Manuel de la Revilla, Revista crítica, 15 junio 1878 (original) (raw)
Manuel de la Revilla
na de las épocas más curiosas de la moderna historia es la que pudiera denominarse época de los reyes filósofos. Nada más singular que el instinto revolucionario que se apodera del absolutismo en sus postrimerías. Por un momento puede creerse que la monarquía absoluta va a ofrecer al mundo el extraño espectáculo de una revolución radical hecha desde las alturas del poder. José I en Portugal, Carlos III en España, Leopoldo II en Toscana, Cristian VII en Dinamarca, Gustavo III en Suecia, Federico II en Prusia, José II en Austria, parecieron entonces puestos de acuerdo para prevenir la revolución próxima, extirpando inveterados abusos, cercenando los privilegios de la nobleza, mejorando la condición del pueblo y asestando a la dominación eclesiástica golpes mortales. Por desgracia, todo fue ineficaz. La resistencia opuesta por los que se veían amenazados en sus intereses, no podía ser vencida sino por un movimiento impetuoso y terrible del pueblo entero; la reforma debía atacar, para ser completa, a los mismos que pretendían iniciarla; no podía tampoco encerrarse en estrechos límites, sino que había de ser una renovación total de la organización existente en aquellas sociedades; y no era fácil, por último, que la llevaran a cabo, en hora tardía, instituciones condenadas a muerte por la ley inexorable de la historia.
Por otra parte, los reyes filósofos nunca alcanzaron a abarcar en toda su extensión el problema que la revolución les proponía. Juzgaban suficiente corregir los más irritantes abusos del orden político y administrativo, suavizar las leyes, mejorar las costumbres, cercenar los privilegios de la nobleza, dictar acertadas medidas económicas, [376] favorecer el desarrollo de las ciencias y las letras, y fomentar la agricultura, la industria y el comercio.
Pero no comprendían que era necesario algo más que eso; que era fuerza trasladar la fuente del poder a la nación, concluyendo con el gobierno absoluto; emancipar la conciencia, acabando con la intolerancia religiosa y el dominio del clero; reconocer los derechos del hombre, hacer de los vasallos ciudadanos, y alzar el imperio de la igualdad civil sobre las ruinas de la aristocracia.
No era posible exigir tanto de aquellos monarcas. La reforma era para ellos la concesión graciosa hecha a los súbditos por un poder paternal, y no el reconocimiento de un derecho por largo tiempo hollado. Transigían de buen grado con todo lo que no cercenase su soberanía absoluta; miraban con buenos ojos cuanto disminuyera el predominio político de la Iglesia, su peligrosa aliada; pero no creían que estaban obligados a realizar una revolución completa. Podaban el árbol, y era fuerza cortarlo de raíz. Por eso sus conatos reformistas fueron generosos, pero inútiles.
De nada servía, por ejemplo, que Carlos III planteara con energía la política regalista, expulsara a los jesuitas, templara los rigores de la Inquisición, protegiera con mano pródiga las letras, las artes y las ciencias, y acudiera solícito a promover el desenvolvimiento de la pública riqueza, si dejaba privada a la nación de toda vitalidad política, conservaba el organismo entero del poder absoluto, dejaba con vida a la Inquisición y mantenía la intolerancia religiosa.
La revolución económica y administrativa era ineficaz, si no la acompañaban la revolución política, la religiosa y la social. Pero ¿cómo habían de acometer éstas los monarcas? Exigir el suicidio a las instituciones es imposible; esperar del poderoso que abandone parte de su dominio es ilusorio; para lograrlo, es menester imponerle la abdicación por la violencia o por el miedo.
Por eso la revolución era indispensable, y la reforma ineficaz y tardía. Los reyes del continente no podían seguir el ejemplo de los de Inglaterra. Su conversión en monarcas constitucionales había de ser fruto de una imposición violenta. Las cartas otorgadas no se hubieran concedido nunca, si el pueblo francés no hubiera llevado a cabo la revolución de 1789.
Pero si esto es cierto, no lo es menos que los reyes filósofos merecen el aplauso de los pueblos, y que sus reinados constituyen una de las páginas más interesantes de la moderna historia. Hay mucho de grato en el estudio de aquel generoso movimiento, debido en unos países a la iniciativa de los reyes, y en otros (en España, por ejemplo), a los nobles propósitos de patricios ilustres, aleccionados por la filosofía enciclopedista y movidos por el santo amor a la humanidad y al progreso, cuyos preclaros nombres deben ser pronunciados con admiración y respeto por los amantes de la revolución.
Entre ellos figuran, quizá en primera línea, los varones insignes a [377] quienes debe España esa brillante página de su historia que se llama reinado de Carlos III. Dignos predecesores de los grandes patricios que fundaron en Cádiz el régimen constitucional, a ellos debemos las primicias de la libertad. Dueños del ánimo recto y nobilísimo de uno de los príncipes que más dignos fueron de la corona, inspiráronle copia tal de benéficas, liberales y sabias resoluciones, que nunca serán bastantes los elogios que a monarca tan insigne y a consejeros tan grandes consagre la posteridad agradecida. Gracias a ellos, nuestra patria comenzó a levantarse de la postración en que la sumiera la nunca bastante maldecida dinastía austriaca; renacieron las ciencias, sofocadas bajo la férrea mano del fanatismo; cobraron alientos nuestra abatida industria, nuestro exánime comercio y nuestra abandonada agricultura; extinguiéronse para siempre las hogueras inquisitoriales, y aquel cadáver que se llamaba España volvió a la vida y pudo prepararse para nuevos y mejores destinos. Los nombres de Carlos III, Floridablanca, Jovellanos, Aranda, Campomanes y tantos otros esclarecidos patricios, deben grabarse con caracteres indelebles en la memoria y en el corazón de los buenos españoles, y sobre todo, de los amantes de la libertad.
Y no hay que condenarlos por lo incompleto de su obra. Si no hicieron más fue porque no era posible. Superior a sus fuerzas era la empresa a que se aplicaron, y realizarla por completo sólo le era dado a la revolución. Harto hicieron con imponer reformas progresivas a una sociedad atrasada e ignorante, dominada por un clero fanático y una inepta aristocracia; harto hicieron con asestar el primero y mortal golpe al poder terrible que había hecho de España un corrompido cadáver; la expulsión de los jesuitas, resolución gallarda y atrevida, apenas creíble y difícil de ejecutar, aun en nuestros tiempos, muestra suficientemente cuánto valían y a cuánto osaban aquellos hombres de Estado, bien superiores a los que hoy, con más elementos y mayores fuerzas, no son capaces de tamañas empresas. ¿Cuál de nuestros pigmeos conservadores o de nuestros raquíticos revolucionarios podrá gloriarse de otro tanto, ni tendrá derecho para tratar de tímidos a los que tal osaron?
No era, por cierto, encogimiento de espíritu o ignorancia del problema lo que coartaba los propósitos de aquellos hombres; era simplemente imposibilidad material de hacer otra cosa. Acariciaban, sin duda, un ideal inasequible: la revolución desde el poder; pero no desconocían la extensión que había de tener la revolución. Animábalos demasiado el espíritu de la Enciclopedia para que en esto pudieran equivocarse; hijos de Voltaire, harto sabían adónde había que dirigirse para extirpar la raíz del mal. La idea de una revolución violenta asustábales sin duda; hombres de ley, preferían la evolución a la revolución, la reforma prudente al trastorno inopinado. Juzgaban posible conseguir de una monarquía paternal el triunfo de la razón y del derecho, sin comprender que el primer obstáculo para [378] lograr tales fines era la existencia de esa misma monarquía mientras fuese absoluta, y que no era dable dejase de serlo de buen grado. Daban, acaso, demasiada importancia al aspecto económico del problema político y menos de la necesaria a su aspecto moral y religioso; pero no ignoraban cuáles eran los verdaderos enemigos de la libertad y del progreso. Su equivocado punto de vista y su falsa posición de revolucionarios legales y pacíficos explican suficientemente sus errores y la escasa eficacia de sus esfuerzos; pero aun reconociéndolo así, hay que confesar que, aunque hubieran querido hacer más, no lo hubieran logrado, en tanto que se mantuvieran en los límites de la reforma legal. Cuando la llaga amenaza convertirse en gangrena, el paliativo es inútil y la necesidad obliga a emplear con mano firme el hierro y el fuego.
Sugiérennos estas reflexiones las importantes Cartas político económicas escritas por el conde de Campomanes al conde de Lerena, ministro que fue de Hacienda en los reinados de Carlos III y Carlos IV. Por una feliz casualidad las ha descubierto y dado a la estampa el infatigable y erudito escritor D. Antonio Rodríguez Villa, a quien tantos servicios debe la historia patria, y el cual las ha encabezado con un discreto prólogo y una noticia biográfica de Campomanes, dignos de su bien cortada pluma. ¿Son auténticas estas cartas? Resuélvase la cuestión por los eruditos. Que el espíritu que en ellas impera y el estilo con que están escritas parecen revelar la mano del insigne autor del Tratado de regalía de amortización, es cosa que apenas ofrece duda. Pero lo evidente es que, a no ser de Campomanes, pertenecen a algún insigne estadista y preclaro patricio de aquellos tiempos.
¿Las dirigió realmente Campomanes al conde de Lerena? Creemos que no. La historieta con que pretende el autor explicar la redacción de las cartas no es tan verosímil ni satisfactoria como fuera de desear, y aparte de esto parécennos escritas con demasiada franqueza y desenfado para ser dirigidas a tan elevado personaje. Es posible que Campomanes, siguiendo una costumbre muy general en su época, adoptase la forma epistolar para exponer sus principios, sin ánimo de dirigir a nadie sus cartas. Confesamos, sin embargo, que en tal caso no se explica que no las publicase. Bien es verdad que pudieron parecerle sobrado atrevidas.
El aparente propósito de estas cartas es combatir los funestos errores del sistema económico que por entonces imperaba en España y proponer otro más racional y justo. Pero el enlace que existe entre todas las ciencias sociales, lleva a Campomanes del terreno de la Hacienda y la Economía al de la política, y le obliga a apuntar, aunque tímida y rebozadamente, sus atrevidas ideas sobre organización política, social y religiosa. No se le oculta a Campomanes que los males de la patria se deben principalmente al funesto sistema que por aquellos tiempos dominaba entre nosotros, y no escasea (si bien [379] bajo veladas formas) sus ataques al absolutismo y la teocracia, ni disimula sus simpatías hacia el régimen liberal y parlamentario.
Maravilla el atrevimiento de que Campomanes hace alarde en varias ocasiones. No contento con reclamar la libertad civil, que él llama preciosísima alhaja y que define, en una verdadera fórmula kantiana, como el derecho que cada ciudadano tiene a obrar según su voluntad en todo lo que no se opone a los de la sociedad en que vive; sostiene abiertamente, si bien con notable cordura, la doctrina del contrato social y hace de la autoridad regia, no una encarnación del poder divino, sino un mero producto de la voluntad nacional, llegando a afirmar que la monarquía es hereditaria porque este sistema es el que menos perjuicios trae a la sociedad, pero que si la experiencia de los siglos demostrase que este método encaminaba la sociedad a su ruina, ésta tendría autoridad por la misma ley eterna para poner remedio. ¿Qué más podría decir el más avanzado demócrata de nuestros días? El mismo derecho de insurrección es defendido con elocuentes frases por el autor de estas notables cartas.
El sistema parlamentario es el ideal de Campomanes. ¡Con qué delectación encomia la Constitución inglesa! ¡Qué mal disimulada simpatía le inspiran la libertad de pensar, de escribir y de hablar que crean (en Inglaterra) hasta en el bajo pueblo un espíritu de confianza e interés mutuo que nosotros apenas podemos comprender! ¡Con qué amor contempla aquella Constitución popular que mueve en los hombres el espíritu de patriotismo, y los interesa particular y generalmente en la causa pública, y aquellos partidos de oposición, principal fuente de la felicidad inglesa! Si por acaso vuelve los ojos a nuestra pasada historia, ¡con cuánta emoción recuerda aquel admirable cuerpo de nuestras Cortes primitivas, merced al cual era nuestra monarquía perfecto organismo compuesto de un rey que manda, unos nobles que aconsejan y un pueblo que concurre a representar o admitir lo que ha de obedecer! Al leer estas páginas, penetradas de espíritu liberal, no podemos menos de sentir viva simpatía y profunda conmiseración hacia aquellos patricios ilustres que con tal claridad veían el remedio de nuestros males y nada podían hacer para aliviarlos; ¡águilas nobilísimas encerradas en la estrecha jaula del absolutismo!
Con tanta circunspección como noble valentía dirige Campomanes sus ataques a la organización eclesiástica. Respetuoso para con el dogma y el culto, pero implacable contra la curia romana y el dominio del ultramontanismo, reclama con enérgico acento prontas y radicales reformas que pongan coto a la ambición y codicia del alto clero, cercenen sus privilegios; devuelvan el perdido prestigio e independencia al clero inferior, restablezcan la primitiva institución del monacato y dejen a salvo los derechos del Estado enfrente de las pretensiones de la Iglesia. Páginas de oro son cuantas dedica a tan vital asunto; rasgos elocuentísimos, frases felices y oportunas, chistes [380] sazonados le inspiran los abusos de esa corte romana, plaza del comercio eclesiástico, nación que, cual ninguna, ha sutilizado para chupar dinero hasta que los soberanos han empezado a no ser espantadizos del rumbón título de urbis et orbis, y en suma, potencia debilísima, despoblada, sin industria y sin comercio. Con terribles acentos combate la perversa división de las rentas de la Iglesia, aborto de las falsas decretales y de la avaricia de la corte de Roma, que tiene trastornado todo el universo; y con vivos colores traza el cuadro sombrío de la dominación eclesiástica, merced a la cual vemos un canónigo con cinco o seis mil ducados y un cura con doscientos o trescientos; un obispo riquísimo y otros padeciendo los rigores del hambre; un eclesiástico en una soberbia carroza, y el triste labrador, que mantiene aquel fausto, en la mayor indigencia y humillación; las paredes de algunos templos vestidas de oro, y los pobres de Jesucristo, templos vivos del Espíritu Santo, desnudos, no sólo de ropa, sino de carne. ¡Aprendan energía y valor en ese lenguaje los liberales de hoy, que todo lo sacrifican, incluso la independencia del Estado y los derechos de los ciudadanos, a las pretensiones de la curia romana y que considerarían escándalo inaudito e impiedad notoria lo que por lícito y razonable tenía un estadista católico del reinado de Carlos IV!
No sale majar librada la nobleza de la acerada pluma de Campomanes. Para él la aristocracia es una idea fantástica, y la verdadera nobleza es la disposición del ánimo a obrar las cosas rectas y generosas, lo cual no comprenderá el pueblo en tanto que vea tributar incienso a un pergamino comido de ratones o a un lapidón con más avechuchos que el arca de Noé. La organización de la justicia, la codificación le parecen también extremadamente defectuosas, y a todas cree necesario aplicar radicales remedios, mal que pese al tremendo cuerpo de los abogados.
De mano maestra hace la crítica del complicado, absurdo, tiránico y dispendioso sistema rentístico que entonces existía, combatiendo con sólidos razonamientos la alcabala, los cuatro unos por ciento, los millones, la sisa, el quinto y millón sobre la nieve, el fiel medidor, el estanco del tabaco, las aduanas interiores y todos los demás insufribles gravámenes que pesaban sobre nuestro desdichado pueblo. Por desgracia, Campomanes no estaba muy versado en los buenos principios económicos, y dominado por los errores de los fisiócratas y por las preocupaciones reinantes en su tiempo, si acertó a señalar el mal, no supo indicar el remedio, y el sistema rentístico que propone no es mejor que el que combate. El impuesto sobre el consumo, la captación directa para costear la dotación del rey, el tributo directo impuesto únicamente sobre la propiedad rústica y urbana, eximiendo a la industria por razones mal fundadas, las contribuciones impuestas a los hidalgos, las contribuciones suntuarias sobre coches y caballos de lujo, perros de caza, escudos de [381] armas nobiliarios, apellidos, armas blancas, libreas de los criados, jardines de recreo, juegos y diversiones públicas, uso del oro, corridas de toros, modas extranjeras, y vagancia, no son en su mayoría conformes a los buenos principios que en estas materias deben regir. La última carta de Campomanes, que es la que contiene este plan rentístico, es, en realidad, el verdadero borrón de su obra.
En cambio es notabilísimo el estudio histórico de los reinados comprendidos entre Alfonso XI y Carlos II (ambos inclusive), que se halla en la carta segunda. Cuatro felices toques bastan a Campomanes para hacer de mano maestra, con imparcialidad y notoria valentía, el juicio crítico de aquellos reinados, en páginas dignas, por su concisión y severidad, de Tácito. A nuestro juicio, esta es una de las más acabadas y valiosas partes de la obra, y la que más disgustos ha de dar a los que todavía se atreven a hacer el panegírico de hechos e instituciones que no fueron, como se cree, glorias de la patria, sino causas eficaces de su total abatimiento y ruina.
Tal es esta obra importantísima, que bien puede considerarse como una de las primeras y más francas manifestaciones del liberalismo español. Con ella adquiere nuevos títulos a la gratitud de la patria esa gran figura que se llama el conde de Campomanes; ella nos muestra hasta dónde llegaba la valentía y nobleza de los propósitos que animaron a los consejeros de Carlos III, poniendo de relieve a la vez el insuperable obstáculo que a su logro oponía la funesta organización política, social y religiosa que entonces cabía en suerte a nuestra patria; leyéndola, aprenderemos a bendecir la memoria de aquellos varones insignes, verdaderos precursores de la revolución, y a odiar más y más el régimen cuyos cimientos socavaron, robusteciéndose a la vez en nuestros pechos el amor a la libertad y el convencimiento del inapreciable servicio que a la humanidad ha prestado la serie gloriosa de revoluciones que la libertaron para siempre de ese conjunto de humillaciones, torpezas e ignominias que se llama absolutismo y teocracia.
Terminaremos felicitando al Sr. Rodríguez Villa por haber dado a la estampa esta notable obra, prestando así verdadero servicio, no sólo a las letras españolas, sino a la santa causa de la libertad.
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Se ha publicado en estos días una novela titulada La Carcoma, original de D. Andrés Cubí Mugiño, anagrama que oculta la persona de un distinguido catedrático de la facultad de Ciencias de esta Universidad, ya conocido del público por diferentes trabajos científicos y una amena narración del sitio de Bilbao.
La Carcoma muestra claramente que su autor no es poeta ni literato. No es el fruto de la inspiración, sino de la reflexión; no es [382] producto de la fantasía o del sentimiento, sino de la fría inteligencia. Es una tesis moral, desenvuelta en forma novelesca; una especie de apólogo en que la moraleja es lo esencial y la narración lo secundario. El autor trata de mostrar que la envidia es la carcoma que roe el corazón de los españoles (y de la humanidad entera, podría decir), y para ello pinta una serie de personas honradas y trabajadoras, vejadas y perseguidas de todos modos por un individuo tan envidioso como holgazán. Como quiera que este miserable utiliza la anarquía producida por la guerra carlista para realizar sus torpes propósitos, no ha faltado quien diga que para el Sr. Cubí la envidia fue uno de los principales móviles de esta guerra, y así parece desprenderse, en efecto, de algunos pasajes de la novela.
Lo negamos terminantemente. Los hechos históricos de tamaña importancia no se deben a causas tan ruines. En todo caso, la codicia, el ansia del pillaje, el amor a la vida errante y vagabunda, el anhelo del poder, la ambición personal, pudieron ser causas secundarias de la guerra, pero la envidia no. Y en realidad las causas fueron pasiones nobles, extraviadas por la perversión de las ideas. El sentimiento religioso, llevado al fanatismo, el culto supersticioso del derecho divino, la adhesión a lo que algunos creyeron legitimidad, el amor a lo pasado, el entrañable afecto a las libertades vascongadas fueron las verdaderas causas de la guerra. Pudo explotarlas, sin duda, la torpe ambición; pero ni es lícito atribuirlo todo a ésta, ni negar los puros, aunque erróneos móviles que impulsaron a los que en defensa de ideas absurdas y falsas, pero sincera y noblemente sentidas, supieron morir en el campo de batalla. Hacer justicia al vencido es obligación del vencedor; y sobre todo, de tales sucesos son más responsables las falsas ideas y las anticuadas e injustas instituciones que los promueven, que los hombres que los realizan.
La Carcoma, discretamente pensada y por lo general bien escrita, carece, por desgracia, de poesía, de movimiento y de interés. Los personajes son figuras frías, aunque bien pintadas; las pasiones no tienen colorido ni relieve; la acción es pobre, lánguida y carece de verdaderas situaciones; hay en toda la obra una frialdad que harto revela que su autor no es poeta. Estimable por la lección moral que encierra, más merece el aplauso del político o del moralista que del crítico literario.
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Debemos mencionar, además de estas producciones, una Historia universal, escrita por D. Juan Ortega, que es un compendio dedicado a la segunda enseñanza, hecho con claridad y buen método, y con arreglo a las ideas filosóficas modernas, narrado con animación y movimiento, pero escrito con cierto descuido, y un nuevo tomo de [383] la Colección de libros españoles raros o curiosos, que contiene dos comedias de Guillen de Castro, y una nueva versión de El Burlador de Sevilla, de Tirso, que no era conocida hasta ahora, y con cuya publicación han prestado notable servicio a las letras los señores marqués de Fuensanta del Valle y D. José Sancho Rayón. El Sr. Pí y Margall ha escrito para este libro un bellísimo estudio sobre don Juan Tenorio, con cuyas apreciaciones estamos completamente conformes.
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Los teatros no han ofrecido otra novedad importante que un drama en tres actos y en prosa, titulado El Doctor Diógenes, basado en el pensamiento de una obra francesa, escrito por los Sres. D. José Zorrilla y D. Luis Pacheco, y representado en el Teatro de Apolo.
Escrita teníamos severísima crítica de esta producción, cuando ha llegado hasta nosotros la noticia de que el Sr. Zorrilla, en la noche de su beneficio, ha leído una poesía en que declara que decae, pero que no quiere caer, y para evitarlo se retira de la escena. Esta resolución, dolorosa, pero conveniente, hija del claro talento del Sr. Zorrilla, a quien no podía ocultarse lo que su buen nombre perdía con producciones como las que últimamente ha dado al teatro, nos impide juzgar su reciente drama. Persevere en sus propósitos el Sr. Zorrilla, goce en calma de la envidiable gloria que le deparó la suerte, y corone dignamente su vida con ese período de reposo a que se entrega el genio, una vez cumplida su misión. Abrumado bajo el peso de su fama, ya no necesita nuevos triunfos, y no debe exponerse a tristes desengaños. Cordura será, por tanto, en el Sr. Zorrilla permanecer tranquilo, disfrutando del singular privilegio, a pocos otorgado, de conocer en vida el fallo de la posteridad y ceñir el lauro de la fama póstuma.
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Terminaron en el Ateneo los debates de las secciones de Ciencias naturales y de Literatura. En aquella pronunció un discreto discurso el Sr. Sáez de Montoya, y un notable resumen el presidente señor Saavedra. En la segunda decayó notablemente el debate por haber terciado en él oradores inexpertos o mal preparados que no supieron sostener la cuestión a la altura debida. Salvo el discurso del Sr. Valera, erudito, ingenioso y ocurrente como todos los suyos, ninguno de los que últimamente se pronunciaron merece detallado juicio, ni siquiera mención, pues el mismo Sr. Campillo estuvo inferior a sí mismo en la última sesión en que tomó parte.
En la sección de Ciencias morales y políticas debemos citar un elocuente discurso del Sr. Rodríguez en pro de las doctrinas [384] individualistas; otro muy notable del Sr. D. José Canalejas a favor de lo que pudiera llamarse socialismo armónico, sustentado por la escuela de Krause, y una brillante improvisación del Sr. Moreno Nieto en contra de ciertas afirmaciones autoritarias del Sr. Canalejas. También ha terciado en el debate un eclesiástico, cuyo nombre ignoramos, que defendió la solución cristiana del problema social en un discurso tan vacío de razones como lleno de imágenes y rasgos declamatorios, que más parecía sermón de Cuaresma que discurso de Ateneo.