Fernando Rodríguez Genovés, María Zambrano (1904-2004), El Catoblepas 27:7, 2004 (original) (raw)
El Catoblepas • número 27 • mayo 2004 • página 7
María Zambrano (1904-2004):
«razón poética» y divinas palabras
La obra de María Zambrano, de quien se conmemora este año el centenario de su nacimiento, compone un sugestivo fresco caracterizado por una linda escritura, un apasionado tono poético y un elevado misticismo. Pero, ¿puede, en rigor, entenderse como una producción intelectual filosófica que está a la altura de su tiempo y del nuestro?{1}
Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los acentos de la tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras que juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos que nadie oye.
G. A. Bécquer, Leyendas
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En 1939, María Zambrano (1904-1991) publica uno de los libros de juventud más programáticos, _Filosofía y Poesía –_el mismo año que ve la luz Pensamiento y Poesía en la vida española–, donde queda definida la línea de puntos que orientará el resto de su obra. Lo escribe con el propósito principal de hacer reconciliar el pensamiento con la poesía, aunque para ello no le importe dulcificar la filosofía platónica y casi neutralizar a su propio fundador, al ser éste justamente uno de los máximos acusadores de la poética en la ciudad. A través de un recorrido portentoso de palabras de gran poder evocador, Zambrano logra que Platón apruebe todo aquello que en realidad denostaba –por lo visto, sólo «en apariencia»–, hasta el punto de convertirlo en un flamante «filósofo poeta», en el que las energías del alma y el cuerpo se funden por efecto de un aliento místico. Sobre esta ensoñadora base se instituye una congregación que promueve el cruzamiento de la filosofía y la religión, una unión que durante la Edad Media y el Renacimiento encarna la esencia de la cultura europea cristiana, a través de sus producciones más sublimes: el arte y la poesía. La filosofía aportó la concepción del amor platónico, que el cristianismo elevó a categoría mística. La Divina Comedia del Dante «realiza ese momento feliz, tal vez no repetido, de unión sin vagas y nebulosas identificaciones, entre poesía, religión y filosofía.» (Zambrano, 1993: 75).
Ese momento de paz y felicidad no dura mucho tiempo, según Zambrano. Con el vibrante ascenso del Humanismo bajo los auspicios de la Modernidad, el saber renuncia a su pasado de ascesis y ascensión, al descubrir un nuevo mundo: la individualidad. Mas, comoquiera que para Zambrano el abrazo entre filosofía y cristianismo había sido tan intenso, su mutua presión no se ve disminuida con el paso del tiempo. El cristianismo aporta a la unión el patrimonio del misterio y el milagro de la creación; la filosofía, el fundamento de lo real. El resultado muestra una refundación de la metafísica: la «Metafísica de la Creación». El tercer vértice del triángulo místico se reserva para la poética, principio inspirador de la pareja inseparable, la razón y la fe:
La metafísica de la creación. Nada más natural que dentro de ella, la creación artística tenga su lugar y aun su lugar central, pues al fin, el acto de la creación es un acto estético de dar forma. (Zambrano, 1993: 78).
El Romanticismo define el momento preciso e incorpora el escenario propicio para que pueda consumarse de nuevo la apoteosis de verdad, creación y belleza. Filosofía y poesía vuelven a igualarse.
No hay descendencia, al no existir contacto físico, mas sí emanación: la conciencia despliega su manto sobre filósofos y poetas, como humus nutriente, donde florecen las categorías de pecado, culpa y claudicación. En este instante, Kierkegaard toma el relevo de Platón. La fenomenología de la angustia sirve ahora de pretexto para anunciar la derrota de la razón moderna y del ideal del hombre como ser autónomo y dueño de sí mismo. El símbolo de la «caída» se interpreta como consecuencia de un existir y un insistir en la soberbia, como efecto de una filosofía arrogante que conduce al hombre a plegarse en sí mismo sin futuro ni salvación: «castillo de razones, muralla cerrada de pensamientos frente al vacío.» (Zambrano, 1993: 87). La poesía «pura» sí supera este trance, gracias a que vive alejada de razones, dominaciones y potestades. Se salva porque se refugia en el «martirio»; «por eso es padecimiento y sacrificio» bajo la protección del «ímpetu divino». (Zambrano, 1993: 89).
Zambrano lleva a cabo unas maneras de apropiación de los contenidos de la filosofía verdaderamente muy sorprendentes. Primero, ha sido la portentosa maniobra efectuada sobre el racionalismo platónico hasta convertirlo en palabra poética y trascendental. No habría aquí, por lo demás, para la pensadora de Vélez-Málaga, violencia interpretativa, sino, si acaso, neta rehabilitación: lo que excusa a Platón de su violencia antipoética, es que, a pesar de todo, estaba impregnado de un designio religioso. Esta circunstancia constituye su salvación. Pues bien, ahora le llega el turno del sacrificio a Kierkegaard. En la nueva faena hermenéutica que se consuma, el filósofo danés pierde gran parte de su fuerza al serle amputados, o jibarizados, sus postulados más notorios, a saber: la libertad, la elección y la decisión; fundamentos, como es sabido, de la teoría tripartita de estadios existenciales de la que es autor. Zambrano en su particular visita a Kierkegaard no le sigue hasta el estadio teológico –en cuyo caso hubiera aliviado sus textos de serias ambigüedades–, sino que en una extraña maniobra de superación, retrocede hacia el estadio estético, aunque asumiendo a la vez la religiosidad y el espacio místico de la conciencia, en un trasunto de suma de contrarios muy hegeliano, cuya noticia, de llegar al buen danés, gran consternación le hubiese producido.
No podemos reclamar, empero, coherencia y responsabilidad, a quien proclama con su elogio poético una liberación de todo género de subordinación a lo real y lo lógico. Tampoco cabe esperar acto de justicia, moral o hermenéutica, porque la poesía no sabe de ella; tan sólo vive de la caridad, «caritativamente». ¿Qué posibilidad de diálogo se nos reserva? La palabra del poeta exige derechos, pero no se ajusta a ningún deber; se debe sólo a sí mismo, como ser deudor y culpable que es. Por este motivo dice Zambrano que el verbo poético es tan profundamente injusto, tan inagotable y tan audaz; quién sabe si también muy culpable: son tantos los misterios... Su derecho –autoproclamado, porque le sobreviene, sin conquistarlo; en la poesía no hay lucha, lección ni violencia– consiste en expandirse más allá de sus límites, si es que los posee (nuevo misterio). Filosofía y poesía se recogen así en el seno de la «Metafísica de la Creación», objetivo más próximo a lo segundo que a lo primero. «En lo que no estarían jamás de acuerdo sería en el método», puntualiza la autora. Y llegados al tema del método, penetramos en el núcleo del conflicto de géneros y de demarcación de campos de saber.
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En el libro Notas de un método (1989), cuarenta años después de Filosofía y Poesía, Zambrano corona en breve sinopsis su vasta obra. Su arranque ya revela el firme propósito de ratificarse en la posición anteriormente defendida:
Ha sido una especie de imperativo de la filosofía, desde su origen mismo, el presentarse sola, prescindiendo de todo cuanto en verdad ha necesitado para ser. Mas lo ha ido consumiendo o, cuando así no lo conseguía, lo ha dejado en la sombra, tras de su claridad. (Zambrano, 1989: 15).
Para Zambrano, la claridad y la distinción del método cartesiano –así como de todo método filosófico moderno– afianzaron la figura del Sujeto en la filosofía, el cual, lejos de aportar luminosidad y plenitud, generó sombra y escisión en la noción del ser humano. El hombre, de esta manera, se separa de sí mismo al querer ser sí mismo y se vuelve contra su propia vida, dando como resultado un cuadro en el que la conciencia y la inteligencia quedan eclipsadas por la enajenante «sombra de la escisión». El Sujeto, eje y palanca sobre los que se afirma la filosofía moderna, es percibido como una realidad incompleta, debido a su quietud y manquedad: es decir, algo rebajado a mero concepto.
Siguiendo una orientación no muy alejada de la filosofía heideggeriana, Zambrano vuelve la mirada sobre el pasado, aquello que denomina «el camino recibido». La imagen que recibe le arrastra hacia las profundidades del ser originario, ese espacio que alberga la comprensión del trágico vaciamiento de la persona y la evaluación de la naturaleza de su estado. El resultado de la búsqueda confirma una doble realidad, a saber: la ausencia del sentir y la presencia de la culpa: «El sentir acusa la pérdida, la acción del sujeto de haberlo dejado perder» (Zambrano, 1989_:_ 89). Tiempo y olvido remiten a un ser aludido, al que se le impele para que responda de su desorientación inductora de pérdida. El sentir acusa, y el aludido se siente señalado. La máxima falta cometida por el hombre, según Zambrano, se debe al ensimismamiento, a su cierre categórico dentro de su fortaleza subjetiva. La cura pasa por el reencuentro con el Otro, lo perdido, el efecto de lo desprendido.
La ruta que asume Zambrano para rehacer el estado decaído del ser humano se distancia visiblemente de la opción racional –demarcación clara entre «saber» y «conocimiento»–, y en su lugar, o quizás impugnándola, apela a lo que no duda en denominar «imaginación suplantadora». Más que de un nuevo método, presuntamente sustitutivo del Método, nos hallamos ante la negación del método como vía de acceso a la experiencia vital, y a su confinamiento en el terreno artístico, poético, paso previo para la plena consagración en el espacio religioso, el «pensar entre lo sagrado y lo divino», y para la penetración en el universo de los «misterios»: en lo que respecta a los verdaderos e íntimos asuntos humanos «raramente se encuentra la palabra, y si se encuentra es por el camino del arte y de la poesía» (Zambrano, 1989: 108). Se impone, en consecuencia, una travesía reservada sólo para iniciados y dispuesta a atravesar la dura prueba del dolor y la melancolía.
En esta procesión y prosecución, en aras del espacio apropiado donde alojarse (el paraíso perdido), sobran las palabras, y mucho más la razón. ¿Qué le queda por hacer a la razón? Zambrano le reconoce un lugar privilegiado en el canto y la música, y una tarea eficaz en el desciframiento de los enigmas que nos separan de la morada nativa: el destino de los jubilados. Poca renta y triste dividendo para la filosofía, que parece saberle a poco a una pensadora como Zambrano, de tal altas miras. La imaginación, mientras tanto, oteando en su «logos sumergido», sólo halla la salida en la «razón poética», mucho más elástica que la filosófica. Más allá de la razón, se vislumbra el abismo del misterio, en el enigmático «otro lado», un espacio vedado a la filosofía:
Y es que la condición originaria, la inocencia primera según algunos filósofos, tal como Nietzsche, perdieron la razón por buscarla. ¿O será el músico, y no el filósofo, el protagonista de la cultura de Occidente?» (Zambrano, 1989: 52).
Con la palabra revelada y la razón perdida, Zambrano asume una travesía que le conduce a la experiencia lingüística del límite, del espacio propicio para la aparición de un sentir esperanzado, del ámbito donde los géneros se cruzan caprichosamente y donde la palabra creadora transita en pos de su recinto: desde la religión hacia el reino que garantice un «vivir literario». Algunos ontólogos españoles contemporáneos han acompañado a la poetisa pensadora hasta esta filosofía-límite para mirar el abismo y apesadumbrarse. Por su pasión por el Espíritu, la «poesía pura», el gusto por la transversalidad y la confusión entre la filosofía y la literatura los conoceréis.
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A la vista de este panorama desasosegante y ambiguo, ambivalente y elástico, no es de extrañar la voluntad, expresada por algunos comentaristas de la obra de María Zambrano, de congeniarla con las tendencias «posmodernas» y «antimodernas» del pensamiento coetáneo, esto es, con las fuerzas hostiles a la razón y con los tratantes de filosofías y demás géneros, próximos a las diversas variaciones del pensamiento débil. Pero no daré yo más pistas que fomenten semejante empresa, pues reservada queda para sus simpatizantes, los cuales han demostrado sobradamente que, si no en ideas, en osadía y desenvoltura son exuberantes. Lo más prodigioso del caso es que su verbo haya fascinado igualmente a filósofos que se dicen herederos del ideal ilustrado de la modernidad. Pero los caminos de la razón, cuando no se desprenden del todo de la fe y el mito, aunque se diga laica, son inescrutables. Me pregunto, además, para qué necesitan algunos la filosofía, si tan incómoda les resulta para abordar lo indecible y por qué no la dejan ser y estar en su lugar, allí donde logró, tras grandes esfuerzos, liberarse de la carga del mito, la poesía y la culpa. Sin ir más allá.{2}
Pero, no. Entre nosotros, han sido muchos, y lo son todavía, los que suspiran por un retorno a la etapa prefilosófica del pensar, o al menos, al momento en que la filosofía trajinaba todavía entre metáforas y parábolas, rimas y leyendas. Este ha sido, por ejemplo, el caso de Juan David García Bacca, erudito postulante de aquello que denomina filosofía edificante:
Y para devolver a la filosofía esta propiedad que en otros tiempos poseyó, cuando no se había separado aún de la poesía y el mito, es preciso que en ella hable el hombre entero y no sólo la inteligencia. (García Bacca, 1964/20003: 16).
La racionalidad moderna, que no puede comerciar con secretos ni misterios, tiene aquí serios interrogantes sobre los que pensar y actuar, pues en la duda, la reflexión y la acción se reconoce su labor; una labor tal vez no suficientemente recompensada ni prolongada.
García Bacca y Zambrano son encuadrados habitualmente, dentro del genérico, multidisciplinar y ambiguo pelotón de «discípulos» de Ortega. Mas ¿por qué el legado de Ortega ha sido, a fin de cuentas y en la práctica, tan ignorado, velado o encubierto, por las generaciones que le han sucedido, algunos de cuyos miembros se proclaman sin rebozo sus continuadores? ¿Acaso no se expresaba con claridad de maestro? Comprobémoslo ahora mismo, para acabar estas líneas y luego seguir pensando:
Lo que no se puede decir, lo indecible o inefable no es concepto, y un conocimiento que consista en visión inefable del objeto será todo lo que ustedes quieran, incluso será, si ustedes quieren, la forma suprema de conocimiento, pero no es lo que intentamos bajo el nombre de filosofía. (Ortega y Gasset 1931/1964: 111).
Referencias bibliográficas
García Bacca, J. D. (1964/2003), Introducción literaria a la filosofía, Anthropos, Barcelona.
Ortega y Gasset, J. (1931/1964), ¿Qué es filosofía?, OC, tomo 7, Alianza Editorial/Revista de Occidente, Madrid.
Zambrano, M. (1989), Notas de un método, Mondadori, Madrid.
— (1993), Filosofía y Poesía, Fondo de Cultura Económica, Madrid.
Notas
{1} Una versión del presente artículo viene incluido como capítulo en el libro La escritura elegante. Narrar y pensar a cuento de la filosofía (Institució Alfons El Magnànim, Valencia, 2004), cuyo autor coincide con quien firma esta sección de El Catoblepas. Una anterior muestra del mismo fue ofrecida en un ensayo más amplio, titulado «Tres filósofos poetas españoles: Santayana, Zambrano y Aranguren», publicado en Teorema. Revista internacional de filosofía, Madrid, vol. XX/1, invierno 2001. Suplemento limbo nº 13, Boletín de la Cátedra «Jorge Santayana» del Ateneo de Madrid, págs. 1-18
{2} Resulta interesante, a este respecto, la lectura del libro de Ana Bundgard, Más allá de la filosofía (sobre el pensamiento filosófico-místico de María Zambrano), Trotta, Madrid 2002, en donde encontramos un testimonio meritorio de estricta lectura crítica de la autora de Vélez-Málaga, circunstancia también muy rara, por poco complaciente para con doña María, y que contrasta con el habitual discurso beato y reverencial que suele ofrecerse de su obra, muy especialmente en estas fechas conmemorativas. En este texto, y entre otros asuntos, Bundgard enfatiza la sorprendente incidencia que lleva a situar a Zambrano bajo la estela de Ortega, como discípula de Ortega, cuando, como se sabe, el maestro no dejó de reprochar las muchas «licencias poéticas» de la pensadora: «Usted quiere estar allí [más allá de la filosofía y del pensar, en la oscuridad del sentir] cuando aún no ha llegado aquí [a la plena compresión de la filosofía orteguiana]». Del a menudo almibarado regusto por el zambranismo se ha llegado a su apogeo en las celebraciones y homenajes múltiples que están teniendo lugar en este año zambraniano (y kantiano, para más abundamiento y gozo de devotos). Un ejemplo, entre un millón, de lo que decimos, puede leerse precisamente en la reseña que escribió en su día María Luisa Maillard García del libro arriba mencionado en Revista de Libros (nº 66, junio 2002, pág. 23) en la que se reprocha a la autora su heterodoxia a la hora de interpretar a Zambrano, autora, dice como curiosa excusa y eximente, inmensamente compleja (Bundgard, por su parte, respondió a su crítica en un número posterior de la misma publicación, nº 70, octubre 2002, pág. 58).