Manuel de la Revilla, Revista crítica, 15 mayo 1878 (original) (raw)
Manuel de la Revilla
oncluyeron su campaña los teatros, y fuerza es confesar que algún progreso representa aquélla sobre la del año próximo pasado. La escuela neo-romántica, antes pujante, ha dado señales inequívocas de decadencia, y en cambio las buenas tradiciones escénicas se han reanudado con producciones tan notables como El esclavo de su culpa, y Maldades que son justicias, y creaciones tan maravillosas como Consuelo. Tres obras escritas con arreglo a los buenos principios del arte, otras dos de la escuela romántica, desordenadas, pero grandiosas (Lo que no puede decirse y Los laureles de un poeta), y varias producciones tan delicadas y sentidas como La criolla y Cuento de niños, tan estimables como La manta del caballo, y tan regocijadas como Juan García e Inocencia, cumplidamente compensan los fracasos ruidosos y las caricaturescas exhibiciones que el año cómico registra. Los primeros pasos en el buen camino ya están dados, y sólo falta que los autores se agrupen en torno de la gloriosa bandera enarbolada por Ayala, Sellés y Cavestany: Si esto se realiza, fácilmente terminará el triste período que en estos últimos años ha atravesado la escena española; y restablecidas las buenas tradiciones, y vencido el neo-romanticismo, lucirán de nuevo los días de gloria que todos recordamos y que no hemos perdido la esperanza de volver a ver.
* * *
El Sr. Pérez Galdós, no contento con la gloria que le ha reportado Marianela, y dando nuevas pruebas de su increíble laboriosidad, acaba de publicar un tomo de sus Episodios nacionales, titulado Un voluntario realista, que es uno de los más dramáticos e interesantes de la colección. Como siempre acontece, el equilibrio entre el elemento histórico y el novelesco no está perfectamente conservado en [126] esta novela, en la cual prepondera el segundo sobre el primero más de lo que fuera menester. La insensata y ridícula Guerra de los agraviados, prólogo bufo de la guerra carlista, merecía mayor atención de parte del Sr. Galdós. La sombría figura del Conde de España valía la pena de un buen retrato, y dignas eran de alguna descripción, de esas que con tanta valentía traza el eminente novelista, las intrigas de los apostólicos, la toma de Manresa, las romancescas aventuras de Josefina Comerford y los horribles suplicios de los jefes de la rebelión. En vez de hacer esto, el Sr. Galdós ha narrado una acción novelesca, bastante inverosímil, pero llena de movimiento e interés dramático.
Hay en esta novela personajes perfectamente trazados. El guerrillero Tilín, mezcla singular de ruda barbarie, salvajes pasiones y heroicos sentimientos, carácter indómito que con igual facilidad desciende hasta el crimen o se eleva hasta la más sublime abnegación, es una figura llena de color y en alto grado dramática, que puede considerarse como una de las más felices concepciones del Sr. Galdós. Sor Teodora (que sirve de pretexto al distinguido novelista para lanzar sus acerados dardos contra la ortodoxia reinante) es también notable por más de un concepto; pero al final se hace repulsiva por la odiosa doblez de que da muestras, siquiera lo haga con un fin laudable. Los personajes secundarios están muy bien pintados, sobre todo la madre Montserrat, y el cabecilla Pixola.
* * *
Un amor del infierno se titula una novela original del Sr. D. Arturo Perera, que en esta ocasión no ha estado muy feliz. Su objeto es pintar los peligros a que arrastra la pasión amorosa cuando llega a los últimos extremos de exaltación; pero en realidad lo que prueba es que la pasión es peligrosa cuando la experimentan hombres tan cándidos y faltos de sentido común como Gustavo Robledo. No se concibe que un hombre de mediano juicio se entregue por completo al amor de una desconocida aventurera, cuya vida está rodeada de misterios indescifrables y cuya conducta presenta las más extrañas anomalías. El que eso hace no es un apasionado sino un tonto, y los tontos merecen todas las desgracias de que son víctimas.
La novela del Sr. Perera es un logogrifo. Terminada su lectura nadie sabe quién era la condesa Carlota, cuál era su estado civil, qué relaciones la unían con el misterioso fantasma que pasaba por su marido, qué armas utilizaba para dominarla su padrastro, ni qué móviles determinaban su inexplicable conducta. El lector se queda, como Gustavo Robledo; sin saber si aquella mujer es una víctima de misteriosas desventuras, o una desvergonzada cortesana. Lo único que saca en limpio es que Gustavo es tonto de capirote, mal hijo, mal patriota, mal caballero, y capaz de todas las infamias, desde la [127] mentira hasta el asesinato. Todo lo demás queda envuelto en profundas tinieblas, que el autor no se toma el trabajo de iluminar.
El Sr. D. Dámaso Gil Aclea (de cuya novela Juan Pérez nos hemos ocupado oportunamente), acaba de publicar bajo el título de Bosquejos un tomo que consta de cinco novelitas de escaso mérito, pobres de invención por lo general y escritas con cierto descuido. Ninguna de ellas merecía los honores de la publicidad.
El Sr. Azcárate ha publicado con el título: La constitución inglesa y la política del continente, el notable discurso en que resumió el año pasado los importantes debates que sobre este tema sostuvo la sección de ciencias morales y políticas del Ateneo. Como a su debido tiempo hicimos justicia a los méritos de este magnífico trabajo, nos limitamos a recomendarlo nuevamente a nuestros lectores.
Una amena descripción e historia de la Exposición de Filadelfia, debida al Sr. D. Luis Alfonso, y una traducción de la Filosofía del derecho penal de Franck, enriquecida con un notable estudio preliminar, mejor pensado que escrito, del traductor Sr. Gil Maestre, y publicada por la Biblioteca Salmantina, constituyen el resto del contingente bibliográfico de esta quincena; si bien hay que añadir las Discusiones sobre la metafísica, del Sr. D. Indalecio Armesto, obra que por su excepcional importancia juzgaremos detenidamente en nuestra próxima Revista.
* * *
En el Ateneo continúan con actividad los trabajos de las secciones. En las cátedras, tanto tiempo hace abandonadas, se observa también algún movimiento, pues ya se anuncian importantes conferencias sobre cuestiones científicas y ha empezado su notable curso de Química orgánica el Sr. Rodríguez Carracido, que joven aún, posee en esta materia notable copia de conocimientos que le auguran un próximo lugar entre nuestras autoridades químicas.
Del último debate de la sección de literatura motivos personales nos impiden hablar. En la de ciencias naturales continúa, con escasa animación, la discusión sobre los cementerios, habiendo terciado en ella los Sres. Rodríguez Carracido, Bravo y Tudela y Barreras. El primero defendió con buenas razones la cremación; el segundo proclamó en estas materias una libertad completa y sostuvo que todos los sistemas eran buenos y podían admitirse, siempre que se sujetaran a las reglas de la higiene; el tercero pronunció un discurso humorístico, lleno de contradicciones y también de donosas ocurrencias, del cual no era fácil deducir consecuencia alguna.
A nuestro juicio el debate está muy extraviado por haberse introducido en él cuestiones ajenas a la higiene. Salvo los oradores de profesión médica, los demás pierden el tiempo en discutir si la creación de la necrópolis ataca o no algunos derechos adquiridos, o de si la cremación es o no conforme a los sentimientos religiosos. [128] La primera cuestión es ociosa; la salud pública es la ley suprema, y a ella tienen que sacrificarse, en caso de conflicto, los derechos particulares. La segunda cuestión no lo es menos; ningún dogma religioso se opone a la cremación, y aunque se opusiera, si ésta era indispensable para la higiene pública, todo debiera subordinarse a tan apremiante necesidad. Por otra parte, bajo el punto de vista de la poesía, la conservación de un puñado de blancas cenizas es preferible al enterramiento de un conjunto repugnante de materias corrompidas; y caso de establecerse esta costumbre, podría renacer con ella aquel piadoso culto doméstico de los muertos que tan poético era y tanto robustecía y santificaba la vida de familia, y que era, sin duda, algo más bello que las hipócritas visitas, las teatrales exhibiciones y las bacanales inmundas con que hoy honramos la memoria de los difuntos en esas repugnantes anaquelerías en que los almacenamos como si fueran piezas de tela o géneros ultramarinos.
Y con respecto a lo que pueda haber de repulsivo en la cremación al sentimiento de respeto que hacia los muertos experimentamos, la contestación es sencilla. Más prueba de respeto es conservar piadosamente en nuestro propio hogar las cenizas de nuestros antepasados, que entregarlos a la voracidad de los gusanos o la brutalidad de los sepultureros, y al cabo arrojarlos en la fosa común.
Por lo demás, la cremación tiene un inconveniente en que no se ha fijado ninguno de los oradores que se han ocupado de ella, y es que impediría en muchos casos descubrir, mediante el examen de los restos humanos, la huella de misteriosos crímenes que fácilmente quedarían impunes, si este sistema se generalizara. Punto es éste que debe fijar la atención de los defensores de dicho sistema más que esas infundadas apelaciones a sentimientos que no le son contrarios y que no pueden considerarse sino como preocupaciones ridículas que no merecen ningún respeto.
En la sección de Ciencias morales y políticas han usado de la palabra, el Sr. Santero, que se manifestó partidario del socialismo gubernamental; el Sr. Magaz, a quien no tuvimos el gusto de oír; el Sr. Simarro, que con su habitual ingenio y sutileza, expuso las leyes darwinianas con aplicación al problema social, pero sin entrar de lleno en el fondo del problema, y el Sr. Fuentes, que combatió las opiniones del Sr. Simarro.
10 de Mayo [de 1878]