Augusto Riera, La gran jornada, 1895 (original) (raw)

[ Augusto Riera y Sol ]

I

Los primeros rayos de un sol de primavera que tiñe de rojo cuanto ilumina, alumbran un sendero tortuoso y áspero que a lo lejos se ensancha a través de la llanura o meseta. Por aquella senda marcha un hombre, mozo todavía, fuerte y ágil, en cuyos ojos brillan la juventud y la energía. Camina acompasadamente, como aquel que sabe que le toca hacer jornada fatigosa; camina sin volver una sola vez la vista atrás, sin fijarse en los sitios que atraviesa. Primeramente ha debido cruzar una región donde sólo crecían plantas enanas y erizadas de espinas que desgarraban su carne; después ha entrado en interminable chaparral; ha pasado luego un bosque, en los troncos de cuyos árboles ha chocado más de una vez su cansada frente y entre cuyas lianas ha quedado preso. Ahora, cuando el sol apunta, y se siente fuerte y lleno de vida, el sendero cruza un prado oculto por los repliegues del monte. Junto al camino hay un arroyo y cerca del arroyo una casita blanca. El viajero se detiene un momento para beber, y entonces advierte que en el dintel de la casa hay una muchacha que le mira con curiosidad y como si se compadeciera de las huellas sangrientas que los pies del viajero dejan sobre la tierra.

–¿A dónde vas, viajero?

–En busca de la Fortuna. Sé que este camino conduce a su palacio y quiero llegar hasta él.

–Párate y descansa, pobre mozo. ¿No sabes que el camino es largo y difícil y que la Fortuna, desde que bajó a la Tierra, está reñida con la Felicidad? Yo puedo ofrecerte el Amor y a fe que no perderás en el cambio. Quédate a mi lado. ¿Ves? Por doquiera brotan las flores; la vida renace; los pájaros forman su nido; las aguas desatadas de las altas cimas donde el frío las retenía, fecundan el suelo; los árboles se cubren de yemas. Párate y descansa.

–No puedo. A mi vuelta he de saludarte y entonces compartirás conmigo los dones de a Fortuna.

Y el hombre se alejó sin volver atrás los ojos, en tanto que los ojos de la mujer le seguían en su ascensión penosa.

El viajero ha andado durante muchas jornadas. Ahora la senda se ha ensanchado y corre por entre poblado en forma de calle. En la hilera interminable de casas hay una cuya puerta está abierta sirviendo de marco a un anciano. El hombre se detiene.

–Dame comida en nombre de Dios. Días y días hace que camino y sólo frutos he encontrado. Un trozo de pan y un poco de vino repondrán mis fuerzas.

–Abierta está mi casa y servida mi mesa para cuantos tienen hambre y sed. Pero ¿adónde vas que no quieres detener tu marcha, hombre?

–En busca de la Fortuna. Sé que este camino conduce a su palacio y quiero llegar a él.

–Párate y descansa. ¿No sabes que el camino es largo y difícil? Esos huesos que lo blanquean son de mil desdichados que no pudieron seguirlo hasta el fin. Yo poseo la Ciencia, yo he dedicado mi vida a la gran obra; trabajo para labrar la felicidad de mis semejantes. Eres inteligente y vigoroso. Quédate a mi lado. Juntos trabajaremos en tanto que viva y a la hora de mi muerte cuando sepas ya todos mis secretos y como yo domines la árida Ciencia, tú continuarás mi obra y tu nombre a la par del mío será bendito por los siglos de los siglos.

–No puedo. A mi vuelta entraré a saludarte, y entonces, ya rico, podré prestarte mayor ayuda.

Y el hombre, después de llenar su estómago marchó sin volver atrás la vista en tanto que el anciano le miraba con tristeza.

El camino condujo al viajero a una colonia industrial donde todo era actividad y armonía. Golpeaban los martillos sobre el yunque; chirriaban las pesadas carretas transportando mercancías; hombres tiznados y sudorosos arrancaban mineral de las entrañas de la Tierra; aquel mineral hacía humear millares de chimeneas y dentro de talleres y fábricas, máquinas, hombres, mujeres y niños se movían sin descanso.

–¿A dónde vas, hombre?

–En busca de la Fortuna. No puedo detenerme.

–¿No sabes, acaso, que el camino es penoso y larguísimo? Quédate entre nosotros. Como todos rendirás culto al Trabajo y por él serás redimido. Transcurrirán los años; se quebrantará tu energía y se agotarán tus fuerzas; pero al término de la jornada sentirás la dicha del bien cumplido, de la labor realizada, y no temerás la Muerte.

–Es imposible. Cuando esté de vuelta descansaré entre vosotros y entonces será más fecunda mi cooperación, pues el oro duplicara mis fuerzas.

Y el hombre se alejó sin volver atrás los ojos, en tanto que los martillos golpeaban el hierro, chirriaban las carretas, vertían humo las chimeneas y máquinas, hombres, mujeres y niños trabajaban sin descanso.

II

El hombre ha llegado al palacio donde la Fortuna guarda sus tesoros para aquellos que tienen suficiente resistencia para no desmayar en mitad del camino.

Entonces, recordando sus promesas, desanda lo andado. Quiere cumplir su palabra: dar su actividad al Trabajo que redime; ocupar su talento en la Ciencia que enaltece; entregarse al Amor, que es la suprema ley de toda vida.

Aquella colmena humana donde todo era actividad y alegría, es ahora todo ruina y desolación. La hierba crece en patios y talleres; la herrumbre cubre los ejes de las carretas y los útiles del trabajo; el hollín obstruye las chimeneas. Ya no suenan las alegres voces de máquinas, hombres, mujeres y niños. Todo rumor se ha extinguido. En el fondo de un patio cuyas paredes se desmoronan, hay un anciano inmóvil que parece el genio de aquella gran ruina.

–¿En qué ha parado todo vuestro trabajo, hombre? ¿Cómo tanta quietud donde todo era ruido? Yo he logrado mi objeto. Si el oro que la Fortuna me ha dado puede serviros, tornen a renacer la actividad y la vida.

–Es inútil tu oro. Allá, a lo lejos, en tanto que tú caminabas sin descanso, se creó una colonia mayor y mejor dotada para la producción. La competencia nos arruinó poco a poco; nuestros hijos y nuestras mujeres sucumbieron a manos de la Miseria; el trabajo fue escaseando y aumentó el hambre, que enerva los brazos y embota la inteligencia; y un día ¡desdichado entre todos! los cansados volantes dieron las últimas vueltas, los martillos su postrer golpe, y las chimeneas, sin combustible en su hogar, no pudieron ya coronarse de humo. Sólo yo he sobrevivido a la gran catástrofe. Ahora que te he visto puedo ya reunirme con mis deudos y amigos. Encárgate tú de contar cómo el Trabajo muere.

El viajero se estremeció en lo más íntimo de su ser y se alejó sin poder apartar la vista de aquellas ruinas.

Jornada tras jornada llegó a la ciudad donde la Ciencia le brindara sus frutos y sus satisfacciones purísimas. La casa del sabio había sido derribada, en su lugar se alzaba soberbio palacio.

–¿Qué ha sido del viejo sabio que habitó en este sitio?

–El hombre por quien preguntáis murió hace muchos años; pero no era un sabio, sino un simple. Al final de su larga existencia reconoció que se había equivocado y que nada útil ni verdadero había descubierto. Un error levísimo cometido al hacer los primeros cálculos sobre que reposaba su pretendida Ciencia hizo que fracasara por completo su obra. La desesperación que su error le produjo ocasionó su muerte y hoy nadie se acuerda siquiera de su nombre.

Y el viajero se alejó sintiendo frío en su alma desolada. La Ciencia como el Trabajo, no habían servido para labrar la Felicidad de los que a ellos se entregaron.

Paso a paso llegó el Hombre a la casita blanca donde un día el Amor le brindara eterna juventud y dichas sin cuento. Junto a la puerta había la misma muchacha, hermosa y fuerte como una flor que por primera vez se abre al beso de la Aurora.

–Vengo a cumplir mi promesa, dijo el Hombre. La Fortuna no se ha mostrado avara conmigo. Con el oro que traigo, puedo comprar cuanto con la vista se alcanza. La Primavera cubre una vez más de flores estos prados; su influjo bendito desata de nuevo los arroyos que fecundan la tierra. Otórgame tu amor y juntos acabaremos la existencia.

–Estáis equivocado, anciano. Sin duda me tomáis por mi madre, que murió hace muchos años y que algunas veces hablaba de vos a mi padre, como de un pobre loco empeñado en empresa imposible. ¿Cómo queréis que junte yo mis rubios cabellos con vuestros cabellos blancos, mi cuerpo juvenil y turgente con el vuestro decrépito y arrugado? La Primavera renace para la Tierra; pero sólo alegra una vez la vida del hombre. Aquel que no la aprovecha comete un sacrilegio y no hay perdón para los sacrílegos. Puedo compadeceros; pero no puedo amaros.

Aquellas palabras fueron como tremendo exorcismo para el hombre. Pálido y convulso se alejó de la Mujer. Junto al arroyo cuya agua humedeciera un día su garganta se inclinó nuevamente y al ver la máscara decrépita, los escasos y blancos cabellos que el Tiempo le diera, comprendiendo que en su loca empresa había consumido miserablemente su existencia, sin darse siquiera cuenta del curso de los años, cayó redondo en tierra, y sus criados sólo levantaron un cadáver.

La Fortuna, como el Trabajo, como la Ciencia, morían; el Amor, ley suprema de toda vida, era eterno.

Augusto Riera