Manuel de la Revilla, Revista crítica, 15 noviembre 1878 (original) (raw)
Manuel de la Revilla
res instituciones importantísimas, verdaderos focos de la ciencia española: la Universidad Central, la Institución libre de enseñanza y el Ateneo de Madrid, han inaugurado sus tareas en el mes que acaba de terminar, pronunciando los respectivos discursos de apertura los Sres. Martínez Molina, Pelayo Cuesta y Moreno Nieto.
Del discurso del Sr. Pelayo Cuesta nada tenemos que decir, pues se redujo a exponer nuevamente el programa de la Institución libre, que es la libertad absoluta de la ciencia, con separación de todo exclusivismo de secta, escuela o partido. No haremos otro tanto con el discurso del Sr. Martínez Molina, por más de un concepto digno de atención.
Es el Sr. Martínez Molina una de nuestras eminencias médicas, y siendo la medicina una de las ciencias que más han cooperado en nuestros tiempos a la emancipación del espíritu humano, no era mucho esperar del ilustrado profesor que la libertad del pensamiento inundara con sus vivos resplandores el discurso inaugural de que estaba encargado. No ha sido así por desgracia. El Sr. Martínez Molina ha ofrecido una vez más el triste espectáculo (tan frecuente en nuestra patria) de la ciencia, abdicando de su libertad para rendir tributo a las exigencias de la tradición.
Nuestros lectores comprenderán las reservas y límites con que tenemos que proceder en este asunto. Unidos por vínculos de compañerismo al Sr. Martínez Molina, y habiendo de sujetar nuestro pensamiento a rigurosas trabas, no nos es posible entrar de lleno en el examen del discurso que nos ocupa, ni exponer con entera claridad lo que acerca de él pensamos. La sagacidad del lector llenará de seguro las lagunas de nuestro trabajo. [121]
A juzgar por el discurso del Sr. Martínez Molina, hay en este señor dos hombres distintos y no muy bien avenidos: el científico y el creyente. Profundo conocedor el primero, y admirador entusiasta de los descubrimientos y progresos de la ciencia moderna, tiende con impulso irresistible a proclamar los grandes principios del pensamiento novísimo, rompiendo con todas las enseñanzas tradicionales. Pero al llegar a este punto, sale el creyente al paso e impone al científico la sumisión y la abdicación completas. Falto de valor el señor Martínez para optar por uno de ambos inconciliables extremos, pugna desesperadamente por conciliarlos, y sólo consigue demostrar su impotencia, poner de relieve la imposibilidad de tal empresa, amalgamar en absurdo consorcio principios contradictorios y dar, como resultado de sus esfuerzos, una solución que ni a la ciencia ni a la tradición satisface, como acontece siempre con esas pretendidas conciliaciones que sólo representan la abdicación y la deshonra de los elementos conciliados.
El tema aparente del discurso del Sr. Martínez es demostrar la importancia y exponer las numerosas y útiles aplicaciones de la antropología; pero su verdadero objeto es conciliar las enseñanzas de la ciencia y las de la teología, uniendo en fraternal abrazo a Moisés con Darwin. Para el Sr. Martínez, esta monstruosa empresa es hacedera y facilísima. La cosmogonía, la antropología y la geología del Génesis, pueden conciliarse con la cosmogonía de Laplace, la antropología de Darwin y Haeckel, y la geología de Lyell. Basta para ello una regular dosis de ingenio y otra de buena voluntad.
Inútil es decir cuán mal paradas salen de este trabajo de conciliación la ciencia y la fe, singularmente la segunda. El Sr. Martínez sostiene íntegros los principios de la ciencia moderna, desde la unidad y permanencia de la materia y de la fuerza, hasta la descendencia simia del hombre, y le parece indiferente que Dios creara a Adán a su imagen y semejanza, o le hiciera proceder de un mono transformado. La fe religiosa debe contentarse con que el Sr. Martínez otorgue graciosamente al Hacedor Supremo la creación de la materia primera y la del espíritu racional que infundió en el cuerpo de un mono antropoide. ¿Y el Génesis, Sr. Martínez? Su prioridad le vale, y el Sr. Martínez acata su autoridad por ser anterior a la ciencia moderna, pues de otra suerte serían todas sus simpatías para Darwin y Lamarck.
Pero, ¿cómo concilia el Sr. Martínez la creación genesiaca con la geología de Lyell? ¿Cómo la concilia con la cosmogonía de Kant y Laplace? ¿Qué hay de común entre la antropología mosaica y la prehistórica? ¿Cómo se pondrán de acuerdo el Adán de Moisés y el antropisco de Haeckel? ¿Qué papel reservará el Sr. Martínez al Jehová hebraico, si admite la eternidad de la materia, como, dados sus principios, no puede menos de admitirla?
Mas, ¿para qué hemos de seguir en este camino? ¿Qué provecho [122] reportamos de examinar la ingrata tarea del Sr. Martínez? La ciencia la rechaza y la fe también. Si el Génesis es obra divina, hay que aceptarlo en todas sus partes, y nada valen contra él los descubrimientos de la ciencia, porque la ciencia del hombre es humo y polvo ante la palabra de Dios. Y si no lo es, ¿a qué buscar conciliaciones imposibles, logradas a costa de abdicaciones humillantes?
La solución no está en esas conciliaciones. El conflicto que hoy existe entre la tradición y la ciencia, sólo puede resolverse por una demarcación de jurisdicciones, perfectamente indicada por Spencer. Sea soberana absoluta la ciencia en el dominio de lo cognoscible, y resérvese la fe el de lo incognoscible; renuncie la primera a ser teología, y la segunda a ser cosmología y antropología, y la dificultad quedará resuelta. Mientras esto no suceda, la lucha será inevitable, y de nada valdrán esas pretendidas conciliaciones que sólo sirven para humillar a la ciencia, sin satisfacer a la fe.
El discurso del Sr. Moreno Nieto puede, como todos los suyos, dividirse en dos partes, completamente distintas y aun opuestas. La primera es un himno entusiasta a la libertad y al progreso; la segunda destruye el efecto de la primera. En la primera entona, con frases elocuentes, la oración fúnebre del absolutismo y la teocracia, y canta el triunfo definitivo de la libertad; pero después se revuelve airado contra la democracia, y proclama como solución del problema político el constitucionalismo doctrinario, aliado con ese mismo poder teocrático a quien acaba de combatir. La contradicción es el fondo de este discurso, como también de la personalidad del señor Moreno Nieto.
Si los errores filosóficos del Sr. Moreno Nieto provienen de profesar un espiritualismo superficial y anticuado, los políticos y sociales nacen, en primer término, de sus graves equivocaciones en materia religiosa, y luego de su completo desconocimiento de la democracia y de sus aficiones doctrinarias. El Sr. Moreno Nieto, que se tiene por representante de la más elevada ciencia política, no pasa de ser un conservador a la española, o lo que es igual, un reaccionario. Y esto se debe exclusivamente a sus pueriles temores respecto de la democracia y a sus cándidas ilusiones y contradicciones gravísimas en punto a religión.
Así como el Sr. Martínez Molina quiere realizar el imposible de conciliar la ciencia y la fe, manteniendo ambas la integridad de sus principios, el Sr. Moreno Nieto intenta la empresa, no menos imposible, de conciliar a la Iglesia con el liberalismo y la democracia. Y ni uno ni otro comprenden que nada de esto es hacedero sin una abdicación de parte de la Iglesia.
Laméntase el Sr. Moreno Nieto de que la democracia esté fuera de las vías católicas y de que el ultramontanismo (la Iglesia, debió decir) haga la guerra al principio liberal. No negaremos que esto es un hecho lamentable que en el actual estado de la sociedad origina [123] a cada paso gravísimos conflictos; pero, ¿cree el Sr. Moreno Nieto que es posible remediarlo?
La Iglesia, depositaria de la revelación, tiene que afirmar como principio fundamental la intolerancia religiosa con todas sus naturales consecuencias. Si ella posee un dogma, fuera del cual no hay salvación; si es el eco de la palabra divina y la representación de Dios en la tierra; si es depositaria y guardadora de la verdad absoluta; si es sociedad perfecta fundada por el mismo Dios para dirigir la vida del hombre y encaminarle hacia el cielo, ¿cómo ha de considerar lícita la existencia de cultos disidentes y la propagación y enseñanza de doctrinas opuestas a la suya? ¿Cómo no ha de exigir, por amor a los hombres, la persecución de sectas y doctrinas que les arrastran al abismo? ¿Cómo no ha de considerarse superior al Estado y exigir de éste que en todo lo que a la vida moral se refiera, se someta humildemente a su dirección suprema? ¿Cómo no ha de reclamar para sus sacerdotes los privilegios que corresponden a los ungidos del Señor? ¿Cómo no ha de ver en la libertad de cultos, de imprenta y de enseñanza otras tantas abominaciones, en el matrimonio civil un torpe concubinato, en la desamortización un robo, en la abolición de sus privilegios un atropello y en la supresión de su poder temporal un sacrílego atentado? ¿Quién será tan insensato que exija de ella el abandono de sus derechos, la abdicación de su dignidad y el olvido de una tradición de diez y nueve siglos? ¿Quién se atreverá a pedirla que mire con buenos ojos una revolución, que es en su esencia la negación de todo su ideal?
Y de otra parte, ¿cómo han de transigir el liberalismo y la democracia con principios e instituciones que les son abiertamente opuestos? Si el liberalismo y la democracia reconocen, como quiere el Sr. Moreno Nieto, la divinidad del catolicismo, lo declaran religión oficial y prestan su apoyo y protección a la Iglesia, la lógica exige que pongan la vida religiosa, moral y científica bajo la dirección de ésta y que nieguen el agua y el fuego a toda creencia y doctrina que no conforme con la que encierra la verdad absoluta y es la fórmula de salvación para los hombres. La lógica no tiene más que un camino: si el Estado profesa una religión, es porque cree que es la única verdadera; y creyéndolo así, está obligado a practicar en todo su rigor la intolerancia.
Pero el liberalismo (y sobre todo la democracia) creen que el Estado es impotente en materia religiosa y que debe conceder igual libertad a todos los cultos, no sólo porque el hombre tiene el derecho natural de profesar el que se le antoje, sino porque el Estado no puede decidir cuál es el verdadero y cuál el falso. Por consiguiente, el Estado ha de secularizarse por completo, privar a la Iglesia de toda intervención directa en la vida pública y respetar la libertad de la conciencia y del pensamiento en todas sus formas. Podrá, sin embargo, por razones de arte político, mantener el Estado relaciones [124] de protección con alguna Iglesia, costeando su culto y sus ministros; pero esto no supondrá un reconocimiento oficial del dogma de esta Iglesia ni impedirá la libre existencia de los cultos disidentes y la libre propagación de las doctrinas científicas.
Esto es lo que hacen en todos los países la democracia y el liberalismo, y esto es precisamente lo que no puede aceptar la Iglesia sino como un mal que le impone la fuerza de las cosas. Al Sr. Moreno Nieto no le parece bien, reconviene por ello a la democracia y sostiene como fórmula del liberalismo de que es defensor, la existencia de una religión oficial. Enhorabuena; pero, sentado este principio, ¿cómo resistirá a las demandas de la Iglesia, que con lógica inflexible le exigirá el planteamiento de una política intolerante? Y dado esto, ¿dónde irán a parar sus ataques al ultramontanismo y sus himnos a la libertad?
Y es inútil que el Sr. Moreno Nieto bata palmas y se alboroce, soñando con futura conciliación entre la Iglesia y la libertad. Esa conciliación sólo es posible a costa de una abdicación humillante de la Iglesia. Podrá ésta conciliarse con la libertad política, el sistema parlamentario y hasta la democracia y la república. Lo creemos posible, y por eso nos parece absurda la íntima alianza que entre el absolutismo y la Iglesia pretenden establecer algunos fanáticos. Pero la libertad política, la igualdad y el parlamentarismo no son lo único ni lo más esencial en la democracia. Las libertades del pensamiento y de la conciencia le importan tanto o más todavía, y con éstas, créalo el Sr. Moreno Nieto, no puede reconciliarse la Iglesia, a menos de declarar que ha vivido en el error diez y nueve siglos, y de esta suerte echar por tierra miserablemente el prestigio de que goza y la poderosa autoridad que ejerce. Si un partido político o una escuela filosófica no pueden, sin menoscabo de su dignidad, declarar que se han equivocado, ¿cómo quiere el Sr. Moreno Nieto que haga declaración semejante la depositaria de la palabra de Dios?
Razones fáciles de comprender nos impiden examinar en todas sus partes las opiniones que en materia de organización política expone el Sr. Moreno Nieto. Ataques y defensas hay en su discurso que podrían darnos motivo para muchas consideraciones; pero ni a unos ni a otras nos permiten las leyes contestar.
Limitarémonos, por tanto, a señalar los puntos en que convenimos con el Sr. Moreno Nieto, y a rectificar los errores que acerca de la democracia sustenta, no sin adherirnos antes de todo corazón a las elocuentes frases en que condena la causa absolutista, dándola por muerta y afirmando que el triunfo de la libertad es definitivo e incontrastable.
Conformes estamos también con el Sr. Moreno Nieto en afirmar que el liberalismo y la democracia deben aunarse y completarse, y en que la libertad y la igualdad son elementos igualmente necesarios en la vida pública; como en condenar enérgicamente las [125] exageraciones del radicalismo demagógico y las absurdas utopías del socialismo revolucionario en todas sus formas.
Pero no podemos aceptar de igual manera la grave confusión que entre la democracia y la demagogia establece a cada paso el Sr. Moreno Nieto, por más que distinga la democracia que llama socialista de la que apellida liberal. Infiel el Sr. Moreno Nieto en la exposición de los principios de esta última, equivócase profundamente en los lúgubres vaticinios que formula acerca de sus futuros destinos.
No es cierto que la democracia gubernamental y conservadora, nacida en estos últimos tiempos al calor de la experiencia y a virtud de las lecciones de la historia, tenga nada de común con aquella utópica y turbulenta democracia de otros días. Positiva en sus principios como en sus procedimientos, no proclama ya esa democracia derechos absolutos; antes los considera limitados, no sólo por las necesidades de la moral y de la justicia, sino por las exigencias del orden social. Tampoco es exacto que declare guerra a los privilegios de la clase media y a toda distinción y jerarquía; pues si no admite privilegio alguno, en el sentido estricto de la palabra, tampoco aborrece a ninguna clase social, ni niega la debida superioridad y preponderancia a las que por sus virtudes e ilustración merecen dirigir los destinos de la patria y ser verdaderas clases directoras. No reconoce, sin duda, la aristocracia meramente nobiliaria, ni cree que el nacimiento dé derecho a prerrogativa alguna; abre a todos los que sean dignos, vengan de donde vengan, las puertas de la influencia y del poderío; pero ni niega la existencia, eternamente necesaria, de las distinciones y jerarquías legítimas y naturales, ni pretende establecer una nivelación salvaje o una tiranía de las clases populares sobre las demás. Quiere la igualdad en el derecho y ante la ley; suprime las castas y los privilegios; pero abomina la tiranía de los plebeyos tanto como la de los aristócratas.
Reconociendo la necesidad de remediar los males sociales y de estudiar los graves problemas que la organización de la propiedad y del trabajo entraña, dista tanto del sentido estrecho, anárquico e inhumano, que a tales cuestiones lleva el individualismo economista, como de los sueños apocalípticos del socialismo revolucionario. Cree que el Estado, sin menoscabo de ningún derecho ni daño del orden social, puede adoptar multitud de reformas que alivien los males que a las clases obreras afligen, y que no le es lícito encerrarse, por lo que a esto toca, en una punible y criminal indiferencia. Pero dista mucho de tener ese sentido perturbador y demagógico que le atribuye el Sr. Moreno Nieto, el cual debiera poner más cuidado en no confundir con la antigua democracia militante esta democracia nueva que dista de aquella toto orbe, y contra la cual nada valen los argumentos terroríficos y los funestos vaticinios del presidente del Ateneo.
De estos vaticinios nada podemos decir. Sería preciso para ello [126] entrar en un terreno que nos está vedado. Sería preciso descender de la región serena de los principios al campo de la política palpitante, en el cual no podemos penetrar. Pero conste y téngalo entendido el Sr. Moreno Nieto, que si algún día se cumplieran sus tristes pronósticos, culpa sería de los elementos conservadores que se habrían negado a prestar su valioso concurso a la democracia gubernamental. Y tenga entendido también que la democracia gubernamental jamás transigirá con el radicalismo revolucionario, porque está muy curada de la afición a las aventuras, muy aleccionada por la experiencia, y muy convencida de que ninguna organización política puede ser sólida si no se apoya en los elementos conservadores, si no atiende a las necesidades del momento histórico y del país en que se plantea, y si no recuerda a cada paso que el primer interés político, aquel a que todo lo sacrifican los pueblos, y que más debe ser objeto de la atención y cuidado de los gobiernos, es la conservación inalterable de la paz pública y del orden social.
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Escasa en publicaciones ha sido esta quincena. El único libro importante que a la vista tenemos es el primer tomo de la Historia política y literaria de los trovadores, de D. Víctor Balaguer, obra cuya importancia no necesitamos ponderar y de la cual nos ocuparemos más despacio cuando esté más adelantada.
Fuera de esta obra, sólo creemos digno de atención un folleto del conocido publicista D. Felipe Benicio Navarro, que lleva por título: El libro de la Montería es el tratado de Venación de D. Alfonso el Sabio.
Como el autor declara, este folleto se ha publicado con algún retraso, por causas completamente ajenas a su voluntad, y en testimonio de su aserto apela a las personas que conocen la índole de estas causas. Como una de estas personas es el autor de estas líneas, tenemos mucho gusto en complacer al Sr. Navarro y declarar que en efecto, no es él responsable del retraso con que se ha publicado su folleto.
Divídese éste en dos partes. En la primera censura el autor al señor Gutiérrez de la Vega por no haber copiado con fidelidad los Códices en que se contiene el Libro de la Montería, y defiende al señor Lafuente Alcántara de los ataques que le dirigió el nuevo editor de esta obra. Nada tenemos que decir sobre estas censuras, que en general nos parecen fundadas, salvo una de todo punto injusta, que es la siguiente:
En la página 67 del tomo I del Libro de la Montería se lee la siguiente frase: «como quier que es el día del verano mayor que el del yuierno; a en el menos tiempo para correr el monte.» El Sr. Gutiérrez de la Vega sustituye acertadamente la palabra menos con un más, atribuyendo el error a equivocación y mal criterio del autor. Pero al Sr. Navarro no le parece bien corrección tan atinada y dice [127] que bien pudo ser intención razonada del autor tamaño disparate. ¿Quiere decirnos el Sr. Navarro con qué intención razonada puede afirmarse que como los días del verano son mayores que los del invierno, hay menos tiempo en ellos para correr el monte?
Pasa después el Sr. Navarro a examinar prolija y concienzudamente los Códices escurialenses del Libro de la Montería, y sostiene que es el más antiguo el designado como II por el Sr. Gutiérrez de la Vega, fundándose, no sólo en sus caracteres paleográficos y materiales, sino en la forma arcaica de muchas palabras que en él se hallan, que le parecen propias del siglo XIII más que del XIV. Aduce esto el Sr. Navarro para sustentar que los actuales Códices no son originales, sino copias de un original perdido, y que, por tanto, y a juzgar por su estilo y lenguaje, la obra debe ser de D. Alfonso el Sabio y no del Onceno.
El argumento primero, aunque fuerte, no es decisivo, pues el mismo Sr. Navarro confiesa que muchas de esas palabras, propias del siglo XIII, se usaban un siglo más tarde. Más lo es el que se infiere de la comparación del estilo y lenguaje del Libro de la Montería con el de otros trabajos del Rey Sabio.
Veamos ahora cómo contesta el Sr. Navarro a los principales argumentos del Sr. Gutiérrez de la Vega a favor de su tesis de que el Libro de la Montería es de D. Alfonso XI. Eran éstos la mención en varios pasajes de la obra de nombres de monteros de este monarca, las alusiones a la muerte del infante Abomelique en la batalla del Salado, y la carta a Alvar García.
El Sr. Navarro resuelve con harta facilidad estas dificultades. Bien pudieron, en su opinión, llamarse lo mismo los monteros de Alonso X y los de Alonso XI, y bien pudieron ser los monteros Martín Gil y Diego Bravo, los mismos que se citan como muertos en el ataque de Alonso X a Tarifa. Las citas de la batalla del Salado nada prueban, porque el capítulo referente a los montes de Tarifa y Algeciras fue intercalado en la obra en tiempo de Alonso XI. En cuanto a las referencias hechas en la carta de Alvar García a un conde, hijo del Rey, que se supone ser D. Enrique de Trastamara, tampoco prueban nada, pues cuando se escribió la carta era éste demasiado niño para que se le tomase en cuenta para lo que la carta dice, y bien pudo ese conde, hijo del Rey, ser el bastardo de D. Alfonso X, Alfonso Fernández, señor de Molina. A estas razones añade el Sr. Navarro la muy importante de que 46 capítulos del Libro de la Montería (la física de los canes), forman dos libros del Arte de Cetrería de D. Alonso X, códice del Escorial anterior en un siglo a la fecha que asigna al primero el Sr. Gutiérrez de la Vega.
A nuestro juicio, todas estas pruebas no son igualmente sólidas. Por más que diga el Sr. Navarro, es algo raro que los monteros de los dos Alfonsos llevaran el mismo nombre y apellido; es algo aventurada y no bien fundada la afirmación terminante de que el libro [128] de los montes de Tarifa y Algeciras es una interpolación, y tampoco prueba cumplidamente el Sr. Navarro que el conde hijo del Rey, de que se habla en la carta a Alvar García, sea D. Alfonso Fernández, bastardo de Alfonso X.
¿No le parece al Sr. Navarro que muy bien podría ser que tanto él como el Sr. Gutiérrez de la Vega tuviesen razón? ¿No podría ser el Libro de la Montería el Tratado de Venación de Alfonso X, refundido y aumentado por D. Alfonso XI, con lo cual tendrían igual valor las razones del Sr. Gutiérrez de la Vega y las de su contrincante? Acaso esta hipótesis resolvería la cuestión pendiente, que después de todo no importa mucho, pues sea de uno u otro rey, el Libro de la Montería más tiene de curioso que de notable, y no es cosa de que a causa de él peleen con tal encarnizamiento el Sr. Gutiérrez de la Vega y el Sr. Navarro.
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Desde nuestra última Revista acá, los teatros han ofrecido numerosas novedades. Las principales han sido: en la Comedia las producciones tituladas: Sr. D. Lino Guerrero , Madrid, arreglo de don Julián Sánchez, El bastón y el sombrero, original del Sr. Blasco y El hombre propone y Dios dispone; en el Español la comedia de D. José Echegaray Correr en pos de un ideal y el drama Alicia, del Sr. Catalina, y en Apolo La Opinión pública, drama del Sr. Cano.
Ninguna de estas obras merece el aplauso de la crítica. Juguetes ligeros y desprovistos de mérito las representadas en la Comedia, sólo han podido salvarse la primera, merced a algunos chistes y situaciones cómicas exageradas, y la segunda gracias a la fácil y chispeante versificación del Sr. Blasco. En cuanto a la última, murió al nacer. La nueva obra del Sr. Echegaray es una deplorable caída de este brillante y extraviado ingenio; el drama del Sr. Cano es la prueba elocuente del abismo a que puede arrastrar a un poeta de gran talento la imitación de modelos perniciosos y el afán de producir efecto y alcanzar éxito a toda costa; y Alicia es una monstruosidad incalificable, en mal hora traducida por el Sr. Catalina. Son todas estas obras signo infalible de la decadencia en que se halla nuestro teatro, a virtud de la preponderancia que en él ejercen escuelas funestísimas que representan el apogeo del mal gusto y amenazan conducirnos a una época no menos triste que aquella que hizo necesaria y legítima la sátira de Moratín.
12 de Noviembre [de 1878]