Marcelino Suárez Ardura, El cierre categorial de la geología, El Catoblepas 38:24, 2005 (original) (raw)
El Catoblepas • número 38 • abril 2005 • página 24
Marcelino Javier Suárez Ardura
Sobre el libro de Evaristo Álvarez Muñoz,
Filosofía de las ciencias de la tierra, Pentalfa, Oviedo 2004, 355 págs
El libro de Evaristo Álvarez Muñoz analiza los mecanismos gnoseológicos de constitución de la geología. Se parte de una contextualización donde se rastrean los procesos de construcción geológica a partir de las técnicas mineras de los siglos XVIII y XIX para alcanzar con gran detalle la urdimbre en que consiste la categoría geológica.
Quizás un título como Filosofía de las ciencias de la tierra contraríe al lector poco avisado, máxime si se repara en un subtítulo, El cierre categorial de la geología, que por explicativo colisiona con las concepciones sobre la geología transmitidas por la historiografía geológica y por las filosofías de la ciencia de corte positivista a lo largo de todo el siglo XX. Porque lo ordinario ha sido, haciendo un uso unívoco de su etimología, considerar que la geología es la ciencia de la Tierra; de donde se seguía una serie de corolarios orientados a «precisar» aún más el objeto de estudio y a recorrer las venas que constituían sus disciplinas hasta desentrañar el cuerpo completo de los conocimientos responsables de su tectónica como ciencia. Pero Evaristo Álvarez Muñoz no ha errado en la elección del título –con la utilización del término «tierra» en minúscula–, ni en la explicitación conseguida con el subtítulo porque, entre ambos, sintetiza de manera sencilla y elegante no sólo el plan de la obra sino también una crítica sutil y rigurosa contra ciertas concepciones metafísicas de la filosofía de la ciencia y de la geología, incluida la filosofía espontánea de los geólogos, que a la postre no han resultado ser más que ventas y batanes. Así pues, el desenvolvimiento de su proyecto, es decir, el desarrollo de un análisis de la geología a partir de los presupuestos gnoseológicos del materialismo filosófico no ha sido ejercido con independencia de la articulación de una crítica en forma a las filosofías de la ciencia en general y de la geología en especial que recubren los materiales con los que se hubo de tratar como si fuesen concreciones calcáreas.
He aquí la dialéctica que Evaristo ha desarrollado. Por una parte, nos ha mostrado que la geología como ciencia es una urdimbre constituida por objetos como rocas, estratos, fallas, pliegues y sujetos como Lyell, Cuvier, o Buffon cuyas operaciones fueron dando lugar a conjuntos de relaciones esenciales trabadas de tal forma en contextos determinantes a partir de los cuales fue cristalizando el campo de la geología, esto es, la categoría geológica. Y ello, salvando la aparente paradoja según la cual ha tenido que partir de la geología misma como saber científico para demostrar que la geología es una ciencia cuyo campo (términos, operaciones, relaciones, &c.) se dispone de tal manera que da lugar a un cierre tal que la constituye como ciencia. Esto podría ser tenido como un argumento circular –en un sentido peyorativo del término círculo– si no fuera porque este libro articula y ordena los contenidos excavados y cartografiados en una bibliografía de una potencia de más de medio millar de obras entre libros, artículos y páginas web sin excluir obras literarias (novelas, libros de viaje, &c.) en tres partes que no constituyen sino los afloramientos de una dialéctica de regressus y progressus.
Por tanto, no cabría decir que se pide el principio, al partir de unos contenidos geológicos para ir hacia la geología; pues de lo que se trata es de una suerte de dialelo según el cual, en efecto, decimos que las prácticas mineras –por ejemplo– de excavación y seguimiento de las capas carboníferas a finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, constituyeron las primeras operaciones y términos, de alguna manera geológicos, siendo a la vez los contenidos radiales del mundo precursor que daría lugar al nacimiento de la geología. Es en este contexto de trabajos a ras de suelo en el que se trata de captar ya la construcción de la geología como un operar sin duda cruzado por múltiples ideas (teorías, hechos, causa, tiempo, escala). Por otra, es ésta la razón por la que el autor dedica la primera parte, titulada Materiales para una nueva ciencia, a desbrozar y separar lo que es el genuino trabajo científico de las teorías que funcionan a otros niveles y a otras escalas de las propiamente científicas.
Y en esta operación de regressus, Evaristo Álvarez Muñoz tuvo que detectar las distintas concepciones de la geología y de la historia de la geología –muchas veces sustentadas por los propios geólogos y empleadas a modo de representación de su propio trabajo– y, confrontándolas con la gnoseología del materialismo filosófico, elaborar la crítica que le permitiera seguir avanzando en su análisis de ese hacer que acabaría siendo denominado geología –aunque aquí lo que interesa no es tanto el nombre cuando el concepto que, en última instancia, es la ciencia misma–. En este sentido el autor es tajante: «Es preferible desvincular el nacimiento de la geología de la formulación de hipótesis alguna, por contrastable y práctica que resulte...»; más tendrá que ver –nos dice unas líneas después– con el proceso histórico conocido con el nombre de Revolución Industrial. Así pues, no se puede ser menos ambiguo: no es la conciencia constituida por representaciones de la filosofía natural y de los prejuicios ideológicos de los propios geólogos la que determina la textura constitutiva de la geología sino las condiciones materiales –materialistas– las que determinan la conciencia, pero ahora se trata de la ciencia misma. Y esto no significa despojar de toda importancia a los debates entre actualistas y catastrofistas –por señalar un caso profundamente analizado en el libro– sino situarlos, como ha hecho Evaristo, en sus propios goznes que no son otros que el eje pragmático de la geología (autologismos, dialogismos y normas).
Como se puede comprobar en la obra que reseñamos, la crítica es contundente y certera porque no se trata de rechazar, no se trata de negar, que aquel hombre que viene a caballo no venga en cabalgadura alguna, ni de que nada porte sobre la cabeza sino, por el contrario de que la cabalgadura es un rucio rubio y el yelmo una bacía. Ahora bien, los análisis que hace Evaristo –y él se encarga de discriminarlo clara y distintamente– nada tienen que ver con la epistemología sino con la gnoseología, es decir, con la teoría de la ciencia.
El regressus conduce directamente a la crítica de las especulaciones, supuestos, prejuicios y filosofías que en cierta manera impedían ver el verdadero trabajo científico. Éste aparece tras el regressus dando lugar a una escala categorial precisa y nueva; las expediciones, los dibujos, la recogida de materiales, las excursiones y los trabajos de campo de los «primeros geólogos» darían lugar, al reorganizar los términos, a una textura gnoseológica cuyo criterio de constitución habrían de ser las propias identidades sintéticas. A partir de este momento, Evaristo ha dejado el camino expedito para ofrecernos la cartografía gnoseológica de la geología en la segunda parte del libro, titulada Análisis gnoseológico y cierre categorial de la geología. Una cartografía exhaustiva que nos es presentada tanto en la escala anatómica como en la escala fisiológica. No hay por qué seguir considerando a la geología como una ciencia determinada por factores externos y explicada por factores internos; lo externo y lo interno se dan en las ciencias en mutua codeterminación.
El sintagma «cierre categorial de la geología», que es, a la vez, subtítulo de la obra, nos está remitiendo, como ya hemos podido entrever, a un planteamiento distinto al de la filosofía de la ciencia positivista. Se trata de analizar las estructuras de las ciencias desde una perspectiva filosófica que no privilegie ningún principio ni objetivo final porque se propone partir de la textura misma del trabajo científico o, dicho de otra manera, se trata de partir in media res. Y esto es lo que ha hecho el autor, no ha privilegiado ni al uniformismo ni al catastrofismo; al contrario se ha dedicado a analizar las obras de los mismos geólogos detallando sus trabajos, sus operaciones y estudiando cómo se enfrentaban a los objetos geológicos incluso cuando desde su particular punto de vista (emic) se oponían entre sí: contraria sunt circa eadem. Se entiende así que El cierre categorial de la geología sea algo más que una explicación a Filosofía de las ciencias de la tierra porque lo que se está haciendo con este subtítulo es oponerse a otras posibles interpretaciones gnoseológicas según las cuales las relaciones entre la materia y la forma de la geología tienen a verse desde una perspectiva metamérica que sustancializa uno de los términos (materia, forma) o bien los dos, sin reparar en que las relaciones entre la materia y la forma geológicas son de índole diamérica; en otros términos, son relaciones circularistas –sin que esto suponga la connotación negativa que empleábamos más arriba–.
Pero la obra hubiera quedado incompleta si concluyera en este punto, pues no habría culminado el trámite dialéctico del progressus. De suerte que la tercera parte, La construcción histórica de la geología clásica, puede ser entendida, sin duda, como un ejercicio del progressus sobre los materiales mismos que constituyeron históricamente la geología. Pero es que, además, resulta ser la parte de mayor enjundia e interés para los propios geólogos porque en ella se comienza a llamar a las cosas por su nombre.
La teoría del cierre categorial ha permitido a Evaristo Álvarez Muñoz interpretar los episodios de la historia de la geología de una manera ajustada a los términos de la propia ciencia. Así, por citar un ejemplo, resulta revelador el capítulo dedicado a las formaciones, en tanto que término de la geología, en la medida en que estas son vistas como los términos que hicieron posible la geología científica. Pues, hasta en tanto no se dispuso de términos de este calibre, no se pudieron articular teorías geológicas en sentido estricto: «En tal sentido la teoría del cierre categorial encuentra en el concepto de formación el primer término fundamental de la geología, cuya pertinencia gnoseológica merece ser investigada» –dice el autor–.
Las formaciones junto con la correlación faunística fueron determinantes, y aun en la actualidad, incluso después de la orogenia que supuso la tectónica de placas, la formación no ha podido ser relegada a un papel fenoménico. Así como en la biología es la célula y no la Vida el término en torno al cual se configura la escala de las categorías biológicas, y son las sociedades bárbaras aquellos que delimitan el campo de la antropología y no el Hombre, igualmente serán las formaciones el término canónico de la escala geológica y no la Tierra. Entendemos ahora el porqué de la elección de un título como Filosofía de las ciencias de la tierra en el que se privilegia el uso del término «tierra» en minúscula. Por un lado, el planeta Tierra no puede ser el término exclusivo de la geología porque también tiene algo que ver con la geografía y con la astronomía y aun con la meteorología. Pero, por otro lado, sobre todo la expresión «ciencias de la Tierra» es algo más que un sintagma descriptivo en la medida en que privilegia una concepción ontológica de la ciencia según la cual, siendo la realidad un continuo, cada ciencia acometería el estudio de una parte (formal) de la misma.
O, dicho de otra manera, el monismo de la realidad una supone que cada ciencia tiene un objeto formal que constituye y agota el ámbito de su competencia. Pero las contradicciones a que conducen estos supuestos (la pluralidad de las ciencias, la multiplicidad de los términos, objetos, sujetos, aparatos y teorías de cada ciencia, la cristalización de nuevas escalas categoriales y la inconmensurabilidad entre estas) verifica la existencia y renovación constante de los géneros de materialidad y ponen de manifiesto que el análisis de las ciencias no puede ser acometido desde una perspectiva ontológica, pero tampoco epistemológica –lo cual se dice contra la noción de _corte epistemológico_–.
Así pues, frente a «Tierra», que encierra en su redondez el soplo de un monismo ontológico, Evaristo ha preferido «tierra», en cuyas profundidades se ha encontrado las medallas y monumentos –sedimentos, estratos, fallas, pero sobre todo fósiles– que han permitido ordenar el tiempo de la geología y cuya extensión superficial son los mismos mapas geológicos. Repetimos, «tierra» denota la escala gnoseológica misma de la geología. Un escala que ya no es superponible (conmensurable) a la de otras ciencias y por lo tanto a las que no se puede reducir. Cobra aquí sentido otra de las connotaciones del sintagma titular, «Filosofía de las ciencias de la tierra», en la medida en que, ahora va dirigido contra quienes suponen un dominio interdisciplinar de ciencias, de nuevo orientadas a un mismo objeto. Un caso similar al que ocurre en la geografía donde diariamente estallan entre las manos de los geógrafos las inconmensurabilidades objetivas entre, pongamos por caso, la geomorfología y la geografía de la población.
En suma, la elección de la perspectiva gnoseológica tampoco significa que esta sea una cuestión de «gusto» por una u otra teoría; que el autor del libro haya hecho un análisis gnoseológico de la geología utilizando como método la teoría del cierre categorial de Gustavo Bueno no es una cuestión –repárese en ello– de simple elección, en tanto que ésta ha venido exigida por los términos y objetos de la geología en la medida en que se resistían a ser interpretados desde otros puntos de vista. El autor ha tenido, como los primeros mineros-geólogos, una posición privilegiada porque a su condición de filósofo pudo añadir la de geólogo y ha podido observar de primera mano las discontinuidades atinentes a las concepciones metaméricas de la geología. Se ha cumplido así, si interpretamos funcionalmente la máxima de Platón, un principio meridianamente filosófico: que no entre aquí quien no sepa geometría, es decir, que no entre aquí quien no sepa geología.