Gustavo Bueno, Sic vos, non vobis..., El Catoblepas 71:2, 2008 (original) (raw)
El Catoblepas • número 71 • enero 2008 • página 2
Gustavo Bueno
Un comentario-memorando sobre la ceremonia de entrega de los premios Libertad de Expresión que tuvo lugar en Navia (Asturias) el sábado 24 de noviembre de 2007 y en la que Juan Vega recibió uno de los premios
24 noviembre 2007: Juan Vega agradece el Premio a la Libertad de Expresión
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El pasado 24 de noviembre de 2007 fueron entregados en Navia los Premios a la Libertad de Expresión que el diario independiente La Voz de Occidente, de Luarca, viene concediendo desde hace años. La ceremonia que comentamos corresponde a la VII edición de estos premios.
El público asistente era heterogéneo y numeroso. Llenaba un amplio local, muy bien preparado, por cierto. Era un público muy acostumbrado al tipo de reuniones «políticas» o «culturales» que se celebraban en Asturias, y también en otras partes de España, desde la década anterior a la transición hasta las décadas inmediatamente posteriores.
Todos se conocían, al menos de vista o de nombre. Las presentaciones eran casi siempre reconocimientos o actos de «memoria personal histórica», de más de cuarenta años, a veces, de longitud.
Sin duda, cada uno de los que allí estaban reconstruía las trayectorias de los demás, trayectorias que tenían mucho que ver con asuntos relacionados con la «libertad de expresión» que el rótulo de los premios de La Voz de Occidente ponía en carne viva.
Sin embargo, todos coincidían en la valoración de Juan Vega como galardonado con el premio Libertad de Expresión, reconociendo su intensa actividad, sus luchas en mil combates, en diversos escenarios de prensa, de radio o de televisión. ¿Quién no recordaba sus programas en Tele Oviedo, sus críticas mordaces al «presidente Vicente», o después en TeleAsturias? O su defensa esforzada ante los ataques que esta emisora sufría y sigue sufriendo como consecuencia del proceso de instalación y cristalización de la televisión oficial asturiana, en competencia objetiva con otros canales no oficiales pero no por ello menos públicos.
Juan Vega es el editor de El Comentario TV
¿Quién de los asistentes no recordaba los hechos ocurridos en la tarde del 31 de mayo de 2007, en la cual cerca de un centenar de militantes de Izquierda Unida (entre ellos el, a la sazón, Consejero de Justicia, Valledor) «intentaron asaltar la sede del Partido Comunista de España en Asturias, en la ciudad de Oviedo, sede que ocupa la planta cuarta de un lujoso edificio en la Plaza de América, y que fue adquirida al poco de su legalización por el Partido Comunista de España, hace treinta años, con las aportaciones de militantes y simpatizantes»? En esa tarde de mayo, «el periodista y analista político Juan Vega, director de El Comentario.tv, que se encontraba grabando los hechos, fue brutalmente agredido, teniendo que ser trasladado en camilla al hospital». Las secuelas de esta agresión duraron meses y la instrucción judicial correspondiente todavía está en marcha.
A requerimiento de los organizadores tuve el honor de pronunciar unas palabras en el acto de entrega del Premio Libertad de Expresión a mi viejo y querido amigo Juan Vega.
24 noviembre 2007: Gustavo Bueno en la entrega del premio a Juan Vega
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Ahora bien, lo que me sorprendió en la reunión fue una cierta actitud del público allí presente que creí percibir con cierta claridad, y no porque fuera insólita o nueva, sino precisamente porque era muy familiar y antigua; una actitud que acaso pudiera calificarse de «reivindicativa». La actitud de quienes solían agruparse para exigir «de las autoridades» la libertad de expresión, junto con otros derechos humanos fundamentales, liberta de asociación, habeas corpus y otras muchas reivindicaciones que circulaban, por ejemplo, en los años sesenta, entre «los Amigos de la Unesco».
Se me ocurrió sospechar si acaso, después de la «transición a la democracia» en España, y de la caída de la Unión Soviética, no estaría cristalizando o estaría ya cristalizada, una «mentalidad colectiva» dispuesta a reconocer la realidad eterna de los derechos humanos, entre ellos, el de la libertad de expresión, como valores objetivos indiscutibles, de universal consenso, que ya no hiciera falta conquistar.
Tan solo, en algún caso, «reivindicar» ante la autoridad competente, representada por un ministro o consejero de cultura, por una empresa periodística, por una editorial, por una cadena de radio o de televisión, o por una empresa cinematográfica, cuando esta Autoridad se hubiese distraído en la vigilancia continuada que los derechos humanos fundamentales requieren para poder mantener su salud.
La reivindicación no necesitaría manifestarse por vías violentas: ¿no estamos por fin en la era de la paz democrática? Bastaría que la reivindicación tomase la forma de un simple «recuerdo» a la autoridad. Bastaría una llamada a la «conciencia» del ministro, del consejero, del director del periódico, del consejo editorial, del director del programa de radio o de televisión, o del director de cine, para que cualquiera de estas autoridades reaccionasen diciendo: «Perdonadme, no me había dado cuenta de que vuestra libertad de expresión atraviesa un momento poco brillante o precario. Ahora mismo dispondré las cosas para que de inmediato podáis disfrutar plenamente de esa sagrada libertad de expresión que estáis reivindicando.»
Pero, ¿qué podría hacer una autoridad política o empresarial para disponer las cosas necesarias que conducen a la recuperación de la libertad de expresión de quien la reclama? O, dicho de otro modo, por parte del reclamante: ¿qué es lo que pide o reclama de una autoridad o poder político o empresarial su sagrada libertad de expresión? ¿Acaso la libertad de expresión es un derecho que puede ser reclamado en cuanto tal, o acaso un bien que puede ser dispensado por alguien?
Ante todo, habría que tener en cuenta la distinción entre una libertad-de y una libertad-para. La libertad-de es la libertad que damos al pájaro cuando le abrimos la puerta de la jaula, o la libertad que otorgamos a alguien que tiene puesta una mordaza que le impide «expresar sus pensamientos». Pero esta libertad-de sólo alcanza su genuino sentido cuando quien la reclama tiene también el poder, la capacidad o la potencia para decir o expresar algún pensamiento. Esta distinción estaba sin duda implícita en la famosa pregunta de Lenin: «¿Para qué querrá ese individuo la libertad de pensamiento?»
Supongamos, desde luego, que el sujeto al que nos referimos tiene poder o capacidad de pensar y de expresar lo que piensa. ¿Qué pide entonces al exigir libertad de expresión? Si exige es porque puede exigir: en otro caso, su exigencia sería mera baladronada. Sin embargo, en la hipótesis en la que nos movemos (la democracia ya reconoce a los ciudadanos la libertad de expresión) no hace falta exigir, ni siquiera rogar. Basta, como hemos dicho, recordar.
¿Qué pide entonces el sujeto dotado de capacidad de pensamiento y de expresión cuando «recuerda» a la autoridad o poder político o empresarial que él tiene derecho a la libertad de expresión? Sin duda no reclamará lo que ya tiene. ¿Qué, entonces? Puede reclamar los medios, recursos, cauces o instrumentos imprescindibles para que ese su derecho a la libertad de expresión, ya reconocido, pueda ajercitarse.
¿Y en qué consisten estos medios, instrumentos, recursos o cauces de su libertad de expresión?
Pueden consistir, por ejemplo, en recursos para financiar la publicación de un libro, o bien en un puesto de columnista en el periódico, en el puesto de comentador de una tertulia de televisión, o simplemente el puesto de invitado gratuito a la tertulia.
En resolución, quien reclama en una democracia la libertad de expresión, lo que está en realidad reclamando son medios, instrumentos, cauces o recursos económicos para poder ejercitar, no ya una libertad potencial, sino una necesidad actual de expresión que, por hipótesis, le impulsa a reclamarla.
¿Y no son todos los ciudadanos «en funciones» de la democracia, sin dejar fuera a uno solo, quienes tienen el «derecho humano» a disponer de esos medios, recursos, cauces o instrumentos que suponemos imprescindibles para el ejercicio del derecho humano fundamental a la libertad de expresión?
Lo tendrán. Pero, ¿acaso es posible en una democracia de millones de ciudadanos distribuir recursos, medios, instrumentos o cauces a todos estos ciudadanos para que satisfagan sus necesidades de expresión a las que tienen reconocido derecho?
Resulta que esto no es posible. No es posible que varios millones de ciudadanos dispongan, no ya de una hora, pero ni siquiera de un cuarto de hora en un programa nacional de televisión para expresar sus pensamientos. Ni es posible que todos los ciudadanos reciban una subvención para publicar un libro, o que todos los ciudadanos puedan disponer de una columna en un periódico de gran tirada.
24 noviembre 2007: Juan Vega, Gustavo Bueno, Cándido González Carnero
y José Ignacio Gracia Noriega
La reivindicación de la libertad de expresión no puede consistir, según esto, en la reivindicación de una distribución universal y equitativa de medios, instrumentos o recursos de expresión. Entre estos instrumentos o recursos habrá que contar, en primer lugar, la educación o entrenamiento «literario y cultural» imprescindible para poder expresarse, una educación o entrenamiento que, cada vez más, nuestra democracia parece tender a acreditar mediante una licenciatura en periodismo: de hecho, para hablar desde una tribuna periodística, escrita, radiada o televisiva, es prácticamente necesario el título de licenciado en periodismo.
Pero no es posible una distribución universal de los recursos, medios o instrumentos necesarios para la expresión del pensamiento, ni a todos los ciudadanos se les puede transformar en periodistas, sin perjuicio de que la democracia presuponga que no ya todos los ciudadanos, sino todo hombre, es filósofo. Los medios, recursos o instrumentos necesarios para ejercitar la libertad de expresión habrán de adquirirse particularmente por quien necesite «expresarse», adquisición que entrará en conflicto con otros ciudadanos que también necesitan ejercer su libertad de expresión, y en consecuencia, disponer de los medios, instrumentos o recursos necesarios.
En la democracia, sobre todo en la democracia de mercado, al igual que en la aristocracia, los puestos desde los cuales es posible expresarse libremente son puestos privilegiados que se obtienen según reglas de distribución que poco tienen que ver con la «justicia» abstracta. Tienen más que ver con el juego o lotería de las capacidades o recursos que a cada ciudadano le hayan caído en suerte, y después con el juego de los intereses, o, lo que es equivalente, con el mercado. Si una empresa editorial estima que el libro de un autor, que invoca su derecho humano a la libertad de expresión, alcanza el umbral de éxito en el mercado, lo editará, pero no editará el libro de otro ciudadano, que también ha escrito su libro por necesidad de expresarse, pero que, a juicio del consejo editorial, no va a venderse, al margen de su excelencia. Quien tiene necesidad de expresión en el periódico, en columnas que no sean las destinadas a las Cartas al Director, no sólo necesitará cada vez más de hacerse con el título de licenciado en periodismo (salvo que pueda verse asimilado a una situación semejante). Además, desde luego, sus columnas deberán ordenarse a la línea del periódico, y no sólo a los mínimos exigibles de calidad literaria.
¿Qué sentido queda entonces para las exigencias o recordatorios de quien reivindica a la autoridad, al mercado o a la humanidad la libertad de expresión como derecho humano fundamental? Ninguno. Porque no es la libertad de expresión lo que en realidad se reclama, sino otras cosas, más o menos oscuras, que creen poder pedir, rogar o recordar a quien no puede concederlas, aún cuando lleguen a creer que sólo el «poder» puede otorgarlas.
Olvidan que el «poder», para obtener los medios para dar cauce a su necesidad de expresión, sólo puede emanar de su propio poder, del poder que de hecho tenga cada cual en un momento dado, o el poder del grupo de quien reclama frente a otros individuos o grupos.
Olvidamos también que quienes han logrado disponer, de un modo más o menos precario, de un medio, cauce o institución para satisfacer sus «necesidades de expresión», se habrán encadenado al mismo tiempo a los intereses de la empresa, de la editorial, de la autoridad o de la cadena televisiva que les ha suministrado esos medios o recursos de expresión. En último extremo tendrán que encadenarse también al público del que depende, el que escucha sus intervenciones en la radio, lee sus columnas en el periódico, lee sus libros o asiste a sus intervenciones en un escenario, porque es el público quien en última instancia paga los medios o instrumentos que el columnista, el comunicador, el artista o el autor necesita para satisfacer sus necesidades de expresión, su libertad de expresión.
Todos aquellos ciudadanos que han logrado disponer de medios o instrumentos regulares para ejercitar su derecho a la libertad de expresión, habrán trabajado duramente para lograr su expresión libre, pero no habrán trabajado tanto en beneficio de su propia libertad cuanto en beneficio de los poderes que mantienen vivo el despliegue de la democracia. «Así vosotras, pero no para vosotras, hacéis los nidos, aves; así vosotras, pero no para vosotras, os cubrís de vellones, ovejas; así vosotras, pero no para vosotras, hacéis la miel, abejas; así vosotros, pero no para vosotros, arrastráis los arados, bueyes.»
Cuando honramos con un premio a la libertad de expresión a alguien que, como Juan Vega, ha logrado hacerse con un público que le sigue, no estamos desde luego otorgándole o reconociéndole una libertad de la que él no carece; estamos reconociéndole un poder que él mismo ha ido conquistando a lo largo de los años, contra viento y marea de las autoridades políticas o culturales, empresarios, editores, cadenas de prensa, de radio o de televisión. Y, en este caso, valiéndose de un medio, internet, que permite liberarse en gran medida del servicio a las autoridades políticos o empresariales.
Con este «premio» no reconocemos tanto la libertad de expresión que Juan Vega tiene ya como ciudadano, cuanto el poder de expresión que Juan Vega, mediante su esfuerzo, ha conseguido frente a otros ciudadanos que también sienten la llamada de esa libertad de expresión, pero que en realidad no es tanto una «libertad debida» cuando una «necesidad realizada» en la lucha con otras necesidades que no le perdonarán fácilmente su victoria.
A nadie podemos reclamar la libertad de expresión, ni a nadie podemos agradecérsela; la libertad de expresión, en cuanto libertad-para, no es un derecho burocrático o humanitario que emana de lo eterno, del todo, sino una capacidad o un poder que emana de la parte, en conflicto con otras parte, y que sólo podrá alcanzar lo que pueda alcanzar; y que sólo podrá decirse que se alcanza justamente si llamamos justicia a quien ha obtenido una victoria con sus esfuerzos.
La libertad de expresión que aporta la democracia no tiene según esto mayor alcance que la «libertad de enriquecimiento» que la democracia concede a cualquier ciudadano que juega a la lotería. Una democracia basada en la igualdad, pero a la vez en la mejora o progreso del nivel económico de los ciudadanos, echará mano, generalmente, de instituciones que, como la lotería, están orientadas sin duda a elevar el nivel económico de los ciudadanos, aunque tales instituciones comprometan los principios de la igualdad, precisamente porque promueven, por estructura, las desigualdades más escandalosas. Es cierto que algunos periodistas, impulsados por un espíritu de «solidaridad socialdemócrata», cuando nos informan en estos días de Navidad sobre el resultado de la Gran Lotería, tienden a subrayar el supuesto hecho de que «los premios estuvieron muy repartidos entre los empleados y los trabajadores de la empresa», como queriendo insinuar que el Azar o el Dios calvinista también es solidario, igualitario y socialdemócrata. Pero las desigualdades, en la distribución, son notorias, y casi siempre escandalosas. ¿Hablaremos por eso de injusticia? ¿Acaso no tienen derecho todos los ciudadanos a ser agraciados con un premio, incluso con el Gordo? ¿Y acaso este «derecho» no es incompatible con el derecho de los demás a recibir el Gordo?
La desigualdad no sería sin embargo una injusticia democrática, puesto que todos los ciudadanos apoyan la institución, y sólo exigen del ciudadano que compre su billete, o que lo conserve en buen estado.
Pero nadie puede decir que tiene derecho a ser agraciado por la lotería, porque sólo tiene derecho a comprar el billete, a participar en un juego cuyos resultados están más allá de los derechos humanos, «más allá del bien y del mal» establecido por el principio democrático de la igualdad.
La libertad de expresión «que concede» la democracia exige sin duda un esfuerzo algo mayor que el que se le exige al ciudadano para tener derecho a jugar a la lotería. No basta con comprar un billete o conservarlo en buen estado, hay que escribirlo, decirlo, trabajarlo. Por ello sus beneficios sólo pueden recaer en algunos, los agraciados por el premio, pero no en todos, aunque hayan sido todos los demócratas quienes hayan intervenido en el proceso de creación o de distribución de los recursos, instrumentos, medios o cauces. Sic vos, non vobis.
Entrega de los premios Libertad de Expresión [24 noviembre 2007]
24 noviembre 2007: los sindicalistas Cándido González Carnero y Juan Manuel Martínez Morala asisten a la entrega de los premios Libertad de Expresión