Ismael Carvallo Robledo, Antropologismo político e historicismo político, El Catoblepas 54:4, 2006 (original) (raw)

El Catoblepas, número 54, agosto 2006
El Catoblepasnúmero 54 • agosto 2006 • página 4
Los días terrenales

Ismael Carvallo Robledo

Consideraciones en torno a la crisis política post-electoral mexicana

«Sin duda fue Althusser quien lo puso en la frontera de una época. La frontera que señalaba su propia obra. La señalaba porque reunía los elementos propios de una época y los hacía tender hacia un extremo que no soportaba la tensión. Una crisis bien entendida es precisamente esto. No una decadencia de los caracteres que definen un momento, sino una tendencia de esos mismos elementos a hacer estallar los límites del conjunto que los contiene. Spinoza de aquel lado del borde. Y cuando finalmente estalla, Spinoza también de este lado.» Prólogo de los editores a En medio de Spinoza, de Gilles Deleuze{1}

«Hay una cosa cierta: toda etapa de tránsito entre dos posturas de profundo significado trae la necesidad de la actitud beligerante.» Juan Marinello

A. Comentarios pre-ambulares

I

Permítasenos partir de la confirmación de una tesis en la que se anunciaba con antelación lo que, creemos, define la magnitud de la crisis política a la que México asiste en estos momentos:

«La coyuntura política que determina el presente de México, cuyas coordenadas están ya prefiguradas y cuya dialéctica interna está ya en pleno ejercicio, está llamada a encerrar dentro de sí, esta es nuestra tesis, un significado histórico político trascendental; y esto es así en tanto que la escala en la que están dados sus contenidos desbordan el terreno formal (el de la democracia formal, lo que haría de esto un problema, digamos, de estructura) y se inscriben en el del más genuino materialismo político, es decir: de lo que se trata no es de una abstracta ‘consolidación democrática’ sino de la dialéctica de poder en cuyo seno estaría dándose una re-configuración de la materia política –del contenido mismo– del Estado mexicano (lo que haría de esto un problema, digamos, de génesis).» [Ismael Carvallo, «Andrés Manuel López Obrador: candidato a la Presidencia de la República de México. Marcelo Ebrard: candidato a la Jefatura de Gobierno del DF», El Catoblepas, nº 46, Diciembre 2005, pág. 4.]

Efectivamente, a mes y medio de haber tenido lugar el proceso electoral del 2 de julio de 2006, la dialéctica política post-electoral –sin presidente electo «oficialmente», con una movilización popular (instalada en el Zócalo capitalino e importantes avenidas de la ciudad de México) organizada por el PRD como táctica de enroque político al régimen, el Tribunal (judicial) Electoral (TRIFE) como centro de anudamiento de todas las presiones políticas y con el desencadenamiento de otros conflictos en el país, como el protagonizado por el Sindicato de Maestros estatal y el Gobierno del Estado de Oaxaca– se nos ofrece inscrita en un franco proceso de escalamiento y tensión que tiene como horizonte inmediato de definición el sexto (y último) informe de gobierno del presidente saliente, Vicente Fox, el 1 de septiembre (lo que comporta la instalación de la siguiente Legislatura en el Congreso de la Unión), los festejos de celebración de la independencia (la ceremonia del «Grito de Independencia») del 15 de septiembre, la Convención Nacional Democrática convocada por López Obrador y la Coalición que encabeza para el 16 de septiembre y la eventual toma de protesta del candidato electo como Presidente de la República el 1 de diciembre de 2006.

Si seguimos el planteamiento que hacíamos en aquel ensayo de diciembre de 2005, constatamos por su través que, efectivamente, las coordenadas del formalismo democrático, coordenadas en las que se cifran los «cauces institucionales» –como suelen decir con solemnidad y aplomo los ideólogos (¿teólogos?) de la Democracia y el estado de Derecho– están de todo punto desbordadas.

Pero este desbordamiento estaba ya anunciado, precisamente, en la escala a la que estaba dibujándose el enfrentamiento político objetivo en uno de cuyos polos, el encabezado por Andrés Manuel López Obrador, estaba definido con firmeza el acometido político de desplazar a un bloque histórico instalado en el poder del Estado desde hace aproximadamente 25 años: el bloque del neoliberalismo democrático; bloque político éste que, por su parte, tenía definida con toda claridad y, también, firmeza, su consigna: impedir con todos los medios posibles (fundamentalmente con millones y millones de pesos provenientes de los grupos económicos más poderosos del país para apoyar la campaña de «su candidato», el señor Felipe Calderón) que López Obrador llegase a la Presidencia de la República.

II

Ahora bien. En el contexto expuesto, nos encontramos en una circunstancia con claros rasgos de excepcionalidad cuyo significado estriba no ya tanto en la magnitud política del desenvolvimiento objetivo de los hechos (movilizaciones, toma de avenidas neurálgicas y el centro mismo de la ciudad, beligerancia en el discurso político, crispación social determinada por acusados antagonismos –odios– de clase, &c.) cuanto en el desmoronamiento total de los esquemas de racionalidad con los que «analistas», políticos y «líderes de opinión» –según muchos de ellos, en función de sus doctorados, autoconcebidos como de «alto nivel»– tratan de entender –por lo menos públicamente– la dialéctica política a la que asistimos.

Dicho de otro modo: nos parece que el sacudimiento político provocado por los hechos está produciendo, parafraseando a Espinosa, un verdadero extravío del entendimiento político; pero: «una crisis bien entendida es precisamente esto. No una decadencia de los caracteres que definen un momento, sino una tendencia de esos mismos elementos a hacer estallar los límites del conjunto que los contiene.»

III

En efecto: en algunos casos provocando asombro y extrañeza, y en otros tan sólo confirmando la expectativa a la baja del diagnóstico desde el que se les escucha o se les lee, «analistas», periodistas, políticos, líderes de opinión e intelectuales de diversas latitudes, aparecen en el debate público mostrando una orfandad analítica sorprendente –sea ya en contra de las posiciones tomadas por López Obrador, sea ya en intentos por enderezar un poco las cosas en su favor–.

Esta orfandad analítica se observa en el hecho de que al no poder entender esta dialéctica dentro de sus justos quicios políticos e históricos, se busca permanentemente llevar la discusión o a terrenos categoriales propios de la psicología (AMLO es un «Mesías tropical», según el señor Enrique Krauze, o un «caprichoso», según muchos otros; el PRD está en posiciones esquizofrénicas, &c.), la sociología o, en el mejor de los casos, al terreno del formalismo jurídico («según el artículo 6º Constitucional, al tomar la avenida Reforma se está afectando el derecho de terceros al libre tránsito»).

En el peor de los casos, se acude a recursos de inequívoca índole retórica mediante los que tales analistas –muchos de ellos, para evitar que olvidemos la autoridad que los asiste, firman sus artículos como Investigadores de «universidades de prestigio» o nos advierten que «en esta ocasión» no nos hablarán con el lenguaje sofisticado de la ciencia política sino como «simples ciudadanos»– nos relatan, desde su subjetivismo lastimado, las crónicas literarias de su terrible decepción («yo había votado por AMLO por su preocupación por acabar con la pobreza, pero ahora, con ese plantón en el Zócalo, con esas actitudes caprichosas, con ese mesianismo, he quedado profundamente decepcionado»), o las de su asombro y estremecimiento ante la imposibilidad de entender lo que sucede («Lo veo y no lo creo. Veo a 20 millones de ciudadanos atrapados, veo a mi ciudad tomada, con sus calles rotas a propósito....»).

Bien, ¿qué pasa aquí? A nuestro juicio, pasa lo siguiente: este extravío del entendimiento político no es en modo alguno gratuito. Pero tampoco se deriva necesariamente (aunque a veces sí) de la buena o mala intención de analistas, intelectuales y políticos, de la irresponsabilidad de quienes han provocado este «caos incontrolado e irracional», del autoritarismo reprimido aunque latente por parte de unos y otros, o del mal diseño de nuestro «entramado institucional».

No. Este extravío del entendimiento –aquí va nuestra tesis– no es otra cosa que el resultado lógico de la desorientación en la que quedan arrinconados quienes quieren evitar la caída estrepitosa de un mito, tan sólido como un muro, detrás de cuyos bloques se esconde la nebulosa ideológica que define nuestro tiempo: el mito del fin de la Historia. Un final en el que, instalados en el armonismo tolerante y racional más refinado, los ciudadanos cohabitan felices en Democracia y Libertad, disfrutando plácidamente de la calidad de vida lograda (o en todo caso preocupados exclusivamente por alcanzarla), dirimiendo sus diferencias mediante diálogos sublimes, intercambiando «argumentos» como caballeros ingleses en el parlamento y limitando su actividad política a la participación racional que, en función de agudísimos cálculos individuales hechos en torno a los «incentivos» ofrecidos por cada circunstancia política (como una elección presidencial), se ciñe a los estrictos cauces institucionales democráticos que con tanto esfuerzo y sacrificio hemos tenido a bien construir.

Si en determinado momento, una figura política o coalición, arremete críticamente (materialmente) contra las Instituciones y su corrupción o contra el bloque histórico instalado en el Estado; cuando despliega tácticas de movilización social en cuya lógica se cifra una estricta estrategia de presión política contra el régimen, o cuando inscribe su discurso político en claves históricas bien precisas: entonces estamos frente a un «mesiánico», un populista irresponsable, un mártir irracional o un caprichoso esquizofrénico que no respeta las instituciones, la legalidad democrática y el estado de derecho. Alguien que está, en otras palabras, contra la (nuestra) Democracia.

Pero a nosotros nos parece que, lejos de estar frente a un enfermo psicológico, estamos sencillamente ante alguien que, precisamente, niega políticamente (y no subjetiva o psicológicamente) que la historia ha llegado a su fin. En otras palabras, alguien que niega la realidad política objetiva que bajo tal bóveda ideológica quiere ser mostrada como fin irreversible de la historia: la realidad política del neoliberalismo democrático. Alguien que no necesariamente está en contra de la democracia sino contra su hipostatización ideológica (hecha desde el formalismo político) y que lo que busca es cambiar la disposición objetiva de los términos políticos (los bloques de poder del Estado) dentro de cuya trabazón ésta puede darse (diciéndolo en términos aristotélicos: la estructura político-material del Estado es sustancia, la Democracia, accidente); por que acaso este alguien sepa muy bien que no es en la inmanencia del «proceso democrático-electoral» donde están dados los consensos políticos fundamentales... sino en otro lado, es decir, que si bien es cierto que

«la democracia sigue funcionando es porque el consenso permanece[,] no es que la mayoría haya logrado el consenso sino que son motivos enraizados en compromisos previos (económicos, culturales, de coyuntura, incluyendo la militar) los que hacen que la democracia funcione. Por ello, la sociedad democrática es estable, pero no por virtud del procedimiento técnico de la consulta electoral, sino sobre todo por otros motivos [...] Cuando los motivos cesan, también la democracia.»{2}

IV

Ahora bien, la tesis que queremos defender aquí es la siguiente: en la dialéctica que estamos definiendo quedan expuestos dos modos de entender a la política y, por tanto, de entender el papel del individuo en la historia. Se trata del punto de vista del antropologismo político y el punto de vista del historicismo político.

B. Antropologismo político e historicismo político

I

Ofrecemos las siguientes líneas como propuesta de definición de las dos perspectivas que encontramos ejercitadas en estos momentos.{3} Buscamos por su través –y al margen de cualquier pretensión de erudición– abrirle paso a la tesis según la cual, en una de ellas, en la del antropologismo político, se encierra el núcleo esencial de una estructura gnoseológica que, con repercusiones dadas hasta en el más inmediato plano de la realidad (por más que quiera ser esto considerado como un trabajo de nivel teórico y poco práctico), aparece como el tegumento ideológico que reviste un ortograma geopolítico bien preciso: el ortograma de la democracia liberal de mercado como fin de la Historia (acompañada del Armonismo, la Tolerancia, la Cultura y la Felicidad) y como canon a cuya adecuación, tras la caída de la Unión Soviética, están llamados (muchas veces incluso con la razón de la fuerza de un ejército multinacional) todos los estados del planeta.

Y ante la posible objeción desde la que pudiera este debate ser declarado como «superado» y obsoleto, vale la pena recordar la forma en la que el profesor Bueno otorga beligerancia a la tesis, acaso un poco olvidada pero al parecer con una vigencia intacta, del fin de la historia de Fukuyama:

«Pero existen también motivos capaces de actuar directamente sobre nuestro interés por la tesis de Fukuyama (y no sólo en cuanto tesis ideológica de interés sociológico). La tesis, y su línea de argumentación son, en sí mismas, sencillas y aún superficiales (sobre todo, consideradas desde la perspectiva subjetiva de su autor, probablemente ‘inconsciente’ de la complejidad del asunto); pero objetivamente la tesis constituye una alternativa dada dentro de un sistema de alternativas posibles[.] Dicho de otro modo: la tesis de Fukuyama no sólo es interesante por lo que afirma sino por lo que niega, al menos virtualmente, simplemente por el hecho de dejar de decirlo.
Por consiguiente, y aun suponiendo que la tesis de Fukuyama, tal como fue concebida por su autor, fuera una tesis ‘superficial’, bastaría, para ‘profundizarla’, insertarla en un sistema de alternativas al cual sin duda pertenece; bastaría simplemente concederle, metodológica y dialécticamente, la misma beligerancia que un abogado del diablo atribuye a la tesis o al proyecto del pretendiente. Pues lo que me parece que hay que conceder a Fukuyama es que aun sin necesidad de que se haya dado mucha cuenta de lo que está haciendo (hablando en términos filosóficos, y no pragmáticos) ha logrado ‘tirar de un hilo’ de los que componen la trama enmarañada de un sistema dialéctico de alternativas disponibles para todos, y ha logrado sacarlo, sin romperlo.» [Gustavo Bueno, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama», El Basilisco, 1992]

II

Antropologismo político

Definimos al punto de vista antropológico como aquel según el cual la política tiene como único fin legítimo el encontrar o construir estructuras racionales de comportamiento universales (las instituciones, la racionalidad económica como nivelador de la conducta humana, la elección racional, el individualismo metodológico y el Derecho{4}, &c.).

Desde este punto de vista la historia (y la política) es interpretada desde una metodología nomotética{5} y como accidental al hombre y su acción; el individuo es visto desde una perspectiva distributiva y las operaciones políticas se consideran desde una racionalidad abstracta (formalismo ahistórico).

Historicismo político

El punto de vista histórico se define dialécticamente como negación del punto de vista antropológico. Desde esta perspectiva, la política se nos ofrece encontrando su sentido de modo no-unívoco sino cifrado en la dialéctica de sus determinaciones históricas y en las confrontaciones políticas materiales. La posición del historicismo político es una crítica al armonismo idealista; la historia (y la política) es interpretada desde una metodología idiográfica y como sustancial al hombre y su acción; el individuo es visto desde una perspectiva atributiva y las operaciones políticas se consideran desde una racionalidad dialéctica (materialismo histórico-dialéctico).

La dialéctica que determina la tensión entre estas dos perspectivas puede definirse, entonces, del modo siguiente: el antropologismo político es, en algún sentido, una negación de la historia. Esto es así en tanto que la perspectiva antropológica privilegia el tratamiento distributivo nometético de las sociedades, y, si seguimos aquí al profesor Bueno, «una historia nomotética no es propiamente historia, sino sociología o etnología»{6} (antropología).

Así también, por cuanto a la accidentalidad de la historia como predicable al sujeto humano (según el quinto predicable de la doctrina de Porfirio: el accidente),

«la línea divisoria que separa [este] quinto predicable de los otros cuatro [género, diferencia, especie y propio] es también la línea divisoria entre las dos grandes concepciones posibles del hombre en relación con la historia, que podemos llamar ‘concepción historicista del hombre’ (con muy diversas variantes) y la ‘concepción antropologista’ (en rigor, las concepciones antropologistas). Una línea divisoria que testimonia un conflicto ideológico filosófico entre el historicismo (en muy diversos grados) y en antropologismo; un conflicto filosófico cuya versión gnoseológica es el conflicto entre dos disciplinas (entre dos Facultades), la Historia y la Antropología. Y el antropologismo no es sólo una alternativa abierta a sociobiólogos o antropólogos profesionales[,] sino también a ideologías o a filosofías de la más variada estirpe.»{7}

En el antropologismo político la historia queda abstraída; la política, según esta perspectiva, debe cerrarle el paso a las consideraciones de índole histórica; los individuos sólo tienen interés por vivir «en democracia», sin importarle el contenido político o histórico de su ciudadanía. La vida pública debe discurrir por cauces racionales e institucionales, en el armonismo de unas coordenadas racionales lógicas pero abstractas: el Derecho. Cualquier disrupción del orden político es considerada irracional (mesianismo, esquizofrenia, capricho, &c.)

Ahora bien, creemos que esta perspectiva es, solamente «en algún sentido», una negación de la historia. Por que en su virtud de núcleo gnoseológico de un subterfugio ideológico se nos ofrece, entonces, no ya tanto como un detenimiento del curso histórico político del mundo sino como el intento ideológico de afianzar «como una segunda naturaleza del hombre», ineluctable e irreversible, las coordenadas geopolíticas de un determinado orden mundial, a saber: el orden de la Democracia de Mercado neoliberal como última fase, como fin, de la historia.

C. Final

Bien. Decantando la realidad política que en estos momentos críticos acontece en México, su significado político se proyecta ahora de modo muy distinto.

Efectivamente, sólo desde la perspectiva del antropologismo político, desde su racionalidad abstracta, es posible considerar tanto al discurso político como a las acciones estratégicas de Andrés Manuel López Obrador y la coalición que encabeza, como caprichos irracionales, como subjetiva y vulgar obsesión por el poder o como producto de desvaríos psicológicos mesiánicos. Pero, sorprendentemente, la mayor parte de las críticas que «politólogos» e historiadores han hecho a López Obrador han sido, según hemos visto, de naturaleza psicológica y no, precisamente como se debería esperar, política o histórica.

Porque desde la perspectiva del historicismo político, desde su racionalidad dialéctica, lo que observamos es una estrategia perfectamente definida de confrontación política dada a escala histórica (AMLO es el único candidato que ha cifrado su discurso político en coordenadas históricas), dirigida precisamente a desmantelar, a hacer estallar de un doble tiro, tanto al bloque político de poder que controla el Estado mexicano como a la bóveda ideológica bajo cuyo techo este bloque se ha afianzado histórica e ideológicamente en México. Observamos, en resolución, una estrategia que tiene la firme determinación política (y no psicológica) de negarse a aceptar, en absoluto, que la historia ha llegado a su fin.

Pero ¿qué es entonces lo que sucede? ¿Por qué de pronto los analistas e intelectuales de alto nivel se han salido de sus casillas? ¿Por qué tienen que dejar de hablarnos con el lenguaje de la «ciencia política» para decirnos, desde sus refutaciones retóricas o desde sus mediocres crónicas literarias, que no son capaces de entender lo que pasa aquí, que están profundamente decepcionados o que confirman que, en efecto, López Obrador es un populista irracional y un peligro para México?

Lo que sucede, nos parece, es que quienes esgrimen objeciones dirigidas a condenar la actuación de López Obrador desde esa óptica, antes que realizar análisis objetivos y «científicos», antes de tratar de entender esta dialéctica desde sus justos quicios políticos, no están haciendo otra cosa que ejerciendo, muchos quizá sin consciencia de ello, la más densa y articulada ideología, que es otra forma de decir, precisamente, que no han entendido nada.

En otras palabras, lo que observamos es que la estirpe de filósofos académicos –si se nos permite utilizar figuradamente la distinción kantiana– o de analistas políticos e intelectuales de alto nivel, desde cuya autoridad se firman tantos y tantos artículos y manifiestos, no es más que una farsa tras la que se esconde la realidad más patente: que quienes firman tales artículos y manifiestos no son más que simples y comunes ciudadanos de a pie, y que tal estructura compleja y sublime de racionalidad desde la que supuestamente escriben cuando lo hacen utilizando «el lenguaje sofisticado de la ciencia política», es, tan sólo burda ideología y apariencia instrumentalizada para otros fines.

Pero: «una crisis bien entendida es precisamente esto. No una decadencia de los caracteres que definen un momento, sino una tendencia de esos mismos elementos a hacer estallar los límites del conjunto que los contiene. Spinoza de aquel lado del borde. Y cuando finalmente estalla, Spinoza también de este lado.»

Ciudad de México
Agosto, 2006

Notas

{1} Gilles Deleuze, En medio de Spinoza, Editorial Cactus, Buenos Aires 2005.

{2} Gustavo Bueno, Primer ensayo sobre las categorías de las 'ciencias políticas', Cultural Rioja, Logroño 1991, págs. 368-369.

{3} Como no puede ser de otra manera, lo aquí expuesto no será en modo alguno novedoso. Se trata, en todo caso, de un intento de sistematización. Nos basamos en tres trabajos fundamentales de Gustavo Bueno, a saber: El individuo en la historia. Comentario a un texto de Aristóteles. Poética 1451b, Universidad de Oviedo, Oviedo 1980; Etnología y utopía. Respuesta a la pregunta ¿Qué es la Etnología?, Ediciones Jucar, Gijón 1987; y «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)», El Basilisco, 2ª época, nº 11, Oviedo 1992, págs. 3-27.

{4} Recuerdo en estos momentos el interesante planteamiento que, sobre la hipóstasis ideológica del Derecho que, por la vía del positivismo jurídico, se ha abierto paso en nuestro presente, puso a discusión mi amigo Omar Sánchez Molina a un grupo de colegas en un foro de correos electrónicos: según Sánchez Molina «el nuevo positivista jurídico no es aquel que necesariamente cree que la metafísica es una ideología, sino que, lo más grave, me parece –nos dice–, es que asegura que el nuevo modelo de ciencia absoluta es el de la hermenéutica, incluyendo claro a las propias ciencias naturales en la medida en que la ciencia es el consenso proposicional de una comunidad de científicos (Gadamer, Popper, Habermas, Toulmin, Perelman, &c.), de forma tal que la ciencia modelo de la hermenéutica es... el derecho».

{5} La distinción Idiográfico/Nomotético fue acuñada por Guillermo Windelband, miembro de la Escuela de Baden, de orientación neokantiana. Las ciencias nomotéticas son aquellas que tienen por objeto las leyes lógicas, es decir, las ciencias de la naturaleza, que buscan estudiar procesos causales e invariables. Las ciencias idiográficas, por otro lado, son las que tienen como objeto de estudio los sucesos cambiantes, como la Economía, el Derecho o la Historia. Una metodología nomotética aplicada a la historia sería aquella en la que lo que se busca encontrar son las legalidades antropológicas, la racionalidad inmanente, al margen de su contenido histórico; para esta metodología carece de interés saber quién fue Napoleón o Simón Bolívar. Una metodología idiográfica tiene como fundamento el contenido singular de cada hecho histórico: en este caso sí tiene interés saber quién fue Napoleón o Simón Bolívar.

{6} Gustavo Bueno, El individuo en la historia, pág. 31.

{7} Gustavo Bueno, «Estado e historia (en torno al artículo de Francis Fukuyama)», El Basilisco, 1992, págs. 13-14.

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