Gustavo Bueno, Vías muertas hacia la democracia participativa, El Catoblepas 29:2, 2004 (original) (raw)
El Catoblepas • número 29 • julio 2004 • página 2
Vías muertas
hacia la democracia participativa
Se suscitan algunas situaciones propias de las democracias parlamentarias
cuya explicación no es sencilla desde la «doctrina» corriente
1. Quienes, al modo fundamentalista, ven en las democracias representativas realmente existentes indudables déficits democráticos, que desempeñan el papel de barreras o de terrenos pantanosos que dificultan o impiden el flujo esperado de una sociedad democrática plena, suelen también intentar, por todos los medios, con su mejor voluntad, abrir nuevas vías que hagan posible la perforación de esas barreras, o el tendido de puentes sobre los terrenos pantanosos; en general, que hagan posible abrir vías nuevas que permitan establecer ese flujo debilitado, desparramado, o incluso interrumpido.
Entre los «interruptores» más señalados de la corriente democrática se cuentan aquellos que tienen que ver con el «déficit de participación» de los ciudadanos en la vida política común. Nos referiremos hoy a dos de esos «interruptores»: la abstención y (para quienes no se abstienen) el sistema de votación mantenido a través de las urnas. Abstención parece ser tanto como interrupción total de la participación del ciudadano en la vida política; cuando la abstención afecta, no a unos pocos, sino a la mayoría, la democracia representativa (se dice) desaparece. Cuando la participación se regula a través de las urnas, en la forma ordinaria, la participación suele considerarse débil, incluso en el supuesto de que la abstención sea minoritaria.
2. No todos están de acuerdo en que la abstención significativa, en unas elecciones, haya de interpretarse siempre como una «catástrofe» de la participación democrática. Cabría interpretar, desde una perspectiva optimista, que quienes se abstienen de votar, no por ello dejan de participar en la sociedad democrática, por ejemplo, a través de los impuestos o del cumplimiento de las leyes y de los reglamentos. Y, sobre todo, mediante su misma abstención: quien calla otorga; y quienes se abstienen de votar no tendrían por qué interpretarse como boicoteadores de la democracia (salvo en los casos en los que la votación sea legalmente obligatoria), sino simplemente como ciudadanos que confían en la minoría votante, a la que atribuirán, por el hecho mismo de votar, un mejor conocimiento de los problemas que están en juego.
En las democracias procedimentales este supuesto se verifica con frecuencia. En una comunidad de vecinos se toman decisiones importantes, muchas veces por la pequeñísima minoría que asiste a las juntas; se supone que los vecinos que no asisten reconocerán tácitamente, sin embargo, las decisiones que adopte la minoría, porque confían en quienes se han interesado por acceder a la junta y «estudiar el caso».
Podría agregarse el argumento de que mucho más catastrófico que la abstención mayoritaria sería para la democracia una participación masiva de los ciudadanos en las elecciones, pero cuyos resultados arrojasen un «empate técnico» en la consulta, o bien, una dispersión máxima de opciones. Aquel empate, o esta dispersión, demostrarían inequívocamente que el «cuerpo electoral» o el «pueblo» carece de una opinión común; y que, en consecuencia, el sistema democrático de decisión, a pesar de la buena voluntad de los electores, no ha funcionado. Será preciso, por tanto, si es preciso tomar decisiones de modo perentorio (por ejemplo, una declaración de guerra), recurrir a procedimientos no democráticos de decisión.
Sin embargo, la interpretación optimista de la abstención es muy dudosa. Si ella tiene cierta aplicación en situaciones propias de simples democracias procedimentales, la tiene muy escasa o nula en situaciones propias de democracias políticas. La participación en las urnas se interpreta, en las democracias representativas, como expresión ordinaria de la misma vida democrática, y por ello esta participación suele considerarse muchas veces, no sólo como un derecho de los ciudadanos, sino también como un deber, y esto sin prejuzgar nada sobre el contenido del voto (que podría ser voto en blanco).
Desde luego, la abstención masiva destruye la estructura misma de las democracias representativas; otra cosa es que se tienda a interpretar ad hoc la abstención, o incluso a explicarla, alegando la influencia de causas o motivos extrapolíticos, por ejemplo, fisiológicos, psicológicos, o sociales (hacía calor excesivo; hubo epidemia; o bien había un importante partido de fútbol o buen tiempo, y entonces la mayoría del cuerpo electoral prefirió asistir al estadio, mirar las telepantallas, o ir a la playa). La interpretación optimista ad hoc, que de hecho se practica ordinariamente en el análisis de las grandes democracias, es gratuita, en la mayor parte de los casos; pero, de todas formas, lo que demostraría es la naturaleza superestructural de las votaciones democráticas. (¿Por qué no interpretar la «conducta disciplinada» del pueblo, en regímenes de dictadura populista, como un excelente indicio de real participación democrática?)
Generalmente se interpreta a abstención mayoritaria (la que tuvo lugar, por ejemplo, en las elecciones al Parlamento Europeo de junio de 2004) como síntoma alarmante de la viabilidad de un proyecto democrático, como pudiera serlo la Unión Europea. Y es interesante (por no decir sorprendente) analizar las medidas que proponen los políticos y los medios de comunicación democráticos (prensa, radio, televisión, es decir, el poder espiritual de las sociedades democráticas actuales, cuyas funciones son equivalentes a las que desempeñaba el clero en las sociedades del Antiguo Régimen). Estas medidas se reducen principalmente a dos: hacer obligatorio el voto o, sobre todo, lograr, a través de campañas de «concienciación» (concientización, decían los más profesionalizados en el asunto), un incremento notable en la participación en las próximas elecciones. Medidas que dan por supuesto que la participación masiva, conseguida de este modo, iría orientada hacia un contenido determinado de los votos, hacia la afirmación de la Europa política y de su Constitución, en el caso que aquí consideramos.
Pero estas medidas «prueban demasiado», porque lo que no está garantizado es el acuerdo entre la formalidad del voto y los contenidos de ese voto. La obligatoriedad del voto no garantiza los resultados esperados (favorables a los promotores de la Unión Europea). Y las «campañas de concienciación» presuponen que quienes se abstienen no son conscientes, es decir, no son «ciudadanos maduros». Pero esto es una simple petición de principio, porque se supone que no son maduros porque se han abstenido de votar favorablemente por la Unión Europea. Es decir, la «doctrina» sólo considerará maduros y conscientes a los ciudadanos que votan en el sentido deseado por quienes preparan las elecciones o el referéndum. ¿Por qué no interpretar la abstención como indicio de que la mayor parte de los ciudadanos conscientes no están interesados por los proyectos políticos de los europeístas? ¿Acaso las campañas orientadas a la participación pueden disociarse del contenido atribuido a esa participación? Supongamos que la participación en el referéndum previsto sobre la Constitución europea fuese masiva, pero que los votos emitidos fuesen contrarios, también masivamente, a esa Constitución europea. ¿Cabría hablar entonces de falta de madurez democrática?
3. Quienes consideran como déficit de la democracia representativa el sistema de votaciones cuatrianuales o quinquenales, confiarán en que el desarrollo de las nuevas tecnologías, de internet en particular, podrá corregir este déficit y neutralizarlo prácticamente.
Cuando la mayor parte de los ciudadanos que constituyen el cuerpo electoral, dicen algunos, tenga acceso a internet, y lo utilice regularmente, podremos pensar en la posibilidad de una «participación democrática continua», análoga a la participación en el mercado continuo de la Bolsa. Día a día, incluso hora a hora, el cuerpo electoral podrá manifestar su opinión, no ya a través de las urnas, pero sí a través de las pantallas. El «pulso cotidiano» de la democracia, sus tendencias y su evolución, podrá ser registrado con fidelidad cada día y cada hora. Internet creará la nueva vía a través de la cual se recuperará en las sociedades modernas, constituidas por millones de ciudadanos, la democracia directa propia de las asambleas del ágora de las sociedades antiguas, cuyo cuerpo electoral no alcanzaba siquiera un décimo de millón de ciudadanos.
La cuestión se plantea en el momento de interpretar el significado democrático de esta supuesta participación masiva y cotidiana de los ciudadanos en los asuntos de la república. Caben considerar estas dos alternativas: o bien la participación a través de internet toma la forma de un «voto-urna», es decir, de un voto afirmativo, negativo o en blanco; o bien la participación incluye una explicación del voto, o una propuesta nueva, es decir, adquiere el formato de un «voto-informe».
¿Qué se habrá ganado con la participación continua mediante el voto-urna por internet? Muy poco, porque esta forma de votación sigue encubriendo los motivos del voto. Y estos motivos no tienen nada que ver con la libertad de juicio del elector, porque un voto sólo podrá ser considerado como libre si está fundado en un juicio maduro sobre el asunto sobre el que se vota, y no simplemente la influencia de la autoridad de quien propone los contenidos del voto o los defiende. Supongamos una votación sobre el trasvase del Ebro. Sólo quien ha profundizado en las razones económicas, hidrológicas, agrícolas y sociales del trasvase o de su cancelación puede ofrecer un juicio maduro, es decir, participar verdaderamente en el proyecto. Todos los demás votarán según el marco desde el cual suelen ir a las urnas: si son aragoneses, catalanes o de izquierdas, votarán no; si son murcianos, o valencianos, aunque sean de izquierdas, votarán sí. ¿Cómo hablar de libertad de voto en la formación de una decisión que es casi ciega, como fundada en motivos puramente externos al asunto de que se trata? Quien se cree más libre en el momento de formular su voto («yo voto que no al trasvase, porque veo muy claro el sentido de mi voto») es quien menos libertad tiene; la claridad que acompaña su juicio se refiere a la evidencia de que debe ser fiel a sus siglas o a sus juicios indoctos. El incremento del número de votos, en este supuesto, no hará más sino aumentar la algarabía que no añade ni un ápice a la participación democrática.
Y si el voto es «voto-informe», será preciso un escrutinio minucioso: por ejemplo, en un cuerpo electoral de treinta millones, y supuestos mil grupos de escrutinio y evaluación que procesasen mil votos diarios, tardarían un mes en el escrutinio, lo cual no es excesivo para un asunto no demasiado perentorio. Lo que sí es insalvable es decidir, una vez clasificados y valorados los contenidos de los votos-informe, una resolución, también razonada, puesto que aquí no tiene sentido contar, y aún dejando de lado la cuestión de los sesgos de las clasificaciones. Al final habría que recaer de nuevo en la autoridad de los expertos.