Marcelino Javier Suárez Ardura, España asediada, El Catoblepas 40:24, 2005 (original) (raw)

El Catoblepas, número 40, junio 2005
El Catoblepasnúmero 40 • junio 2005 • página 24
Libros

Marcelino Javier Suárez Ardura

Sobre el libro de José Manuel Otero Novas, Asalto al Estado,
Biblioteca Nueva, Madrid 2005, 477 págs.

De la entrevista que Javier Cuervo realizó a José Manuel Otero Novas para el periódico La Nueva España, el 17 de abril de 2005, se desprendía ya una postura claramente definida sobre la concepción de España y su papel tanto en el «concierto europeo» como en el panorama geopolítico mundial. La lectura de su libro Asalto al Estado. España debe subsistir, nos advierte de un escritor seriamente preocupado por los derroteros que parece tomar la sociedad política española y firmemente comprometido con el mantenimiento de su textura política ya no sólo desde el punto de vista conjuntivo sino también desde las perspectivas basal y cortical.

1. Podemos situar esta obra en el contexto de un amplio elenco de trabajos que han tenido y tienen como asunto, directa o indirectamente, el «problema de España». Sin duda, desde distintos ámbitos «científico-culturales», podríamos recoger decenas de títulos, pero en muy pocas ocasiones se han tratado los aspectos que en ésta se analizan y discuten de frente y con tanta claridad –dicho esto sin perjuicio de que los conceptos empleados sean, a la vez, poco claros o no, o indistintos–. Por poner algún ejemplo, Josep R. Llobera publicaba en 1996 El dios de la modernidad. El desarrollo del nacionalismo en Europa Occidental en donde dedicaba nada menos que trece páginas a un epígrafe titulado Hispania en el cual no es capaz de despojarse de los tópicos al uso orientados a negar o a disolver la existencia de la idea de España en la Edad Media. En 1999, aparecía el número 33 de la revista Ayer con el elocuente título de España ¿Nación de Naciones? en la que varios autores planteaban cuestiones al respecto de la identidad de España en tanto que nación desde perspectivas distintas y aun opuestas en una serie de artículos que en modo alguno entraban en liza, como, por supuesto, corresponde a la dialogante comunidad de los «científicos sociales». Más sutil, tanto como oscura y confusa, es la obra de Herrero de Miñón, Derechos históricos y constitución, que fuera publicada en 1998, en la que, aparte de mostrarnos su teoría de los «fragmentos de Estado», lo cual ya supone una petición de principio, se prosterna ante Jellinek, para justificar un proyecto confederal para España –si es que se puede hablar así– con un discurso que ha calado hoy día hasta en las izquierdas más jacobinas. En fin, muchas han sido las obras publicadas en los últimos años. Sin dejar de lado el trabajo colectivo, España. Reflexiones sobre el ser de España, publicado por la Real Academia de la Historia, podríamos citar una amplia lista de nombres entre los que cabría destacar a J. Juaristi, Carlos Serrano, Gurutz Jáuregui, Gonzalo Herranz de Rafael, Antonio Elorza, Julio Caro Baroja, Monserrat Guibernau, Francisco Tomás y Valiente, Juan Pablo Fusi o Luis González Antón. En todo caso, obras y autores dispares, con perspectivas y temáticas distintas girando alrededor de un mismo problema.

La obra de José Manuel Otero Novas viene a sumarse a este conjunto de publicaciones pero se mantiene a distancia, porque, en principio, con relación a ellas, no se nos presenta como un simple tratado «teórico», de Ciencias Jurídicas, de Historia, de Ciencias Políticas o de Sociología, sin perjuicio de que presuponga contenidos jurídicos, políticos, históricos o sociológicos como se puede verificar en ella. Quizás lo explique el hecho de que su biografía se defina por su militancia política, primero en UCD y más tarde en el PP; y por haber desempeñado cargos importantes en distintos gobiernos (Dirección General de Política Interior, Ministro de Educación y Ministro de la Presidencia), aunque actualmente se encuentre al margen de la política activa. Una distancia que se refuerza por otras publicaciones suyas sobre temas políticos y sociales como Nuestra democracia puede morir de 1986 o Defensa de la nación española de 1998. Se puede decir sin miedo a equivocación que con este antecedente no estaríamos ante una obra científica –académica, escolar– en un sentido estricto, porque el propio autor se niega a desaparecer de la misma –lo que se verifica en sus constantes alusiones a su experiencia en el gobierno y en sus interpretaciones de la política como «praxis»– delimitando un campo coincidente con lo que la tradición llamaba «ciencia práctico-práctica». Es decir, la obra de Otero Novas se define a partir de la problematicidad de la que trata (España) y se orienta en sus argumentos contra quienes persisten en desdibujar la sociedad política española, bien diluyéndola en Europa, ya fragmentándola en supuestas nacionalidades preexistentes desde siempre. Por tanto, la escala de este libro –tampoco otros, por supuesto, aunque se presenten como «libros teóricos»– ha de ser, como así ocurre, la de la conjugación dialéctica con las tesis de sus oponentes, sin que esto signifique ir en menoscabo de la verdad de sus razones.

2. Ya desde la portada del libro, España es vista como una fortaleza, como cierta unidad, que sufre un asalto, y no sólo desde el exterior sino desde el interior. El asedio a España se presenta como un problema de extrema gravedad cuya comprensión exige una idea mínima de la «nación española» y de los «nacionalismos internos», pero, sobre todo, entender el proceso político de la evolución del Estado español tanto en su historia como en los últimos treinta años.

Ante las reformas estatutarias planteadas no tanto por determinadas Comunidades Autónomas sino por distintos grupos políticos a través de ellas, la cuestión problemática que se suscita aquí es la de la subsistencia de España, dado que se ha producido una cascada de imitaciones por parte del resto de Comunidades que llevaría a la generalización de una reforma cuyo resultado sería la misma disolución del Estado. Efectivamente, José Manuel Otero Novas interpreta el proceso de reforma constitucional como una pretensión orientada hacia un fin soberanista, como así lo ha manifestado Izquierda Republicana de Cataluña («en realidad lo que nosotros queremos para Cataluña es un país independiente», pág. 19), sin olvidar la insidia con que esto mismo se vino haciendo en tiempos de Pujol –y que tantas veces ha sido denunciado–; o también el PNV que, a través de su proyecto, pone en cuestión la soberanía y unidad de la nación española. Para Otero Novas, en España se habría sobrepasado el esquema federal efectivo de la Constitución y se estaría recorriendo ahora el trayecto confederal. Pero hacia ello se caminaría mediante una «infracción» (pág. 25) consistente en reconocer a las «partes» (a las Comunidades Autónomas) categoría de «todo» y en la medida en que mediante una reforma de la ley se pretendería suprimir algo que la propia ley no ha creado: «tanto las autonomías de las regiones y nacionalidades que integran la nación española, como la propia unidad de España, se declaran por nuestra Constitución como principios metaconstitucionales, como parte de lo que algunos llamarían la Constitución material. Porque no es nuestra Constitución la que establece la nación y la unidad de España, sino que manifiesta que ella misma, se fundamenta en esa realidad indisoluble» (pág. 25).

Es ésta la razón por la que sería inadmisible que desde las partes (de Murcia, de Cataluña, de Asturias) se intente modificar el todo «porque toda España, todas sus zonas, son de todos los españoles» (pág. 27). Contra quienes puedan pensar que, sin embargo, la Unión Europea supone una corriente en la que todas las aguas habrían de confluir, a la vez que se irían formando depósitos aluviales que sedimentarían una nueva sociedad política, propone un repaso histórico en el que nos muestra cómo el «proyecto europeo» se ha intentado y ha vuelto a fracasar otras tantas veces desde Carlomagno hasta Hitler. Pero, además, la Unión Europea –que tanto se identifica hoy interesadamente con Europa– en la medida en que acreciente su extensión puede llegar a ser un hervidero que acabe haciendo evaporar su propio proyecto. Así pues, quien suponga que la Unión Europea es un colchón capaz de amortiguar la posible disolución de España como Estado ha de tener presente que ella misma no es todavía más que un proyecto y que su fragilidad es más que una mera representación. Por otra parte, y aún contando con la consolidación de la Unión Europea, la crisis del Estado español sería perjudicial en la medida en que «Europa, como cualquier colectivo es una unidad ideal, integrada por muchas voluntades e intereses» (pág. 65) efectivos. Así pues, quien pretenda ver en la Unión Europea el reino pacífico no estaría teniendo en cuenta el lugar que ocupa cada Estado en el mismo: todas las concepciones de Europa históricamente dadas habrían sido «establecidas en beneficio de sus naciones promotoras: la Europa bizantina, la francesa de Carlomagno, la alemana de los Otones o de los Staufen, la española de Carlos y Felipe, la francesa de Napoleón, la germana nazi fascista...» Podremos no estar de acuerdo, pero el planteamiento de Otero Novas lo hace difícil, porque su argumentación no deja lugar a espacios para lo intencional y el conocimiento histórico y político que nutre su arsenal aporta pruebas difícilmente rechazables.

Así lo demuestra en los capítulos tercero y cuarto, que ocupan 256 de las 477 páginas del libro, en los que realiza una síntesis histórica de España y de los nacionalismos fraccionarios, primero, y un análisis de la estructura y evolución del Estado español desde 1975 hasta la actualidad, después. La nación española se remontaría hasta los tiempos del Imperio Romano, en la medida en la que se presupone la existencia de una comunidad humana asentada en un territorio definido con una serie de rasgos culturales comunes. Desde este periodo hasta el presente habríamos asistido a un movimiento pendular entre sucesivos ciclos de tendencias centrípetas y centrífugas: una fase tribal y dispersa, una fase unificada por Roma, la dispersión de las invasiones bárbaras, la reunificación visigótica, la dispersión de los Reinos Cristianos frente al Islam andalusí, la reunificación de 1492, los separatismos del siglo XVII y la centralización de los siglos XVIII y XIX (págs. 91 y 92). Igualmente, el siglo XX habría sido muy complejo y habría conocido los procesos de dispersión y centralismo. Con todo, para Otero Novas, España sería el resultado de un precipitado en el que habrían tenido su parte todos los pueblos del solar peninsular dando lugar a lo que Vicens Vives denominó «curtido tapiz del territorio hispano» (pág. 100). Poco se atienen a la verdad, según esto, los nacionalismos internos –fraccionarios–, cuando invocan de pérdida del autogobierno o la independencia robada con lacónicas exclamaciones. Así, en el caso gallego, los Reyes Católicos no habrían destruido ningún sistema de autogobierno ni ninguna estructura política autónoma (pág. 104) –como postulan los nacionalistas trenzando argumentos en una suerte de discurso de la «invención de la tradición» como ha denominado Hobsbawm–. Igualmente en Cataluña nos encontraríamos ante de la mentira histórica, porque en el siglo XVIII no habría habido una sublevación contra España sino contra Felipe V, pero, en todo caso, a favor de Carlos de Austria que, de triunfar en la Guerra de Sucesión, hubiera sido coronado como Carlos III, rey de España. Y el independentismo vasco –motor de todo el proceso de invención de la tradición y de falsificación de la historia más escandaloso, incluido su sentido etimológico, del periodo contemporáneo– habría que retrotraerlo todo lo más al carlismo y, por ende, a las tradiciones católicas y antiliberales. Incluso no habría que dejar de ver las claras proyecciones internacionales de las guerras carlistas, como lo probaría el hecho de que Francia y Gran Bretaña apoyaran la causa liberal isabelina y Austria, Prusia y Rusia la tradicional de los carlistas. Pero estas pretendidas pérdidas de autogobierno estarían relacionadas, en gran medida, con aspectos basales determinantes para la sociedad política española actual. Y así, por ejemplo, el centralismo borbónico que habría suprimido determinados fueros tanto en las Provincias Vascongadas como en Cataluña habría sido pedido por los mismos industriales que veían en el proteccionismo una salvación de su propia «identidad» industrial ante los procesos librecambistas del siglo XIX. De ahí que no extrañe nada que el catalanismo haya sido siempre españolista y monárquico (pág. 153).

Sin embargo, estas consideraciones no llevan al autor a renunciar a la defensa de los derechos históricos, aunque bien es cierto que entendidos con ciertos matices porque nunca sería del todo posible –argumenta– una vuelta al pasado en la medida en que no podría establecerse el periodo del pasado al que cabría volver: «Aún prescindiendo de los periodos de soberanismo inicial, el ejercicio de los derechos históricos exige en primer lugar determinar, y justificar, cuál es el momento previo al que se quiere volver. Porque puede traducirse en volver a muy distintos momentos del pasado...» (pág. 172); «Y aun más, y con el mismo fundamento, ¿por qué no reconocemos las autonomías de Señoríos, Comarcas y ciudades, en los niveles que tenían cuando los antiguos Reinos acabaron con ellas? ¿Autonomizamos Ayala, Barcelona, Cuenca, Alcalá...? (pág. 176). Por ello los derechos históricos no son interpretados como derechos singulares y concretos sino el derecho a un sistema de autonomía como ya estableciera el Tribunal Constitucional.

Para Otero Novas, en el fondo de las reclamaciones de los nacionalismos internos subyace una idea contractualista (convencionalista) según la cual la sociedad política española se habría constituido mediante pactos voluntarios entre los individuos, de manera que en cualquier momento, dependiendo de su voluntad, podrían elegir independizarse; sin embargo –advierte–, llevada al límite, esta tesis sería inviable (pág. 187): «ni siquiera la mayoría del pueblo español estaría legitimado para aprobar la secesión de una parte de su territorio, y aun sería cuestionable una reforma de la Constitución que eliminara tal pronunciamiento, en la medida en que la nación española no existe porque la Constitución la haya creado sino que la Constitución ha tenido que reconocerla como realidad previa» (pág. 193). Ni mucho menos defendería Otero Novas la tesis confederalista de Herrero de Miñón quien, aunque «desee» la construcción de la Gran España, vendría a negar la existencia de la nación política española –como corresponde, por otra parte, a la derecha tradicionalista disgregada por todo el espectro de los partidos políticos españoles–.

En el periodo transcurrido entre 1975 y 2005, las transformaciones políticas operadas en España habrían convertido su estructura política en un Estado federal efectivo pese a que todavía haya quien siga pensando en conducirnos hacia un Estado federal –obviando la paradoja–. El sistema autonómico diseñado por la Constitución Española para las Comunidades Autónomas que asumieron los techos competenciales máximos es ya de tipo federal y la generalización de competencias que se desató desde 1980 acabó dando como resultado que toda España esté efectivamente «federalizada» (pág. 214) en un proceso que han hecho suyo tanto las izquierdas como la derecha española. No estaría, pues, la solución a los llamados «problemas territoriales» en postular la conversión de España en un Estado federal porque esta solución se vendría aplicando desde 1978; más aún, ni siquiera el nivel competencial de la administración central del Estado español es mayor que en otros países con estructura federal como Alemania o los Estados Unidos. Pero la cuestión es que nuestro país se habría descentralizado bastante más de lo previsto por la Constitución en temas como los de orden público, educación o puertos. Así las cosas, todo parece indicar que la única salida a la «cuestión territorial» –que es el camino que persiguen los «nacionalismos interiores» (sin duda como paso previo a la secesión)– sería la de un Estado Confederal, pero aquí volvemos a encontrarnos con los obstáculos –si se quieren ver–: «se han dado muchos pasos que nos llevan más allá del esquema Federal previsto constitucionalmente como máximo; primero de modo subrepticio pero hoy a las claras, sosteniendo la confederación e incluso la separación (pág. 234).

Desde la aprobación de la Constitución, en 1978, sería posible reconocer una serie de fases que han conducido a la actual situación de desbordamiento del proceso autonómico. La primera fase, iniciada en torno a 1980, estaría caracterizada por el «uniformismo» que consistió en aplicar a todas las regiones el mismo esquema territorial que se aplicaba al País Vasco, Cataluña y Galicia (LOAPA). La igualación de todas las Comunidades Autónomas supuso que las llamada «comunidades históricas» iniciasen un proceso de reivindicación de mayores competencias, desatando una «carrera de reclamaciones» que involucraba a los partidos mayoritarios de escala estatal. La segunda fase, caracterizada como la de la quiebra constitucional y el «fraude de ley», iniciada alrededor de 1992, comenzaría con la reclamación por parte de los nacionalistas de más competencias, lo que habría llevado a forzar la propia Constitución («profundizar en el desarrollo del Estado de las Autonomías», pág. 265) llevando a cabo una interpretación «política» de la Constitución. Se habría entrado en el límite que daba paso al fraude de ley (utilización del artículo 150.2 de la Constitución como método ordinario de transferencia de funciones, reivindicación por parte de las «comunidades históricas» de participación en «la formación de la voluntad exterior del Estado», cesión de gestión de competencias reteniendo la «titularidad», las llamadas «vacaciones fiscales» establecidas en el País Vasco o la entrega de las leyes educativas al «pacto» con las Comunidades Autónomas renunciando incluso a las competencias estatales que establece la Constitución); un fraude de ley que muchas veces iría envuelto en una defensa de las «diferencias culturales» como ocurre con la implantación de las lenguas de los territorios autonómicos instaladas por oposición al español al que comienzan a desplazar de las instituciones: «Sea o no constitucional, resulta inadmisible que en alguna Comunidad Autónoma sea posible recibir enseñanza en inglés o en francés, y no en castellano» (pág. 268). Por último, una tercera fase iniciada a partir de 2004, que supondría un cambio cualitativo y en la que tendría lugar el inicio del camino hacia un Estado de tipo confederal. Y ello se verificaría en la medida en que, por ejemplo, se destapa la caja de Pandora de la fiscalidad o se intenta modificar la función del Tribunal Supremo (Ley de Enjuiciamiento Civil). En suma, Otero Novas llega a plantear que quizás «sea este el punto en que debamos poner de manifiesto que la estrategia de cesiones graduales que el Poder Central está siguiendo desde hace 25 años para calmar los apetitos disgregadores, ha servido para aumentar sistemáticamente las demandas, para debilitar muy gravemente al Estado y para acercarnos, más cada vez, y cada vez en peores condiciones, al punto de ruptura. Se repite la reiterada experiencia de que la política de apaciguamiento de una parte, alimenta la ambición de la otra, que acaba conduciendo al conflicto abierto o a la guerra final que se trataba de evitar» (pág. 290).

3. Así las cosas, la situación que tiene planteada España conducirá inevitablemente a la anemia o, lo que es lo mismo, a su propia destrucción como consecuencia de la confluencia de cuatro procesos políticos que tienden a la reducción del poder y tamaño del Estado. En primer lugar, el proceso derivado de la reducción de competencias relativas a las constituyentes de 1978; en segundo lugar, el conjunto de «arreglos» políticos que ha desprendido del Estado muchas de sus funciones y competencias en beneficio de las Comunidades Autónomas; en tercer lugar, el despiece basal que las políticas neoliberales han supuesto al dejar de controlar el Estado importantes subsectores económicos (Telefónica, Banca Oficial, Banco Exterior, Endesa, Aceralia, Repsol, ENAGAS, CAMPSA, Redesa, SEAT, Trasatlántica, Tabacalera, Inespral, Enatcar, Aldeasa, Indra Sistemas, Iberia, Santa Bárbara, Transmediterránea, Tafisa); en cuarto lugar, la incorporación a la Unión Europea, que ha supuesto una pérdida de poder (no en Francia, ni en Alemania) que nos sitúa, en su contexto, en una posición endeble. Las consecuencias de la confluencia de este cuádruple proceso no pueden ser menos halagüeñas para España en la medida en que el Estado estaría perdiendo su capacidad operativa como tal encorsetado entre la Unión Europea, por un lado, y las Comunidades Autónomas, por otro. Y precisamente esta debilidad se revela más clara cuanto más nos jactamos de tener el Estado más descentralizado del Oeste –diríamos, por nuestra parte, que la falsa conciencia oscurece y confunde un proceso de desintegración de la nación política con la capa ideológica de la profundidad democrática descentralizadora de nuestras instituciones–. Ni siquiera la tan «deseada» reforma del Senado habría de suponer un cortafuegos a la atomización del Estado y no ya no sólo en el sentido de que no haya ninguna demanda popular que la exija sino porque tampoco estaría claro cuál sea el fin de la misma. O, dicho de otra manera, porque la Reforma del Senado podría significar ya su misma desaparición, ya su transformación bien en el sentido de una rebaja del techo competencial de las autonomías, bien en la dirección de conferirles más poder y dotarlas definitivamente, y a las claras, de un órgano confederal lo que, para José Manuel Otero Novas, sería inadmisible.

Habida cuenta de lo expuesto, Otero Novas se pregunta por la licitud moral de los argumentos y de las intenciones nacionalistas desde lo que él denomina «humanismo de origen cristiano» (pág. 396) añadiendo una serie de «postulados filosóficos» (subsidiariedad, amor y solidaridad, fraternidad universal) a partir de los cuales realiza una crítica a los argumentos independentistas de ETA, e incluso a las alambicadas posiciones de la Iglesia Católica en el País Vasco, tanto como al nacionalismo catalán. Su postura vuelve a ser firme: «Queda dicho que, en mi opinión, este proceso confederal que ya hemos iniciado, y más aún si se admite cualquier solución secesionista, es perjudicial para los intereses españoles, aunque la Unión Europea se consolide» (pág. 414). No se vislumbra la solución, máxime si tenemos presente una posible crisis europea a medio plazo. Abrir la reforma constitucional sin propuestas propias significaría ir a remolque de los nacionalismos interiores (pág. 419). En todo caso, una virtual reforma constitucional debería asegurar la soberanía nacional –que es tanto como decir la nación política española– y frenar e incluso recuperar determinados poderes traspasados. Ello supondría tanto como resucitar el sentimiento de la nación española cuidando las ceremonias, los símbolos y la literatura, es decir, preservando la subsistencia de España misma.

4. Para terminar, diremos que éste es un libro necesario y audaz. Lo primero, porque es importante que haga oír su voz quien habiendo entrado en la palestra política puede mantener la distancia sin que ello signifique que no tome partido, y precisamente porque su partido, en este contexto, es el «partido de España». Lo segundo, pero estrechamente relacionado con lo anterior, en tanto que audacia aquí significa esa misma toma de partido ante quienes, atribuyendo a «Europa» no sé qué virtud soteriológica, no calibran con precisión la importancia de la disolución de la nación política española y frente a quienes, en este mismo plano, esperan impacientes que acabe disolviéndose. Por esta razón, decíamos más arriba que Asalto al Estado desvelaba un autor seriamente preocupado y firmemente comprometido.

Sin embargo, no quisiéramos cerrar esta reseña sin plantear brevemente ciertas cuestiones que, a nuestro juicio, dificultan la argumentación de la obra. Así, la defensa que se realiza de los llamados «derechos históricos» obliga al autor a «reconocer» implícitamente aquello contra lo que está argumentando, porque son esos supuestos «derechos históricos» la baza principal de quienes reclaman su «respeto». El mismo Otero Novas se ve obligado a «suspender» los derechos históricos para poder llevar adelante su argumentación, cuando conduce al límite las consecuencias del mantenimiento de los mismos. Se entiende bien que intente distanciarse de los razonamientos de Herrero de Miñón, pero, en la medida en que sigue aprisionado por los «derechos históricos», descubre flancos por los que necesariamente ha de claudicar ante las argumentaciones de los «nacionalismos interiores». Así pues, en este punto, su argumentación es paradójica y problemática: de los «derechos históricos» a los «fragmentos de Estado» hay un paso, y si no lo hay por qué temer al «uniformismo» –por otra parte un concepto imposible–. Creemos que lo que ocurre aquí es que Otero Novas no contempla de forma clara y distinta –aunque en determinados momentos parece ejercerlo– el concepto de «nación política», pues parece estar apresado por una ideología que se representa la nación política desde una perspectiva «comunalista», y que incluso se resiste a ella misma en virtud de las aporías a que conduce su enfrentamiento con los hechos históricos que presionan sobre la propia interpretación de los mismos; de ahí que en ciertos tramos de su libro coincida con Herrero de Miñón y que en otros tienda a separarse de sus planteamientos confederalistas. Pero la nación política efectiva –tal como la ha analizado Gustavo Bueno en España frente a Europa y en El mito de la Izquierda– aun siendo el resultado de la reorganización de la sociedad política propia del Antiguo Régimen, supone la transformación de ésta por trituración de la sociedad feudal. En este contexto las «partes anatómicas» («fragmentos de Estado», Reinos, Comarcas, «derechos históricos», &c.) pierden su forma tras el proceso de «holización» revolucionaria. La nación política supone, por tanto, el barrido de esas parte anatómicas y una transformación de las naciones étnicas que ahora sólo pueden considerarse en la representación como reflejo de la nación política. Son, en efecto, esas representaciones de las naciones étnicas las que están siendo utilizadas por determinadas fracciones de la nación política, a través de la ideología de los derechos históricos, para consumar sus intereses secesionistas. Por ello, cuando se habla de nacionalismos «interiores», el criterio que se emplea –acaso el territorial– resulta débil porque la orientación fraccionaria de los mismos está pensada desde una plataforma que se presupone –intencionalmente– en el exterior de la nación política.

Laviana, 27 de mayo de 2005

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