Manuel de la Revilla, Revista crítica, 15 marzo 1876 (original) (raw)
Manuel de la Revilla
ontinúa en el Ateneo el debate pendiente sobre el positivismo, si bien en la sección de ciencias naturales parece tocar a su fin la discusión, cuyo resumen hará el Sr. Echegaray en un discurso que es esperado con gran impaciencia, y que se presume ha de ser por todos conceptos notable. En la sección de ciencias morales y políticas han llamado la atención en esta quincena los discursos del Sr. Pisa Pajares y del Sr. Simarro.
El Sr. Pisa Pajares es un orador severo, diserto y frío, cuyos discursos no arrebatan ni conmueven, pero llevan al ánimo la convicción y agradan por su misma severidad. Exento de pasión, ajeno a intemperancias de partido y exclusivismos de escuela, penetrado del espíritu del siglo, pero no de sus exageraciones, el Sr. Pisa Pajares trata las cuestiones sin brillantez, pero con elevación, sin formas oratorias, pero con discreción y ciencia. Claramente mostró la índole de su espíritu al negarse a tratar el tema que es objeto de discusión en la forma política en que está redactado, fundándose para ello en elevadas consideraciones de tolerancia y en un alto concepto de la ciencia que no debieran olvidar los que en las doctrinas buscan ante todo temas para declamaciones retóricas y pretextos para alardes políticos. No pertenece a tales gentes el Sr. Pisa Pajares, y por eso, llevando la cuestión a la serena y elevada esfera de la ciencia, ocupóse exclusivamente en debatir el grave problema del valor objetivo del conocimiento, y sobre todo el problema importantísimo del origen y fundamento de la ley moral.
El Sr. Pisa Pajares es kantiano, pero de los antiguos. Ninguna de las novedades del neokantismo le es simpática, ni tampoco las doctrinas del positivismo, al que acusó, no sin alguna razón, de contradecir sus principios, pero al que hizo plena justicia, no tomándolo por pretexto para declamaciones sentimentales y vacías. El Sr. Pisa Pajares resuelve el problema moral en conformidad con la doctrina consignada en la Crítica de la razón práctica, pero al plantear el problema crítico, parécenos que hay alguna vacilación en su pensamiento, y que, si por una parte lleva el idealismo subjetivo a tal punto que confina con Fichte, por otra extrema un tanto el valor de las leyes de la inteligencia, poniendo en peligro los resultados de la crítica. Esperamos que en posteriores discursos aclare el Sr. Pisa Pajares su pensamiento y desvanezca cierta contradicción, quizá más aparente que real, que creímos advertir en su peroración primera.
El discurso del Sr. Simarro ha tenido grandísima importancia por las declaraciones que ha hecho el distinguido filósofo positivista acerca de la cuestión religiosa y de la política. Como quiera que en el debate se había repetido por algunos oradores la especie de que el positivismo pone en peligro los fundamentos religiosos, morales y políticos de la sociedad, el Sr. Simarro se ha creído obligado a abordar la cuestión, y asentando el evidente principio de que tales fundamentos han de ser permanentes e inmutables y no relativos e históricos, ha aplicado su penetrante e ingenioso análisis a la esfera religiosa y a la política para buscar, a través de las formas parciales e históricas de entrambas, lo que hay en ellas de invariable y permanente. [384]
Lo que tales caracteres tiene en la vida religiosa es, en concepto del señor Simarro, la afirmación de un misterio que penetra toda la realidad y la necesidad de explicarlo. Esta afirmación y esta necesidad constituyen el fondo común a todas las religiones, y como el positivismo reconoce que ese misterio existe, y se declara incompetente para explicarlo, claro es que lejos de oponerse a los fundamentos de la vida religiosa, abre ancho campo y da firme base a la fe, entregándola la dilatada esfera de lo incognoscible, y reservándose el reducido recinto de lo cognoscible, esto es, el mundo de los fenómenos.
Pensamos que esta conclusión, a que llegó el Sr. Simarro después de ingeniosísimo y sutil análisis, dista bastante de ser exacta. Cierto que la existencia del misterio y la necesidad de explicarlo ha dado origen a todas las religiones, pero no es el fondo de ellas el reconocimiento de esa necesidad, que muy posteriormente ha descubierto la crítica. Las religiones no han sido en sus orígenes el fondo de una reflexión como la que supone la teoría del Sr. Simarro, sino de una afirmación espontánea e instintiva, inconscientemente determinada en el espíritu por esa necesidad que la crítica señala después. La afirmación de una realidad distinta de la cual éste depende, he aquí en sus términos más sencillos el fondo constante, el elemento primario e irreductible de toda concepción religiosa. El sentimiento de la dependencia del hombre respecto a algo más poderoso que él, bueno o malo, espiritual o corporal, único o múltiple; he aquí la esencia de la religión, la que se halla lo mismo en las creencias razonadas de los Aryas y los Semitas, que en el grosero fetichismo de las salvajes. No hay que representarse la fe religiosa como la obra reflexiva de un espíritu que hallando en todas partes un misterio, trata de explicárselo, como piensa el Sr. Simarro obedeciendo a cierta tendencia intelectualista que campea en todos sus discursos, sino como la espontánea e irreflexiva afirmación de algo que se nos impone y puede más que nosotros. El temor en unos casos, la admiración en otros, la contemplación de los fenómenos naturales en todos, ha despertado esta afirmación instintiva y casi inconsciente, que después se ha depurado y perfeccionado hasta convertirse en complicada y sabia teología; pero nada ha habido de crítico ni de reflexivo en los orígenes de la idea religiosa, ni en los de cosa alguna, pues en la evolución del espíritu humano, a la reflexión precede la intuición, a la razón el instinto, a la idea el sentimiento, a lo consciente lo inconsciente.
Salvado de esta suerte por el Sr. Simarro el fundamento de toda idea religiosa y declarada la compatibilidad de la esencia de la religión con las doctrinas positivistas, pasó a explicar las causas de las luchas que sostienen la religión y la ciencia, y la explicó por el mutuo empeño de una y otra en invadir el terreno y usurpar las atribuciones de su adversaria, y por la intransigencia de las doctrinas religiosas que aspiran a la dirección de la sociedad. De esta manera, no sólo se explica, sino que se justifica la lucha y es fácil también señalar su remedio.
Consiste este en que la religión se decida a ser tolerante y conciliadora y a encerrarse en su propio terreno, renunciando a toda intrusión en el terreno de la ciencia, y en que esta haga lo mismo por su parte, absteniéndose de dar solución a los problemas que la religión plantea. Dividido el campo de la [385] realidad entre ambas esferas de la vida, a la ciencia compete exclusivamente el mundo de lo cognoscible, la región de lo experimental, el orden de los fenómenos; a la religión el mundo, harto más dilatado de lo incognoscible, de la idea pura, de los noumenos. La esencia íntima e impenetrable de las cosas, el misterio que penetra toda existencia, a de las causas primeras, el mundo de lo puro e inteligible, he aquí el campo propio de la región. Expulse de él en buena hora a toda vana metafísica que intente usurparla sus derechos proclamando dioses abstractos y forjando religiones sin fieles ni sacerdotes; pero absténgase también de invadir el terreno de la ciencia y de oponerse a los resultados de esta. Cuando la teología no pretenda ser biología, geología, física, química, &c. y la ciencia renuncie a ser teología; cuando perfectamente limitados los confines de lo cognoscible, la ciencia y la religión se repartan en debida forma el dominio de la inteligencia humana, la paz secó un hecho entre ambos poderes, y lejos de hostilizarse, ambos contribuirán en fraternal unión al mejoramiento de la humana vida, explorando la ciencia con plena libertad y criterio seguro el campo de lo cognoscible, y explorando la religión las regiones del eterno misterio y dando al hombre las creencias, las esperanzas y los consuelos que la ciencia no ha de proporcionarle. El día que esto suceda será bendito en los fastos de la humanidad, porque el hombre no puede vivir sin ciencia o sin religión, y en este siglo de luchas y dolores sin cuento, tiene no pocas veces que renunciar a la una o a la otra. No es el hombre razón pura ni puro sentimiento tampoco; no vive sin conocer ni puede vivir sin creer, sin amar, sin esperar. Reconoce y afirma ese misterio a que se refiere el Sr. Simarro; la crítica le dice que su razón no puede descifrarlo en el terreno de la ciencia, pero no se da por satisfecho con esta solución desconsoladora, y necesita otra a toda costa. La fe y la religión han de llenar ese vacío; en ellas ha de encontrar el consuelo que anhela, la esperanza que necesita, el infinito amor por que suspira, y es para él horrible tortura ver puestas en contradicción la ciencia y la fe; la ciencia, sin la cual apenas fuera digno de llamarse racional, la fe, sin la cual no hay para él esperanza ni ventura. Por eso no hay nada más censurable que las intransigencias religiosas y filosóficas que han de engendrar la horrible lucha entre la religión y la ciencia; nada más censurable que la intolerancia de las teologías y la petulancia de las metafísicas; nada más doloroso que la situación de los hijos del siglo XIX. ¡Haga el cielo que la fórmula del Sr. Simarro, hoy utópica, sea una realidad mañana, y que nuestros descendientes, más felices que nosotros, puedan a un tiempo poseer la ciencia y la fe!
Al tratar de la cuestión política no fue tan preciso el Sr. Simarro como en la religiosa. Afirmó que el positivismo era liberal por cuanto admitía los principios fundamentales liberalismo, a saber: la libertad del pensamiento y la progresiva participación del pueblo en la vida pública, y conservador porque rechazaba los cambios bruscos y las soluciones de carácter absoluto. Enhorabuena; pero ¿cuál es en concreto el ideal político del positivismo. he aquí lo que no se cuidó de decirnos el Sr. Simarro, si bien apuntó la especie de que el positivismo esperaba que llegase un grado de civilización en que no fuera necesaria la existencia del Estado. Por nuestra parte pensamos que este ideal, que no [386] es otra cosa que la anarquía de Proudhon, no es más que una ilusión con de, que no debiera abrigar ningún positivista serio. Fuera de eso, no tenemos inconveniente en aceptar las restantes afirmaciones del Sr. Simarro, pues como él pensamos que los principios antes expuestos son los únicos esenciales de la escuela liberal, y que todo el que no se inspire en ideales absolutos debe ser en política conservador liberal, a la manera dicha por el orador positivista.
En esta quincena ha habido algunas novedades bibliográficas. Una de ellas es el primer tomo de una importante colección de monografías sobre los puntos capitales del derecho civil, que con el título de Jurisprudencia popular se propone publicar el ilustrado jurisconsulto Sr. Lastres, promovedor del proyecto de creación de un asilo correccional de jóvenes delincuentes, de que ya tienen noticia nuestros lectores. El objeto de esta publicación es poner el Derecho al alcance de todas las inteligencias, exponiendo en claro y fácil estilo toda la legislación vigente en materia de derecho civil. El volumen publicado se refiere al matrimonio y encierra en breve compendio todo lo que respecto a esta institución importa conocer, adicionándolo con los formularios de los diferentes documentos que han de figurar en los expedientes matrimoniales. Inútil es encarecer la utilidad e importancia de esta publicación que ha de reportar al Sr. Lastres pingües resultados.
Fuera de esta obra, la literatura didáctica apenas ha producido otra cosa que tratados especiales de que no hacemos mención aquí o traducciones. Entre estas últimas figura la del cuarto tomo de los célebres Estudios sobre la historia de la humanidad del profesor belga F. Laurent. Obra es esta que alcanzó gran boga en España, cuando dominaban determinadas tendencias en la filosofía; pero hoy ha perdido mucho de su crédito, y a ello contribuyen su carácter esencialmente polémico, su notorio apasionamiento y el empeño del autor en comprobar con hechos la teoría providencialista. Esto no obsta, sin embargo, para que la condición de Laurent, sus acertados juicios cuando no le ciega el rigor del sistema, y la amenidad de su estilo hagan digna de estimación su obra, sin que por esto deba colocarse a la altura de los grandes ensayos que sobre filosofía de la historia han hecho pensadores muy ilustres, singularmente Herder, Hegel, Krause, Buckle y Bagehot.
La amena literatura está representada en esta quincena por dos novelas; Salivilla, de D Andrés Ruigómez, y La segunda casaca, del Sr. Pérez Galdós. De la primera no podemos ocuparnos en la presente Revista, por no haber terminado su lectura. La segunda constituye el tercer tomo de la segunda serie de los Episodios Nacionales que su autor publica hace algunos años, y comprende la continuación y fin de las Memorias de un cortesano de 1815.
Es esta quizá una de las novelas en que el Sr. Pérez Galdós ha sabido enlazar con mejor arte la acción histórica y la novelesca, y en que mayores muestras ha dado de su singular talento para pintar tipos, como lo revelan los personajes de Pipaon, D. Miguel de Barahona y Generosa. Retrato fidelísimo, el primero de los aventureros y busca vidas políticos que tanto abundan en nuestro país, copia exacta el segundo de esos fanáticos adoradores de lo pasado, mezcla singular de grandeza y de barbarie, que tantos días de luto han dado a la patria y a la libertad; concepción delicada y original la última, no [387] menos interesante que simpática, todos ellos revelan que si el Sr. Galdós no siempre acierta a dar a sus obras el colorido y merecimiento que son propios de la novela francesa, posee en cambio especiales dotes para diseñar caracteres, describir lugares y narrar sucesos, en lo cual se asemeja a los novelistas ingleses que indudablemente le sirven de modelo.
En La segunda casaca pinta el Sr. Pérez Galdós los últimos días de la reacción absoluta de 1814 y los albores de la revolución de 1820. ¡Triste cuadro por cierto! El absolutismo agonizando en manos de torpes camarillas, la libertad aspirando a reemplazarlo y confiada a patriotas cándidos y bullangueros vulgares, el ejército iniciando el camino funesto de la indisciplina, el pueblo apático, indiferente, adormecido por el opio de la opresión y mal preparado para el ejercicio de la libertad, la corrupción arriba, la inepcia abajo, la ignorancia y la pequeñez en todas partes; he aquí lo que ofrece al historiador y al novelista aquella tristísima época.
Difícil empresa ha acometido el Sr. Pérez Galdós. Mientras hubo de narrar los épicos sucesos de la guerra de Independencia, no habrán de faltarle ocasiones para interesar y conmover a sus lectores; pero al comenzar a ocuparse de nuestra historia política contemporánea, graves obstáculos ha de hallar en su camino. La antigua grandeza de la patria española, tras el largo eclipse que la impusieron tres siglos de absolutismo y teocracia, solo se revela en los campos de batalla. Ya luche en épico combate contra el extranjero como en 1808, ya se destroce en impía y fratricida lucha como en 1834 y 1872, la raza española muestra en este siglo su virilidad, su energía, su mezcla extraña de grandeza y de barbarie en el fragor de la contienda; pero si de los campos de batalla apartamos la vista y la volvemos a la vida política, nada hallamos que no sea mezquino, miserable y ridículo. Ni siquiera ha engendrado entre nosotros la pasión política las bárbaras grandezas del 93; si hemos sido crueles como en 1824, nuestra crueldad no ha sido la del león, sino la de la hiena; si hemos intentado copiar a los demagogos franceses, solo hemos sabido producir Robespierres en caricatura y terroristas de mogiganga. ¿Dónde, pues, podrá hallar inspiración el Sr. Pérez Galdós? ¿Será acaso en la revolución de 1820? Mucho lo dudamos. Aquel motín militar con pretensiones de revolución, aquellos patriotas ilusos y cándidos, aquellas muchedumbres veleidosas e insolentes, aquellas sociedades secretas más ridículas que criminales, aquella política vacilante e incolora que nunca supo mantenerse en los límites de la razón y de la prudencia, no son ciertamente fuentes en que pueda beber inspiración el novelista. Todo aquello es a la vez pequeño y triste. Una libertad enana alzándose contra un absolutismo pigmeo; Cándido y Pangloss coaligados contra Tartuffe; he aquí la revolución de 1820. Su historia, aun en novela, nunca será poética, que la poesía no puede compaginarse con una revolución digna de Lilliput.
Las novedades teatrales de la quincena se reducen a un arreglo del francés, representado en el Español con el título Con el credo en la boca, a una comedia del Sr. Larra, titulada Tres pies al gato, a otra del Sr. Echegaray denominada Un sol que nace y un sol que muere, y a un drama del Sr. Balaciat, cuyo título es Al pie del cadalso. Las dos primeras producciones carecen de mérito e importancia y no merecen particular mención. [388]
La comedia del Sr. Echegaray se distingue ante todo por su delicadeza y por lo bello de su forma. El contraste entre la mujer y la niña (el sol que muere y el sol que nace), entre el amor profundo, ardiente y desesperado de la edad madura y el idilio poético y sencillo de los primeros años, constituye la base de la obra. La mujer y la niña aman y son amadas por un mismo hombre; en la lucha la niña vence, y la mujer devora en la amargura y la desesperación el último desengaño. El cuadro es bello y conmovedor, y las dos figuras principales son deliciosas, pero las restantes son falsas. Si el amante fuera un hombre hecho, la elección que hace podría ser verosímil; siendo un muchacho, es inexplicable. Lo es también la grosería con que procede; lo es la dureza de corazón del padre que en todos los tonos y por todos los medios destroza el alma y humilla el amor propio de su hija. En esta como en las demás obras del Sr. Echegaray el poeta vale más que el psicólogo y la belleza aventaja a la verdad.
Por desdicha, el ejemplo del Sr. Echegaray es contagioso, y entre los autores va aceptándose como verdad inconcusa que lo importante es fascinar al público y conseguir su aplauso, aunque para ello sea forzoso atropellar los fueros del arte. El Sr. Echegaray funda escuela, y esa escuela tiene por lema sacrificar la verdad psicológica y la verdad histórica al efecto escénico y buscar éste en el horror de los incidentes, en la violencia de las pasiones y en las galas de la verificación. Un furioso y desenfrenado romanticismo, mucho peor que el de 1830, se va apoderando de nuestra escena, y en breve plazo el teatro no será otra cosa que un espectáculo terrorífico en que a la emoción del alma habrá sustituido el sacudimiento nervioso. Las obras del Sr. Balaciart son síntoma de este gravísimo mal. En la última (Al pie del cadalso) hay notable valentía, rasgos atrevidos, bellos pensamientos, verificación florida y vigorosa; pero la verdad histórica está despiadadamente sacrificada y la verdad psicológica no corre mejor suerte.
Horrores sobre horrores, pasiones llevadas al delirio, personajes monstruosos y repulsivos, constante sacrificio de la virtud y de la inocencia, permanente desafío al sentido moral y a la sensibilidad del espectador, he aquí lo que nos ha ofrecido la musa indómita y calenturienta del Sr. Balaciart. La pasión de la venganza llevada a un extremo que apenas cabe en el corazón de un tigre, tal es la base fundamental y el principal resorte de ese drama, que podrá parecer bello, pero no es humano. El ropaje fastuoso de una verificación sonora cubre estos defectos, y la valentía de la concepción parece disculparlos; pero la sana crítica está en el deber de preguntar si es lícito al autor dramático cimentar su triunfo en el desconocimiento de la verdad y en la negación del sentido moral y si el fin de la obra artística es producir en el público una brutal conmoción nerviosa o una emoción espiritual, pura y deleitable.