Luis David Bernaldo de Quirós Arias, El comunismo genera hambre, El Catoblepas 32:14, 2004 (original) (raw)
El Catoblepas • número 32 • octubre 2004 • página 14
Luis David Bernaldo de Quirós Arias
De los agricultores soviéticos y el judío Carlos Marx
Cuando el 12 de abril de 1961 Yuri Gagarin dio el primer vuelo orbital terrestre, Nikita Kruschef pronunció un discurso elogiando la memorable hazaña del comandante Yuri. Aprovechó la ocasión para instar a los campesinos a mejorar la producción agrícola trabajando la tierra, imitando la hazaña del cosmonauta para que los logros no fueran sólo espaciales.
Nikita, el hombre del zapatazo en la mesa en la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1960, inconsciente e involuntariamente estaba descubriendo una paradoja del comunismo: a un éxito espacial, se oponía el fracaso de lo más esencial como es alimentar al proletariado.
En los estados totalitarios marxistas, mediante una poderosa policía se puede controlar y someter a los trabajadores del martillo, pero a los de la hoz no es tan fácil. Los campesinos tienden ansiosamente a poseer la tierra que cultivan y se oponen con todas sus fuerzas a la socialización.
Cuando en la antigua Unión Soviética se obligaba al campesinado a entregar sus tierras al Estado, los labradores recurrían a una especie de resistencia pasiva como era cultivar la tierra con lentitud y ocultar las cosechas. Esta actitud trajo como consecuencia que Rusia, de ser en otros tiempos una de las naciones que más cereales exportaba, pasase a ser, con la colectivización, uno de los países que más cereales importaba, especialmente de los EE. UU.
Son muchos los puntos flacos del comunismo pero, quizá, su tendón de Aquiles sea la planificación agrícola que trae como consecuencia el racionamiento, la escasez y el hambre. Estas realidades incuestionables hacen que resulte una farsa la afirmación de que el marxismo sea, entre otras cosas, un sistema económico que sirve para alcanzar el progreso o «el porvenir radiante de la humanidad».
Las promesas del comunismo, perennemente incumplidas y aplazadas, aún siguen cautivando. Después de la II Guerra Mundial se crearon en la URSS los «planes quinquenales». El primero de ellos, 1946-1950, prometía «crear una abundancia de artículos de consumo», especialmente víveres.
Poco tiempo después, en 1953, el Comité Central del PCUS también prometió lo siguiente: «en los dos o tres años venideros, nuestro país tendrá abundancia de carne, leche, mantequilla, huevos y otros productos». Más tarde, en 1957, se sigue alardeando. Por aquel entonces Kruschef decía que los soviéticos rebasarían a los EE. UU. en producción de comestibles: «¡Veremos quién come mejor!», decía.
Las promesas seguían y seguían. En 1962, todavía seguía teniendo la cara dura de jactarse de que la agricultura de la URSS, esta vez para 1970, «dejaría atrás a la de EE. UU.».
Como la agricultura no mejoraba después de tantos años de colectivización, a la Unión Soviética no le quedó más remedio que aprovisionarse en el mundo capitalista, ya que las colas seguían siendo largas: la calamidad agrícola continuaba.
Por los años 60 del pasado siglo XX, la planificación estatal ordenó, de forma obsesiva, el cultivo del maíz y el aprovechamiento de las «tierras vírgenes». Los jefes de las granjas, como tenían que obedecer ciegamente las órdenes del partido, ordenaron la siembra del grano en miles y miles de hectáreas que eran más aptas para otros cultivos. En muchas de aquellas hectáreas, el maíz se helaba. El desastre fue notorio, pero no público.
El aprovechamiento de las «tierras vírgenes» fue no menos calamitoso que lo anterior: se intentó producir trigo en las inhóspitas y vastas llanuras de Siberia. No hace falta pensar mucho para saber el resultado.
Al noble pueblo ruso, ante tanto engaño y mentira, sólo le quedaba la chanza y el chascarrillo. Ejemplo. En uno de los muchos mítines de propaganda del partido, un trabajador pregunta al mitinero: «¿Qué quiere decir el término caos?» El orador responde: «No estoy autorizado para hablar de agricultura.»
Más ejemplos. Un jerarca soviético dice con jactancia, orgullo y prepotencia que «pronto será comunista todo el mundo». Un trabajador le pregunta: «En tal caso, ¿dónde podremos comprar alimentos?»
Discretamente un ruso le pregunta a otro: «¿Cómo ves el país?» El preguntado responde: «Mejor que el año próximo.»
Preguntado un ruso sobre si hay economía planificada, responde: «En efecto, cuando falta el jamón faltan también los huevos y otras cosas.»
Preguntaban también si el comunismo se podría construir en Liechtenstein: «no, porque es un país demasiado pequeño para una desgracia tan grande.»
Otro: «Anuncio: cambio apartamento lujoso, cuatro habitaciones, contra agujero en el muro de Berlín, perforado en un buen sitio.»
Cuando empezó la forzosa colectivización el campesinado, desesperado, prefirió sacrificar el ganado antes que entregarlo al Estado. Prendieron fuego a cuadras y graneros y quemaron cosechas. También mataron a centenares de agentes del gobierno.
La hambruna llegó a su punto más álgido en 1932-33 cuando los oprimidos agricultores sólo cultivaron lo imprescindible para su propio sustento.
En los años 1921-1922, época de Lenin, a quien el premio Nobel de Literatura Iván Alexéievich Bunin calificaba como «aquel imbécil moral congénito», también se había sufrido otra hambruna gigantesca por los mismos motivos: requisas y embargos de trigo a los campesinos sin compensarles con nada a cambio. El estraperlo surgió inevitablemente, a lo que respondió el régimen con una represión brutal.
Bien es cierto que, mientras la hambruna stalinista no fue reconocida, la leninista sí lo fue: el propio Gorki formó una comisión de ayuda humanitaria y el futuro presidente de los EE. UU., Herbert Hoover, hacía campaña en su país para conseguir ayuda alimentaria para la Unión Soviética.
«En esta época, 1921, la serie de medidas políticas etiquetadas retrospectivamente Comunismo de Guerra se estaba abandonando en beneficio de la Nueva Política Económica (NEP), que legalizó el mercado negro que alimentaba a las ciudades, aunque no sin problemas. El resultado neto del Comunismo de Guerra fue la destrucción de la base industrial y la peor época de hambre que conoce la historia europea.» Koba el Temible, Editorial Anagrama 2004, página 38.
Ante las protestas y la grave situación del campesinado, Stalin hizo una única concesión: permitió a los agricultores labrar una minúscula parcela (un cuarto de hectárea) y consintió que poseyeran unos pocos animales. El resultado fue tan productivo que se hizo la vista gorda y quedó permanentemente establecido.
Pero, claro, esto trajo otro problema: los campesinos de las granjas colectivas (koljoses), dedicaban más tiempo a sus parcelas privadas. En las granjas estatales trabajaban con actitud pigre. A tal efecto, aparecía en el periódico Komsomolshaya Pravda, en 1962, un comentario relacionado con estos problemas. Decía así:
«Es más fácil suprimir el anofeles (el mosquito transmisor del paludismo) que el virus del individualismo, el incorregible culto a la propiedad.»
Pero la realidad era que millones y millones de rusos se alimentaban gracias a estas huertas cultivadas individualmente mediante la venta privada de los productos.
No cabe duda que se puede dirigir o explotar una fábrica, una mina, &c., a través de órdenes recibidas desde arriba. Pero, ¿la agricultura? Creemos que no, porque son muchas las decisiones que hay que ir tomando sobre la marcha: hay que ver cómo está el terreno para ararlo o no; hay que saber si se puede abonar o no y qué clase de abono hay que emplear; hay que saber la humedad de la tierra en el momento determinado, &c., &c. El campesino conoce todo esto y más: sabe si es más rentable sembrar un producto u otro, mientras que el comisario no hace más que obedecer rígidamente lo mandado. Así sucedió cuando se dio la orden de «sembrar maíz en macizos cuadrados»: los burócratas del partido cumplieron la orden aún sabiendo que en zonas determinadas era mejor sembrarlo en hileras.
A pesar de que la colectivización y los planes quinquenales no funcionaban, los jerarcas rusos seguían con sus objetivos revolucionarios de producción que eran, como casi todo en el marxismo, contrarios a la realidad. El propio Kruschef reconocía que los agricultores entregaban a los almacenes del Estado «barro, hielo, nieve y cañas sin trillar».
Además había otro problema: la colectivización resultaba costosísima. Los verdaderos ejércitos de fiscalizadores del PCUS, administradores, inspectores, revisores, guardas, el papeleo burocrático, &c., &c., lo ponían de manifiesto.
Todo esto no trajo más que de distorsiones sociales propiciadas por la falta de estímulo de los productores agrícolas y, consecuentemente, tasas bajísimas de crecimiento.
El propio Gorbachov reconocía en Moscú el 3 de Julio de 1990 que la situación económica en la URSS era «siniestra y contraria al progreso».
El comunismo no se da cuenta de que la solución de muchos problemas sociales consiste en dejar interactuar los intereses legítimos de los ciudadanos y que, cuando se violentan dichos intereses, surgen los desastres: aún hay quien cree ciegamente que el proteccionismo estatal incrementa la demanda de productos y que el nivel salarial de los trabajadores aumenta. Error craso. Estos de la ceguera voluntaria, comunistas de salón, de buen vivir, de viajes, de conferencias, charlas, firmantes de manifiestos, &c., siguen aferrados a una serie de principios dogmáticos bajo los cuales ven toda actividad. Ni el carácter totalitario del régimen comunista, ni la archidemostrada constatación de la falta de libertad, hacen que caigan del caballo camino de Damasco. No aprenderán nunca que sustituir la libertad por la coacción y la organización natural humana por la artificial, llevan a la Humanidad al hambre y a la miseria, como quedó demostrado en la URSS y como está demostrado en Cuba y en Corea del Norte.
Y para terminar, un dato curioso y paradójico que, junto con el pacto nazi-soviético, parece haber sido borrado de la Historia: la financiación por parte de la banca judía de la familia Rothschild, a Kissel Mordekay (verdadero nombre de Karl Marx) mientras escribía el Manifiesto Comunista. Dicha familia Rothschild también dio posteriormente ingentes cantidades de dinero a Leon Bronstein (Trotski) para financiar la revolución bolchevique. Los cheques de los pagos efectuados se conservan en el Museo Británico en la Biblioteca Nacional de Londres.
A tal efecto, en la prensa judía de Octubre de 1917 se podía leer: «A la cabeza de la Revolución Bolchevique iban los alumnos de la escuela Rabínica.» En 1848, año de la publicación del Manifiesto Comunista, el propio Carlos Marx escribía una carta al rabino Baruch Levi: «En esta nueva organización de la Humanidad, los hijos de ISRAEL, esparcidos por todos los rincones de la tierra se convertirán en todas partes, sin oposición alguna de la clase dirigente, sobre todo si consiguen colocar a las masas obreras bajo su control exclusivo. Los gobiernos de las naciones integrantes de la futura república Universal caerán, sin esfuerzo en manos de los ISRAELITAS, gracias a la victoria del proletariado. La propiedad privada podrá entonces ser suprimida por los gobernantes de la raza JUDÏA, que administrarán en todas partes los fondos públicos. Así se realizará la promesa del TALMUD, según la cual, cuando llegue el tiempo del Mesías, LOS JUDÍOS POSEEREMOS los bienes de todos los pueblos de la tierra.»
Esta carta fue reproducida en Junio de 1928 en la Revue de París, así como en la obra del historiador sueco H. V. Heekelingen, Israel, su pasado, su futuro, autor también de El orgullo judío.