Filosofía de la legislación natural por D. Francisco Fabra Soldevila (original) (raw)

Filosofía

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fundada en la antropología o en el conocimiento de la naturaleza del hombre y de sus relaciones con los demás seres; por D. Francisco Fabra Soldevila, doctor en medicina &c.: un tomo en 8.º mayor.

El pensamiento no es nuevo, ni nos parece muy feliz el autor en el modo de tratarle. En cuanto a la doctrina, aunque el señor Fabra profesa explícitamente la de la espiritualidad del alma, y manifiesta en varias ocasiones sus sentimientos de adhesión al cristianismo; notamos sin embargo ciertos errores u omisiones que contra la intención del escritor pudieran arrastrar muchos lectores a fatales consecuencias. Así nuestro deber es señalar los pasajes en que se advierten estos lunares.

El autor quiere probar con la autoridad de nuestro divino Salvador, de San Pablo, San Agustín y de muchos filósofos cristianos y gentiles que el hombre es doble y tiene dos voluntades, y discurre así:

«La admisión de dos voluntades en el hombre no debe ser más repugnante al espíritu humano que la de dos sensibilidades recibida tan generalmente, que se ha hecho casi vulgar. Si se admiten sin la menor dificultad dos sensibilidades, una física y otra moral, ¿por qué no se han de admitir igualmente dos voluntades, la una moral y la otra física? La voluntad es la consecuencia de la sensibilidad; y si existen en nosotros dos sensibilidades de diversa naturaleza, existirán asimismo dos voluntades diferentes, la una correspondiente al hombre físico y la otra al hombre moral.»

Parécenos que la doctrina del señor Fabra pudiera originar graves equivocaciones de muy delicada naturaleza; y como comienza acotando en prueba de su aserto nada menos que unas solemnes palabras de nuestro adorable Redentor y un texto de San Pablo; nos es forzoso desenmarañar el enredo, y manifestar que el autor, tal vez confuso en sus ideas, mezcla aquí cosas ciertas con otras que no lo son. Sabido es que el Señor, después de haber hecho oración a su eterno Padre en el huerto de las Olivas, se llegó a donde estaban sus discípulos, y entre otras cosas les dijo: Spiritus quidem promptus est; caro autem infirma. Bien claro está el sentido de las palabras de Jesús, de que no puede deducirse otra cosa sino que el hombre es un ser compuesto de dos partes, material la una y la otra inmaterial, la carne y el espíritu; en lo que ningún hombre racional y menos un verdadero filósofo pone la menor duda. En cuanto a la ilación del señor Fabra no sabemos cómo con su perspicacia no vio que era absurda. Examinemos ahora el texto del Apóstol. Dice este en los vers. 22 y 23, cap. VII de la epístola a los romanos: Condelector enim legi Dei secundum interiorem hominem; video autem aliam legem in membris meis, repugnantem legi mentís meae et captivantem me in lege peccati, quae est in membris meis. Aquí san Pablo nos presenta el hombre como doble, según dicen sabios intérpretes; interior en cuanto obra por la recta razón y sigue la guía de la gracia; y exterior en cuanto obedece a la parte sensible. También habla de dos leyes, la de la carne y la del espíritu; y sin embargo no pretenderá el señor Fabra que haya una ley carnal: lo que hay es la propensión al pecado inherente a la naturaleza viciada en su origen. Eso es lo que llama San Pablo ley carnal, la cual cautiva, no por el consentimiento de la voluntad, sino por la conmoción viciosa de las pasiones. De aquí resulta cuan sin fundamento intenta el autor confirmar su opinión con las sagradas letras. Vamos ahora a otras consideraciones. Dice que no admitiendo las dos voluntades no concibe el fenómeno tan común de querer y no querer al mismo tiempo; pero nada más fácil que explicarle con una sola y única voluntad. Cuando parece que el alma quiere y no quiere al mismo tiempo una [114] cosa, es que realmente no quiere ni deja de querer: no ha determinado la volición en ningún sentido, porque se contrapesan las razones del querer y no querer y está perpleja. De ahí el suspenderse tantas veces las determinaciones humanas; cosa que no se verificaría si hubiese esas dos voluntades, una de las cuales podría querer y otra no querer. En este caso sería curioso saber cómo se componía el hombre teniendo que ejecutar dos voluntades opuestas, o a cuál de ellas había de dar la preferencia. Lástima da que en cuestiones filosóficas pueda tanto el prurito de sistematizar, que se cieguen los hombres de talento claro y caigan en dislates ajenos hasta de imberbes sumulistas. El señor Fabra, sin reparar que su doctrina huele a materialismo, quiere establecer dos voluntades diferentes, la una correspondiente al hombre físico, y por consecuencia será material, y la otra al hombre moral, que será una de las potencias de nuestra alma. A renglón seguido dice terminantemente que no solo es doble la voluntad, sino el yo o la personalidad humana. Solo así puede concebir el señor Fabra que el hombre se compone de dos sustancias distintas; pero unidas maravillosamente por el divino Hacedor para que formen un solo todo. Esta doctrina, no nueva en verdad, es tan absurda considerada filosófica como teológicamente, y lleva al autor por necesidad a sacar consecuencias desatinadas y peligrosas. Desearíamos saber cómo hubiera definido el espíritu.

Hablando del instinto de adoración de Dios, natural al hombre, dice a la pág. 50:

«Se dirá tal vez que la doctrina de que el hombre es religioso por su instinto de adoración al Ser Supremo, ataca la revelación; pero esta objeción es infundada. La revelación ciertamente era necesaria para arreglar los sentimientos naturales que se habían extraviado con los absurdos del paganismo.»

Esto no quiere decir nada, o por lo menos no dice todo lo necesario para dar una idea conveniente de la necesidad de la revelación. Los efectos de esta fueron desde el origen de los tiempos enseñar la creencia de los dogmas y verdades morales y arreglar las prácticas del culto que debe tributarse a Dios de una manera digna, hasta que con la venida de Jesucristo llegó la revelación a su más alto grado de expansión, digámoslo así, y de eficacia. La existencia de Dios, uno en esencia y trino en personas, la creación del mundo, el pecado original del hombre, su reparación por la encarnación del Verbo, el fin último de los buenos y los malos, las leyes que habían de practicarse, y las ceremonias religiosas que se habían de observar, tales son los puntos capitales sobre que versa toda la economía de la enseñanza divina fundada en hechos del orden sobrenatural. Véase pues con cuan poca exactitud habla el autor cuando dice que la revelación era necesaria para arreglar los sentimientos naturales que se habían extraviado con los absurdos del paganismo.

Pero todavía es más digno de censura el párrafo siguiente (p. 50 y 51):

«En efecto la religión está destinada por la sabiduría divina a hacer al hombre más perfecto o mejor, a anticipar su dicha sobre la tierra y a conducirlo a la felicidad celestial por el camino de la virtud, pues que no cesa de aconsejarlo el exacto cumplimiento de sus deberes como hombre y como miembro de la sociedad. _Todo lo que en la religión no se dirige directa y manifiestamente a este grande objeto, a este único designio, la felicidad del hombre, debe mirarse en consecuencia como extraño, inútil, superfluo o bien como falso y añadido por hombres interesados, corrompidos y perversos._»

No nos dice el autor quién ha de ser el juez que sentencie si hay en la religión alguna añadidura o superfluidad de hombres interesados, corrompidos &c.; pero de la manera absoluta con que se expresa, parece inferirse que queda al juicio individual la decisión de tamaña cuestión. Y ¿es posible que no sospechara el señor Fabra cuánto mal podía ocasionar esa proposición sentada ex cathedra, en unos tiempos en que por desgracia hay demasiada propensión al racionalismo protestante y a desechar como inventado o añadido por los hombres todo lo que no cuadra a nuestras opiniones, intereses y pasiones?

«La religión (prosigue el autor) produciría los mayores beneficios para la felicidad del género humano a no estorbárselo sus grandes enemigos la hipocresía, el fanatismo y la superstición &c.»

¿Tan pequeños o tan débiles debieron parecerle la incredulidad, la impiedad y el libertinaje, que ni siquiera los nombró al lado de los otros? ¡Válgame Dios, y qué ciego o preocupado debía estar el médico filósofo, cuando no echó de ver que en el siglo que alcanzamos, andan mucho más arrogantes y son más de temer la irreligión y la inmoralidad que la hipocresía, el fanatismo y la superstición!

Al tratar de la educación que divide en física, moral e intelectual, no dice una palabra de la religiosa y cristiana que debe darse a los jóvenes; omisión en que incurre también al hablar de la primera, segunda y tercera instrucción (que llama asimismo educación). Es tanto más notable este silencio, cuanto que el autor se mete a individuar circunstancias [115] de orden muy inferior. Además escribiendo en España y para españoles católicos no le queda ni la disculpa que pudiera alegar un escritor francés del día, porque allí, según dicen los prohombres políticos de la nación, la ley es atea y el estado es lego. Mas en nuestra patria la ley no reconoce otra religión que la católica; y parecía natural que un filósofo cristiano hiciera algunas indicaciones sobre la educación religiosa que debe darse a la juventud. Quisiéramos engañarnos; pero en una omisión de tanto bulto vemos cierta tendencia fatal a separar de la educación su elemento primordial y más necesario, el conocimiento de la religión.

Quiere probar el autor que las grandes revoluciones en el mundo han provenido del atraso de la educación y civilización en las naciones que las sufrieron, y cita la Inglaterra, los Estados Unidos y la Francia. Hablando de esta y de la horrenda época del terror tiene el señor Fabra una ocurrencia tan inocente y singular, que no podemos menos de copiarla.

«El pueblo bajo francés desmoralizado con los principios desorganizadores de hombres ignorantes y perversos que se apoderaron de la revolución, presentó un carácter sumamente atroz y abominable, tanto que llegó a horrorizar a sus mismos motores y directores. Para evitar el extremo de corrupción, desorden y destrucción a donde les dirigía el olvido de los principios morales y religiosos, viendo la insuficiencia del castigo capital ejecutado bárbaramente con la guillotina se recurrió a dos grandes máximas eminentemente útiles para la conservación de la sociedad, la una religiosa y la otra moral. Estas dos sentencias son tan importantes y de tanto interés para conservar el orden de una sociedad bien organizada, que todos los asociados deberían tenerlas siempre impresas en su mente; por lo que he creído oportuno colocarlas en este lugar, tales como se publicaron entonces.

1.ª El pueblo francés reconoce la existencia de un Dios y la inmortalidad del alma.

2.ª Todo ciudadano debe respetar la propiedad de otro como la suya considerándola como fruto de su trabajo e industria.»

Cualquiera que no tuviese otra idea de la revolución francesa que la que da este pasaje del señor Fabra, naturalmente se inclinaría a pensar que el pueblo bajo dirigido por unos cuantos hombres perversos e ignorantes era el que había cometido las atrocidades y horrores abominables que constan de la historia; y que la religión y honradez de los sabios legisladores de la época habían ocurrido al punto con el remedio proclamando las dos máximas susodichas. ¿Es posible que así se quieran atenuar los crímenes de insignes malvados, que revistiéndose del carácter de legisladores y de jueces acabaron con la religión, el trono y las instituciones más venerables del reino vecino, asesinaron a la familia real, expoliaron los templos, proscribieron el culto y condenaron a la guillotina o la deportación los sacerdotes que se libraran del puñal de los caníbales revolucionarios? ¿Y es posible que el señor Fabra, sabiendo todo esto por la historia, muestre ese entusiasmo al hablar de la declaración de los legisladores franceses, ridícula en la forma, desautorizada e incompetente en boca de ellos, y que en cierto modo era un insulto viniendo después de haber abolido el único culto verdadero?

En la pág. 381 dice el autor que cuando los hombres se asociaron en el principio eran todos iguales; lo cual es falso y está en abierta contradicción con lo que él mismo dice en otros lugares de su libro. No creíamos que el señor Fabra estuviese tan atrasado de noticias, ni menos que en el año 38 del siglo XIX se atreviese, jactándose de filósofo, a decir con la mayor formalidad del mundo:

«...el establecimiento de una sociedad civil supone que los consocios han reunido sus voluntades y sus fuerzas para el bien común; su voluntad para mandar o prohibir lo que puede servir o dañar al interés de todos o de algunos y sus fuerzas para hacer ejecutar lo que han querido. De esto se deduce que la ley es el resultado de esta reunión de voluntades, y la fuerza pública lo es de esta reunión de fuerzas particulares. Ambas están comprendidas en la denominación de soberanía, por la cual debe entenderse la colección de derechos de todos o el derecho imprescriptible e inalienable para una nación así formada de querer y hacer ejecutar lo que ella quiere.»

Al señor Fabra le ha sucedido sin duda lo que a ciertas viejas, que creyendo remozarse se rebajan años y se fijan en cierta edad como si por eso el tiempo estuviera inmóvil. Nuestro autor por lo visto hubo de leer el Contrato de Rousseau allá en sus mocedades, y se ha ido al otro mundo sin modificar en un ápice la opinión formada por las extravagantes paradojas del soñador ginebrino sobre la quimérica soberanía nacional, que tantas lágrimas y sangre ha costado y costará aun al mundo entero.

Hemos procurado señalar los errores u omisiones principales de la Filosofía de la legislación natural, que en lo demás no contiene cosa grave digna de censura.