Gustavo Bueno, Los peligros del «humanismo de la izquierda híbrida» como ideología política del presente, El Catoblepas 61:2, 2007 (original) (raw)
El Catoblepas • número 61 • marzo 2007 • página 2
Gustavo Bueno
Texto base para la intervención del autor en el «Foro de la Nueva Sociedad», organizado por Nueva Economía Fórum, en el Hotel Ritz de Madrid,
en la mañana del martes 13 de marzo de 2007
Introducción
Antes de nada mi agradecimiento a Nueva Economía Fórum y especialmente a su presidente, José Luis Rodríguez García, así como a las fundaciones asociadas, por la invitación que me han hecho y que yo he aceptado como un gran honor, para exponer, ante un público tan distinguido como el que está aquí presente, el tema que a mí me pareciera más oportuno.
Y el tema que a mí me ha parecido suficientemente oportuno –confío en que al final también se lo parezca a la mayoría de los presentes– es el de los «peligros del humanismo de la izquierda híbrida» (de socialdemocracia y libertarismo) como ideología política muy extendida y en ascenso en el presente.
Por descontado, la expresión «ideología política» se toma aquí en el sentido habitual acuñado por Marx: sistema de ideas socialmente arraigadas en un sector de la sociedad, a través de las cuales se expresa su oposición a otros sectores de esa misma sociedad.
El embrión en España de esta variedad ideológica del humanismo acaso se encuentra en la obra, publicada en 1860, El ideal de la Humanidad de Julián Sanz del Río, alrededor de quien se organizó, como es bien sabido, en los años de la fundación de la Universidad de Madrid, el llamado krausismo español, del cual salieron los hombres de la primera República (Pi y Margall o Salmerón), los de la Institución Libre de Enseñanza (Giner de los Ríos o Gumersindo de Azcárate) y también algunos políticos que hoy dirigen el gobierno de España.
Todos ellos comparten, desde su peculiar humanismo cosmopolita, el proyecto de reorganizar a España según ideas federalistas o confederalistas, así como el de la reorganización de Europa como una «Europa de los Pueblos».
Como es imposible en esta breve exposición desplegar siquiera un esquema de planteamiento histórico o sistemático del tema titular, me atendré a un tipo de exposición «impresionista» que podría llevarse a cabo en las tres fases siguientes:
- La primera destinada a recorrer situaciones o coyunturas muy concretas de nuestro presente tal como son delimitadas desde el enfoque emic del humanismo de la izquierda híbrida.
- En la segunda parte se intentarían extraer algunas consecuencias indeseables que debieran deducirse de los análisis de las situaciones presentadas desde el enfoque humanista híbrido.
- El tercer paso está orientado a regresar al principio en el cual se fundamente este humanismo híbrido a fin de proceder a su demolición.
Parte I
Presentación, desde el enfoque del humanismo híbrido, de algunas situaciones problemáticas concretas del presente
(1)
El actual gobierno socialista anuncia, por boca de su presidente, en el mes de febrero pasado, su proyecto de ampliación inmediata de la red española de ferrocarriles de alta velocidad. Nada más propio, en principio, de un Gobierno, sobre todo «en fase electoral».
Pero lo que interesa subrayar aquí es el modo según el cual fue presentado este proyecto, que no fue el modo técnico propio de un asunto que concierne al Ministerio de Fomento, sino un modo que parece tener que ver explícitamente con un proyecto de signo humanista: «El progreso en el desarrollo de las comunicaciones ferroviarias de alta velocidad es el mejor método para conseguir la unidad entre los hombres que viven en España y también en Europa y en el Mundo.»
El carácter ideológico de este enfoque se manifiesta en el momento mismo en el que el Presidente nos advierte explícitamente contra quién va dirigido este proyecto: contra quienes, en lugar de impulsar el desarrollo del AVE, se entretienen haciendo discursos sobre la unidad indisoluble de los españoles mientras despliegan banderas bicolores. De este modo el humanismo progresista encuentra una fórmula más para autodefinirse frente a sus adversarios políticos, que automáticamente quedarán redefinidos, a su vez, como conservadores reaccionarios, por no decir como reliquias del franquismo.
(Por supuesto, el progresismo propio de este humanismo híbrido no se reduce al terreno de la tecnología ferroviaria; se aplica también al terreno político o jurídico. Los partidos nacionalistas que forman el llamado tripartito catalán se han autodefinido recientemente como «grupo progresista», sin especificar cuál sea el contenido de su progresismo. Así también, un grupo de fiscales se asocian bajo la bandera del progresismo –«fiscales progresistas»– sin que tampoco especifiquen en qué consiste su progresismo, aunque sin duda intentarán aproximarse a una administración «más humana» de la justicia.)
(2)
La excarcelación, en sus diversos grados, concedida al asesino etarra De Juana Chaos a raíz de la huelga de hambre que, desde el mes de diciembre de 2006 hasta el final de febrero de 2007, él ha «representado», viene suscitando debates muy intensos entre los políticos, los magistrados, los tertulianos, los columnistas y los ciudadanos en general. Y ha dividido y enfrentado a los españoles.
Pero lo que queremos subrayar es el hecho de que el enfrentamiento sólo en apariencia se mantiene en la superficie técnico-jurídica en la que se debate la legalidad de la excarcelación. El acatamiento a las sentencias que han emanado de los tribunales de justicia, tomado como norma o «regla de juego» del Estado de derecho, explica que, por parte de quienes impugnan la excarcelación, el debate se haya centrado en torno a la cuestión relativa al cumplimiento íntegro de la condena (petición más bien simbólica, porque esa «integridad» se reduce legalmente a meses, incluso a días).
Lo que ocurre es que tras la petición en la superficie del cumplimiento íntegro de la sentencia se está removiendo una cuestión de fondo, se están poniendo en tela de juicio las mismas leyes fundamentales que convierten en legales las condenas. Se apela al Estado de derecho, pero este es un concepto técnico-jurídico propio de legistas que abstrae el contenido de las leyes (la República romana en el siglo I antes de Cristo era un Estado de Derecho, con leyes esclavistas; por no hablar del concepto mismo de Estado de derecho que asumieron íntegramente y desarrollaron los juristas de la Alemania nazi). Lo que está en el fondo es una legislación penal española que ha establecido penas tan suaves, tomando como criterio de dureza máxima la llamada pena de muerte o la prisión perpetua.
En cualquier caso el público en general no tiene tiempo ni acaso capacidad para seguir la argumentación técnico jurídica acerca de la legalidad de la excarcelación. Y esto ha debido entenderlo también el gobierno cuando, como probando demasiado, ha sobreañadido a los argumentos legalistas una argumentación filosófico-humanística destinada a persuadir al «pueblo» y a recordar la filosofía humanística que inspira el llamado «Código penal de la democracia»: la filosofía de la reinserción social o resocialización de los presos, en tanto éstos son hombres a los cuales hay que tratar humanitariamente con todo respeto y comprensión de su vida y de su libertad. «Los motivos de la excarcelación de De Juana Chaos –decía el gobierno por boca de Rubalcaba, de De la Vega y del propio Rodríguez Zapatero– son humanitarios, a saber, el respeto a la libertad y a la vida», supremo valor según el presidente.
Pero la frase «la vida es el supremo valor», con la cual Zapatero pretendió solemnemente justificar la excarcelación, es una frase retórica que contiene sentidos contradictorios. Por de pronto, no se determina a qué vida se hace referencia: podría ser la vida divina, podría ser la vida animal o la vida humana. Supondremos que, para un humanista, será la vida humana. Pero la vida humana puede significar a veces una vida individual o bien una vida comunitaria (familiar, nacional, &c.). Muchas veces la vida colectiva asume valores más altos que la vida del individuo: Dulce et decorum est pro Patria mori, dice Horacio (Odas, III, 2, 13). Además la vida individual, ¿se refiere a la vida orgánica o a la vida personal, vinculada a los valores personales?
Pero la vida orgánica no es la fuente de los valores personales, sino que son esos valores los que dan este valor a la vida. Y esto lo supieron ya personas distinguidas en la reciente historia de España, que militaban tanto en la derecha como en la izquierda: «Más vale morir con honra que vivir con vilipendio», dijo José Calvo Sotelo; o bien: «Más vale morir de pie que vivir de rodillas», dijo Dolores Ibárruri. Ninguno de estos cabezas de fila consideraban sin más a la vida individual como valor supremo.
El presidente Zapatero, al pronunciar su frase, no tiene presentes los significados contradictorios que esta frase puede alcanzar según los sentidos que demos a la vida (y que él mismo contradice cuando por otro lado defiende el aborto y la eutanasia). Por esto la frase del presidente «la vida es el supremo valor» es hueca e hinchada, y pronunciada con solemnidad y con los ojos mirando al cielo sólo puede ir destinada a confundir a su público indocto o sencillamente a salir del paso.
(3)
La aplicación sistemática de la regla de paridad de géneros en la designación de cargos políticos o administrativos o en la equiparación de los cónyuges homosexuales o heterosexuales se interpreta desde los principios teóricos del humanismo igualitario. Sin embargo el intervencionismo de estos humanistas doctrinarios llega a extremos tan ridículos como peligrosos: a igualar sexos en situaciones no pertinentes (el caso de los cónyuges homosexuales) pero reconociéndolos luego como progenitores A y B, como marido o como marida, andaluces y andaluzas, presidente y presidenta, jóvenes y jóvenas, en situaciones que la distinción no es pertinente. Resulta entonces que se igualan los géneros cuando deben ser distinguidos (caso de los matrimonios) y que se distinguen cuando deben ser igualados (caso de los alumnos de una clase en colegios o universidades mixtas).
(4)
Un dirigente de Izquierda Unida proclama: «La izquierda, por razones humanitarias, no reconoce la distinción entre inmigrantes con papeles y sin papeles. Todos son hombres y, por tanto, hemos de ser solidarios con ellos, borrando las fronteras»... como pretenden borrarlas los médicos sin fronteras, los periodistas sin fronteras, y hasta los bomberos sin fronteras. Todos recordamos a un grupo español de bomberos sin fronteras que asistiendo a las víctimas de un terremoto en Turquía dedicaron buena parte de su jornada a salvar la vida a un gato que se había encaramado en las vigas de una casa en ruinas. Advertimos de este modo cómo la solidaridad humana sin fronteras comienza a desbordar el círculo de los hombres para extenderse al círculo de los felinos
(5)
Es así como el humanismo de la solidaridad nos conduce derechos al humanismo de la fraternidad (siguiendo el camino inverso al que recorrió el inventor del nuevo concepto de solidaridad, Pedro Leroux, en La Grève de Samarez, poème philosophique, París 1863). La solidaridad se fundamenta en efecto en la fraternidad de quien desciende de unos mismos padres (o madres). Cuando estos padres tomaban nombres propios tales como Adán y Eva todo parecía sencillo. Pero quienes ya no creen en una pareja única, en «nuestros primeros padres», quienes hablan de nuestros antecesores, en el sentido de la paleontología del presente, se ven obligados a extender el humanismo de la fraternidad a los primates y a los grandes simios que comparten con nosotros el 99% del genoma. El Proyecto Gran Simio contempla la «puesta en valor» humano de nuestros primos hermanos los chimpancés, los gorilas, los orangutanes o los bonobos.
El año pasado se admitía a trámite parlamentario un proyecto de ley presentado por el grupo socialista sobre el reconocimiento de los derechos de los simios. También se extiende la idea de fraternidad no sólo a los simios sino a los terroristas, el llamado «proceso de paz» mediante el diálogo fraterno establecido entre el gobierno español y ETA se justifica también ante todo desde el humanismo de la fraternidad que se hace equivalente al pacifismo: «Humanismo es lucha por la paz, No a la guerra». Se imputará al gobierno de Aznar la responsabilidad política de la masacre del 11-M: el 11-M habría sido la respuesta que Al-Qaeda y la Yihad habrían dado a la intervención de España en la guerra del Irak. Cuando tres años después el gobierno español sigue manteniendo tropas en Afganistán y cuando en los últimos días del último febrero resultó muerta la soldado Idoia Rodríguez, no por ello el gobierno, desde su perspectiva pacifista y su horror ideológico a la guerra, reconocía que estábamos ante una situación bélica. Nuestros soldados están en Afganistán para defender, como dijo el Rey, los derechos humanos y contra los terroristas (la mina que destruyó el carro en el que viajaba Idoia la habrían puesto los talibanes y no el ejército afgano). ¿Por qué entonces no van también las tropas españolas a defender los derechos humanos en Nigeria, Etiopía, el Congo, China, Chechenia, Palestina, &c.? De este modo, el Rey, el Gobierno, sus aliados catalanes CIU y ERC, consideraron que la soldado Idoia Rodríguez murió «en misión decente y noble destinada a contener el foco de radicalismo y fundamentalismo que existe en Afganistán». Y la vicepresidenta del gobierno, con la mirada de suficiencia infinita que la caracteriza, dijo, desviándose del plano político, que la discusión sobre la medalla con distintivo rojo o amarillo que se le iba a poner en la ceremonia del entierro carecía de toda importancia y que lo que importaba era la atención a las circunstancias humanas de la familia de la soldado, a la que «hay que arropar, dar calor y ayuda en un trance tan doloroso». Y el Ministro de la Guerra, al imponer la medalla, dice lo contrario de lo que está haciendo: «No quiero hacer política con la cuestión de las medallas.»
(6)
El gobierno de la izquierda humanista proyecta una Ley de Educación bajo el signo del laicismo. Laicismo vale tanto como neutralidad política o tolerancia plena ante cualquier religión positiva, considera como asunto privado y no público. Pero las llamadas religiones superiores no son nunca privadas sino públicas, y considerar a las religiones superiores como cuestión privada es una pura ficción, como lo es la sustitución de la educación religiosa por la educación ciudadana.
(7)
La reforma de los estatutos de autonomía promovida por el gobierno socialista y sus aliados nacionalistas-regionalistas ha dado en orientarse hacia el reconocimiento de las realidades nacionales propuestas para sustituir «los arcaicos conceptos», en la época de la globalización, de las fronteras entre los Estados nación «que rompen la unidad de los hombres». Lo que importan son los hombres, o a lo sumo los pueblos. Pi y Margall lo había dicho desde Cataluña: «Antes que español, soy hombre.» Y Blas Infante desde Andalucía: «Mi nacionalismo antes que andaluz es humano.» Pero teniendo en cuenta que Blas Infante se había convertido al Islam en 1924, habría que hablar de su Humanismo musulmán: «Por Al Andalus recuperar a España y a Europa para el Islam, que es la religión verdaderamente humana.» Sin perjuicio de lo cual el nuevo Estatuto andaluz, acaso sin darse cuenta de lo que hacía, ha proclamado a Blas Infante «padre de la patria andaluza».
* * *
¿Cómo definir este humanismo de la izquierda híbrida que se nos manifiesta presente y activo en tan diversas coyunturas?
He conocido a algún humanista de esta izquierda que, a su vez, era aficionado a la literatura clásica y que citaba para autodefinirse la sentencia de Terencio: «Homo sum et nihil humani a me alienum puto» (Heautontimoroumenos, I, 1, 25). Al menos esta fórmula justificaría la tolerancia infinita ante tantas iniciativas que van desde los programas de televisión que nos muestran las intimidades más escabrosas de unos personajes vulgares hasta las iniciativas terroristas.
Pero quienes acuden a esta sentencia de Terencio, atraídos por el sonido de sus palabras, acaso se apartarían de ella si se molestasen en abrir la comedia por el lugar en el que se pronuncia: dos vecinos en la Roma antigua, Menedemo y Cremes conversan sobre asuntos cotidianos. Uno pregunta, ¿cómo van tus negocios? Y poco después, ¿cómo se porta contigo tu mujer? A lo que Cremes responde, ¿y a tí que te importa? Y es ahora cuando Menedemo responde: «Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno.» Fórmula por tanto que resultaría incompatible con los actuales derechos a la intimidad privada individual, con los derechos de cada empresa o de cada Estado a perseguir a los espías industriales o políticos, aunque estos se amparen en este principio del humanismo: «Hombre soy y nada de lo humano me es ajeno.»
Parte II
Análisis crítico, por sus consecuencias, del enfoque ideológico desde el cual han sido presentadas las situaciones de referencia
Mejor que a Terencio, nuestro humanista híbrido ilustrado debiera recordar, me parece, a Protágoras que, enfrentándose a Sócrates, se atrevió a considerar al Hombre como fuente de todos los valores: «El hombre es la medida de todas las cosas.»
Según esto, para «poner en valor» alguna realización o algún proyecto humano, no sería preciso asumir el punto de visa de Dios o el punto de vista de la Naturaleza. Sería suficiente acostumbrarse a mirar al Hombre desde el hombre mismo. El humanismo de izquierdas híbridas verá en la humanidad del hombre la fuente de todos los valores. Una fuente que desde 1948 tiene ya una expresión positiva, universalmente aceptada, la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una fuente cuyas aguas parecen discurrir por muy diversos canales a través de los cuales podemos constatar la riqueza de su caudal.
(1)
Ante todo (si seguimos el orden de exposición que hemos adoptado en la primera parte) el caudal del humanismo de la izquierda híbrida se canaliza en la forma de un progresismo incondicionado que en ocasiones llega a autodefinirse como «Progreso Global» (tal es el nombre de la Fundación que preside Felipe González Márquez).
Y el primer efecto ideológico del progresismo de izquierda es, como hemos dicho, la definición de los «adversarios de la derecha» como conservadores, con la connotación peyorativa de retrógrados, arcaicos, o, en terminología de la II República, «cavernícolas». Ahora bien, ¿realmente el progresismo puede tomarse como un cauce capaz de canalizar los proyecto del humanismo?
El progresismo como ideología cristalizó en la época de la Ilustración (Turgot, Condorcet, &c.), ideología que fue asumida por H. Spencer y a su través por Darwin (a regañadientes) y por Comte y Marx. Pero hace ya muchas décadas que los ideales progresistas comenzaron a eclipsarse, como Gunther S. Stent demostró en un libro célebre.
Y cualquiera que sean las posiciones filosóficas desde las cuales nos enfrentamos con las ideas progresistas, lo que parece indiscutible es que estas ideas carecen de sentido si no se señalan los parámetros de la función «progreso». Cabe hablar de progreso refiriéndonos a la velocidad en los transportes, a tecnologías médicas, al desarrollo de las ciencias físicas o matemáticas, incluso al incremento, aunque tenga la forma de una plaga, de la demografía humana. Más difícil, si no imposible, es aplicar la idea de progreso a la evolución de los organismo vivientes o a la historia de la artes humanas: las sinfonías de Mozart no pueden considerarse en un nivel de progreso más bajo que las obras de Schömberg.
En cualquier caso, el progreso no es fuente de valores. Y menos aún la idea de progreso puede tomarse como regla directiva de la prudencia de la política y menos aún como definición de la izquierda. Los grandes avances tecnológicos del siglo XIX fueron impulsados por el capitalismo más profundamente vinculado a la «derecha depredadora». Y los regímenes más duramente totalitarios del siglo XX, el nacionalsocialismo y el comunismo soviético, son los que ofrecieron los más espectaculares pasos en la senda del progreso tecnológico, en gran medida impulsados por la segunda guerra mundial.
El ideal del progreso no garantiza una política prudente desde el momento en el cual ese progreso puede ponerse al servicio de un desarrollismo insensato al servicio de los intereses depredadores de una Potencia sobre otros países o colonias. En todo caso, el progreso de la navegación facilitó el transporte de los esclavos, el progreso en la aviación o en la tecnología de los misiles hizo posible el control de los pozos petrolíferos en manos de Potencias competidoras y el progreso en las líneas ferroviarias o en las autopistas, que facilitaron en su día el transporte de tropas o de materiales bélicos, agudizará el enfrentamiento y no la unidad entre los hombres (y las mujeres).
(2)
El componente libertario del humanismo, propio de las izquierdas híbridas, conduce directamente a una política de atenuación de las penas llevado a cabo en nombre de «la comprensión del Otro» (el «Otro que yo» que diría Salmerón), de su libertad, de la vida en libertad, de la posibilidad perpetua de su reinserción social cuando «el otro que yo» haya delinquido. Política ideológica cuyo efecto inmediato no es sino la definición de quienes mantienen la necesidad del endurecimiento del Código penal, y, en particular, de quienes mantienen la necesidad de la institución de la llamada pena de muerte como genuinos representantes de la derecha más cruel, medieval o arcaica que alimenta su sed de venganza recurriendo incluso a la ley del Talión. (El abolicionismo de la pena capital lo fundará esta izquierda híbrida precisamente en los derechos humanos, lo que implica la acusación a los Estados que reconocen la pena de muerte de no respetar los derechos humanos.)
Pero todas estas atribuciones son meramente retóricas. ¿Acaso pueden considerarse como inspiradas en los deseos de venganza o en la crueldad las argumentaciones en favor de la pena de muerte que ofrecieron no sólo Platón o Aristóteles sino también Santo Tomás o Kant, cuyo prestigio entre los juristas sigue estando vivo? No, la argumentación abolicionista, que está hoy reconocida en una gran parte de las democracias occidentales (con la excepción «inexplicable» de los Estados Unidos de Norteamérica), es fruto de la Alemania año cero (para utilizar la fórmula que en 1948 utilizó Rosellini) y del impacto que entre los juristas alemanes produjo el juicio de Nüremberg.
En cuanto a Kant, permítanme recordar, una vez más, aquellos pasajes de la Filosofía del Derecho (por no referirme a otras obras) en los que Kant describe los pasos que debiera dar una sociedad política que ha decidido disolverse para constituir otras sociedades sucesivas: «supongamos, para hacer más visible nuestra exposición, que esta sociedad vive en una Isla: su disolución implica su traslado a otros territorios. Pero antes de llevar a cabo ese traslado deberán ser ejecutados todos aquellos individuos que estuvieran condenados a la pena de muerte, porque de no hacerlo así, las culpas insatisfechas –y cuyas satisfacción, según Kant, ha de seguir la ley del Talión– recaerían sobre las nuevas sociedades.» Podrá llamarse cualquier cosa a quines defienden la institución de la pena de muerte, pero no los podrán llamar arcaicos o medievales quienes al mismo tiempo ponen a Kant como la expresión más alta de la ética moderna.
Y en cualquier caso, ¿por qué establecer duraciones definidas para las penas, y menos aún, por qué reclamar desde la izquierda híbrida el cumplimiento integro de esas penas? Si los progresos de la medicina, de la psicología o de la sociología permitieran «reconciliar» a un delincuente en una semana, en un día, ¿no sería una crueldad retenerle en prisión tres años o tres meses o tres días? ¿Acaso retenemos más de un día en el hospital a un enfermo al que los progresos de la medicina han logrado curar en un día o en una semana? Rubalcaba apeló también a razones humanitarias, en el caso de De Juana Chaos, pidiendo siempre el principio: ¿acaso quienes se oponen a la liberación no les asisten también razones humanitarias? ¿Y por qué suponer que quienes defienden la institución de la pena de muerte atentan contra los derechos humanos? ¿Acaso la institución de la pena de muerte no puede estar exigida precisamente como medio infalible para evitar la reinserción social del autor de crímenes horrendos que lo han convertido en «persona cero» y cuya liberación ofrecería a la sociedad la demostración de la posibilidad de que cualquier crimen puede ser cometido sin que el hombre deje de ser persona?
(3)
La igualdad es el ideal revolucionario que, junto al de libertad, también pretende ser derivado de los derechos humanos en la medida en que ellos proclaman la igualdad en la vida social y política de todos los individuos humanos. Y si el principio humanístico de la igualdad se enfrenta con las realidades sociales y políticas históricamente heredadas de las más escandalosas desigualdades económicas o políticas, es lógico que se intenten arbitrar métodos eficaces para allanar esas diferencias sociales, económicas o políticas dondequiera que ellas se encuentren. Y no solo mediante la aplicación del principio de la igualdad ante la ley, sino también mediante el principio de la redistribución equitativa de las riquezas (aun teniendo en cuenta la sentencia de Deng Xiaoping: «ser rico es glorioso»).
¿Y cuando el principio de igualdad se enfrenta con desigualdades que no tienen una fuente social o política, ni son tampoco diferencias ante la ley, sino desigualdades naturales, como es el caso de las diferencias en constitución ontogenética (en corpulencia, en salud, en inteligencia)? Se procurará borrar estas diferencias o atenuarlas mediante la educación física o intelectual.
Pero hay una diferencia natural entre los individuos del género humano (sin perjuicio de sus ramificaciones culturales) que ni la política de isonomía propia de las revoluciones burguesas, ni las políticas de redistribución de la riqueza propias de las revoluciones anarquistas o comunistas pueden borrar: son las diferencias llamadas de «género» (desoyendo el Informe correspondiente de la Academia de la Lengua). ¿Cómo borrar estas diferencias de género en la vida social y política? Equiparando a los varones y a las mujeres (cuando no se quiere entrar en procedimientos quirúrgicos y hormonales) no sólo en las situaciones en las cuales las diferencias de género son constitutivas y pertinentes (en las parejas homosexuales reconocidas como matrimonios no se hablará de padre o madre, ni siquiera de marido y marida , sino de progenitor A y progenitor B). Y en aquellas situaciones en las cuales las diferencias de género no son pertinentes se intentará la equiparación por extensión numérica antes que por connotación. De este modo se creerá alcanzar el borrar las fronteras implicadas en la separación escolar entre colegios o institutos masculinos o femeninos mediante la creación de colegios o institutos mixtos exigiendo en cada aula la igualdad de número entre alumnos y alumnas.
Se intentarán borrar las diferencias de hecho en cuanto al género en los cargos de representación política, administrativa o empresarial, distinguiendo paradójicamente (puesto que esta distinción de genero no debiera tomarse en cuenta como pertinente) entre varones y mujeres en nombre de la llamada discriminación positiva a favor del género femenino. O simplemente «desdoblando» en el lenguaje estatutario y en los lugares donde el desdoblamiento es impertinente (porque no hace sino introducir una distinción que no viene a cuento) entre andaluces y andaluzas, entre españoles y españolas, incluso entre jóvenes y jóvenas, entre maridos y maridas o ente miembros y miembras. El igualitarismo de género llegará a considerar machista la denominación utilizada en la declaración de los Derechos del Ciudadano, que debería decir: «Declaración de Derechos de Ciudadanos y Ciudadanas» y en la «Declaración de Derechos del Hombre» (que debería titularse: «Declaración de Derechos del Hombre y de la Mujer», y esto descontando a los hermafroditas.)
(4)
La solidaridad, como la fraternidad, han sido presentadas también como un mero despliegue del humanismo. Los humanos (o humanas) no sólo tiene que ser iguales distributivamente, porque esa igualdad podría tener significados sociales indeseados («iguales pero separados»). El humanismo requiere la solidaridad y la fraternidad entre los iguales. Ahora bien, esta conclusión es ficticia. Ni la solidaridad ni la fraternidad requieren la igualdad. Cabe una solidaridad entre desiguales, ante terceros, y una fraternidad entre desiguales (entre el fuerte y el débil, ente el pobre y el rico, y entre el tonto y el listo).
En cualquier caso la solidaridad no es la fuente de las virtudes éticas o políticas. Es la virtud ética o política la que confiere valor a la solidaridad que por sí puede ser profundamente antiética y antimoral y antipolítica. Los cuarenta ladrones eran solidarios, pero se enfrentaban al derecho de propiedad de sus víctimas. ¿Y cómo mantener la solidaridad con una banda de terroristas que, sin embargo, son solidarios entre sí? La solidaridad de la banda de terroristas no es fuente de valores éticos, morales o políticos. Son los valores éticos, morales o políticos los que pueden «poner en valor» a la solidaridad.
(5)
La fraternidad parece en cambio un criterio más objetivo. La fraternidad alude a la condición de hermanos, o de primos hermanos, en función de unos mismos padres, y todo esto sin tener en cuenta que la fraternidad como virtud debe olvidarse de Caín y Abel y de Rómulo y Remo. Cuando Adán, el primer hombre, sin perjuicio de su pecado original, era considerado como padre común, la fraternidad servía de medida de la «especie humana»; pero cuando Adán es sustituido por el hombre Antecessor o por el Australopiteco, la fraternidad ente los hombres actuales comenzará a percibirse como demasiado restringida. Habría que ampliarla a los simios. De este modo el humanismo híbrido inspirará una ley presentada en 2006 por el grupo socialista defendiendo el Proyecto Gran Simio en nombre de la fraternidad humanística («nuestros primos los chimpancés», de Fouts). Aquí, el humanismo fraterno salta por encima de las dificultades de la equiparación entre los hombres y otros géneros y especies de primates. Pero al hacer personas a lo simios, se corre el peligro de hacer simios a las personas.
En cualquier caso es la fraternidad la que inspira, como metodología única admisible, la utilización del diálogo para avanzar la paz en general, y en particular, el «proceso de paz» entre el Gobierno español y la organización ETA. El pacifismo será acaso la forma más notoria y evidente de hacerse presente el humanismo fraterno de las izquierdas híbridas. Una izquierda que habría dejado de lado, por supuesto, su tradición revolucionaria, la guillotina, la revolución de octubre de 1917 en Rusia o la revolución de octubre de 1934 en Asturias. Pero supongamos que haya podido prescindir de esa tradición. Lo que ocurre es que el pacifismo humanista, insistiendo en la condena incondicional de la guerra, parece empeñada en ignorar que el fin de la guerra es la paz. Y esto desde Aristóteles y Santo Tomás hasta Clausewitz. Porque la paz está precedida por la guerra, y la paz es la paz de la victoria. La guerra conculca un orden establecido; pero la paz restablece el orden que impone el vencedor. No hay paz en abstracto, o la paz de otro mundo, como la paz evangélica.
El peligro de esta proclamación humanística de la paz a toda costa deriva de la imposibilidad de llevar a toda costa una paz concreta. En el llamado «proceso», Gobierno y ETA piden la paz (suponiendo por tanto que se parte de un estado de guerra). Pero la paz del Gobierno es la paz de su victoria (la victoria de España frente al secesionismo etarra). Y la paz que pide ETA es la paz de su victoria (que incluye la de la autodeterminación de Euskalherría, con la anexión de Navarra y las provincias vasco francesas). Todos quieren la paz, pero la paz que quiere cada cual es contradictoria de la paz del otro. Hablar por tanto de «proceso de paz» es la mejor muestra de confusión de ideas, de retórica y de no saber lo que se dice.
(6)
El humanismo de izquierda, desarrollando el principio de igualdad entre los hombres y las mujeres, tenderá a ignorar políticamente las diferencias derivadas de las religiones o de las supersticiones. ¿Cómo? Tolerándolas, pero declarándolas asuntos privados. El humanismo se mantendría neutral ante ellas, y de aquí derivará el planteamiento de la enseñanza laica neutral, apoyada en una supuesta ciudadanía universal, pero sin especificar si ésta es española o catalana o andaluza o iraquí o finlandesa.
Pero este laicismo se fundamenta en un principio erróneo: el carácter privado de la religiones superiores y la posibilidad de que el Estado se declare neutral ante ellas.
Pues las religiones son públicas. Luego el Estado no puede ser neutral laico, como si viviese en la estratosfera. O se hace confesional, o se enfrenta a todas las confesiones en nombre de un humanismo racionalista y ateo, el cual ya podría establecer jerarquías sociales y políticas no neutrales entre las propias religiones positivas.
(7)
Por último, el humanismo termina reconociéndose como cosmopolitismo. Las fronteras nacionales se considerarán como meras reliquias en la época de la globalización. Abandonemos las Naciones excluyentes tradicionales (las Naciones canónicas, las Naciones Estado, enfrentadas las unas a las otras) y el patriotismo nacional. En su lugar reconozcamos a lo sumo un «patriotismo constitucional», cívico, fundado en una Constitución concebida como un sistema de reglas de juego que cada sociedad «se da a sí misma» prescindiendo de su historia. En lugar de los Estados nación canónicos pongamos unas naciones pueblo federadas o confederadas y distribuidas en múltiples realidades nacionales. Quienes pertenezcan a ellas serán antes que españoles, franceses, catalanes, vascos, o bávaros... hombres. Aquí se funda el asombroso proyecto de la «Alianza de las Civilizaciones».
Pero de hecho esas naciones pueblos terminan convirtiéndose en pequeños Estados federados que tienen que inventar una historia ficción particular, y que en todo caso están llamados o a subordinarse a los grandes Estados nación continentales, como puedan serlo Estados Unidos de Norteamérica, la Unión Rusa o China.
Pero lo más grave de esta ideología humanista de la izquierda híbrida es que ha impregnado a otros géneros de izquierda, y aún de centro, que han participado en el «consenso constitucional español». Un constitucionalismo propio de un Estado de Derecho, entendido en la superficie jurídica, que siendo producto de un proceso histórico se considera a sí mismo como expresión de la humanidad misma racional «capaz de darse sus propias leyes».
Un constitucionalismo que en la práctica parlamentaria se irá transformando en el único sistema de principios al que podría apelarse en los debates, un constitucionalismo que conducirá a una inversión fatal del sistema de las relaciones reales, en un sistema de relaciones ficción, pero que han resultado ser las únicas (y esta es la trampa) que pueden ser utilizadas como coordenadas y premisas de los debates parlamentarios. En esta trampa de la técnica parlamentaria está atrapado en gran medida el propio Partido Popular. Porque en el debate parlamentario no caben formalmente argumentaciones filosóficas o teológicas: todo argumento debe ir apoyado en la Constitución común para todos los parlamentarios. El constitucionalismo tiende en efecto a concebir a España como un concepto constitucional más, y al patriotismo español en un patriotismo constitucional, como si España y la Nación española fuese un resultado de la Constitución y de los sistemas de leyes que surgen del Estado de derecho, en lugar de ver a la Constitución y al sistema de leyes vigentes como resultado de una España histórica real más de mil años antes de la Constitución vigente.
De este modo el constitucionalismo se convierte en una trampa para todos los «partidos democráticos», que tienen que tomar a la Constitución como premisa en sus debates. Y si en nombre de la Constitución se llega a la conclusión de que la soberanía de la Nación está representada únicamente por el Parlamento y por el Gobierno que el Parlamento ha designado (toda manifestación extraparlamentaria será vista por el Parlamento y el Gobierno con el máximo recelo, incluso se la acusaría de antidemocrática) todo debate político habrá de reconducirse al terreno formal en el que se mueven los legistas, que es el terreno de la (supuesta) subsunción de las decisiones del Gobierno en el sistema de leyes que el Parlamento vaya creando, y en la subsunción de estas leyes en la Constitución (aunque estas nuevas leyes sean fruto de lo que se llaman fraudes de ley). Y si el Parlamento reconoce a las realidades nacionales de las autonomías, o a los sucesivos códigos penales dulcificados de la democracia, o a las sucesivas normativas sobre el derecho de familia, sobre la educación, &c., el único modo de demostración seguiría siendo el principio de subsunción de estas normas en los términos de los legistas y el acatamiento a las resoluciones de los tribunales supremo y constitucional (aunque, a su vez, de todos sea sabido que sus sentencias dependen de la «alineación partidaria» de los vocales, según sus ideologías, y tras los arreglos precisos que para evitar el empate los gobiernos hayan podido lograr).
Parte III
Trituración del fundamento humanista de la izquierda híbrida
(1)
No son tanto las consecuencias indeseables o las incoherencias insalvables y no previstas, a las que llevan los principios de este «humanismo híbrido», si quiere mantener su consistencia, lo que nos alejan de él. Es el fundamento mismo de este humanismo híbrido el que merece ser demolido cuando descubrimos su condición de fundamento-ficción. Por lo demás, el camino que nos conduce a llevar a cabo esta demolición puede dibujarse con muy pocas palabras en las cuales, también es verdad, se resumen siglos de investigaciones en el terreno de las ciencias naturales y sociales, que han culminado en la constitución de la doctrina darwiniana de la evolución.
(2)
En efecto, el humanismo híbrido se asienta, como en su fundamento propio, en el postulado del Hombre, o de la Humanidad, o del Género humano, como realidad que hay que considerar como ya dada desde el principio de la historia. Un postulado, por cierto, que el humanismo híbrido hereda, secularizándolo, del relato bíblico de la creación del hombre por Dios en el paraíso terrenal. El humanismo híbrido parte del Hombre, del Género humano, de su unidad originaria, la propia de una comunidad primitiva, que acaso resultó fracturada («alienada» en la doctrina de Marx, que tiene como precedente la idea de la alienación de San Agustín), como consecuencia del pecado original (pecado original que, en el relato marxista, se cifra en la división o fractura de la comunidad primitiva en clases sociales antagónicas).
Es ese Genero humano, puesto en el origen de la historia, el que inspira el himno de La Internacional, que todavía hoy suelen entonar en actos oficiales los militantes de los partidos descendientes de los antiguos partidos socialistas o comunitarios (que se diferencian, al invocar al Género humano, en que unos levantan el puño derecho y otros el izquierdo). Un humanismo que, para utilizar la formula de Gehlen, pretende que el Hombre, el Género humano originario sobre el que se fundamenta el Humanismo, deje de ser visto «desde Dios» o «desde la Naturaleza» y comience a ser visto sencillamente «desde el hombre mismo», desde la Humanidad.
Pero esto no es tan sencillo. La dificultad principal estriba en la demostración de que ese «Hombre», absoluto y exento, es, por sí, una realidad originaria dotada de un designio propio y, por tanto, una realidad a la que se le puede atribuir la condición de fuente de todos los valores humanos que el humanismo irá proclamando a lo largo de la historia, los valores del progreso, de la libertad, de la igualdad, de la fraternidad, de la solidaridad, del laicismo o del cosmopolitismo. El mismo Pedro Leroux, que consideró a la solidaridad como la expresión social práctica del humanismo, se vio obligado a recurrir a una idea de unidad originaria que desbordaba de hecho el círculo de los hombres, a saber, la idea de una comunidad, unión o solidaridad mística de los hombres, si no ya con los antiguos dioses o con los animales, sí con lo habitantes de un reino de los espíritus, como reino envolvente del reino de los hombres. Lo que, dicho sea de paso, aproximaba el humanismo libertario y socialista al espiritismo (en las ultimas palabras que el propio Julián Sanz del Río pronunció al morir cabe advertir algún vestigio espiritista: «Que mi espíritu pase a reunirse con los demás espíritus finitos»).
(3)
Sin embargo, ese Hombre originario, ese Género humano primigenio no ha existido jamás como una unidad comunitaria (como una unidad atributiva, social, religiosa o política). Su unidad, en principio, es la propia de una categoría taxonómica, distributiva, la unidad representada en el concepto zoológico-linneano de homo sapiens. Unidad, por otra parte, confirmada en nuestros días por los resultados de la genética de poblaciones y de la genómica en general, que ha demostrado que las diferencias genotípicas ente las poblaciones humanas son mínimas y que las diferencias fenotípicas (el color de la piel, por ejemplo) son meros resultados de adaptación ontogenética (por ejemplo, de adaptación al descenso de la luminosidad necesaria para la síntesis de la vitamina D), y son también insignificantes desde el punto de vista biológico.
(4)
Pero la identidad taxonómica del género humano no puede ser tomada como fundamento de una unidad atributiva práctica entre las partes de ese género distribuido, como tampoco la unidad taxonómica del concepto marxista de proletariado, como clase universal, garantiza la unidad entre las partes de ese proletariado, unas partes que están determinadas por su adscripción a diferentes círculos culturales o a diversas sociedades políticas. Por ello Marx, cuando intentó poner en marcha (es decir, en la práctica política) su idea taxonómica (distributiva) de proletariado universal tuvo que añadir la célebre consigna que figura en el Manifiesto Comunista: «¡Proletarios de todos los países, uníos!». Si esta consigna se creía necesaria sólo podía deberse a que, de hecho, los proletarios de todos los países, como unidad taxonómica, estaba distribuida en diversos Estados, es decir, estaba formada por individuos o grupos que no estaban unidos entre sí, sino precisamente enfrentados entre sí (como se vio claramente en la Primera Guerra Mundial a raíz del fusilamiento por la socialdemocracia alemana de los «espartaquistas», y también en la Segunda Guerra Mundial). Nos parece que es preciso concluir que la «dialéctica de las clases sociales», como motor de la historia, carece de toda fuerza explicativa cuando ella se utiliza segregada de la «dialéctica de los Estados».
(5)
Tampoco el Género humano, el Hombre, como unidad taxonómica-genómica originaria, puede servir de fundamento y garantía de un humanismo comunitario de la fraternidad, de la solidaridad, del progreso o de la alianza de las civilizaciones. Como tampoco la unidad taxonómica constituida por el orden de los primates –la afinidad de sus géneros en casi el 98% de genes– puede servir de fundamento y garantía para fundar una «comunidad de los simios».
En efecto, el terreno en el que la unidad del hombre, cuanto a su fraternidad, solidaridad, alianza, &c., deba establecerse y extenderse, no es el terreno natural delimitado por el genoma humano, sino el terreno histórico cultural desplegado a lo largo del tiempo. Pero es en este terreno histórico cultural, y no en aquel terreno biológico natural, en donde se dibuja la Idea de Hombre como «proyecto histórico práctico». Y es precisamente el genoma, que funda la unidad taxonómica del Género humano, el que al mismo tiempo explica (por la indeterminación en la que deja a los individuos que inician su proceso ontogenético) la diversidad de poblaciones, culturas, lenguas y sociedades políticas. Diversidad que no es una mera biodiversidad, sino la diversidad propia de las biocenosis en las cuales los grupos diversos suelen mantenerse en competencia a muerte en la lucha por la vida, o si se quiere, por el mantenimiento de su identidad.
Sencillamente, el Género humano, el Hombre, sin perjuicio de su unidad e identidad taxonómica, y precisamente por ella, no constituyó jamás una unidad atributiva originaria, una comunidad cultural o política primigenia que a través del proceso de alienación pudiera haber llegado a su diversificación posterior (por ejemplo, a desplegar la diversidad de las lenguas como resultante de la evolución de una lengua primitiva originaria). El Género humano se manifiesta, en cuanto totalidad atributiva, no como una unidad originaria, sino con una pluralidad originaria (incluso si esta pluralidad se hiciese consistir en una pluralidad de comunidades primitivas). Una pluralidad desde la cual habrá que dar cuenta de la posibilidad de reunión o alianza entre sus partes.
Dicho brevemente: el Hombre, como unidad práctica originaria, no ha existido nunca jamás, sino que precisamente ha comenzado existiendo, diversificado (¡no alienado!, porque no hay ninguna referencia desde la cual pudiéramos considerarlo tal) en una pluralidad de corrientes o partes (clanes, tribus, pueblos, naciones étnicas) diversas entre sí, a veces ignorándose mutuamente, otras veces en evolución paralela y las más en conflicto irreductible.
La idea de Hombre como unidad práctica unitaria no existió ni pudo existir en el principio. Lo que existió en el principio fueron bandas, pueblos, naciones étnicas, círculos culturales, que, sin perjuicio de sus préstamos mutuos, ni siquiera podían alcanzar una idea de Hombre como un todo capaz de integrar a las demás partes, precisamente porque cada una de estas partes tenía, por así decir, su propio «modelo de hombre», y por ello confundían en su terminología las denominaciones de «hombre» con las de su propia tribu.
Sólo cuando las sociedades políticas se hayan desarrollado hasta alcanzar el nivel que Aristóteles tomó como criterio para definir al hombre como animal político –y no meramente social, como las abejas o las hormigas o los primates, sino como animal que vive en ciudades Estado– podría comenzar a dibujarse desde cada parte una idea de hombre total capaz de cubrir a las demás partes. Ahora bien, esta idea totalizada de hombre no es el resultado de un mero y supuesto proceso mental mediante el cual el Género humano hubiera tomado «conciencia de sí mismo». Tiene que ver con el proceso a través del cual cada parte (en realidad algunas partes) del Género taxonómico humano pretende mantener, defender e imponer ante todas las demás el propio «modelo de hombre» que su historia ha ido forjando y con el cual se identifica. El nombre político de este proceso histórico es el de «Imperio».
Solamente desde esta plataforma política la idea de Hombre propia del humanismo, en general, comenzará a dibujarse, pero no como idea abstracta y absoluta (salvo en la apariencia) sino como confrontación de la propia idea o modelo de hombre con otros modelos diferentes de los que trata de defenderse y a los que procura incorporar, reducir o aniquilar.
El humanismo no surge de un supuesto Hombre genérico originario sino de los hombres especificados históricamente y determinados como griegos o romanos, como cristianos o musulmanes, como germanos o como hispanos.
Los herederos de los imperios universales que conformaron la idea de una comunidad humana universal, aunque ya no quieren autodenominarse como tales, en general, son las grandes sociedades políticas de nuestro presente, y la España de hoy, como heredera de un Imperio universal, puede con toda su fuerza (utilizando los términos que Thomas Mann utilizó en su Doktor Faustus refiriéndose a Alemania, aunque en sentido contrario) abrir la boca «para decir palabras que conciernen al interés de la humanidad». Es ideología gratuita suponer que en la «época de la globalización» y de la deslocalización (nacional, precisamente) de las grandes empresas multinacionales, las unidades políticas nacionales canónicas ya han desaparecido, como si hoy sólo quedasen sus ruinas y sus recuerdos nostálgicos.
Las Naciones políticas, la economía política, los Estados siguen siendo hoy las unidades reales que actúan como fundamentos de las infraestructuras de la globalización. Y, cuando una sociedad política pretende quitar importancia a su condición de tal, fingiendo estar hablando en nombre de la Humanidad, es porque o bien está tratando (si es una gran Potencia) de disimular proyectos de hegemonía, o bien porque está aceptando, sin advertirlo demasiado, un proceso de subordinación y aun de disolución de su realidad, no ya en la Humanidad, sino en el seno de otras sociedades políticas más potentes.
Sigue vigente hoy el principio de que un individuo, pero también una empresa que quiere mantener unido a un grupo de individuos de la especie genómica homo sapiens, sólo puede alcanzar la condición humana, la condición de hombre en su sentido histórico, a través de una comunidad nacional política en marcha.
Y desde este punto de vista me arriesgaré a enunciar ante ustedes una divisa que, para los patriotas españoles, podría estar llamada a sustituir, supongo, a la divisa de Terencio («hombre soy y nada de lo humano me es ajeno»): Hispanus sum, et nihil Hispaniae alienum puto.