Don Pedro Antonio de Alarcón, boceto literario por Manuel de la Revilla, 15 septiembre 1877 (original) (raw)

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios >

I

Allá por los años de 1854 a 1855, cuando tras una revolución liliputiense el partido progresista hacía nuevo alarde de su candidez infantil, su liberalismo atrasado y sus instintos bullangueros y díscolos, cuando ensordecían los aires los himnos de Riego y Espartero y pululaban por las calles los vistosos uniformes de la milicia, y por do quiera se advertía aquella agitación infecunda que en España reemplaza a las grandes y viriles agitaciones con que la libertad se manifiesta en pueblos más felices que el nuestro, comenzaba a bullir entre nosotros una generación juvenil que había de ser fecunda en escritores de talento y había de dar no pocos soldados a las huestes de la democracia. Dedicados en su mayor parte a la vida bohemia, llenos de aquellas ilusiones y generosos impulsos que suelen ser patrimonio de la juventud, sobre todo cuando no tiene dinero, amantes casi todos de la libertad que por entonces parecía asegurada, alegres, desenfadados y maleantes, aquellos jóvenes anunciaban un nuevo movimiento literario y político y constituían un [18] grupo de inteligencias simpáticas y generosas, contemplado con amor por los campeones del porvenir, con ceño por los defensores del pasado, con deleite por todos cuantos tienen el buen gusto de estimar en lo que vale este conjunto de bellas cosas: la juventud, el entusiasmo y el talento.

Entre aquellos jóvenes, cuyos nombres son de todos conocidos, figuraba un andaluz nacido en las fragosidades de la Alpujarra y que tanto en su rostro como en su alma conservaba intacta la condición que a los habitantes de aquellas comarcas legaron sus antiguos dominadores muslimes. Ostentaba su fisonomía los trazos característicos de aquella generosa raza y encerraba su espíritu todas las cualidades que la distinguieron: ardiente y soñadora fantasía, condición indómita y arrogante, corazón fogoso e hirviente en pasiones, ánimo dispuesto a todo linaje de temerarias aventuras y poderosos arranques. Aquel hombre, arrebatado por el huracán revolucionario, habíase lanzado en la vida pública, tanto política como literaria, y de su fácil vena brotaban con igual viveza las sangrientas diatribas del Látigo y los ingeniosos artículos llenos de gracia, delicadeza e intención que bien pronto habían de colocarle a la cabeza de todos los escritores humorísticos de aquella época. Enamorado de las ideas extremas, campeón infatigable y agresivo de la revolución que defendía sin descanso

«tomando, ora la espada, ora la pluma»

el ingenio que nos ocupa prometía muchos días de gloria a las letras españolas y muchos de júbilo a la causa de la libertad.

Pasó el furor revolucionario; por milésima vez la revolución pigmea murió a manos de la reacción microscópica; la historia española registró en sus anales el pronunciamiento número mil y tantos; y en el alma abatida de aquellos ineptos soldados de la libertad se introdujeron el desengaño, la desilusión, el desaliento y la apostasía. El escritor de que hablamos sintióse también picado por la punzante mordedura de la duda, y dando de mano a sus ilusiones políticas, consagróse de lleno a trabajos literarios. [19]

Primorosos fueron los que por entonces produjo su pluma. Logró aquel vigoroso y chispeante ingenio introducir entre nosotros dos géneros literarios, muy estimados en nuestros vecinos y poco cultivados en nuestra patria. Tales fueron esos especialísimos trabajos, que no tienen clasificación posible, en los cuales se habla de todo sin tratar seriamente de nada, y en los que campea a sus anchas ese don singular que nace del feliz concurso de una fantasía brillante y de un entendimiento penetrante y agudo, a que llaman los franceses esprit y nosotros chispa; género que había cultivado Fígaro con una transcendencia y profundidad por nadie igualadas, y que entre nosotros han manejado en estos tiempos muchos escritores, sin que ninguno haya logrado reunir aquel fácil ingenio, aquella gracia inimitable, y al mismo tiempo aquella profunda intención y aquella sensibilidad exquisita que ostentan los trabajos del escritor que nos ocupa.

Introdujo además entre nosotros las novelas cortas, fantásticas unas, cómicas otras, sentimentales no pocas, terribles algunas, pero todas llenas de ingenio, de color, de interés y de gracia. Ligeros bocetos, trazados con cuatro valientes e inspirados rasgos, y en los cuales, ora se diseñaba con enérgico colorido algún conmovedor episodio de nuestra epopeya de 1808, o algún dramático suceso lleno de terror trágico; ya se pintaba un cómico cuadro de costumbres, o una tierna y sencilla historia de amores; o bien se trazaba un cuento fantástico y vaporoso, mezcla del idealismo alemán y de la soñadora fantasía de los meridionales. Tales eran aquellas producciones, llenas de originalidad (a pesar de estar evidentemente inspiradas en modelos extranjeros), que no menos que los artículos humorísticos contribuyeron a acrecentar la reputación del joven escritor.

Varias poesías de regular mérito, y muchos artículos de crítica literaria, por extremo punzantes y despiadados, amen de un drama cuyo mal éxito se debió, no tanto a sus defectos, como a la cualidad de crítico de su autor, que le exponía a grave fracaso, si no acertaba a competir con aquellos a quienes flagelaba diariamente, constituyeron el resto de las producciones de ésta que pudiéramos llamar primera época de la vida [20] literaria de D. Pedro Antonio de Alarcón, que tal es el nombre del distinguido ingenio cuyo retrato trazamos toscamente en estas líneas.

II

Por el año de 1859 España, recordando acaso por vez primera su verdadera misión histórica, y queriendo renovar glorias pasadas, acometió la célebre campaña de África, tan fecunda en gloriosos hechos como estéril en resultados. El espíritu emprendedor y aventurero de Alarcón no pudo permanecer tranquilo ante aquel hecho, que prometía reproducir los más hermosos días de nuestra historia, y el escritor se convirtió en soldado, sin dejar por eso la pluma, y pasó al África a reñir batallas, acaso con los descendientes de sus propios antepasados.

Aquella campaña fue para Alarcón una gloria y una desdicha; gloria, porque sobre mostrar su valor y su patriotismo, a ella debió uno de sus mayores méritos, el que representa el bellísimo libro titulado: Diario de un testigo de la guerra de África; desdicha, porque desde entonces hubo de volver a la vida política, en condiciones tales, que más le valiera no haber vuelto.

Si antes de esta fecha había acreditado Alarcón sus dotes de novelista y escritor humorístico, con la publicación de la obra mencionada mostró que nadie rivalizaba con él como narrador de viajes y aventuras. Las páginas del Diario de un testigo son modelos de descripciones bellísimas y de interesantes relatos. Acaloradas por un intenso espíritu patriótico, adornadas con las galas de una imaginación rica y pintoresca, llenas de sentimiento y poesía, escritas con un estilo ligero, amenísimo, fluido y desenfadado, verdaderamente inimitable, leíanse con fruición por los amantes de la patria y los admiradores de lo bello; corrían de mano en mano, difundiendo por doquiera la fe y el entusiasmo, y constituían uno de los más primorosos relatos con que cuenta nuestra moderna literatura. El libro era digno de la heroica lucha que inmortalizaba.

Desde esta época la fecundidad de Alarcón sufrió un eclipse relativo. La fama que adquirió, las elevadas relaciones que [21] hubo de crearse, el nuevo rumbo que fueron tomando sus ideas, le impulsaron sin duda a apartarse de los que acaso consideraba trabajos frívolos, con ser su mejor título de gloria. Por entonces también volvió, como hemos dicho a la política; pero no a la que siguiera en sus primeros años, irreflexiva y temeraria sin duda, pero al cabo generosa y simpática. Por obligaciones y compromisos, dignos de respeto, se afilió al bando de la unión liberal, esto es, a aquel partido, dotado a no dudarlo de gran sentido práctico y no vulgares cualidades para el gobierno, pero inspirador constante del escepticismo político y del dudoso sentido moral que corroe a cuantos entre nosotros se consagran a la vida pública; partido que tiene sobre sí el gran pecado de haber llevado a todos los espíritus el menosprecio de lo ideal, el ansia del poder, el espíritu maquiavélico y la desestima de las virtudes públicas.

Otra bellísima relación de viajes (De Madrid a Nápoles), inferior sin duda al Diario de un testigo, pero abundante en amenas descripciones y picantes observaciones, cierra esta segunda época de la vida literaria de Alarcón.

III

Ábrese la tercera poco después de la revolución de Septiembre. No hemos de ocuparnos para nada de suceso semejante, ni de la persona de Alarcón en lo que a aquellos acontecimientos se refiere; tanto más cuanto que sólo en reciente fecha salió este escritor de un silencio que se prolongaba desde 1861 ó 1863. Su nueva aparición se señaló por una verdadera joya: El sombrero de tres picos, que ningún indicio daba del cambio profundo que en su espíritu se había operado en tan largo período de mutismo.

Notable era esta transformación, sin embargo, y en un concepto provechosa. Sin dejar de ser castizo, no podía considerarse Alarcón como escritor verdaderamente nacional. Había comenzado a escribir cuando el espíritu francés privaba entre nosotros y la mayoría de los literatos anteponían al majestuoso estilo español, grave, rotundo, distribuido en amplios y bien concertados períodos, el estilo cortado y ligero de los [22] franceses. Alarcón no había sabido librarse del contagio y sus trabajos revelaban todo el influjo de esta moda funesta. No se desarrollaba su estilo como serena y anchurosa corriente, sino al modo de risueña y juguetona cascada; brotaban de su pluma frases cortadas, incisivas, ligeras, no rotundos y graves períodos; había, en suma, en su estilo la gracia y la soltura del francés, pero no la grandiosa cadencia del español. Rara vez profanaba la lengua con torpes galicismos, pero faltaba a sus escritos el corte nacional; escribía en español, pero no a la española.

En este nuevo período de su vida, su estilo había cambiado; notábase ya en él el sabor castizo y advertíase la influencia del estudio de mejores modelos y del anhelo de escribir con arreglo a nuestras sanas tradiciones literarias. Verdad es que los tiempos habían cambiado y que una reacción, si exagerada, provechosa, llevaba a los escritores a huir de los modelos extraños, y seguir, a veces con nimiedad extremada, las huellas de nuestros clásicos; en esta nueva etapa, Alarcón se mantuvo a la altura de su crédito; si antes era el más agradable de los que escribían gallico modo, ahora era uno de los más amenos entre los que seguían la dirección contraria.

Modelo en este concepto El sombrero de tres picos, lo era también en otros muchos. No vacilamos en afirmar que si todas las obras de Alarcón cayeran en el olvido, ésta sobreviviría siempre. Es imposible dar mayor amenidad e interés a un asunto baladí, trazar un cuadro de género más lleno de verdad y de color local, pintar más acabadas figuras y reunir mayor número de situaciones cómicas y razonadísimos chistes. Menester sería remontarse a nuestro siglo de oro para hallar en la literatura festiva española producción más acabada y deleitable.

Con ella, al parecer, se despidió Alarcón de la regocijada musa que tantos laureles le deparara y enderezó su inspiración a objetos y fines más altos y transcendentales. No sería aventurado pensar que el sentido docente y filosófico que hoy va dominando en nuestra novela tentó su ambición y le movió a aventurarse en terrenos en que hasta entonces sólo de soslayo y en puntillas había penetrado. Lo cierto es que a la vez que [23] esta otra aparecieron su nueva relación de viajes por la Alpujarra y su novela El escándalo.

No fue pequeño el que tales obras produjeron en el círculo de los admiradores de Alarcón. ¿Qué había pasado por aquel vigoroso espíritu para que reapareciese tan radicalmente transformado?

Prescindamos de La Alpujarra, relato muy inferior al Diario de un testigo y De Madrid a Nápoles, a pesar de sus bellas descripciones y fijémonos en El Escándalo, síntoma verdadero y terminante del cambio sufrido por el inspirado novelista. No desmerecía esta obra de las anteriores bajo el punto de vista literario. No faltaban en ella invención ingeniosa, dramáticas peripecias, interesantes relatos, caracteres admirablemente trazados, ternura y profundidad de sentimiento, análisis psicológicos y morales notabilísimos, y sobre todo estilo y lenguaje superiores a todo encomio; condiciones todas que bastaban para acreditar a su autor de escritor y novelista de primera fuerza. Lo deplorable era el criterio a que se sometía la concepción de aquella novela.

El impetuoso soldado de la libertad, el generoso espíritu sediento de progreso, aparecía convertido en colaborador de la obra tenebrosa que intenta consumar el ultramontanismo. Los problemas más arduos de la moral se resolvían en la obra con arreglo al más exagerado criterio místico; la conciencia humana quedaba aherrojada a los pies de un jesuita; la civilización moderna, el liberalismo recibían a cada paso rudos golpes. El neocatolicismo contaba con un nuevo adalid en el terreno de las letras, y este adalid era, ¡triste es decirlo! un veterano de la libertad.

¿Qué nube caliginosa oscurecía la clara inteligencia y el corazón apasionado y generoso de Alarcón? ¿Sería que había llegado a aquella edad en que, según vulgar axioma, es fuerza que todo noble impulso se extinga, toda fe en lo porvenir se desvanezca, y el ánimo apocado y enteco se refugie tembloroso en las ruinas de lo pasado? No era posible. Sin duda que la reflexión y la experiencia templan el desatentado impulso del ánimo juvenil, sustituyen las acaloradas convicciones que el sentimiento y la fantasía engendran con las que forma la [24] razón serena, y al hacer conocer la tristeza de la vida, tan fecunda en desengaños, amortiguan las vanas ilusiones y dan al traste con las irreflexivas utopías; pero sólo en los espíritus vulgares extinguen la fe en el progreso y el racional amor a la libertad. Ley provechosa de la vida es que el demagogo de 20 años sea hombre sensato y amante del orden a los 40; pero no que el amor a la emancipación de la humanidad sea sueño fugaz de la edad juvenil y el espíritu reaccionario provechosa fe de la edad madura. Afirmar eso es lanzar torpe blasfemia contra la humanidad y la razón.

El ánimo apocado y vulgar retrocede ante los obstáculos que en la realidad halla la idea y acude trémulo a refugiarse en añejas instituciones en que no cree; pero a las cuales pide la paz menguada del egoísmo; pero los caracteres varoniles no se amedrentan por tan poco. Corrigen sus extravíos, templan sus arrebatos, moderan sus impulsos, depuran y racionalizan su condición, tratan de poner de acuerdo su ideal con la ley inexorable de la realidad; pero no retroceden como cobardes mujerzuelas al ver perdida la primera batalla. ¿Cómo el brioso soldado de África habría de vacilar en su fe y retroceder hasta las tiendas del oscurantismo porque hubiera abortado un pronunciamiento más entre los infinitos que registra nuestra historia?

¿Será que el alma ardiente y soñadora del poeta sintióse ahogada en la glacial atmósfera del ideal moderno y quiso volver en busca de amor y poesía a los antiguos altares? Más posible es esto; pero aun así no debió confundir la majestuosa ruina llena de grandeza con la oscura covacha en que se albergan las aves nocturnas. El espíritu que, aterrado ante el vacío que por doquiera deja la crítica moderna, corre anheloso a buscar un refugio al pié de la cruz, digno es de simpatía y de respeto pero, ¡cuánto camino hay de esto hasta agarrarse convulsivamente a las pilastras del Gesú y ocultar la frente abrasada entre las páginas de La Civiltá Cattolica!

Más probable es que el ánimo inquieto y apasionado de Alarcón, espíritu meridional en que el sentimiento y la fantasía llevan la palma a las facultades reflexivas, le arrastran con facilidad a todos los extremos, y que su naturaleza nerviosa e [25] irritable se deja avasallar por las impresiones y lo conduce más allá de la que él acaso quisiera. Quizá la repulsión contra un exceso le lleve al contrario o el espíritu de rebeldía que por ventura encierra su pecho le obligue a oponerse precisamente a la opinión dominante; quizá, en suma, sea el poeta el responsable de los errores del pensador.

Equivocóse Alarcón, a nuestro juicio, al aspirar al rango de novelista filósofo; ofrecíanle el género humorístico, el festivo, el descriptivo y el sentimental campo más ancho y adecuado a su genio. No cuadran a su naturaleza apasionada y ardiente, a su viva y pintoresca fantasía, a su humor inagotable y brillante las disquisiciones del filósofo ni las minuciosidades del analista. Brota en su mente el pensamiento como feliz y rápido chispazo, que el sentimiento o la fantasía engendran, más que como producto laborioso de reflexión detenida. Una picante observación cogida al vuelo, un pensamiento profundo y delicado, nacido espontáneamente de una intuición de poeta, tal es siempre la filosofía de sus obras; cuando así no es, sólo acierta a pintar el aspecto poético de viejos ideales, que en el fondo quizá no ama, o a balbucear con bellas frases y razonamientos, como hizo en su discurso de la Academia, las enseñanzas aun no bien aprendidas, de la escuela neo-católica.

¡No! No es por esos rumbos por donde debe caminar tan valioso espíritu. Cuando caiga la venda que cubre sus ojos reconocerá que no le sienta su nuevo traje; que no aumentará su fama literaria abandonando el antiguo camino, y en cambio tendrá la triste gloria de ser cómplice de antihumanas empresas; que la naturaleza le creó para cantar la libertad, el progreso, la luz, para deleitar con sentidas o picantes narraciones, con pintorescos relatos, con humorísticos rasgos de su agudo ingenio, y no para propalar añejas enseñanzas y poner el arte bello al servicio de desacreditadas causas; que una sola página de sus antiguas novelas, un solo capítulo de El sombrero de tres picos o del Diario de un testigo, un solo artículo humorístico de sus buenos tiempos vale por todas sus flamantes elucubraciones ultramontanas; que hoy, en la caliginosa atmósfera en que se mueve, ni ha de hallar espacio para su ingenio ni luz para su alma; --y cuando haya conocido esto, si tiene [26] el raro capricho de conservar sus nuevas ideas, las cerrará con tres llaves, como hacía Lope con los preceptos, cuando vaya a escribir, y no cuidándose de exponer estéticas averiadas ni de romper lanzas en pro de ideales arcaicos, volverá a ser aquel escritor ameno e ingenioso, cuentista inimitable, intencionado crítico, sin par folletinista y narrador meritísimo, que tanto nos deleitaba y tantos y tan legítimos aplausos recogía en tiempos más felices, en aquellos tiempos en que era, a la vez que el soldado de la belleza, soldado del progreso y de la libertad.

M. de la Revilla