José Carlos Mariátegui, El idealismo de Edwin Elmore, 1925 (original) (raw)
I
El mejor homenaje que podemos rendir a Edwin Elmore quienes lo conocimos y estimamos es, tal vez, el de revelarlo. Su firma era familiar para todos los que entre nosotros tienen el que Valery Larbaud risueñamente llama «ce vice impuni, la lecture». Pero Elmore pertenecía al número de aquellos escritores de quienes se dice que no han «llegado» al público. El público no ignora en estos casos las ideas, las actitudes del escritor; pero ignora un poco al escritor mismo. Edwin Elmore no había buscado ninguno de los tres éxitos que en nuestro medio recomiendan a un intelectual a la atención pública: éxito literario, éxito universitario, éxito periodístico. Y en su obra dispersa e inquieta, no está toda su personalidad. Su personalidad no ha sacudido fuertemente al público sino en su muerte.
Digamos sus amigos, sus compañeros, lo que sabemos de ella. Todos nuestros recuerdos, todas nuestras impresiones honran seguramente, la memoria del hombre y del escritor. Lo presentan como un intelectual de fervoroso idealismo. Como un intelectual que sentía la necesidad de dar a su pensamiento y a su acción una meta generosa y elevada.
Personalidad singular, y un poco extraña, en este pueblo. Se reconocía en Elmore los rasgos espirituales de su estirpe anglo-sajona. Tenía de los anglosajones el liberalismo. El espíritu religioso y puritano. El temperamento más bien ético que estético. La confianza en el poder del espíritu. [414]
II
Este hombre de raza anglo-sajona quiso ser un vehemente asertor de ibero-americanismo. «El genio ibero, la raza ibera, –decía– renace en nosotros, se renueva en América.»
Pensaba que la cultura del porvenir debía ser una cultura ibérica. Más aún. Creía que este renacimiento hispánico estaba ya gestándose.
Yo le demandaba las razones en que se apoyaba su creencia, mejor dicho su predicción. Yo quería hechos evidentes, signos contrastables. Pero la creencia de Elmore no necesitaba de los hechos ni de los signos que yo le pedía. Era una creencia religiosa.
—Usted tiene la fe del carbonero –le dije una vez.
Y el me respondió sonriendo que sí. Su fe era, en verdad, una fe mística. Pero, precisamente, por esto, era tan fuerte y honda. En sus ojos iluminados leí la esperanza de que la fe obraría el milagro.
III
Como mílite de esta fe, como cruzado de esta creencia, Edwin Elmore servía la idea de la celebración de un congreso de intelectuales ibero-americanos. No lo movía absolutamente, –como podían suponer los malévolos, los hostiles– ninguna ambición de notoriedad internacional de su nombre. Lo movía más bien, como en todas las empresas de su vida, la necesidad de gastar su energía por una idea noble y alta.
En nuestras conversaciones sobre el tema del congreso comprendí lo acendrado de su liberalismo. Elmore no sabía ser intolerante. Yo le sostenía que el congreso, para ser fecundo, debía ser un congreso de la nueva generación. Un congreso de espíritu y de mentalid= ad revolucionarios. Por consiguiente, había que excluir de él a todos los intelectuales de pensamiento y ánimo conservadores.
Elmore rechazaba toda idea de exclusión.
—Ingenieros –me decía– piensa como usted. Quiere un congreso casi sectario. Yo creo que debemos oír a todos los hombres de elevada estatura mental. Debemos oír aún a los hombres aferrados a la tradición y al pasado. Antes de repudiarlos, antes de condenarlos, debemos escucharlos una última vez. [415]
Había instantes en que admitía la lógica de mi intransigencia. Pero, luego, su liberalismo reaccionaba.
IV
Edwin Elmore no podía concebir que un individuo, una categoría, un pueblo, viviesen sin un ideal. La somnolencia criolla y sensual del ambiente lo desesperaba. «¡No hacemos nada por salir del marasmo!» –clamaba. Y mostraba todos los días, en sus palabras y en sus actos, el afán de «hacer algo».
La gran jornada del 23 de Mayo le descubrió al proletariado. Elmore empezó entonces a comprender a la masa. Empezó entonces a percibir en su oscuro seno la llama de un ideal verdaderamente grande. Sintió que el proletariado, además de ser una fuerza material, era una fuerza espiritual. En los pobres encontró lo que acaso nunca encontró en los ricos.
V
Lo preocupaban todos los grandes problemas de la época. Sus estudios, sus inquietudes no son bastante conocidos. Elmore se dirigía muy poco al público. Se dirigía generalmente a los intelectuales. Su pensamiento está más en sus cartas que en sus artículos. Se empeñaba en recordar a los intelectuales los deberes del servicio del Espíritu. Esta era su ilusión. Este era su error. Por culpa de esta ilusión y de este error, la mayor parte de su obra y de su vida queda ignorada. Elmore pretendía ser un agitador de intelectuales. No reparaba en que para agitar a los intelectuales, hay que agitar primero a la muchedumbre.
VI
Por invitación suya escribí, en cinco artículos, una «introducción al problema de la educación pública». Elmore trabajaba por conseguir una contribución sustanciosa de los intelectuales peruanos al debate o estudio de los temas de nuestra América, planteado por la Unión Latino Americana de Buenos Aires y por «Repertorio Americano» de Costa Rica. Dichos artículos han merecido el honor de ser reproducidos en diversos [416] órganos de la cultura americana. Quiero, por esto, dejar constancia de su origen. Y declarar que los dedico a la memoria de Elmore.
VII
Recuerdo que en una de nuestras conversaciones me dijo:
—He resuelto mi problema personal, el problema de mi felicidad, casándome con la mujer elegida. Ahora me siento frente al problema de mi generación.
Yo traduje así su frase:
—Mi vida ha alcanzado sus fines individuales. Ahora debe servir un fin social. Estoy pronto.
Estaba, en verdad, pronto para ocupar su puesto de combate. Cuando le ha tocado probarlo, ha dado entera su vida.
José Carlos Mariátegui