarudo; cuanto se necesitaba en mejores tiempos para ser santo. Pero el pobre Juan nació a mediados del siglo pasado y no la dio por el misticismo.
Cuando era muy niño oyó contar la antiquísima leyenda árabe del Trébol de cuatro hojas, y sin haber leído por el forro a Laboulaye, dio en la misma manía que Abd-Allah: quiso poseer el ramo fabuloso que no puede obtenerse ni en la verde Irlanda, la tierra clásica del trébol. Dijéronle que haciendo prodigios de bondad y padeciendo trabajos inauditos conseguiría obtener las cuatro hojas.
Aun cuando era Juan la mansedumbre personificada y le repugnaba zurrar la badana a los compañeros, tenía un geniecillo de todos los diantres cuando se le subía la mosca a las narices. A fuer de robusto era paciente; pero, de vez en cuando no le era dable contenerse y vapuleaba a sus compañeros.
Desde que se propuso adquirir las misteriosas hojas, no sentó la mano a nadie, no dio una mala contestación, no mintió ni una sola vez. En vano le buscaban camorra y le daban vaya. Aplicado, puntual, inteligente, sus profesores le citaban por modelo a otros mocosuelos de su edad. Estos, al verle tan manso, le tomaron por borrego y cometieron las mil tropelías con él. Aguantaba Juan las bromas, soportaba los golpes si era preciso, disimulaba todas las faltas y devolvía favores por injurias. Y como puede creerse, dada la ingénita nobleza humana, bromas, injurias y golpes menudeaban cada vez más. Un día, dos pillastres que acabaron mal andando el tiempo, pues uno murió siendo diputado y otro jefe superior de administración, pegaron bárbaramente, en presencia de Juan, a un chiquitín que sólo contestaba con lamentos a los golpes de sus verdugos.
¿Qué le dio al émulo de Abd-Allah? Ello es que enarbolando los robustos puños a guisa de formidables mazas los dejó caer con brío sobre los rostros y costillas de los malandrines, que en un santiamén quedaron molidos y apabullados, y huyeron avergonzados del lugar de la refriega. No menos mohíno que sus adversarios quedó Juan. ¡Qué atrocidad! ¡Qué locura! ¡Adiós hoja y trébol e ilusiones! Mirando las gotas de sangre que manaron de las chafadas narices de sus enemigos estaba, cuando de pronto vio relucir algo en el suelo. Se bajó y le dio un vuelco el corazón: lo que brillaba era una hoja de trébol de cobre. La guardó como una reliquia; pero sin comprender lo que sólo supo en el instante de su muerte, cuando ya no le aprovechaba la tal sabiduría: que la bondad es activa.
* * *
Si llega a nacer quince siglos antes le canonizan. Era bueno como el pan, crédulo, generoso y testarudo; cuanto se necesitaba en mejores tiempos para ser santo. Pero el pobre Juan nació a mediados del siglo pasado y no la dio por el misticismo.
Cuando era muy niño oyó contar la antiquísima leyenda árabe del Trébol de cuatro hojas, y sin haber leído por el forro a Laboulaye, dio en la misma manía que Abd-Allah: quiso poseer el ramo fabuloso que no puede obtenerse ni en la verde Irlanda, la tierra clásica del trébol. Dijéronle que haciendo prodigios de bondad y padeciendo trabajos inauditos conseguiría obtener las cuatro hojas.
Aun cuando era Juan la mansedumbre personificada y le repugnaba zurrar la badana a los compañeros, tenía un geniecillo de todos los diantres cuando se le subía la mosca a las narices. A fuer de robusto era paciente; pero, de vez en cuando no le era dable contenerse y vapuleaba a sus compañeros.
Desde que se propuso adquirir las misteriosas hojas, no sentó la mano a nadie, no dio una mala contestación, no mintió ni una sola vez. En vano le buscaban camorra y le daban vaya. Aplicado, puntual, inteligente, sus profesores le citaban por modelo a otros mocosuelos de su edad. Estos, al verle tan manso, le tomaron por borrego y cometieron las mil tropelías con él. Aguantaba Juan las bromas, soportaba los golpes si era preciso, disimulaba todas las faltas y devolvía favores por injurias. Y como puede creerse, dada la ingénita nobleza humana, bromas, injurias y golpes menudeaban cada vez más. Un día, dos pillastres que acabaron mal andando el tiempo, pues uno murió siendo diputado y otro jefe superior de administración, pegaron bárbaramente, en presencia de Juan, a un chiquitín que sólo contestaba con lamentos a los golpes de sus verdugos.
¿Qué le dio al émulo de Abd-Allah? Ello es que enarbolando los robustos puños a guisa de formidable masa los dejó caer con brío sobre los rostros y costillas de los malandrines, que en un santiamén quedaron molidos y apabullados, y huyeron avergonzados del lugar de la refriega. No menos mohíno que sus adversarios quedó Juan. ¡Qué atrocidad! ¡Qué locura! ¡Adiós hoja y trébol e ilusiones! Mirando las gotas de sangre que manaron de las chafadas narices de sus enemigos estaba, cuando de pronto vio relucir algo en el suelo. Se bajó y le dio un vuelco el corazón: lo que brillaba era una hoja de trébol de cobre. La guardó como una reliquia; pero sin comprender lo que sólo supo en el instante de su muerte, cuando ya no le aprovechaba la tal sabiduría: que la bondad es activa.
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Pasaron años. Juan era ya mozo y mozo de provecho. A pesar de todas sus buenas cualidades, de haberse llenado la cabeza de una porción de majaderías, de ser caritativo, dócil, trabajador, aplicado, no encontraba ni por asomo la segunda hoja, que cada vez buscaba con más empeño. Hubo una epidemia en la ciudad que habitaba y se portó como un héroe. Repartió su fortuna, que era cuantiosa, entre los hambrientos, pasó hambre y frío, vio como otorgaban los hombres al favor lo que debían al mérito, le engañaron mujeres a las que quería con toda su alma, conoció la desesperación del hombre fuerte y talentudo que no encuentra un amigo ni un plato de judías; pero la hoja misteriosa no parecía por ninguna parte.
¿Cómo se le ocurrió tal vileza? ¿A qué extremo de descorazonamiento había llegado para olvidar de tal modo su dignidad? Juan mintió, mintió como un bellaco a un hombre rico, mintió abominablemente para pescar un empleo; prometió cometer mil canalladas, olvidar virtud y honradez, convertirse en un testaferro sin entrañas. Y prometió todo esto mintiendo a conciencia, sintiendo repugnancia por el ser que le proponía tan vil contrato. Y obtuvo el empleo. Y cuando llegó a la calle, avergonzado de su acción villana, vio algo que centelleaba en el portal del rico engañado: era la hoja de plata del trébol fabuloso. Juan comprendió que debemos engañar a quien nos engaña, vender a quien trata de comprarnos.
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Pasaron años. Juan era ya mozo y mozo de provecho. A pesar de todas sus cualidades, de haberse llenado la cabeza de una porción de majaderías, de ser caritativo, dócil, trabajador, aplicado, no encontraba ni por asomo la segunda hoja, que cada vez buscaba con más empeño. Hubo una epidemia en la ciudad que habitaba y se portó como un héroe. Repartió su fortuna, que era cuantiosa, entre los hambrientos, pasó hambre y frío, vio como otorgaban los hombres al favor lo que debían al mérito, le engañaron mujeres a las que quería con toda su alma, conoció la desesperación del hombre fuerte y talentudo que no encuentra un amigo ni un plato de judías; pero la hoja misteriosa no parecía por ninguna parte.
¿Cómo se le ocurrió tal vileza? ¿A qué extremo de descorazonamiento había llegado para olvidar de tal modo su dignidad? Juan mintió, mintió como un bellaco a un hombre rico, mintió abominablemente para pescar un empleo; prometió cometer mil canalladas, olvidar virtud y honradez, convertirse en un testaferro sin entrañas. Y prometió todo esto mintiendo a conciencia, sintiendo repugnancia por el ser que le proponía tan vil contrato. Y obtuvo el empleo. Y cuando llegó a la calle, avergonzado de su acción villana, vio algo que centelleaba en el portal del rico engañado: era la hoja de plata del trébol fabuloso. Juan comprendió que debemos engañar a quien nos engaña, vender a quien trata de comprarnos.
* * *
Juan está ya en plena edad viril. Mucho ha padecido, beneficios infinitos ha dispensado; todas las saetas del dolor se han clavado en su alma. Lo que más le duele es no comprender, a pesar de su inteligencia clara y poderosa, dónde reside la bondad, cuál debe ser la norma de la vida. ¡Cuántas noches ha pasado meditando para resolver el incógnito problema! ¡Cuanta amargura ha tenido al advertir que probablemente morirá sin haber podido decir a los hombres la palabra que puede redimirlos! ¿Hay que luchar contra el mal o es preciso soportarlo? La hoja de oro no fulguraba en parte alguna.
Estaba una tarde a orillas de un río caudaloso yde rápida corriente. De pronto resuena un alarido, un cuerpo humano se hunde en las aguas, reaparece, bracea. ¿Fue miedo? Juan no lo sintió nunca. ¿Fue maldad? Juan no la conoce. Pensó el infeliz, pensó, mientras el hombre se ahogaba. Pensó si sería preferible que muriera; pensó si tenía o no derecho a salvarle. Y en tanto que pensaba se ahogó el hombre. Cuando lo irremediable estaba ya cumplido, Juan se alejó lentamente de la orilla. El último rayo de sol hirió su frente pecadora e hizo resplandecer a dos pasos de él un objeto metálico. Era la hoja de oro del maravilloso trébol. Juan comprendió que la bondad suprema estriba en dejar que se cumpla el destino de las criaturas.
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Juan está ya en plena edad viril. Mucho ha padecido, beneficios infinitos ha dispensado; todas las saetas del dolor se han clavado en su alma. Lo que más le duele es no comprender, a pesar de su inteligencia clara y poderosa, dónde reside la bondad, cuál debe ser la norma de la vida. ¡Cuántas noches ha pasado meditando para resolver el incógnito problema! ¡Cuanta amargura ha tenido al advertir que probablemente morirá sin haber podido decir a los hombres la palabra que puede redimirlos! ¿Hay que luchar contra el mal o es preciso soportarlo? La hoja de oro no fulguraba en parte alguna.
Estaba una tarde a orillas de un río caudaloso yde rápida corriente. De pronto resuena un alarido, un cuerpo humano se hunde en las aguas, reaparece, bracea. ¿Fue miedo? Juan no lo sintió nunca. ¿Fue maldad? Juan no la conoce. Pensó el infeliz, pensó, mientras el hombre se ahogaba. Pensó si sería preferible que muriera; pensó si tenía derecho a salvarle. Y en tanto que pensaba se ahogó el hombre. Cuando lo irremediable estaba ya cumplido, Juan se alejó lentamente de la orilla. El último rayo de sol hirió su frente pecadora e hizo resplandecer a dos pasos de él un objeto metálico. Era la hoja de oro del maravilloso trébol. Juan comprendió que la bondad suprema estriba en dejar que se cumpla el destino de las criaturas.
* * *
La vejez ha blanqueado la cabeza de Juan. Es pobre y cumple la dura ley de los pobres: trabaja. Su cuerpo, que fuera robusto, no puede ya con la fatiga física. Sólo la llama de su inteligencia no se ha apagado. Desde diez años atrás ejerce de escritor y ha dado buenos consejos a los hombres.
Ahora escribe, escribe un artículo de esos que llaman literarios, porque son pura palabrería, para una revista estúpida, papaverácea. Escribe aquella sandez para pagar al casero. Escribe sin ganas, asqueado de sí mismo y de los demás. Escribe sin pensar, piensa sin sentir. Pone la firma.
¿Es una ilusión de sus cansados ojos? No. Sobre la cuartilla ha caído algo así como una estrella diminuta. Es la hoja de diamantes del trébol oriental. Y Juan advierte que la pena más inaudita es escribir por cuenta ajena, sin provecho para nadie.
La vejez ha blanqueado la cabeza de Juan. Es pobre y cumple la dura ley de los pobres: trabaja. Su cuerpo, que fuera robusto, no puede ya con la fatiga física. Sólo la llama de su inteligencia no se ha apagado. Desde diez años atrás ejerce de escritor y ha dado buenos consejos a los hombres.
Ahora escribe, escribe un artículo de esos que llaman literarios, porque son pura palabrería, para una revista estúpida, papaverácea. Escribe aquella sandez para pagar al casero. Escribe sin ganas, asqueado de sí mismo y de los demás. Escribe sin pensar, piensa sin sentir. Pone la firma.
¿Es una ilusión de sus cansados ojos? No. Sobre la cuartilla ha caído algo así como una estrella diminuta. Es la hoja de diamantes del trébol oriental. Y Juan advierte que la pena más inaudita es escribir por cuenta ajena, sin provecho para nadie.