Carlos Blanco Escolá, Réplica a un militar fascista, El Catoblepas 35:11, 2005 (original) (raw)

El Catoblepas, número 35, enero 2005
El Catoblepasnúmero 35 • enero 2005 • página 11
Polémica

Carlos Blanco Escolá

Réplica al artículo de Francisco Alamán Castro

Acabo de enterarme de que, hace algunos meses, un coronel que dice llamarse Francisco Alamán Castro me ha dedicado un comentario en las páginas de El Catoblepas (nº 29, pág. 13), que constituye un zafio ataque personal, y que, evidentemente, no persigue otro objeto que el de desacreditarme, como militar y como historiador. Las acusaciones se centran sobre todo en mis supuestas limitaciones intelectuales y culturales, para llegar a la conclusión de que mis obras publicadas sobre Franco y la Guerra Civil ofrecen un nivel muy bajo. Considero, desde luego, que este militar tiene todo el derecho del mundo, como cualquier otro ciudadano español, para defender sus opiniones en torno al denominado Caudillo y la contienda desarrollada entre 1936 y 1939, que para eso vivimos bajo un régimen democrático; pero a lo que no tiene derecho es a recurrir a las injurias y calumnias, a las infames falsedades, cuando se propone descalificar a quienes piensan de forma distinta que él. En definitiva, queda meridianamente claro que no ha encontrado otros argumentos para hacer valer sus tesis que las burdas mentiras y el deleznable ataque personal, propio todo ello de quienes se hallan plenamente identificados con el fascismo.

Comienza afirmando el mendaz añorante del franquismo que, dadas mis limitaciones para el estudio, tardé nada menos que cinco años en ingresar en la Academia General, cuando lo normal es que se tardara sólo tres; lo cierto es que yo solamente acudí a las convocatorias de 1953, 1954 y 1955, logrando el ingreso en esta última y dejando, de paso, constancia de mi nivel de preparación, al obtener la más alta puntuación de mi tanda en la prueba más difícil de matemáticas. Miente de nuevo Alamán al decir que yo tuve que repetir curso en tres de los cuatro años de la carrera; y miente porque yo aprobé legalmente y a la primera el cuarto y último curso en julio de 1959, sin haber repetido anteriormente ninguno. Ocurrió, sin embargo, en aquellos días finales del último curso, ya en la Academia de Caballería, un hecho lamentable del que salí gravemente perjudicado, y que, por diversas razones, merece la pena recordar aquí.

Con la euforia propia de la finalización de los estudios académicos, algunos de los denominados alumnos galonistas se habían tomado ciertas libertades que el capitán de cuartel no juzgó admisibles, procediendo al arresto de los infractores. Como represalia, los citados galonistas organizaron un acto de protesta contra el capitán, que consistiría en guardar un absoluto silencio durante la cena, que él estaba encargado de vigilar; el capitán respondió a esta protesta dando parte al comandante de servicio, y todos los alumnos (los de las promociones 14 y 15) fuimos castigados, a las doce de la noche, a un denigrante paso ligero, portando el fusil reglamentario, en el patio de armas de la Academia. Se nos trató, entonces, a quienes paradójicamente ostentábamos el título de «caballero» y llevábamos la estrella de oficial en el uniforme, como a unos vulgares soldados mercenarios de la época absolutista, anterior a la del liberalismo y los ejércitos de los soldados ciudadanos... Así se las gastaban en el despreciable y fascistoide régimen franquista. Ninguno de los supuestos «caballeros» de las promociones 14 y 15 se atrevió a formular la más leve reclamación; pero el capitán de cuartel, con todo, no se consideró desagraviado, y consiguió, actuando de forma miserable y rastrera, con la aquiescencia del director del centro, que cuatro alumnos, ajenos a la organización de la protesta de los galonistas, tuviéramos que permanecer en la Academia un año más, aun con el curso legalmente aprobado. La amordazada prensa franquista, por supuesto, se guardó muy mucho de reflejar este lamentable episodio en sus páginas.

Hoy estoy plenamente convencido de que, bajo el actual régimen democrático, nadie se hubiera atrevido a cometer el canallesco atropello que sufrimos los cuatro alumnos injustamente castigados, mientras quedaban libres de todo castigo los verdaderos culpables; y, cada vez que pienso en ello, me dan ganas de gritar con todas mis fuerzas: «¡Viva la democracia!, ¡mueran las dictaduras fascistas!» Mi disgusto es todavía mayor, al recordar que, por aquella época de manifiesta corrupción, muchos de los que ingresaban en la Academia lo hacían con trampas, recibiendo muy diversas ayudas bajo cuerda, sin tener ocasión de demostrar, como yo lo había hecho, los méritos suficientes para merecer el aprobado en el examen de ingreso. Quienes se aprovecharon de la corrupción reinante, por otra parte, no sólo se agarrarían con fuerza a los derechos tan inicuamente adquiridos, sino que además, como es fácil suponer, se convertirían en los más firmes defensores del régimen franquista, al que ensalzarían, incluso, después de su desaparición, oponiéndose manifiestamente a la instauración de la democracia.

Tras concluir mi estancia como alumno en la Academia, fui destinado, en diciembre de 1960, al grupo ligero blindado del tercer tercio sahariano de la Legión, donde permanecí hasta el verano de 1964. Unos cuantos meses antes había finalizado la guerra de Ifni y Sáhara, y muchos de los que en ella habían participado, que seguían prestando sus servicios en las unidades saharianas, me pusieron al corriente de la ridícula y desastrosa actuación del ejército franquista, en las que fueron las únicas operaciones militares por él afrontadas a lo largo de la ominosa cuarentena; mis informadores solían referirse a la guerrita de Ifni-Sáhara con el nombre de «la guerra de Gila» (para más detalles pueden consultarse las obras en que contemplan el tema algunos militares como Amadeo Martínez Inglés y mi querido amigo Gabriel Cardona).

Afirma el mentiroso Alamán Castro que nunca estuve destinado en «unidades de élite» como la Legión; es claro que sí lo estuve, y guardo, por lo demás, un gratísimo recuerdo de los muchachos que bajo mi mando realizaron decenas de patrullas por las fronteras saharianas de Marruecos, Argelia y Mauritania, venciendo las dificultades de aquel inhóspito territorio con los limitados medios que el tercermundista ejército de Franco nos proporcionaba; un ejército, en realidad, organizado para llevar a cabo la exclusiva misión del gendarme, para respaldar el ilegítimo gobierno franquista, manteniendo a raya a la población. En la «guerra de Gila», el único episodio bélico en que tuvo ocasión de participar, dio la medida de sus posibilidades.

Me acusa también el falaz Alamán de no haber ocupado, prácticamente, otros cargos en el Ejército que los desempeñados en los servicios de Cría Caballar... Lo cierto es que, de mis 28 años de militar en activo entre 1960 y 1988, cuando pasé voluntariamente a la reserva, sólo 6 de ellos transcurrieron en los referidos servicios, lo que representa, por ejemplo, menos de la mitad del tiempo que ejercí como oficial de la Legión y como profesor de la Academia General Militar; el resto de mis destinos militares corresponden a los regimientos de Farnesio y Numancia, el grupo blindado de Gerona, la Policía Nacional, el Instituto Politécnico y los campamentos de reclutas de Córdoba y Vitoria. Por tres veces presté mis servicios en el País Vasco, siempre en circunstancias difíciles, desempeñando, entre otros y durante dos años, el cargo de jefe de la Yeguada Militar de Marquina (Vizcaya). En los años que pasé en el País Vasco, por cierto, no tuve ocasión de verle el pelo por allí al esclarecido patriota y esforzado mílite, señor Alamán... Ni siquiera tengo noticia de que participara en la única campaña militar emprendida durante el franquismo, «la guerra de Gila». Este Napoleón de vía estrecha, este mariscal Montgomery de andar por casa, no ha ganado, desde luego, ninguna batalla, ni tampoco la ha empatado, porque el inoperante ejército gendarme forjado por Franco no ha dado lugar para ello; pero, al menos, podría haberse esmerado un poco en perfeccionar su cultura militar, para evitar hacer el ridículo públicamente, como lo ha hecho con el artículo enviado a El Catoblepas que estamos comentando.

En el mencionado artículo, además de lanzar contra mí unas cuantas acusaciones falsas, dejando así en evidencia su catadura moral, el señor Alamán se limita a repetir como un papagayo todas las fábulas y sandeces que han propalado durante décadas los grotescos hagiógrafos de Franco y los falaces propagandistas del franquismo; no es capaz de apartarse de las premisas que manejan semejantes autores, y critica el contenido de mis libros «tocando de oído», aprovechando lo que otros han escrito. El caso de Alamán, por lo demás, no es precisamente una excepción; abundan los que, como él, carecen de ideas propias e inquietudes culturales, tras haber sufrido un embotamiento del cerebro, como consecuencia de su identificación con el régimen franquista. Con la insensatez propia de los ignorantes, llega incluso a declararse ferviente admirador de los militares africanistas, esa «banda de bárbaros, irresponsables y corruptos», según la autorizada opinión de Stanley Payne, que para defender sus privilegios, sus intereses particulares, provocaron la pavorosa tragedia de 1936, la cual iniciaron con el vil asesinato de los honestos militares que se negaron a traicionar al legítimo Gobierno de la República.

Uno de los más destacados miembros del grupo africanista, José Millán Astray, que en la primera etapa de la Guerra Civil ejerció como jefe de la propaganda de Franco, se atrevió a gritar, el 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca: «¡Muera la inteligencia!». Y, para rematar su «brillante» actuación, añadió que el fascismo era el remedio de España. Algunos años antes, el insigne intelectual don José Ortega y Gasset había advertido que, con el fascismo, había aparecido un tipo de hombre que no quería dar razones ni pretendía tener razón, mostrándose tan sólo resuelto a imponer sus opiniones a toda costa. «He aquí lo nuevo –concluyó el maestro–, el derecho a no tener razón, la razón de la sinrazón.» Resulta, en verdad, bastante explicable que el señor Alamán se considere un rendido admirador de los africanistas.

La sinrazón de Alamán sale sobre todo a relucir cuando trata de denigrarme con sus estúpidas falsedades. Tras acusarme, mintiendo con increíble desfachatez, de no haber desarrollado, apenas, en el Ejército otras actividades que las que corresponden a los servicios de Cría Caballar, se permite añadir que no he realizado ningún curso importante relacionado con las materias propiamente militares... La realidad es que sí realicé alguno, por ejemplo, el de jefe (comandante) en el que participamos miembros de tres promociones, y tuve el honor de alcanzar el número uno, en las pruebas previas, teóricas y prácticas, que se desarrollaron durante una semana. Dichas pruebas no incluyeron tema alguno relativo a la cría caballar, abarcando, en cambio, las materias de táctica, logística, organización, mando, topografía, armamento, tiro, carros de combate, transmisiones, &c. No se explica, verdaderamente, cómo, en mi condición de mero especialista en cría caballar, pude obtener el éxito en esos exámenes. Tal vez me iluminara el Espíritu Santo... En todo caso, creo oportuno aclarar que he efectuado «cursos», mucho más importantes, en el ámbito civil, en la Universidad española, donde culminé, superando los cinco años de estudios y aprobando 28 asignaturas, mi carrera de Historia. Quiero resaltar, por lo demás, que todos los datos que aporto sobre mi persona en esta réplica, no son sólo rigurosamente ciertos, sino también fácilmente verificables; al falsearlos, Alamán se muestra como una persona que delira o como un vulgar farsante, aunque me inclino a pensar que su forma de comportarse obedece a su condición de fascista puro y duro. (Afirma incluso que fui un mediocre profesor en la Academia General, lo que, entre otras cosas, no se corresponde en absoluto con las calificaciones que me aplicaron en las hojas anuales, mientras desarrollaba las tareas de enseñanza, con los empleos de comandante y teniente coronel, antes de pasar destinado al Regimiento de Numancia.)

Es sobradamente conocido que he publicado cinco libros (en estos días sale a las librerías el sexto) en editoriales de primera fila de ámbito nacional, como Labor, Alianza, la Esfera de los Libros y Planeta, cosechando favorables críticas en las revistas especializadas y en la prensa, en general, incluida la de la derecha (civilizada, naturalmente); en las universidades siguen reclamando mi presencia para participar en seminarios, ciclos de conferencias y cursos de verano, y los autores de prestigio, nacionales y extranjeros, por otra parte, suelen citarme en sus obras... Frente a este currículo, en fin, ¿qué puede ofrecernos el pretencioso e indocumentado Alamán Castro? Por el momento, que se sepa, el artículo que ha publicado en El Catoblepas, en el que, con el inconfundible estilo de las más cutres tertulias cuarteleras, se ha limitado a repetir las patochadas divulgadas por los autores de la órbita franquista, las cuales, realmente, comenzaron a quedar en evidencia con la desaparición de la feroz censura mantenida por Franco, y hoy apenas hallan cierto eco en el reducido círculo de los irredentos y revanchistas añorantes del franquismo, que fue repudiado por los ciudadanos españoles en el referéndum del 15 de diciembre de 1976 con el 94,2 por ciento de los votos. Entiendo que todas esas patochadas han sido ya convenientemente rebatidas en mis libros (a los que me remito), y, por tanto, no voy a dedicarles aquí ni el más mínimo comentario. Quisiera, no obstante, denunciar el torpe intento de Alamán, al tratar de denigrar de forma insidiosa y aportando una versión de su cosecha, al ilustre general don Vicente Rojo Lluch, el militar más brillante, sin duda, del siglo XX español; en ese torpe intento se hacen unas afirmaciones que nada tienen que ver con los datos que he recogido en el archivo del general, ni con los informes que me ha proporcionado su honorable familia, la cual, obviamente, me merece más credibilidad que el mentiroso Alamán Castro.

He aquí mi respuesta a un militar fascista; es evidente que ha tratado de desacreditarme utilizando los más groseros embustes. La actitud de Alamán, en todo caso, resulta bastante elocuente, si tenemos en cuenta que, mientras tanto, se ha dejado en el tintero hechos de cuya existencia se cuenta con sobrados indicios, y que, por otra parte, han sido profusamente comentados en el seno de las Fuerzas Armadas, aunque nadie se haya atrevido a hacerlo en público. Pienso que el señor Alamán Castro debería haber abandonado sus falsedades y prestar, de paso, atención a temas de especial interés para el Ejército y la gran masa ciudadana. Debería haber hablado, por ejemplo, de los hipócritas militares afectos al franquismo que en todo momento han mostrado una larvada oposición al régimen democrático establecido en España, cuidándose mucho, no obstante, de seguir desarrollando sus carreras, y percibiendo puntualmente su sueldo todos los meses; de los que apoyaron sin reservas el golpe del 23-F, y que después no han tenido agallas para dar la cara, pese a haber estado dispuestos, en su momento, a subirse en el carro triunfante del golpismo; de las consideraciones que con ellos han tenido los gobiernos, en contraste con el trato recibido por los miembros de la Unión Militar Democrática (UMD), que lucharon por la implantación de la democracia. Ha podido referirse, además, a las vergonzosas maniobras realizadas entre los bastidores de la burocracia militar, por quienes intentaban evitar el destino al País Vasco, adonde casi siempre íbamos los mismos; y también a las substanciosas cantidades que se han cobrado por traslados de vivienda, que, en realidad, nunca se llevaron a cabo... De éstas y otras cosas ha podido hablar el señor Alamán Castro, en lugar de dedicarse a las miserables difamaciones, con las malas artes del fascismo; pero ha preferido no hacerlo. Él sabrá por qué.

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