Don Manuel Fernández y González, boceto literario por Manuel de la Revilla, 30 setiembre 1878 (original) (raw)

Manuel de la Revilla

< Bocetos literarios >

I

El genio extraviado es como el ángel caído, que aun en las profundidades del abismo conserva restos de su pasada grandeza. Tal es D. Manuel Fernández y González. Arrastrado por su mal a regiones a que nunca debió descender, jamás pierde por completo las grandes cualidades de que le dotó la naturaleza.

Imaginación meridional ardentísima, inventiva poderosa e inagotable, inspiración arrebatada y grandiosa; tales son los dones que engalanan al Sr. Fernández y González. Condiciones tiene para ser uno de nuestros grandes líricos, dramáticos y novelistas; muestras inequívocas ha dado de ello en repetidas ocasiones; pero, por desgracia, circunstancias exteriores por una parte, y defectos propios por otra, han esterilizado tan hermosas cualidades. [243]

La raza española, superior en condiciones artísticas a casi todas, las aventaja también en desidia y en aversión al estudio. Fiado el español en la viveza de su imaginación y en la claridad de su inteligencia, muéstrase reacio a la reflexión y hostil al estudio, y no cuida de perfeccionar y acrecentar por medio del trabajo sus nativas cualidades. Hacemos con nuestras inteligencias lo que con nuestra tierra: las dejamos producir espontánea y libérrimamente sus frutos, sin que un cultivo inteligente mejore la calidad y aumente la cantidad de éstos ni evite las inclemencias del tiempo y los desastrosos resultados de nuestra imprevisión.

Créese el poeta dispensado de estudiar, y burlándose de todo canon estético y de toda regla didáctica, deja a su lozana imaginación en libertad completa, sin reparar que de esta suerte tan fácilmente engendra monstruos como acabadas creaciones. Ignorante por lo general, toma por lo serio el significado que los antiguos dieron al nombre de vate, y juzga que puede adivinarlo todo, sin tomarse el trabajo de estudiarlo. Por tales caminos, fácilmente trueca la fecundidad en dañosa abundancia, la facilidad en incorrección y desaliño, la originalidad en extravagancia, la riqueza de forma en hinchado gongorismo y gárrula palabrería, la inspiración en desordenada inventiva, creadora de monstruos, y la llama del genio en la fiebre de la locura. Así se han perdido y se pierden multitud de lozanos ingenios; así la vaciedad del fondo y la hinchazón culterana de la forma aparecen periódicamente en nuestra historia literaria, como enfermedades endémicas del genio nacional.

Únese a esta circunstancia otra más dolorosa todavía. En España el cultivo de las bellas letras no es una profesión lucrativa. Los españoles aplaudimos mucho a nuestros buenos ingenios, y nos ufanamos de poseerlos; pero rara vez les damos de comer. El que a la profesión de escritor no une la de empleado, político o militar (únicas que son productivas entre nosotros), reúne todas las condiciones necesarias para vivir lleno de gloria y muerto de hambre. De aquí que el que ha de vivir de su pluma tenga que trabajar mucho y de prisa, y harto sabido es que no son éstas las mejores condiciones para producir obras perfectas. Así nacen entre nosotros esos [244] abastecedores al por mayor de casas editoriales y empresas de teatros, que en otras condiciones quizá valdrían mucho, y que, contra su voluntad seguramente, contribuyen con la mayor eficacia a la corrupción de las letras españolas.

He aquí precisamente lo que le ha sucedido a Fernández y González. En otro país hubiera sido un gran escritor; aquí ha contribuido en gran manera a la decadencia de las letras, no sin dejar empero producciones dignas de su genio y merecedoras de fama. Pudo ser nuestro Walter Scott, y ha sido nuestro Ponson du Terrail.

Si a su enorme dosis de imaginación e inventiva hubiera agregado, merced al estudio, igual cantidad de reflexión, corrección y buen gusto, Fernández y González sería el mejor de nuestros novelistas. Nadie le aventaja en invención ni en habilidad para dar interés y movimiento a sus ficciones; pero es inútil buscar en ellas aquel detenido estudio y acabada pintura de los caracteres, de las épocas y de los lugares, aquella verosimilitud y naturalidad, aquella intención moral y aquella discreción y buen gusto que reclama la novela contemporánea.

Émulo de Alejandro Dumas, no ve en la novela otra cosa que la acción, y a ésta lo sacrifica todo. Aglomerar aventuras, buscar efectos, causar sorpresas, hacer desfilar ante el lector sucesos y personajes a cual más extraordinarios, en suma, reproducir bajo formas modernas el libro de caballerías; tal es su objetivo, y tal también el de la funesta escuela que ha fundado entre nosotros. Ni la inteligencia, ni el corazón, hallan goce alguno en obras tales; solamente la fantasía se recrea pasajera y superficialmente con aquella inacabable serie de portentosas aventuras; tal es el fruto necesario de la imaginación entregada a sí misma, y no contrapesada por las facultades reflexivas de la mente humana.

Pero en este género caben lo malo y lo bueno: caben Alejandro Dumas y Ponson du Terrail. A seguir Fernández y González la pauta que se trazó en sus primeros tiempos, hubiera quizá aventajado al primero. Si uniendo el estudio al genio hubiera profundizado en las regiones de la historia, compitiera con Walter Scott y Lytton Bulwer. Obligóle la necesidad a escribir a destajo, y pronto cayó en ese abismo [245] insondable que se llama la novela por entregas, y que hoy se ha convertido en el tomo de a peseta.

Estos bocetos no son sátiras, y por eso queremos dejar en la sombra las páginas tristes de la biografía de los que retratamos. No hablemos, pues, del abastecedor de la casa Manini, del leader de aquella cáfila de novelistas que de tantos engendros poblaron las librerías, creando en la novela un período semejante al que Comella personifica en el teatro. No recordemos esa colección innumerable de libros de caballerías, en que lo mismo se narran las hazañas de los héroes que las proezas de los bandidos, en que fraternalmente se abrazan y confunden Don Juan Tenorio, Lucrecia Borgia, Diego Corrientes y Caparrota, y en que se juntan los resplandores de un genio extraviado, y los delirios de una imaginación que funciona bajo la presión de una docena de editores. No hablemos de eso, no; limitémonos a deplorar que en España no pueda ganar su vida el escritor sin caer al fondo de tales abismos y a lamentar esas caídas del genio, no menos dolorosas que las caídas de la mujer hermosa, y debidas, por lo general, a las mismas causas a que estas últimas se deben.

II

De la inmensa colección de novelas de Fernández y González, algunas (muy pocas) sobrevivirán al olvido en que duermen las demás. El Cocinero de Su Majestad, Martín Gil, Los Monfíes de las Alpujarras; en general todas las de su primera época, merecen lugar honroso en la historia de nuestra novela. Interesantes y movidas en extremo, de invención felicísima, gallardamente escritas, pueden considerarse como las mejores que tenemos en ese género que se llama histórico, y que tal como en España y Francia se entiende, es, como hemos dicho, una transformación novísima de los libros de caballerías. Cualquiera de ellas basta para dar justa fama a un escritor.

Pero no son éstos los únicos lauros de Fernández y [246] González. Sus poesías líricas ostentan no pocas veces aquella grandilocuencia, aquella elevación de conceptos y riqueza de formas que son gloriosos timbres de la célebre escuela sevillana. De su robusta lira han brotado con frecuencia acentos dignos del divino Herrera, y (digámoslo para su gloria); casi siempre han sido consagrados a cantar nobles y grandes objetos, como la patria y la libertad.

Como dramático, digno es también de aplauso. Sin competir con los maestros del arte, ostenta, sin embargo, en sus producciones relevantes cualidades. Siguiendo fielmente nuestra gran tradición clásica; buscando su inspiración en los gloriosos hechos de nuestra historia o en las poéticas costumbres de nuestros antepasados; romántico sin exageración; diestro a veces en la pintura de los caracteres; vigoroso en la de los afectos; no siempre feliz en la elección de asuntos; castizo, enérgico, brillante y pintoresco, sin caer en afectado lirismo en el diálogo, Fernández y González ocupa digno puesto entre nuestros dramáticos. Cid Rodrigo de Vivar y Aventuras imperiales merecen contarse entre nuestras buenas producciones escénicas contemporáneas; singularmente la primera, notable por el carácter del protagonista y por la inspiración de sus castizos y vigorosos acentos, pero inferior a las de Guillen de Castro y Corneille por el escaso acierto con que están tratados el carácter de Jimena y sus amores con el Cid.

Tal es Fernández y González. Sus defectos nacen de la exageración de cualidades no contrapesadas por otras, del escaso cultivo de su ingenio, siempre entregado a su propio albedrío, y de cierta ingénita rebeldía que le lleva a no reconocer ley, ni modelo, ni nada que sea superior a su nativa condición. Sus graves errores, sus enormes caídas, los daños que a las letras han causado, en parte se deben a las mismas causas, en parte también a las circunstancias exteriores en que ha tenido que moverse. El medio ambiente influye tanto en el genio de los poetas como en el desarrollo de las especies.

Mezcla singular de grandes cualidades y grandes defectos, merecedor a la vez de entusiasta aplauso y severa censura, su paso por las letras españolas ha sido como el de la nube tempestuosa que deslumbra con su belleza y juntamente lleva por [247] doquiera desolación y ruina. Cómo ha de juzgarle la posteridad, cosa es que no podemos adivinar. Con respecto a los contemporáneos, de buen grado haríamos con él lo que se propuso refiriéndose a Feijoo: erigirle una estatua y quemar al pié la inmensa mayoría de sus obras.

M. de la Revilla