Gustavo Bueno, Notas sobre la socialización y el socialismo, El Catoblepas 54:2, 2006 (original) (raw)
El Catoblepas • número 54 • agosto 2006 • página 2
Gustavo Bueno
Se intenta en esta nota sistematizar las muy diversas modulaciones –no siempre fáciles de concordar– que asume el término «socialismo», principalmente en su relación con el racionalismo y con la filosofía (materialista) en obras del autor tales como El papel de la Filosofía en el conjunto del saber, Ensayos Materialistas, Ensayos sobre la categorías de la Economía Política, ¿Qué es la Filosofía?, &c.
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En distintas ocasiones y por diferentes conductos se me ha requerido –últimamente y con especial agudeza por Javier Pérez Jara– para que manifieste el alcance que pudieran tener las múltiples referencias al socialismo que, a lo largo de casi cuarenta años, aparecen en libros, artículos, entrevistas o conferencias que se me atribuyen; referencias en las cuales el término «socialismo» cobra modulaciones (muchas de ellas determinadas por el contexto y la fecha) que no siempre parecen concordar entre sí.
El presente rasguño intenta responder a estos requerimientos mediante una primera «sistematización» de las modulaciones del término socialismo a las que nos referimos. Esta sistematización no pretende disimular las distancias que median entre las modulaciones del socialismo de referencia, y la variación, a lo largo del tiempo, en el uso de tales modulaciones; variaciones determinadas, ante todo, por la propia evolución del socialismo político y económico (derrumbamiento del Nacional-Socialismo primero, y del «socialismo realmente existente» –caída de la Unión Soviética y práctica desaparición de los partidos comunistas– después, desvelamiento de los componentes capitalistas y sectarios del socialismo democrático o socialdemocracia, &c.). Pero sí pretende subrayar que los cambios y las variaciones no son arbitrarias, o meramente coyunturales, sino que se mantienen dentro de una idea funcional central que, sin perjuicio de sus modulaciones o valores de función, puede considerarse como invariante en el conjunto del desarrollo del materialismo filosófico.
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Dejaremos de lado en esta ocasión, y en la medida de lo posible, la distinción entre socialismo como «significante de realidades históricas» (socialismo histórico) y socialismo como «significante de teorías o de ideas sobre el socialismo», aun cuando estas teorías o ideas carezcan de referentes históricos (socialismo teórico).
La distinción entre un socialismo histórico y un socialismo teórico está presente, por ejemplo, en la oposición tradicional en los clásicos del marxismo entre el «socialismo utópico» (entendido como una mera idea o teoría sin correlato histórico posible en el pretérito, en el presente, o en el futuro) y el «socialismo científico» (que, intencionalmente al menos, se refiere a realidades sociales históricamente dadas o realizables; otra cosa es que se discuta si el llamado «socialismo científico realmente existente», en la consabida expresión de Suslov, fue efectivamente una realidad o solamente una teoría que encubría un «capitalismo de Estado», un «despotismo tártaro» o una nueva versión del «modo de producción asiático»).
En cualquier caso, la oposición entre un socialismo histórico y un socialismo teórico no se propone aquí como oposición disyuntiva, porque se reconoce la posibilidad, incluso la necesidad, de admitir que todo socialismo histórico envuelva siempre alguna idea o teoría socialista; aunque se reconozca también que caben teorías o ideas de socialismo –por definición, las que consideramos utópicas– a las cuales no es posible asignar un lugar en la historia, aunque tengan un lugar distinguido en el terreno de las ideas, o de las teorías.
Se comprende que, dada la naturaleza eminentemente crítica de la distinción entre socialismo histórico y socialismo teórico, no sea posible utilizarla como criterio de clasificación «imparcial»; cualquiera de las aplicaciones que de ella pudieran hacerse (por ejemplo, respecto del socialismo soviético, en sus diferentes fases), tendría que tomar partido y habría de ser considerada, por tanto, partidista.
Dejamos de lado, como decimos, en la medida de lo posible, la distinción entre socialismo histórico y socialismo teórico, pero subrayando que esta decisión (de «dejar de lado») es más intencional o metodológica que efectiva, porque la distinción, por su mera capacidad clasificadora, encierra una dimensión crítica que se mantendrá implícitamente presente a lo largo de la exposición que sigue, esperando muchas veces sus desarrollos explícitos.
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Partimos, en el terreno sistemático explícito, de la distinción que consideramos fundamental, entre socialismo, en sentido genérico (o filosófico, en este caso) y socialismo en sentido específico (que no cabe equiparar, sin más, al socialismo en sentido positivo o histórico).
La idea de socialismo genérico se delimita por oposición a formas de organización histórica o teórica que no son socialistas; la idea de socialismo específico se delimita por oposición al socialismo genérico y envuelve la oposición (diamérica) entre cada especificación del socialismo genérico y otras especificaciones definidas (desde el punto de vista económico-político, la socialización por antonomasia, durante un siglo, significaba la «socialización de los medios de producción», vinculada a los planes y programas políticos de la Unión Soviética). En consecuencia, puede afirmarse que el socialismo genérico habría que entenderlo como un socialismo perfectamente definido respecto a aquello que no es socialismo. O dicho de otro modo: el socialismo filosófico (o genérico, en este caso) no es un socialismo indefinido «a escala de género», aunque lo sea «a escala de especie».
Las principales dificultades se plantean precisamente a propósito de la dialéctica entre la escala genérica y la específica. Como extremos de esta dialéctica podemos considerar:
(1) por un lado la tendencia a «anegar» a la especie en el género (como cuando en los debates en torno a la reorganización política de las Comunidades Autónomas españolas pretenden algunos reivindicar su condición genérica de naciones, de realidades nacionales o de nacionalidades europeas, sin necesidad de considerar su condición española, omitiendo, por ejemplo, en los estatutos reformados –Andalucía, Canarias– la condición de españolas y presentándose directamente como regiones europeas).
(2) por el otro lado, la tendencia a «secuestrar» (o «circunscribir») el género en alguna de sus especies, es decir, a circunscribir el género (socialismo, en nuestro caso) en alguna especie suya determinada («socialismo real» como designación de la Unión Soviética; «Partido Socialista Obrero Español» como designación de la socialdemocracia española autoproclamada de izquierdas). Una «circunscripción» que desborda de hecho el horizonte literario (o retórico) de la antonomasia o de la sinécdoque (pars pro toto) y que se convierte en un auténtico «secuestro ideológico» que equivale prácticamente al rechazo del reconocimiento de otras especies de socialismo como especies históricas, sobreentendiéndolas, a lo sumo, como especies meramente teóricas, por ejemplo, como «socialismo de cátedra». La Unión Soviética «secuestró» el término socialismo hasta el punto de llegar a considerar a la socialdemocracia alemana como una especie de fascismo («socialfascismo»).
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El proceso del secuestro del socialismo genérico por una especificación suya encuentra notables paralelos en otras regiones del espacio antropológico. Citaremos aquí las dos acaso más importantes, a saber, los que tienen lugar en la «región» de las religiones positivas y los que tienen lugar en la «región» de la Idea de Cultura.
Las religiones positivas se han entendido (desde las «religiones del libro», sobre todo) en el sentido específico postulado por cada religión histórica (judaísmo, cristianismo, islamismo). El cristianismo, en la tradición patrística y escolástica, iba referido a la religión positiva por antonomasia, concebida como la religión verdadera y aun como la verdadera religión (las «religiones paganas» –por ejemplo, las religiones indígenas americanas– eran interpretadas como supersticiones; y las religiones judía o musulmana eran interpretadas o bien como una «preparación evangélica», en frase que Eusebio de Cesárea aplicó al Imperio romano, hacia la verdadera religión, o como desviación o herejía de la religión cristiana, en expresión de San Juan Damasceno). Podemos constatar, por tanto, en la tradición (muy desdibujada en nuestros días por el irenismo y el ecumenismo) la presencia de una religión circunscrita al cristianismo (por su parte, al islamismo...) o, para decirlo con más vigor, podemos hablar de una idea de religión secuestrada por una religión o iglesia determinada.
Otro tanto ocurre hoy (más que en la tradición) con la Idea de Cultura. La idea de cultura que hoy se utiliza ordinariamente (en el lenguaje popular, en el lenguaje político, &c.) no es la idea de cultura genérica que utiliza la Antropología cultural (el «todo complejo» de Tylor), sino una idea de «cultura circunscrita» a determinadas áreas culturales (literarias, musicales, folclóricas...) con exclusión de otras. Los Ministerios de Cultura (o las Consejerías de Cultura, o las Concejalías de Cultura...) sobreentienden el término «cultura» circunscrito a los contenidos muy limitados que tienen encomendado administrar, y dejan a cargo de otros ministerios (o consejerías o concejalías) partes tan esenciales de la cultura genérica, en cuanto idea antropológica, como puedan serlo la Agricultura –reservada a un Ministerio, Consejería, &c., de agricultura– o la Industria –reservada a un Ministerio de Fomento– o el Ejército –reservado a un Ministerio de Defensa (como si los ejércitos o sus armamentos no fueran partes integrantes del «todo complejo»)–.
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Ante todo, el socialismo genérico (tanto en el sentido histórico, como en el teórico) se delimita frente al subjetivismo individualista y, después, frente al subjetivismo de grupo (de un «grupo subjetivista», en la medida en que tienda a retraerse, encerrarse o enrocarse en sus propios contornos). Si englobamos ambos tipos de subjetivismo en un solo concepto podríamos hablar de particularismo. Y entenderíamos aquí como particularismo (en cuanto posición más teórica o emic, que histórica etic) a cualquier pretensión de erigir una parte de la sociedad humana (de cada sociedad distributivamente tomada, o de la sociedad universal en sentido atributivo, cuando a este sentido pueda corresponderle un correlato histórico y no sólo teórico) en representación única de lo humano, en general, con segregación (histórica o teórica) de todas las demás «pretendidas partes».
Según esto, el socialismo genérico (con la nota de un universalismo expansivo o virtual) se daría siempre especificado en una forma o modo de socialismo específico; sin embargo, no todo socialismo específico habría de tener la nota de universalismo genérico, si es que su socialismo procesual adquiere una dirección contractiva y particularista, y aún depredadora (la del Nacional Socialismo, por ejemplo), que tiende a mantenerse no ya aislado de todos los demás, sino sencillamente autodefinido como plataforma subordinante de las restantes partes de las sociedades humanas.
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La tesis que mantenemos en torno a las cuestiones que tienen que ver con la génesis de la filosofía (y en especial con el racionalismo filosófico materialista, entendido como una «disposición» históricamente cristalizada en la Grecia clásica y cuyo alcance político, como perspectiva general, se supone imprescindible en el tratamiento de los planes y programas de una sociedad compleja) se enfrenta, ante todo, con las tesis que defiende la génesis subjetiva de la filosofía considerándola como la «reacción espontánea» que cualquier individuo dotado de conciencia reflexiva produce ante las «cuestiones existenciales» más fundamentales (¿quién soy yo? ¿quién me hizo? ¿a dónde voy? ¿cuál es mi destino? ¿quién hizo el Sol?...). La versión más relevante del subjetivismo individualista es, ante todo, la que hemos denominado «gnosticismo» (reduciendo ad hoc, a efectos de su redefinición filosófica, a la escala subjetivo individual, las posiciones más bien grupales que en el siglo II estuvieron representadas por las denominadas «sectas gnósticas»).
El «gnosticismo grupal», como concepto religioso positivo (no filosófico) se nos presenta hoy como una sabiduría de carácter soteriológico, revelada a algunos grupos (iglesias, sectas, grupos étnicos...) que mantienen la necesidad de compartir el «conocimiento» (gnosis) que en ellas estaría depositado para lograr la «salvación». Con frecuencia la gnosis grupal se consideraba participada, de modo eminente, por algún miembro o adalid del grupo. Sobre este concepto de gnosticismo grupal, acuñó T. H. Huxley (que conoció el gnosticismo a través de San Pablo y lo aplicó a grupos coetáneos, Iglesias anglicana, presbiterianas, &c.) su famoso concepto de «agnosticismo» (puede verse el Diccionario Filosófico de Pelayo García Sierra, sub voce «Agnosticismo»).
Con el término gnosticismo, en sentido filosófico, sin embargo, venimos designando, ante todo, a posiciones muy relevantes de la tradición filosófica que defienden la génesis radicalmente subjetivo-individual de la reflexión filosófica. La filosofía, según esta tradición, brota de los sujetos individuales (generalmente de ciertos sujetos individuales), que acaso han debido «madurar» en determinadas épocas históricas y sociales, pero que sólo cuando se han «vuelto hacia si mismos», desprendiéndose de todo vínculo grupal, social, podrían haber abierto un nuevo tipo de reflexión, la reflexión «subjetiva», filosófica, considerada como la única vía para una reflexión «libre» (libre de «toda atadura» o prejuicio familiar, religioso, político, profesional...).
Y no porque en algún caso los resultados de esta reflexión subjetiva se presenten como puramente negativos la reflexión sería menos filosófica: ahí tenemos el escepticismo antiguo como forma «madura» de la filosofía griega (Gorgias, Pirrón, Enesidemo). El gnosticismo adquiere un vigor singular en el neoplatonismo de Plotino («solo con el Solo») e impregna el monaquismo cristiano (los «Santos del Yermo» antes de transformarse en cenobitas, de los que habó Paladio) o el sufismo musulmán.
En la época moderna el gnosticismo filosófico encuentra su canal de expresión más importante en el ego cogito, ergo sum cartesiano; canal en el cual muchos historiadores ven el inicio de «la modernidad» o de la época moderna; pues, aunque en el seno del ego cogito Descartes encuentra casi de inmediato a un Dios personal (o a su Idea), lo cierto es que el ego cogito presupone una desconexión total con los demás sujetos humanos o animales, a los que llegará a considerar, al menos en la fase metodológica, como egos aparentes o autómatas (sólo a través, o por la mediación, de la veracidad de Dios estos automatismos podrían recuperar la condición de sujetos personales reales y no aparentes).
Es cierto que, desde una perspectiva materialista, el individualismo subjetivo, en su forma de gnosticismo, es antes una «teoría» (una ideología) que una realidad histórica; históricamente podría considerarse como una expresión ideológica del individualismo práctico (económico, social) configurado en los principios de la revolución industrial en su lucha con el «comunalismo» o «socialismo» representado por la idea del cuerpo místico de la Iglesia católica –universal– vinculada al Antiguo Régimen. Pero lo cierto es que este subjetivismo individualista estaba llamado a conformar, en gran medida, como ya hemos dicho, la llamada modernidad y, en particular, la llamada filosofía moderna: el denominado historiográficamente «empirismo inglés» (el de Locke o el de Hume, principalmente) debería considerarse, en gran medida, como una versión sui generis de gnosticismo. Un gnosticismo con inmediatas derivaciones políticas que culminarán en las doctrinas del contrato social, según las cuales las sociedades políticas serían, en cierto modo, «superestructuras» creadas por individuos previamente dados que pactan las condiciones de una convivencia compatible con su libertad.
Un subjetivismo que impregna gran parte del idealismo de Fichte (sin perjuicio de sus componentes «sociales»: «no hay yo sin tú») pero que culminan en el solipsismo de Wilhelm Schuppe (Erkenntnistheoretische Logik, 1878) o el de Richard Schubert-Soldern (Grundlagen einer Erkenntnistheorie, 1884) y, por supuesto, en el subjetivismo anarquista de El Único y su propiedad (1844) de Max Stirner. La obra, hace años muy citada, de Le Dantec (L’Egoisme, seule base de toute societe, 1912) expone también una concepción subjetivista extrema. Lo que comúnmente viene a entenderse hoy, en su sentido más radical, como liberalismo (o neoliberalismo) –y cuya esencia suele hacerse consistir en la concepción de la subordinación total de la sociedad y de la política del Estado a los intereses de cada individuo– lo que lo convierte paradójicamente en un universalismo. En realidad, este liberalismo individualista es una versión económico-política del subjetivismo.
Frente al gnosticismo, el socialismo, en su sentido genérico o filosófico, se define precisamente como su negación absoluta. La «conciencia filosófica», al menos la de la filosofía materialista, rechaza totalmente cualquier intento de derivación de la actitud filosófica a partir de una subjetividad individual gnóstica. Por eso, desde el materialismo, se entiende la filosofía como un saber de segundo grado que presupone saberes previos socialmente determinados (mitológicos, tecnológicos, científicos). Saberes que sólo históricamente pueden constituirse; los contenidos de estos «saberes» se suponen determinados por las mismas instituciones tecnológicas, mitológicas, cosmológicas o políticas en torno a las cuales se irá formando la «reflexión objetiva» que, en principio, afecta a todos los individuos de una sociedad definida en una determinada fase histórica («todos somos filósofos», aunque algunos actúen en un campo más extenso o sistemático que otros).
En resolución, la filosofía (materialista) no reconoce fuentes o revelaciones subjetivas sino sociales porque ella aparece en determinadas situaciones características de determinadas «sociedades avanzadas» que han desplegado ya un complejo conjunto de tecnologías, normas jurídicas, ciencias categoriales, &c. y han tenido ocasión de confrontar sus instituciones con las instituciones de otras sociedades colindantes (histórica o geográficamente). De esta doctrina deriva la tesis acerca de la «implantación política de la filosofía» («implantación política» en el sentido más amplio que engloba, por ejemplo, a «organizaciones totalizadoras» tales como la propia Iglesia Católica que, en cuanto «Ciudad de Dios», reconoce su conexión con la política). En este sentido, el racionalismo materialista apela a un socialismo genérico como horizonte a partir del cual cabe dar cuenta de la propia génesis de la filosofía materialista.
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Por análogas razones por las cuales el racionalismo materialista rechaza el gnosticismo individual rechaza también el gnosticismo grupal. No es la revelación ofrecida en exclusiva a un grupo religioso étnico, social o político aquello que puede dar lugar a la filosofía racionalista. El gnosticismo de grupo –cuando rechaza a los demás grupos como insignificantes para sus intereses filosóficos– sigue oponiéndose al socialismo en su sentido genérico; sigue siendo un particularismo. Por ejemplo, el particularismo fideísta de quienes han defendido, como Escoto Eriúgena o San Pedro Damián, que sólo a través de la fe cristiana revelada a la Iglesia es posible la filosofía; o el particularismo de quienes apelan a la sabiduría de ciertos pueblos indígenas –mayas, aymaras...– para fundar una verdadera «filosofía de la liberación»; o el particularismo de quienes apelan a la sabiduría de algunas «razas avanzadas» como puedan serlo los arios o los pueblos germano hablantes («sólo es posible pensar en alemán», de Martín Heidegger a Farías).
El particularismo grupal (que generalmente procede de una escisión o secta que se separa de un grupo expansivo previo) es, sin duda, frente al gnosticismo individual una forma específica, teórica o histórica, de socialismo; pero no es una expresión del socialismo genérico que ponemos en conexión con el racionalismo materialista. Un socialismo que, en tanto se constituye como crítica y rechazo del particularismo individual o grupal, habrá de entenderse como socialismo genérico de signo universalista, no particularista.
«Universalista» significa en este contexto, por tanto, ante todo, el rechazo de todo particularismo en el sentido dicho, pero no la apelación a «un hombre universal», o a un «Género Humano», o a un «humanismo», en el sentido del Ideal de la Humanidad de Don Julián Sanz del Río, por ejemplo. El universalismo al que apela el racionalismo materialista no es tanto un presupuesto sustancial sobreentendido cuanto un proceso de recurrencia; una energeia y no una estructura, un ergon. Es el proceso que comienza reconociendo que la implantación política de la filosofía sólo es posible a partir de un grupo (una nación, un estado, un imperio), pero no a partir de un supuesto Género Humano con el que pudiéramos identificarnos. Pero, al mismo tiempo, el universalismo sugiere que es preciso desbordar continuamente el grupo de partida, evitando su interpretación como fuente de un saber exclusivo («revelado» al grupo) y, por tanto, afirmando que todos los demás grupos han de ser tomados en consideración concreta, aunque sea para someterlos a una trituración crítica (por ejemplo, la crítica de Jenófanes al zoomorfismo de los etíopes). El universalismo procesual supone que los contenidos de una filosofía racionalista no proceden por emanaciones reveladas a un grupo o a un individuo sobresaliente, sino por la confrontación de un grupo dado con otros grupos afines o heterogéneos, amigos o enemigos.
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Ahora bien: desbloquear el término «socialismo» de las sinécdoques consabidas (del «socialismo circunscrito» especialmente circunscrito a determinados partidos políticos), es decir, rescatar de la «prisión particularista» a la idea secuestrada del socialismo genérico universalista, no es una «tarea revolucionaria» (una «revolución socialista») que pueda considerarse como fruto de una ocurrencia gratuita o infundada. No es posible desarrollar aquí una demostración formal; tan sólo diremos, en general, que el socialismo genérico no habría por qué entenderlo como una realidad o una idea separada (menos aún, previa) de los socialismos específicos, sino como una realidad o una idea que, en cualquier caso, estaría conjugada con algunas de sus especificaciones, al menos con aquellas que no circunscriban o bloqueen la universalidad procesual o expansiva atribuible al socialismo genérico. Bastarán algunos trazos para sugerir el alcance de estas afirmaciones.
Ante todo, podría ser pertinente recordar el «socialismo organicista» implícito en el célebre apólogo que Menenio Agripa dirigió a los plebeyos refugiados en el Monte Sacro: ninguna parte de nuestra sociedad –dice Menenio– puede ser despreciada, todas contribuyen a la salud pública, como la cabeza, el estómago o los brazos contribuyen a la salud del organismo.
Pero también es obligado recordar la llamada Prosopopeya de la leyes del Critón platónico o La República del mismo Platón. Las posiciones filosóficas que en estas obras, entre otras, Platón mantenía podrían interpretarse precisamente como las propias de un socialismo genérico, y no como las propias de un socialismo específico (que, en todo caso, habría que considerar como meramente teórico y aún utópico). Lo que cuenta filosóficamente de la República de Platón, suponemos, es, ante todo, su socialismo genérico; porque el socialismo específico que él describe es, por cierto, un socialismo fuertemente clasista y en modo alguno «igualitario». Un socialismo que, si bien se entiende como comunismo por relación a las clases gobernantes, es incompatible con el comunismo cuando va referido a la clase de los productores.
Y cuando Aristóteles define al hombre como animal político (zoon politicon) –pero tanto, y esta observación nos parece imprescindible, si la polis es una tiranía, como si es una oligarquía o una democracia– como cuando los estoicos (Panecio) definen al hombre como animal social o comunitario (zoon koinonikon) ¿no están utilizando antes la idea de socialismo genérico que la idea de socialismo específico (persa, egipcio, griego, oligárquico o democrático...)?
La introducción por Augusto Comte de la Sociología y de la perspectiva sociológica, aunque influyó decisivamente en la ideología de algunos socialismos específicos, se mantuvo en el horizonte del socialismo genérico; porque el «sociologismo» de Comte no sólo afectaba a las sociedades del «primer estadio», sino también a las del segundo y, sobre todo, a las del tercer estadio. Ahora el socialismo se especificará como socialismo político (la condición genérica del socialismo político se prueba por cuanto él tiende a enfrentarse con el subjetivismo individualista que Comte ve representado por la Psicología, la disciplina que precisamente Comte intentó borrar del cuadro de las ciencias de su enciclopedia).
Y la tesis central del materialismo histórico de Marx, la tesis según la cual la «conciencia humana está determinada por el ser social del hombre» ¿Acaso puede ser entendida de otro modo que desde un «socialismo genérico»? ¿O es que acaso Marx se refería sólo al socialismo comunista? ¿Acaso podría deducirse del materialismo histórico (como intentaron sugerir algunas corrientes althusserianas) la conclusión de que en la sociedad esclavista no pudo haber existido la filosofía (a pesar de que fueron los griegos quienes comenzaron y culminaron el proceso de lo que hoy llamamos filosofía) puesto que el pensamiento de esas sociedades antiguas debía considerarse como determinado por el «ser social» constitutivo de esclavismo?
La definición del «socialismo realmente existente», como un sistema en el cual la propiedad de los medios de producción se ha transferido de las manos privadas de la empresa capitalista al Estado, iba referida por el Diamat al socialismo soviético. Un socialismo que daba por supuesto que la socialización de los medios de producción sólo podía tener lugar a través de la estatalización o transferencias de la propiedad de esos medios a un Estado históricamente determinado (fuera el «eslabón más débil», fuera el más fuerte).
Pero después de su caída, es decir, una vez quedó evidenciado que el Estado soviético no podía identificarse con el «Estado universal» (y que, por tanto, la transferencia de la propiedad de los medios de producción a un Estado particular, aunque fuese de escala continental, seguía siendo una «apropiación privada», por un Estado, de los medios de producción a los cuales todos los demás conjuntos de sociedades podrían «tener derecho»), puede verse más claramente que el Estado no es el único sujeto de atribución de una propiedad «socializada».
Una gran empresa industrial multinacional capitalista representa, en el conjunto de las sociedades humanas de un período histórico determinado (o si se prefiere de su «clase universal»), una socialización de los medios de producción tan importante históricamente como pueda serlo la socialización llevada a cabo en un Estado minúsculo (como pudiera ser el Estado cubano actual: la importancia histórico universal del experimento socialista cubano residió en la potencialidad que se le atribuía como punto de germinación de un proceso de extensión del socialismo al resto de Hispanoamérica; por si mismo, un experimento reducido a diez millones de habitantes, supuesto que pudiera cumplir sus objetivos, no tendría mucho más alcance histórico universal que el que pudo tener el experimento comunista de las reducciones de los jesuitas en el Paraguay).
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La consecuencia más paradójica (para quienes se mantienen situados en los límites de un socialismo circunscrito) de lo que venimos diciendo es esta: que también la sociedad esclavista (al menos algunas sociedades esclavistas) puede ser considerada como una forma específica de socialismo genérico. Conclusión que podría corroborarse por el hecho de que la filosofía, precisamente la filosofía griega, brotó en una sociedad esclavista, en la cual la libertad y la igualdad estaba negada a más de la mitad de los seres humanos que en ella vivían.
Dicho de otro modo: la filosofía racionalista «no tuvo que esperar» a que se conformase la igualdad y la libertad propugnada por determinados socialismos específicos de signo socialdemócrata o comunista. Ni tampoco tiene que esperar la filosofía al «estado final de después de la Revolución» en el cual, habiendo desaparecido la lucha de clases, la filosofía quedaría liberada de sus ataduras y podría manifestarse de un modo tan libre que propiamente equivaldría a su autodesaparición.
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Pero si nos decidimos a considerar como modulaciones específicas del socialismo a algunas sociedades esclavistas o incluso a determinadas sociedades capitalistas (que implican división de clases sociales en función de sus relaciones de propiedad a los modos de producción) es decir, si nos decidimos a hablar de socialismo cuando nos referimos al apólogo de Menenio Agripa, a La República de Platón o al mismo derecho romano (el derecho romano, sin perjuicio de su implantación esclavista, contenía los gérmenes de un derecho socialista, en el sentido dicho) ¿dónde queda el universalismo que hemos atribuido al socialismo en el sentido genérico? ¿no se tratará de inequívocos casos de particularismo?
La respuesta es bien clara: el universalismo de estas sociedades particulares habría que ponerlo no en su particularismo sino en los componentes procesuales universalistas (en el sentido de su capacidad procesual recurrente a otras sociedades) que estos socialismos particulares pudieran tener. Y, en la medida en que no podamos demostrar esos componentes universales, habrá que concluir que las sociedades específicas de referencia se circunscriben como particulares y cristalizan como sociedades específicas no universales.
Por vía de ejemplo: el derecho romano, sin perjuicio de su orientación esclavista particular desplegó importantes gérmenes que desbordaban el horizonte esclavista, cuando tomaba en cuenta a los esclavos no ya como bestias parlantes (como animales a los que se podía, sin más, sacrificar) sino como sujetos de obligaciones; cuando desarrollaba el ius peregrinus y cuando extendía la ciudadanía a las colonias. El universalismo del derecho romano, tanto en el plano teórico como, en gran medida, en el histórico, queda perfectamente expuesto en los consabidos versos de la Eneida: «Tu, Romane, memento...»
Añadiremos que los componentes universalistas del derecho romano maduran y se desbordan con ocasión del reconocimiento del cristianismo como religión oficial del imperio, a partir de Constantino («Id y predicad a todas la gentes»).
¿Y cómo refutar la dimensión universalista procesual recurrente del capitalismo moderno de la Revolución científica-industrial, del comercio internacional? Desde nuestro punto de vista, el capitalismo se nos revela también como un socialismo genérico, es decir, como un gigantesco proyecto de socialización de las sociedades feudales del Antiguo Régimen a las que llegó a destruir.
El capitalismo logró establecer el contacto social entre los pueblos más diversos y alejados, universalizando el mercado, socializando el comercio y universalizando los idiomas y la democracia. Socializando el comercio: por ejemplo a través de las compañías de Honduras, de Ostende, o de Barcelona, como canales para el comercio de España con América posterior a la Guerra de Sucesión. «España participó íntegramente en el crecimiento económico que afectó a toda Europa durante los siglos XVIII y XIX», dice David R. Ringrose en España 1700-1900: El mito del fracaso, pág. 194, y añade: «En toda Europa después de 1700 encontramos una interacción intensificada entre la producción local y los mercados distantes. Esta progresiva orientación hacia el mercado por parte de la sociedad rural vinculó a los productores locales, a las oligarquías locales, a los empresarios y a los intermediarios. Produjo un abanico de empresas en las que el comercio, el capital, la industria interior y la producción mecanizada se daban cita en proporciones variables. Esta comercialización reflejaba un proceso interactivo en el que los mercados en expansión de las ciudades y de las elites presentaban una demanda creciente de productos, mientras que el crecimiento de la población rural llevó a una utilización intensiva de la tierra y forzó a las unidades agrícolas de producción a buscar fuentes de ingreso no agrícolas. También fomentó la interdependencia del mercado, y las rutas de transporte que ignoraban lo que el siglo XX piensa de los límite nacionales. Así fue posible que el comercio colonial español fuera un aspecto de la expansión económica de Europa sin que tuviera mucho impacto directo sobre la economía interior de España misma». Tampoco puede olvidarse que una gran parte de los métodos capitalistas inspiraron la propia política de la Unión Soviética.
¿En qué medida el capitalismo deja de ser universalista y, en consecuencia, pierde su condición de socialismo genérico y se convierte en una forma de-generada (si se quiere) de socialismo particularista específico, incluso en una forma peculiar de gnosticismo (la «genialidad» de los grandes empresarios)? En la medida en la cual la apropiación de los medios de producción por particulares o por sociedades anónimas conduzca a una diferenciación de clases sociales entre las cuales se produzcan determinadas elites de-generadas, satisfechas de sus propios «mensajes» y modos de vida.
La degeneración gnóstica del capitalismo podría también ejemplificarse analizando ciertas instituciones suyas que, aunque irrenunciables, acaso pueden considerarse como irracionales (en consecuencia, como habiendo perdido todo contacto con los procesos entre los cuales se mueve el materialismo racionalista), a saber, por ejemplo, las instituciones que se acogen a las leyes del azar –los juegos de azar, la lotería, la bolsa, por cuanto las leyes estadísticas por las que se regulan sus transacciones no suprimen la aleatoriedad de las decisiones del inversionista–. Estas instituciones segregan grupos o elites capaces de conquistar posiciones en la escala social no ya por el «esfuerzo racional» propio de los grandes empresarios (que a su vez están, sin duda, determinados u orientados por las redes sociales familiares y de las clases a las que pertenecen dentro de una sociedad política determinada: no es lo mismo pertenecer a la clase social proletaria en Francia, en Alemania, en España, en la Unión Soviética o en Afganistán; el «proletariado universal» es una clase puramente teórica que el Diamat interpretó como clase histórica real, y éste fue su catastrófico error), sino como resultantes de las leyes de azar. Resultados que aquí no corresponde condenar como «injustos» (desde la perspectiva de un socialismo igualitarista) sino por su probabilidad de conducir a la formación de grupos gnósticos que se acogen con facilidad a las ideologías de un darvinismo social que legitima y ensalza a los «triunfadores» por el simple hecho de haber triunfado, es decir, por el simple hecho de haber sido «elegidos» por el destino.
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¿No es posible, desde el materialismo filosófico, determinar especificaciones del socialismo genérico que no conduzcan a una degeneración de sus componentes procesuales universalistas?
Nos atrevemos a decir que no es posible a priori y en abstracto. Por ejemplo, presuponiendo que «socialismo genérico» es tanto como socialismo igualitario, sin clases; el socialismo de una sociedad tal en la que hubieran desaparecido las clases de sexo (mediante la equiparación de los matrimonios homosexuales y heterosexuales, mediante la reproducción por clonación, mediante la eliminación quirúrgica u hormonal de los caracteres sexuales secundarios), las clases de edad, las clases profesionales, las clases lingüísticas, religiosas, culturales, étnicas...
La idea de un socialismo, definido como sociedad sin clases, habrá de determinar el tipo de clases de las que se habla. Si, por ejemplo, se habla de las clases en el sentido marxista (según el cual la división de la sociedad en clases sociales determinadas por su la relación a los medios de producción contiene en si misma el principio de la destrucción de esa misma sociedad), entonces habría que decir que la sociedad sin clases no podría asumir la condición propia de un socialismo genérico universalista. Al menos hasta tanto que no fuera demostrado que la propiedad o no propiedad de los medios de producción, atribuida a un Estado, y no a la «clase universal», representa efectivamente una socialización (esta cuestión está relacionada con la dialéctica que venimos llamando «dialéctica de clases/ dialéctica de Estados» en la que aquí no podemos entrar).
El socialismo genérico no puede entenderse, en ningún caso, como un socialismo de la igualdad homogénea y uniforme, en todas sus dimensiones. Y ello porque la misma relación de igualdad pierde todo su sentido si no se especifica el parámetro k respecto del cual la igualdad se establece (a=kb). En cuanto igualdad política, el parámetro k no es precisamente el económico monetario: tan democrática y racional es una sociedad capitalista en la que coexisten los millonarios con los meros asalariados («ser rico es glorioso» decía Deng Xiaoping, de acuerdo con el principio de la «triple representación») como una sociedad comunista (¿utópica? ¿histórica?) en la cual todos los ciudadanos fueran asalariados o funcionarios. Las leyes socialdemócratas de intención igualitaria, que orientan la política de tributación sobre la renta en el sentido de tributación progresiva, no hacen sino legitimar a aquellos millonarios precisamente en la medida que ellos han podido contribuir, con la proporción debida a sus millones, a la economía nacional (estas ideas se exponen de modo mas detallado en «El tributo en la dialéctica sociedad política / sociedad civil»). La igualdad política va referida, como se admite generalmente, a otros parámetros: igualdad ante la ley (y esto sin entrar en los contenidos de las leyes), igualdad en los procesos de redistribución social (educación –inseparable por cierto de los contenidos de esta educación–, seguridad social, &c.).
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Pero lo decisivo para la cuestión que tenemos entre manos (los vínculos entre el socialismo y la filosofía materialista) es la constatación de las diferencias entre el universalismo procesual, que suponemos implicado, en mayor o menor grado, en las sociedades históricas no enteramente cristalizadas (en las depredadoras, por ejemplo) y los límites que cada proceso universalizador encuentra de hecho en el curso de su ejercicio. Los límites los impone la realidad histórica (casi siempre impredecible) como se los impone al esclavismo, al liberalismo primitivo, al capitalismo decimonónico o al comunismo soviético o chino de la «triple representación» («un país, dos sistemas»).
Desde la perspectiva de las cuestiones planteadas y, sobre todo, en función de la componente racionalista del socialismo genérico, acaso el punto más importante sea aquel en el que planteamos la cuestión de los vínculos entre el racionalismo y el sujeto corpóreo, pero no en el sentido sustancialista del gnosticismo, sino en el sentido actualista de la metodología de la racionalización. No es posible hablar de racionalización de un material, cualquiera que éste sea (radial, circular, angular), si no es a través de las «operaciones quirúrgicas de los individuos». Lo que significa que la racionalidad procesual no emana del interior de los sujetos, de su entendimiento agente o paciente. Los sujetos operatorios son ellos mismos resultantes de procesos históricos y sociales; por ello, estos resultantes están en función de los propios grupos de partida que los determinaron. Por ejemplo, la racionalización implicada en la holización de las sociedades políticas del Antiguo Régimen en la época de la Gran Revolución estaba limitada a las condiciones de partida de la holización de referencia (la holización establecida por el jacobinismo es sólo una especie de holización, pero sin duda caben otras especies).
Lo que importa, en conclusión, es, destacar la circunstancia de que todo proceso de universalización racional tiene que ir conducido a través de los canales constituidos por los sujetos corpóreos operatorios (descartamos cualquier hipótesis sobre un entendimiento agente universal de tradición musulmana), entre otras cosas porque, como «contenidos» universales, comunes a todas las sociedades humanas, a todas las clases sociales, étnicas, religiosas, figuran precisamente los sujetos operatorios (a los cuales se orientan las normas éticas). A través de ellos habrá que triturar las instituciones suprasubjetivas que hayan de ser trituradas según planes y programas definidos.
El socialismo genérico no puede (ni siquiera en su versión esclavista) poner entre paréntesis a los sujetos operatorios, a sus ritmos y a sus leyes. Tiene que contar con ellos si quiere hacer política filosófica y no meramente moldeamiento skinneriano, necesariamente efímero o neutralizable por otro condicionamiento skinneriano de la misma dirección y sentido contrario.